"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)14. NUNCA MÁS VOLVERÉ A SENTIR LO MISMOSean, Whitey Powers, Souza y Connolly, otros dos miembros del Departamento de Homicidios del Estado, Brackett y Rosenthal, más una legión de policías y de técnicos de la Policía Científica pasaron la noche entera y parte de la mañana estudiando el caso con todo detalle. Habían analizado cada hoja del parque en busca de pruebas. Habían gastado libretas con diagramas e informes de campo. Los poIicías habían entrevistado a todos los ocupantes de las casas desde las que se podía acceder a pie desde el parque; asimismo, habían llenado una furgoneta entera con todos los vagabundos del parque y con los restos de los cartuchos de la calle Sydney. Buscaron dentro de la mochila que habían encontrado en el coche de Katie Marcus y encontraron las cosas habituales, a excepción de un folleto turístico de Las Vegas y de una lista de hoteles de dicha ciudad en papel amarillo a rayas. Whitey le mostró el folleto a Sean, soltó un silbido, y exclamó: – ¡Esto sí que es una pista! ¡Vayamos a hablar con sus amigas! Eve Pigeon y Diane Cestra, tal vez las dos últimas personas honradas que, según el padre de Katie, vieron a su hija con vida por última vez, parecían haber recibido un golpe en la nuca con la misma pala. Whitey y Sean las interrogaron con suavidad entre el constante torrente de lágrimas que bajaba por sus mejillas. Las chicas les dieron todo tipo de detalles sobre lo que hicieron en la última noche de vida de Katie; les dieron una lista de todos los bares en que habían estado, junto con la hora aproximada en la que habían entrado y salido, pero cuando empezaron a hacerles preguntas de tipo personal, tanto Sean como Whitey tuvieron la sensación de que les estaban ocultando información, ya que se intercambiaban miradas antes de contestar y daban respuestas vagas, mientras que antes les habían respondido con precisión. – ¿Salía con alguien? – No, con regularidad, no. – ¿Y de vez en cuando? – Bueno… – ¿Sí? – La verdad es que no nos tenía muy informadas sobre ese tipo de cosas. – Diane, Eva… Katie era vuestra mejor amiga desde el jardín de infancia. ¿Cómo me voy a creer que nos os contaba si salía con alguien? – Era muy reservada. – Sí, eso es. Katie era muy reservada, señor. Whitey, intentando llegar hasta ellas de otro modo, les preguntó: – ¿No salisteis a celebrar nada especial ayer por la noche? ¿Nada fuera de lo corriente? – No. – ¿No tenía planes de abandonar la ciudad? – ¿Cómo? No. – ¿No? Diane, hemos encontrado una mochila en el maletero del coche. Dentro había folletos de Las Vegas. ¿Qué? ¿Los llevaba de un Iado a otro para mostrárselos a alguien? – Tal vez. No lo sé. El padre de Eve empezó a hablar inesperadamente: – Cariño, si piensas que algo podría ser de ayuda, haz el favor de empezar a contarlo. ¡Por el amor de Dios, estamos hablando del asesino de Katie! Aquel comentario hizo que las chicas empezaran a derramar un nuevo torrente de lágrimas y que ya no pudieran seguir interrogándolas; comenzaron a gemir, a abrazarse una a la otra y a temblar, con la boca un poco abierta y ovalada en la pantomima de dolor que Sean había visto tantas y tantas veces, el momento en el que, tal y como lo denominaba Martin Friel, el dique se desbordaba y la gente asumía que nunca más volvería a ver a la víctima. En momentos como ésos, no se podía hacer nada, a excepción de observar o marcharse. Las observaron y esperaron. Sean pensó que Eve Pigeon [7] tenía cierta semejanza con un pájaro. Su rostro era muy anguloso y la nariz muy fina. Sin embargo, a ella le quedaba muy bien. Había en ella cierta elegancia que le daba a su delgadez un aire casi aristocrático. Sean se imaginó que sería el tipo de mujer a la que la ropa formal le sentaría mejor que la informal, y por la honradez y la inteligencia que emanaba, que atraería sólo a los hombres serios, librándose así de los granujas y de los Romeos. Diane, en cambio, rezumaba una sensualidad frustrada. Sean vio que tenía un morado descolorido debajo del ojo izquierdo, y le pareció más dura de mollera que Eve, más dada a la emoción y, con toda probabilidad, a la risa. De sus ojos, como dos imperfecciones a juego, colgaba la esperanza desvanecida, cierta necesidad que Sean sabía que rara vez atraía a ningún hombre que no fuera del tipo predador. Sean se figuró que, en los siguientes años, acabaría haciendo muchas llamadas de urgencia a causa de peleas domésticas y que, cuando los polis consiguieran llegar hasta su puerta, aquel pequeño indicio de esperanza habría desaparecido de sus ojos mucho tiempo atrás. – Eve -dijo Whitey con suavidad cuando pararon de llorar- Necesito saber más cosas de Roman Fallow. Eve asintió con la cabeza, como si hubiera estado esperando que le hicieran esa pregunta, pero en aquel momento no dijo nada. Se mordía la piel del dedo pulgar y miraba con atención las migas que había sobre la mesa. – ¿El memo ése que va haraganeando por ahí con Bobby O'DoneII?- le preguntó su padre. Whitey le hizo un gesto con el brazo y miró a Sean. – Eve -dijo Sean, a sabiendas que era ella a la que tenían que hacer hablar. Seguro que les costaría más convencerla que a Diane, pero les contaría detalles más pertinentes. Ella lo miró. No va a haber represalias, si es eso lo que te preocupa. Cualquier cosa que nos cuentes de Roman Fallow o de Bobby quedará entre nosotros. Nunca se enterarán de que nos lo has contado tú. – ¿Qué pasará cuando esto llegue a los tribunales? ¿Eh? – preguntó Diane- ¿Qué pasara entonces? Whitey le lanzó una mirada a Sean que decía: «Ahí te las apañes». Sean se centró en Eve y le dijo: – A no ser que vieras cómo Roman o Bobby sacaban a Katie del coche… – No. – Entonces el fiscal del distrito no puede obligarte a declarar en un juicio público, Eve. Sin lugar a dudas, te lo pediría con insistencia, pero no podría obligarte. – No los conoce -remarcó Eve. – ¿A Bobby y a Roman? ¡Y tanto que les conozco! Encarcelé a Bobby nueve meses cuando estuve en el Departamento de Narcóticos. -Sean alargó la mano y la dejó en la mesa, a unos pocos centímetros de la de elIa-. Y me amenazó. Pero eso es todo lo que él y Roman son: unos simples charlatanes. Eve, observando la mano de Sean con una media sonrisa amarga y con los labios fruncidos, respondió poco a poco: – ¡Y… una mierda! – ¡Haz el favor de no hablar así en esta casa! -le ordenó su padre. – Señor Pigeon -dijo Whitey. – ¡Ni hablar! -exclamó Drew-. Es mi casa y las normas las dicto yo. No permitiré que mi hija hable como si… – Era Bobby – declaró Eve. Diane soltó un pequeño grito de asombro y se la quedó mirando como si hubiera perdido el juicio. Sean vio cómo Whitey arqueaba las cejas. – ¿Qué era Bobby? -le preguntó Sean. – Con quien salía. Katie salía con Bobby, y no con Roman. – ¿Jimmy lo sabe? -le preguntó Drew a su hija. Eve se encogió de hombros de esa forma tan hosca, típica de la gente de su edad, con un lento movimiento del cuerpo que indicaba que le importaba tan poco que ni se molestaba en esforzarse. – ¡Eve! -exclamó Drew-. ¿Lo sabía o no lo sabía? – Sí y no -respondió Eve. Suspiró, inclinó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando el techo con sus ojos oscuros-. Sus padres se creían que habían reñido porque, durante un tiempo, así lo creía ella. El único que no pensaba que su relación se había terminado era Bobby. No quería aceptarlo e insistía en volver. Una noche estuvo a punto de lanzarla desde el rellano de un tercer piso. – ¿Lo viste con tus propios ojos? -le preguntó Whitey. Negó con la cabeza y contestó: – Katie me lo contó. Se lo encontró en una fiesta hará un mes o unas seis semanas. La convenció para que saliera al vestíbulo a hablar con él, pero el piso se encontraba en la tercera planta, ¿entiende lo que le quiero decir?- Eve se secó el rostro con la palma de la mano, aunque daba la impresión de que, por el momento, ya no iba a llorar más-. Katie me contó que no hacía más que repetir a Bobby que lo suyo ya había terminado, pero Bobby no quería hablar de eso y, al final, se enfadó tanto que la cogió por los hombros y la levantó sobre la barandilla. La sostuvo un buen rato así, por encima de la escalera. ¡A tres pisos de altura, el psicótico! Y le dijo que si no seguía saliendo con él, la haría pedazos. Y que ella sería su chica hasta que a él le diera la gana, y que si no lo aceptaba la dejaría caer en aquel preciso instante. – ¡Santo cielo! -exclamó Drew Pigeon, después de unos momenlos de silencio-. ¿ Conocéis realmente a gente así? – Bien, Eve -dijo Whitey-, ¿qué le dijo Roman cuando la vio en el bar el sábado por la noche? Eve no dijo nada durante un rato. – ¿Por qué no nos lo cuentas, Diane? -sugirió Whitey. Diane, que parecía necesitar un trago, respondió: – Se lo hemos contado a Val. Ya debería ser suficiente. – ¿A Val? -preguntó Whitey-. ¿A Val Savage? – Esta misma tarde ha venido a vernos -apuntó Diane. – ¿Le habéis contado lo que os dijo Roman y no nos lo queréis contar a nosotros? – Él es de la familia -contestó Diane; después cruzó los brazos sobre el pecho y les dedicó su mejor mirada de «que os jodan, polis». – Ya se lo contaré yo -declaró Eve-. ¡Santo Dios! Le dijo que no le había hecho ninguna gracia enterarse de que estábamos borrachas y haciendo el tonto por ahí, y que con toda probabilidad, a Bobby tampoco le gustaría nada, y que lo mejor que podíamos hacer era volver a casa. – Así pues, os marchasteis. – ¿Ha hablado con Roman alguna vez? -le preguntó-. Tiene una forma de decir las cosas que parece que te esté amenazando. – ¿Eso es todo?- preguntó Whitey-. ¿No visteis que os siguiera hasta fuera del bar o algo así? Negó con la cabeza. Miraron a Diane. Diane se encogió de hombros y contestó: – La verdad es que estábamos bastante borrachas. – ¿Volvisteis a verlo esa misma noche? ¿Alguna de las dos? – Katie nos trajo hasta aquí con su coche -respondió Eve-. Nos dejó delante de la puerta. Fue la última vez que la vimos -tartamudeó un poco y apretó el rostro como si fuera un puño, al tiempo que volvía a inclinar la cabeza hacia atrás, miraba hacia arriba e inspiraba aire. – ¿Con quién tenía intención de marcharse a Las Vegas? -le preguntó Sean- ¿Con Bobby? Eve se quedó mirando el techo durante un buen rato; la respiración se le había vuelto líquida. – Con Bobby, no -respondió al cabo de un rato. – ¿Con quién, Eve? -insistió Sean-. ¿Con quién pensaba marcharse a Las Vegas? – Con Brendan. – ¿Con Brendan Harris? -preguntó Whitey. – Sí -confirmó ella-. Con Brendan Harris. Whitey y Sean se miraron uno al otro. – ¿Con el hijo de Ray? -preguntó Drew Pigeon-. ¿Ese que tiene un hermano mudo? Eve asintió con la cabeza y Drew se volvió hacia Sean y Whitey. – Es un chico majo. Inofensivo. Sean hizo un gesto de asentimiento y espetó: – Sí, claro. Inofensivo. – ¿Tienes su dirección? -preguntó Whitey. Cuando llegaron a casa de Brendan Harris, no había nadie; por lo tanto, Sean pidió ayuda y ordenó a dos policías que vigilaran la casa y que les avisaran cuando regresaran los Harris. A continuación, se dirigieron a casa de la señorita Prior, y tuvieron que quedarse allí tomando té, comiendo pasteles de café pasados y mirando La señorita Prior les contó que la noche anterior se había asomado por la ventana a eso de la una y media de la madrugada, y que había visto a dos niños jugando en la calle, niños pequeños, en la calle a aquellas horas, lanzándose latas uno al otro, haciendo esgrima con palos de hockey y diciendo palabrotas. Había pensado en decirles aIgo, pero las mujeres mayores debían andarse con cuidado. En los tiempos que corrían los niños estaban locos, disparaban en las escuelas, llevaban aquella ropa ancha y no paraban de decir tacos. Además, aI cabo de un rato los niños empezaron a perseguirse uno al otro calle abajo y, por lo tanto, ya había dejado de ser problema suyo; sin embargo, la forma en la que se comportaban los chicos actualmente…¿Era ésa la forma correcta de vivir? – El agente Medeiros nos ha contado que oyó un coche a eso de las dos menos cuarto -dijo Whitey. La señorita Prior miró cómo Della explicaba los caminos del Señor a Roma Downey; ésta tenía una pose solemne, los ojos vidriosos y parecía estar imbuida de Jesús. La señorita Prior hizo varios gestos de asentimiento al televisor para luego darse la vuelta y mirar a Sean y a Whitey de nuevo. – Oí cómo un coche chocaba contra algo. – ¿Contra qué? – ¡Hoy en día la gente conduce como loca! Es una bendición que yo ya no tenga el carné, pues me daría miedo conducir por esas calles. Todo el mundo parece haberse vuelto loco. – Sí, señora -dijo Sean-. ¿Por el ruido le pareció que era un coche chocando contra otro coche? – ¡Ah, no! – ¿Cómo si hubiera atropellado a una persona? -preguntó Whitey. – ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo voy a saber yo qué ruido iba a hacer eso? Además, no tengo ningún interés en saberIo. – Entonces no fue un ruido muy estridente – apuntó Whitey. – ¿Cómo dice, querido? Whitey se lo repitió, inclinándose hacia delante. – No- respondió la señorita Prior-. Más bien fue como si un coche chocara contra una roca o un bordillo. El coche se quedó allí parado y alguien dijo: «Hola». – ¿Alguien dijo «hola»? – Hola -repitió la señorita Prior. Miró a Sean e hizo un gesto de asentimiento-. Y entonces, parte del coche se rompió. Sean y Whitey se quedaron mirando el uno al otro. – ¿Se rompió? -exclamó Whitey. A la señorita Prior, inclinando su cabeza pequeña y azulada, se le ocurrió decir: – Cuando mi Leo estaba vivo, se le rompió el eje del Plymouth. ¡Hizo tanto ruido! – Y eso es lo que oyó después de que alguien dijera: «Hola». Asintió y respondió: – Hola y – Y, cuando miró por la ventana, ¿qué vio? – ¡Ah, no, no! -exclamó la señorita Prior-. No me asomé a la ventana. Entonces ya me había puesto la bata. Ya me había ido a dormir. Nunca me asomaría por la ventana con la bata puesta. La gente podría verme. – Sin embargo, quince minutos antes… – Joven, quince minutos antes no llevaba la bata. Acababa de ver una película en la televisión, una película estupenda en la que salía Glenn Ford. Ojalá me acordara del nombre. – Entonces apagó el televisor… – Vi a esos niños sin madre en la calle, me fui al piso de arriba, me puse la bata, y a partir de entonces, joven, ya no volví a descorrer las cortinas. – La voz que dijo «hola» -insistió Whitey-, ¿era de hombre o de mujer? – Creo que de mujer -contestó la señorita Prior-. Era una voz aguda, a diferencia de la de ustedes dos -expresó con entusiasmo-. Los dos tienen unas voces bien masculinas. Sus madres deben de estar bien orgullosas. – ¡Oh, sí, señora! ¡No se lo puede ni imaginar! -exclamó Whitey. Mientras salían de la casa, Sean repitió: – Whitey sonrió y añadió: – ¡Cómo disfrutaba repitiéndolo! ¡Hizo que se sintiera jóven de nuevo! – ¿Qué crees que se le rompió: el eje o la culata? – La culata -contestó Whitey-. Es lo del «hola» lo que me ha dejado perplejo. – Si saludó a quien le disparó, podría indicar que le conocía. – Quizá, pero no podemos estar seguros. Después de eso se pasaron por los bares en que habían estado las chicas; no consiguieron más que algunas declaraciones achispadas de genlte que dijo haber visto allí a las chicas, o quizá no, y listas incompletas de posibles clientes que podrían haberse encontrado allí entonces. Para cuando llegaron al McGills, Whitey ya se estaba cabreando. – Dos chicas jóvenes, muy jóvenes, menores de edad, de hecho, se suben a la barra y empiezan a bailar, y ¿quiere que me crea que no lo recuerda? EI barman, que ya había empezado a asentir antes de que Whitey acabara de formular la pregunta, dijo: – ¿Ah, ésas? Sí, ya me acuerdo. Claro. Seguro que las falsificaciones de los carnés eran muy buenas, porque se los pedimos a la entrada, detective. – Sargento, si no le importa -apuntó Whitey-. En un principio apenas recordaba haberlas visto aquí y ahora recuerda haberles pedido el carné. Tal vez recuerde a qué hora se marcharon. ¿O de eso tampoco se acuerda muy bien? El barman, un tipo joven, con unos bíceps tan grandes que, con toda probabilidad, le interrumpían el riego cerebral, dijo: – ¿Marcharon? – Sí, ¿a qué hora se fueron? – Yo no… – Fue justo antes de que Crosby rompiera el reloj -contestó un tipo que estaba sentado en un taburete. Sean le echó un vistazo. Era un viejo que tenía el – ¿Se encontraba usted aquí?- le preguntó Sean. – Así es, Moron Crosby deseaba coger el coche e irse a casa. Sus amigos intentaban cogerle las llaves del coche. El tontorrón se las lanzó, pero falló y dieron contra ese réloj. Sean observó el réloj que había sobre la puerta que conducía a la cocina. El cristal estaba roto y las manecillas se habían detenido a las 12:52. – ¿Se marcharon antes de que sucediera eso?- le preguntó Whitey al viejo- ¿Las chicas? – Unos cinco minutos antes- respondió el tipo-. Las llaves fueron a parar al reloj y recuerdo que pensé que me alegraba de que esas chicas ya no estuvieran allí. No hacía falta que vieran un espectáculo tan ruín. Una vez en el coche, Whitey preguntó: – ¿Ya has apuntado las horas? Sean asintió con la cabeza, hojeó sus notas y contestó: – Se marcharon del Curley's Folly a las nueve y media, y luego hicieron una visita rápida al Banshee, al pub Dick Doyle's y al Spire's, acabaron en el McGills a eso de las once y media, y entraron en el Last Drop a la una y diez. – Y se estrelló con el coche una media hora después. Sean hizo un gesto de asentimiento. – ¿Te suena alguno de los nombres de la lista del barman? Sean miró la lista de clientes del sábado por la noche que el barman del McGills había garabateado en un trozo de papel. – Dave Boyle -dijo en voz alta cuando vio el nombre. – ¿El mismo tipo del que eras amigo cuando eras un niño? – Es posible -respondió Sean. Podríamos ir a hablar con él -sugirió Whitey-. Si te considera amigo suyo, no nos tratará como simples policías ni se callará como un muerto sin motivo aparente. – Claro. – Le pondremos en la agenda de mañana. Encontraron a Roman Fallow tomándose un capuchino en el Café Society de la colina. Estaba sentado con una mujer que parecía modelo: tenía las rótulas tan marcadas como los pómulos, los ojos un poco saltones, porque le habían estirado tanto la piel del rostro que parecía que se la hubieran pegado al hueso, y llevaba un bonito vestido de verano de color marfil con esas tiras finas que le daban cierto aire sexy y esquelético a la vez. Sean se preguntaba cómo era posible y decidió que debía ser por el brillo nacarado de su piel perfecta. Roman llevaba una camiseta de seda por dentro de unos pantalones de pinzas de lino, y parecía que acabara de salir de un escenario de una de aquellas películas antiguas de la RKO que filmaban en La Habana o en Key West. Sorbía su capuchino y hojeaba el periódico con su chica; Roman leía la sección de negocios, mientras que su modelo pasaba las páginas de la sección de estilo. Whitey se acercó una silla y exclamó: – ¡Hola, Roman! ¿Venden también ropa de hombre en la tienda donde te has comprado esa camisa? Roman, sin apartar la mirada del periódico, se metió un trozo de cruasán en la boca y exclamó: – ¡Hola, sargento Powers! ¿Cómo está? ¿Qué tal te va el Hyundai? Whitey se rió entre dientes mientras Sean se sentaba a su lado, y respondió: – Roman, viéndote en un lugar como éste, juraría que eres un ejecutivo más, dispuesto a levantarte por la mañana y a hacer unas cuantas operaciones bursátiles desde tu iMac. – Tengo un ordenador personal, sargento. Roman cerró el periódico y miró a Whitey y a Sean por primera vez. – ¡Ah, hola! -dijo a Sean-. Le conozco de algo. – Sean Devine, policía del Estado. – ¡Sí, sí! -exclamó Roman-. Claro, ya le recuerdo. Una vez le vi en los tribunales declarando en contra de un amigo mío. Un traje muy bonito. Sears está mejorando mucho la calidad de sus artículos, ¿no cree? Cada vez son más modernos. Whitey echó un vistazo a la modelo y le dijo: – ¿Quieres que te traiga un bistec o algo así, cariño? – ¿Qué? -preguntó la modelo. – ¿O tal vez quieres un poco de glucosa en un gota a gota? Te invito. – No sigas. Esto debe quedar entre nosotros -protestó Roman. – Roman, no lo entiendo -protestó la modelo. Roman sonrió y le contestó: – No te preocupes, Michaela. No nos hagas caso. – Michaela -repitió Whitey-. ¡Qué nombre tan bonito! Michaela no apartó los ojos del periódico. – ¿Qué te trae por aquí, sargento? – Los bollos -respondió Whitey-. La verdad es que me encantan los bollos que hacen aquí. Ah, sí, y además, ¿conoces a una mujer que se llama Katherine Marcus, Roman? – Claro. -Roman tomó un pequeño sorbo de su capuchino, se limpió el labio superior con la servilleta y la dejó de nuevo sobre su regazo-. He oído decir que la han encontrado muerta esta misma tarde. – Así es -corroboró Whitey. – Cuando pasan cosas así, nunca es bueno para la reputación del barrio. Whitey cruzó los brazos y se quedó mirando a Roman. Roman se comió otro trozo de cruasán y bebió un poco más de capuchino. Cruzó las piernas, se secó con la servilleta delicadamente, y sostuvo la mirada a Whitey un momento. Sean pensó que eso era lo que más le empezaba a aburrir de su trabajo: aquellas competiciones de quién la tenía más grande, todo el mundo intentando ganar, sin nadie que se echara atrás. – Sí, sargento -respondió Roman-. Conocía a Katherine Marcus. ¿Ha venido hasta aquí para preguntármelo? Whitey se encogió de hombros. – La conocía y ayer por la noche la vi en un bar. – Además intercambió unas cuantas palabras con ella -añadió Whitey. – Así es -contestó Roman. – ¿Qué le dijo? -le preguntó Sean. Roman no apartó los ojos de Whitey, como si Sean no mereciera más atención de la que ya le había dedicado. – Salía con un amigo mío. Estaba borracha. Le dije que estaba haciendo el ridículo y que ella y sus dos amigas deberían volver a casa. – ¿De qué amigo se trata? Roman sonrió y exclamó: – ¡Venga, sargento! Sabe perfectamente de quién le estoy hablando. – Quiero que lo diga. – Bobby O'Donnell- respondió Roman-. ¿Contento? Katie salía con Bobby. – ¿En la actualidad? – ¿Cómo dice? – ¿Actualmente?- repitió Whitey-. ¿Estaba saliendo con él o había salido con él hacía tiempo? – Estaba saliendo con él- contestó Roman. Whitey garabateó algo en su libreta de notas y añadió: – Eso no concuerda con la información que tenemos, Roman. – ¿De verdad? – Así es. Nos han contado que Katie le dejó hace siete meses, pero que él se negaba a aceptarlo. – Ya sabe cómo son las mujeres, sargento. Whitey negó con la cabeza y replicó: – No, no lo sé. ¿Por qué no me lo cuentas, Roman? Roman cerró su sección del periódico y respondió: – Ella y Bobby tenían una relación de amor y odio. Un día él era el amor de su vida, pero al siguiente lo plantaba. – Lo plantaba -repitió Whitey a Sean-. ¿Esa expresión te encaja con el Bobby O'Donnell que conocemos? – En absoluto -contestó Sean. – En absoluto -dijo Whitey a Roman. Roman se encogió de hombros y añadió: – Le estoy contando lo que sé. Eso es todo. – Muy bien. -Whitey estuvo tomando notas en su libreta un momento-. Roman, ¿adónde fuiste ayer por la noche después de salir del Last Drop? – Fuimos a la fiesta de un amigo que tiene un – ¡Vaya, una fiesta en un – Michaela -respondió Roman-, Sí. Se llama Michaela Davenport, si te interesa apuntarlo. – ¡Claro que lo estoy anotando! -declaró Whitey-. ¿Es tu nombre verdadero, encanto? – ¿Qué? – Que si Michaela Davenport es tu nombre verdadero. – Sí. -La modelo aún abrió los ojos un poco más-. ¿Por qué? – ¿Tu madre veía muchos culebrones antes de que nacieras? – Roman- dijo Michaela. Roman alzó una mano, miró a Whitey y le dijo: – ¿No habíamos quedado que esto era entre nosostros? ¿Eh? – ¿Te has ofendido, Roman? ¿Vas a hacer de Cristopher Walken conmigo y aponerte duro? ¿Es esa la idea que tienes? Porque si es así, te subo al coche y no te dejo bajar hasta que tu coartada quede clara. Sí, eso es lo que vamos a hacer. ¿Tienes planes para mañana? Roman adoptó aquella actitud que ya había visto en muchos delincuentes cuando un poli se ponía duro con ellos: un retraimiento tan absoluto que daba la impresión de que habían dejado de respirar, devolvió la mirada con ojos oscuros, indiferentes y tímidos. – No era mi intención ofenderle, sargento -confesó Roman, con voz monotona-. Estaré encantado de darle todos los nombres de la gente que me vio en la fiesta. Y estoy seguro de que el barman del Last Drop, Todd Lane, le confirmará que no me marché del bar antes de las dos. – ¡Buen chico! -exclamó Whitey-. Bien, ¿dónde podemos encontrar a su amigo Bobby? Roman se permitió dedicarle una amplia sonrisa al responder: – Esto le va a encantar. – ¿El qué, Roman? – Si de verdad piensa que Bobby es el responsable de la muerte de Katherine Marcus, lo que le voy a decir le va a gustar. Roman dirigió su mirada de predador hacia Sean, y éste notó de nuevo el entusiasmo que había sentido cuando Eve Pigeon les contó lo de Roman y Bobby. – ¡Bobby, Bobby, Bobby! -Roman suspiró y guiñó el ojo a su novia antes de volver a mirar a Whitey y a Sean-. A Bobby le arrestaron por conducir en estado de embriaguez el viernes por la noche. -Roman tomó otro sorbo de su capuchino y al fin se lo contó-. Ha pasado todo el fin de semana en la cárcel, sargento -movió el dedo de un lado a otro entre ellos-. ¿La policía ya no se ocupa de comprobar esas cosas? Cuando los policías les comunicaron por radio que Brendan Harris había regresado a casa con su madre, Sean empezaba a sentir cómo el cansancio de todo el día le llegaba hasta los mismísimos huesos. Sean y Whitey llegaron allí a eso de las once y se sentaron en la cocina con Brendan y su madre, Esther; Sean pensó que, gracias a Dios, ya no construian pisos como aquéllos. Parecía sacado de algún antiguo programa televisivo, de los A la izquierda de la sala de estar había un pequeño pasillo con un desproporcionado cuarto de baño que salía desde la derecha, y después estaba la cocina, encajada en un espacio en el que el sol sólo debía de tocar unos cuarenta y cinco minutos al día, a media tarde. La cocina estaba decorada con diferentes tonalidades de verde descolorido y de amarillo grasiento; Sean, Whitey, Brendan y Esther se sentaron junto a una pequeña mesa con las patas de metal, a las que les faltaban tornillos en las junturas. La superficie de la mesa estaba cubierta por un hule adhesivo amarillo y verde con dibujos de flores; se despegaba por las esquinas y en el centro faltaban unos cuantos trozos del tamaño de una uña. Daba la impresión de que Esther encajaba a la perfección. Era pequeña y de facciones marcadas, y tanto podría tener cuarenta como cincuenta y cinco años. Olía a jabón barato y a humo de cigarrillo, y su horrible pelo azulado hacía juego con las venas azules igualmente horribles que le recorrían los antebrazos y las manos. Llevaba una sudadera de color rosa descolorido por encima de unos pantalones vaqueros y de unas pantuflas peludas de color negruzco. Fumaba Parliaments sin parar y miraba a Sean y a Whitey hablar con su hijo como si, por mucho que lo intentara, no le interesase en lo más mínimo, aunque seguía allí porque no tenía ningún sitio mejor al que ir. – ¿Cuándo fue la última vez que vio a Katie Marcus? -preguntó Whitey a Brendan. – La mató Bobby, ¿verdad? -declaró Brendan. – ¿Bobby O´Donnell? -preguntó Whitey. – Sí. Brendan manoseaba la superficie de la mesa. Parecía encontrarse en estado de shock. Hablaba con un tono de voz monótono, pero de repente respiraba con brusquedad y el lado derecho del rostro se le fruncía como si alguien le estuviera apuñalando el ojo. – ¿Qué le hace pensar eso? -preguntó Sean. – Ella le tenía miedo. Había salido con él, y ella siempre decía que si se enteraba de lo nuestro, nos mataría a los dos. En ese momento Sean echó un vistazo a la madre, suponiendo que ésta reaccionaría de alguna manera, pero siguió fumando, expulsando bocanadas de humo y envolviendo toda la mesa en una nube de color gris. – Parece ser que Bobby tiene una coartada -apuntó Whitey-. ¿Y tu, Brendan? – Yo no la maté -respondió Brendan, con cierto atontamiento-. No sería capaz de hacer daño a Katie. Nunca. – Bien, volvamos a ello -insistió Whitey-. ¿Cuándo fue la última vez que la viste? – El viernes por la noche. – ¿A qué hora? – No sé, a eso de las ocho. – ¿A las ocho, o a eso de las ocho, Brendan? – No lo sé. -Brendan tenía el rostro retorcido por una ansiedad que Sean, al otro lado de la mesa, percibía. Apretaba las manos con fuerza y se balanceaba un poco en la silla-. Sí, a las ocho. Nos tomamos un par de copas en Hi-Fi, ¿de acuerdo? Y después… ella tenía que marcharse. Whitey apuntó «Hi-Fi, 20:00, viernes» en su libreta, y le preguntó: – ¿Adónde tenía que ir? – No lo sé -contestó Brendan. La madre estrujó otro cigarrillo sobre el montón que había erigido en el cenicero; uno de los cigarrillos apagados se prendió y una espiral de humo se elevó del montón y serpenteó hasta la ventana derecha de la nariz de Sean. Esther Harris se encendió otro cigarrillo de inmediato y Sean se hizo una imagen mental de sus pulmones: rugosos y negros como el ébano. – Breandan, ¿cuántos años tienes? – Diecinueve. – ¿Cuándo acabaste los estudios de secundaria? – Estudios -repitió Esther. – Yo, bueno…me saqué el título de Secundaria el año pasado-. Respondió Brendan – Entonces, Brendan- dijo Whitey- ¿no tienes ni idea de adónde fue Katie después de salir del Hi-Fi? – No -contestó Brendan, la palabra se le secó en la garganta y los ojos estaban cada vez más rojos-. Había salido con Bobby y él estaba como loco; además, por el motivo que sea, no le caigo bien a su padre, por lo que teníamos que mantener nuestra relación en secreto. A veces no me decía adónde iba, ya que supongo que iba a encontrarse con Bobby para convencerle de que lo suyo había terminado. No lo sé. Esa noche me dijo que se iba a casa. – ¿No le caes bien a Jimmy Marcus? -preguntó Sean-. ¿Por qué? Brendan se encogió de hombros y respondió: – No tengo ni la más remota idea. Pero dijo a Katie que no quería que se acercara a mí. – ¿Qué? -exclamó la madre-. ¿Ese ladrón se cree que es mejor que mi familia? – No es un ladrón -apuntó Brendan. – Era realmente un ladrón -insistió la madre-. Eso, por muchos títulos que tengas, no lo sabías, ¿verdad? Siempre había sido un ladrón de pacotilla. Y su hija, con toda probabilidad, habría heredado sus mismos genes. Habría sido igual de mala. Considérate afortunado, hijo. Sean y Whitey intercambiaron miradas. Esther Harris era, sin lugar a dudas, la mujer más despreciable que Sean jamás hubiera conocido. Era mala de verdad. Brendan Harris abrió la boca para contestar a su madre, pero la volvió a cerrar. – Katie llevaba folletos de Las Vegas en su mochila -declaró Whitey-. Nos han contado que tenía intenciones de irse allí. ¿Contigo, Brendan? – Nosotros -Brendan mantuvo la cabeza baja-, nosotros, sí, nos ibamos a ir a Las Vegas. Teníamos intención de casarnos, hoy precisamente.- Alzó la cabeza y Sean vio cómo las lágrimas brotaban desde sus ojos enrojecidos. Brendan se las secó con la palma de la mano antes de que le resbalaran por las mejillas-. Eso era lo que habíamos planeado, ¿vale? – ¿Pensabas abandonarme?- exclamó Esther Harris-. ¿Pensabas irte sin decirme nada? – Mamá, yo… – ¿Igual que tu padre? Ya veo. ¿Pensabas dejarme con tu hermano pequeño, ese que nunca dice nada? ¿Es eso lo que pensabas hacer, Brendan? – Señora Harris -interrumpió Sean-, sería conveniente que nos concentráramos en el tema que nos ocupa. Brendan podrá explicárselo más tarde. Le lanzó una de aquellas miradas a Sean que éste había visto en muchos presos habituales y en algunos psicópatas de tres al cuarto, una mirada que indicaba que en ese momento ni siquiera valía la pena prestarle atención, pero que si la hacía enfadar, lo solucionaría dejándole cubierto de morados. Volvió a mirar a su hijo y exclamó: – ¿Pensabas hacerme eso? ¿Eh? – Mira, mamá… – ¿Que mire, qué? ¿Que mire, qué? ¿Eh? ¿Qué te he hecho yo para que me trates así? ¿Eh? ¡Lo único que he hecho es criarte, darte de comer y comprarte aquel saxofón para navidades que nunca has aprendido a tocar! ¡Aún no lo has sacado del armario, Brendan! – Mamá… – No, vete a buscarlo. Muéstrales a estos hombres lo bien que tocas. Ve a buscarlo. Whitey miró a Sean como si no se pudiera creer aquella mierda. – Señora Harris -dijo-, no creo que sea necesario. Al encenderse otro cigarrillo, la cabeza de la cerilla saltó por su enfado. Añadió: – Lo único que he hecho es darle de comer, comprarle ropa y criarle. – Sí, señora -asintió Whitey, en el preciso instante en que alguien abría la puerta principal y dos niños, con monopatines debajo del brazo, entraban en el piso. Debían de tener unos doce años, o tal vez trece, y uno de ellos era muy parecido a Brendan: tenía el mismo pelo oscuro y el mismo atractivo, pero en sus ojos había algo de la madre, una escalofriante falta de concentración. – Hola -dijo el otro niño cuando entraron en la cocina. Al igual que el hermano de Brendan, parecía pequeño para su edad, y tenía que cargar con la maldición de un rostro largo y hundido, una cara desagradahle de viejo en un cuerpo de niño, que asomaba por debajo de mechones de pelo rubio. – ¡Hola, Johnny! Sargento Powers, agente Devine, éste es mi hermano Ray, y su amigo, Johnny O´Shea. – ¡Hola, chicos! -dijo Whitey. – ¡Hola! -respondió Johnny O'Shea. Ray les hizo un gesto de asentimiento. – Es mudo -apuntó la madre-. Su padre era incapaz de mantener la boca cerrada, pero su hijo no habla. ¡La vida es jodidamente injusta! Ray hizo señas a Brendan con las manos, y éste contestó: – Sí, están aquí por lo de Katie. – Queríamos ir al parque con el monopatín, pero estaba cerrado -protestó Johnny O'Shea. – Lo abrirán mañana -declaró Whitey. – Han dicho que mañana va a llover -dijo el niño, como si ellos tuvieran la culpa de que no pudieran ir con el monopatín a las once de la noche entre semana. Sean se preguntaba en qué momento los padres empezaron a permitir que sus hijos siempre se salieran con la suya. Whitey se volvió de nuevo hacia Brendan y le preguntó: – ¿Se te ocurre que pudiera tener algún otro enemigo? ¿Alguien que, aparte de Bobby O'Donnell, pudiera estar enfadado con ella? Brendan negó con la cabeza y añadió: – Era muy buena, señor. Era una persona muy amable. Le caía bien a todo el mundo. No sé qué más puedo decirle. – ¿Ya nos podemos ir? -preguntó O'Shea. Whitey, mirándole con el entrecejo fruncido, le preguntó: – ¿Os lo ha prohibido alguien? Johnny O'Shea y Ray Harris salieron de la cocina y los adultos oyeron como lanzaban los monopatines al suelo de la sala de estar, entraban en el dormitorio de Ray y Brendan, chocaban con todo lo que se encontraban a su paso, tal y como suelen hacer los niños de doce años. – ¿Dónde estaba entre la una y media y las tres de esta madrugada?- preguntó Whitey a Brendan. – Durmiendo. – ¿Puede confirmarlo? -preguntó Whitey a la madre. Se encongió de hombros y respondió: – No le puedo asegurar que no saltara por la ventana y que no bajara por las escaleras de emergencia. Lo único que le puedo asegurar es que entró en su habitación a las diez de la noche y que no le he visto hasta las nueve de esta mañana. Whitey, estirándose en la silla, dijo: – De acuerdo, Brendan. Tendremos que pedirte que pases por el detector de mentiras. ¿Te importaría hacerlo? – ¿Van a arrestarme? – No, sólo queremos que pases por el detector de mentiras. Brendan, encogiéndose de hombros, respondió: – ¡Claro, lo que haga falta! – Aquí está mi tarjeta. Brendan se la quedó mirando. Sin apartar los ojos de la tarjeta, dijo: – La quería tanto. Yo… Nunca más seré capaz de sentir lo mismo. Esas cosas nunca suceden dos veces, ¿no es verdad? -observó a Whitey y a Sean. Tenía los ojos secos, pero Sean deseaba eludir el dolor que veía en ellos. – En la mayoría de los casos, ni siquiera ocurre una vez -declaró Whitey. Dejaron a Brendan delante de su casa alrededor de la una; el chico había superado con éxito el detector de mentiras cuatro veces seguidas;,después Whitey llevó a Sean a su casa y le dijo que intentara dormir un poco, porque se tendrían que levantar temprano. Sean entró en su piso vacío, oyó el estruendo del silencio que la impregnaba, y sintió cómo el peso de demasiada cafeína y de comida rápida le bajaba por la columna vertebral. Abrió la nevera, sacó una cerveza, y se sentó en la encimera de la cocina a bebérsela; el ruido y las luces de la noche le resonaban por todo el cerebro, y le hicieron preguntarse si ya se había vuelto demasiado viejo para todo aquello, si ya estaba demasiado cansado de la muerte, de motivos tontos y de pervertidos estúpidos, y de la sensación de agobio que todo ello le producía. Sin embargo, últimamente, se había sentido cansado en general. Cansado de la gente. Cansado de los libros, de la televisión, de las noticias de cada noche y de las canciones de la radio que ya había oído años atrás y que ya ni siquiera entonces le habían gustado. Estaba cansado de su ropa y de su pelo, cansado de la ropa y del pelo de la otra gente. Estaba cansado de desear que las cosas adquirieran algún sentido. Cansado de la política de oficina, y de quién jodía a quién, tanto en el sentido literal como en el figurado. Había llegado a un punto en el que estaba convencido de que ya había oído con anterioridad todo lo que la gente decía sobre cualquier tema; tenía la sensación de pasar los días escuchando antiguas versiones de cosas que, en su momento, ya no le habían parecido nuevas. Tal vez sólo estuviera cansado de la vida, del gran esfuerzo que le suponía levantarse cada maldita mañana y empezar otro día igual al anterior, sin que nada, a excepción del tiempo y de la comida, cambiara. Demasiado cansado para preocuparse por una chica muerta, porque muy pronto habría otra. Y otra. Y mandar a los asesinos a la cárcel, aunque uno consiguiera que les condenaran a cadena perpetua, ya no le producía el nivel adecuado de satisfacción, pues al fin y al cabo, regresaban a sus hogares, al lugar al que habían encaminado sus vidas ridículas y estúpidas; aun así, los muertos seguían estando muertos. y tampoco había cambiado nada para la gente a la que habían robado y violado. Se preguntaba si aquella apatía generalizada y la hastiada falta de esperanza serían los típicos síntomas de una depresión clínica. Sí, Katie Marcus estaba muerta. Una tragedia. En teoría lo entendía, pero era incapaz de sentirlo. Sólo era un cadáver más, otra luz fundida. Y su matrimonio, también. ¿Qué era sino un montón de cristales rotos? ¡Por el amor de Dios! La amaba, pero eran lo más opuesto que pueden llegar a ser dos personas que se consideren miembros de la misma especie. A Lauren le interesaban las obras de teatro, los libros y las películas que él no llegaba a entender, tuvieran o no subtítulos. Ella era locuaz, emotiva, y le encantaba ensartar palabras que formaban vertiginosas filas que se elevaban hasta formar una especie de torre de palabras que Sean sólo llegaba a comprender a medias. La había visto por primera vez en el escenario de la universidad, representando el papel de una chica abandonada en una farsa adolescente; nadie en el público ni por un segundo hubiera pensado que algún hombre pudiese renunciar a una chica tan llena de energía, tan apasionada por absolutamente todo: experiencias, anhelos, curiosidad. Ya entonces hacían una pareja muy rara. Sean era tranquilo, práctico y reservado, a no ser que estuviera con ella; en cambio, Lauren era la hija única de unos padres mayores liberales y progres que la habían paseado por todo el mundo mientras trabajaban para el Cuerpo de la Paz, y que le habían infundido la necesidad de ver, tocar y examinar lo mejor que había en cada persona. Encajaba muy bien en el mundo del teatro: primero, como actriz en la universidad; después, como directora de teatros locales y alternativos y, al cabo de un tiempo, como directora de escena de espectáculos más grandes e itinerantes. Pero no eran los viajes lo que hacía que su matrimonio no acabara de funcionar. ¡Qué caramba! Sean ni siquiera estaba seguro de las causas, aunque suponía que tenía algo que ver con sus silencios, con aquel desprecio que, poco a poco, todos los polis acababan por desarrollar: en realidad, era un desprecio hacia la gente, una incapacidad para creer en causas más elevadas y en el altruismo. Los amigos de Lauren, que tiempo atrás le habían parecido fascinantes, empezaban a parecerle infantiles, inmersos en teorías artísticas y filosofías poco prácticas, muy alejadas del mundo real. Sean pasaba muchas noches en ruedos de hormigón azul en los que la gente robaba, violaba y asesinaba sin otra razón que el deseo vehemente de hacerlo, para luego tener que soportar fiestas nocturnas de fin de semana y oír cómo todos aquellos modernos (su mujer incluida) se pasaban la noche hablando sobre los motivos que llevaban al ser humano a pecar. Los motivos eran bien sencillos: la gente era estúpida. Chimpancés. Mucho peor que los chimpancés porque éstos no se mataban entre ellos por un boleto de lotería. Ella le decía que se estaba volviendo muy duro, intratable, limitado en su forma de pensar. y él no le respondía, porque no había nada que discutir. Lo que realmente importaba no era si se había convertido en todo aquello, sino saber si había cambiado para bien o para mal. Sin embargo, se habían amado. A su manera, lo seguían intentando: Sean intentaba romper su caparazón y Lauren hacía un esfuerzo por entrar en él. Fuera lo que fuera que hubiera entre dos personas, la necesidad absoluta y química de estar junto al otro nunca había desaparecido. Jamás. Con todo, tal vez debería haberse dado cuenta de que ella tenía un lío. Quizá lo hizo. Pero no fue ese lío lo que realmente le preocupó, sino el embarazo que vino a continuación. ¡Mierda! Se sentó en el suelo de la cocina, en la ausencia de su mujer, se cubrió la frente con las palmas de las manos y, por enésima vez en ese año, intentó ver con claridad por qué su matrimonio se iba a pique. Lo único que alcanzó a ver fueron los fragmentos y los cristales rotos, esparcidos a través de las salas de su mente. Cuando sonó el teléfono supo de algún modo (antes incluso de levantarlo de la encimera y apretar la tecla de «contestar») que era ella. – Aquí Sean. Al otro lado de la línea, oyó el estruendo apagado de un tráiler que avanzaba poco a poco y el suave – ¡Lauren! -exclamó-. ¡Ya sé que eres tú! Alguien que tintineaba unas llaves pasó por delante de la cabina telefónica. – Lauren, di alguna cosa. El tráiler puso la primera marcha y, a medida que atravesaba el aparcamiento, el ruido del motor fue cambiando. «¿Cómo está? -estuvo a punto de decir Sean-. ¿Cómo está mi hija?», en ese momento aún no sabía si era suya. Sólo tenía la certeza de que era de Lauren. Así pues, repitió: «¿Cómo está?». El camión puso la segunda marcha, y el crujido de los neumáticos sobre la grava se hizo cada vez más distante a medida que se iba hacia la salida de la zona de servicios y hacia la carretera. – Esto me hace demasiado daño -declaró Sean-. ¿ Podrías dignarte a hablarme? Recordó lo que Whitey había dicho a Brendan Harris sobre el amor, cómo a la mayoría de la gente ni siquiera le sucedía una vez, y se imaginó a su mujer allí de pie, viendo alejarse el camión, con el teléfono junto al oído, pero apartado de la boca. Era una mujer alta y delgada, con el pelo color rojo cereza. Cuando se reía, se tapaba la boca con los dedos. En la universidad, una vez habían cruzado el campus bajo la lluvia y se habían resguardado debajo de la arcada de la biblioteca, donde ella le había besado por primera vez; cuando le había tocado la nuca con su mano mojada, algo se había aflojado en el pecho de Sean, algo que había permanecido encerrado e inerte desde hacía tanto tiempo que ni siquiera lo recordaba. Ella le dijo que su voz era la más bonita que había oído, y que tenía la cadencia del whisky y del humo del bosque. Desde que se había marchado, el ritual habitual consistía en que él hablaba hasta que ella decidía colgar. Nunca había pronunciado palabra alguna, ni una sola vez en todas aquellas llamadas telefónicas que había recibido desde que ella le dejara; llamadas que hacía desde áreas de descanso, moteles y polvorientas cabinas dispuestas a lo largo de los arcenes de las carreteras áridas que había desde allí hasta la frontera con México y de nuevo al volver hacia allí. y a pesar de que sólo consistía en un suave zumbido de una línea silenciosa, siempre sabía que era ella la que llamaba. Podía sentirla a través del teléfono. A veces podía incluso olerla. Las conversaciones, si se podían llamar así, a veces duraban hasta quince minutos, dependiendo de las ganas que él tuviera de hablar; sin embargo, esa noche Sean tenía un agotamiento general y, además, estaba cansado de echar tanto de menos a una mujer que había desaparecido una mañana en la que estaba embarazada de siete meses, y harto de que sus sentimientos por ella fueran los únicos sentimientos que le quedaban por nada. – Esta noche no puedo -confesó Sean-. Estoy cansado a más no poder, sufro, y tú ni siquiera me dejas oír tu voz. De pie en la cocina, le dio un irremediable plazo de treinta segundos para que reaccionara. Le llegaba el tilín de una campana mientras alguien llenaba un neumático de aire. – Adiós, cariño -dijo, pero las palabras se le quedaron atravesadas en la flema de la garganta; luego colgó. Permaneció inmóvil durante un momento, escuchando cómo el eco de la tintineante bomba de aire se confundía con el silencio resonante que descendía por la cocina y le aporreaba el corazón. Estaba convencido de que le atormentaría. Tal vez toda la noche y parte del día siguiente. Quizá toda la semana. Había puesto fin al ritual. Había sido él el que había colgado. ¿ y si mientras lo hacía ella había entreabierto la boca para hablar y pronunciar su nombre? ¡Santo cielo! Esa imagen le hizo dirigirse hacia la ducha, aunque sólo fuera para poder alejarse de ella y del hecho de imaginársela allí de pie junto a las cabinas telefónicas, con la boca abierta, y las palabras subiéndole por la garganta. Podría haber estado a punto de decir: «Sean, vuelvo a casa». |
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