"A Cualquier Precio" - читать интересную книгу автора (Baldacci David)

David Baldacci
A Cualquier Precio

Saving Faith

1

El sombrío grupo de hombres tomó asiento en una sala subterránea de grandes dimensiones que se encontraba a bastante profundidad y a la que sólo podía accederse en un ascensor de alta velocidad. La cámara se había construido en secreto a comienzos de la década de los sesenta bajo pretexto de reformar el edificio privado que se elevaba sobre la misma. El plan original, por supuesto, era utilizar este «superbúnker» como refugio antinuclear. El complejo no estaba reservado para los altos cargos del Gobierno estadounidense sino para aquellos cuya relativa «poca importancia» implicaba que probablemente no se salvarían a tiempo pero que, aun así, merecían una protección que no estaba al alcance del ciudadano medio. Desde un punto de vista político, incluso en el contexto de la destrucción absoluta, la jerarquía resultaba primordial.

El búnker se construyó en una época en que la gente creía que era posible sobrevivir a un ataque nuclear directo refugiándose bajo tierra en un caparazón metálico. Después del holocausto que aniquilaría el resto del país, los dirigentes emergerían de los escombros sin nada que dirigir, excepto humo.

Habían derribado el edificio original situado al nivel del suelo hacía mucho, pero el recinto subterráneo se encontraba bajo lo que ahora era un pequeño centro comercial que llevaba muchos años vacío. Olvidada por casi todos, la cámara se empleaba como lugar de encuentro para ciertas personas que pertenecían a la principal agencia de información del país. Resultaba un tanto arriesgado, ya que las reuniones no guardaban relación alguna con las misiones oficiales de los hombres. Los asuntos que se trataban eran ilegales y aquella noche se hablaría incluso de homicidio. Por lo tanto, se habían tomado precauciones adicionales.

Habían revestido las gruesas paredes de metal con cobre. Esta medida, junto con las toneladas de tierra que tenían encima, los protegía de los aparatos electrónicos indiscretos que pudieran merodear por el espacio o en las inmediaciones. A estos hombres no les gustaba bajar a la habitación subterránea. Era molesto e, irónicamente, entrañaba demasiado riesgo incluso para ellos, que disfrutaban tanto con las intrigas y los misterios a lo James Bond. Sin embargo, lo cierto era que la Tierra estaba rodeada de tanta y tan avanzada tecnología de vigilancia que era prácticamente imposible que cualquier conversación mantenida sobre la superficie del planeta quedara fuera de su alcance. Hacía falta ir bajo tierra para escapar de los enemigos. Si existía un lugar donde las personas pudieran reunirse sin temor a que alguien escuchase sus conversaciones incluso en su mundo de aparatos tecnológicos ultra-sofisticados, era éste.

Los hombres de cabello cano presentes en la reunión eran blancos y a la mayoría le faltaba poco para llegar a la edad de jubilación obligatoria en su agencia, fijada en sesenta años. Vestidos con trajes discretos, podrían haber pasado por médicos, abogados o banqueros. Eran ese tipo de personas cuyo rostro no se recuerda al día siguiente. El anonimato constituía su mejor baza; que viviesen o muriesen, a veces de forma violenta, dependía de estos detalles.

En conjunto, el conciliábulo poseía miles de secretos que el ciudadano de a pie jamás llegaría a saber porque, sin duda, condenaría los actos que derivaban de tales secretos. Sin embargo, el pueblo estadounidense solía exigir resultados económicos, políticos, sociales y de otras clases, que sólo podían obtenerse haciendo papilla ciertas partes del mundo. La labor de estos hombres consistía en hacerlo de manera clandestina para no dar una mala imagen de Estados Unidos y, a la vez, mantener a raya a los molestos terroristas internacionales, así como a otros extranjeros descontentos con la poderosa influencia del Tío Sam.

El objetivo de la reunión de esa noche era tramar el asesinato de Faith Lockhart. En rigor, por orden expresa del presidente, la CIA tenía prohibido perpetrar asesinatos. Sin embargo, estos hombres, aunque contratados por la Agencia, no representaban a la CIA en esta ocasión. Se trataba de una decisión personal y casi todos estaban de acuerdo en que la mujer debía morir, y lo antes posible; era de vital importancia para el bienestar del país. Estos hombres lo sabían muy bien, aunque el presidente no. Sin embargo, dado que había otra vida en juego, la reunión había adoptado un tono un tanto hosco y el grupo se asemejaba a un cuadro de férreos congresistas que lucharan por tajadas de cerdo valoradas en miles de millones de dólares.

– Entonces, lo que dices aseveró uno de los hombres canosos agitando uno de sus delgados dedos en el aire cargado de humo-, es que además de Lockhart tendremos que matar a un agente federal. -El hombre negó con la cabeza en señal de incredulidad-. ¿Por qué habríamos de matar a uno de los nuestros? Las consecuencias serían nefastas.

Los caballeros situados en la cabecera de la mesa asintieron pensativos. Robert Thornhill era el soldado más distinguido de la guerra fría de la CIA, un hombre cuya posición en la Agencia era única. Su reputación era incuestionable y su hoja de servicios inigualable. Como subdirector adjunto de operaciones, constituía la principal garantía de libertad de la Agencia. El SAO, o subdirector adjunto de operaciones, era responsable del funcionamiento de las operaciones de campo llevadas a cabo por el grupo secreto de agentes de inteligencia extranjeros. La directiva de operaciones de la CIA también recibía el nombre extraoficial de «tienda de espías», y la identidad del subdirector todavía no se había dado a conocer. Era el lugar idóneo para desempeñar labores importantes.

Thornhill había organizado a este grupo selecto, cuyos miembros estaban tan disgustados como él por la situación de la CIA. Había sido él quien les había recordado que existía aquella cápsula del tiempo subterránea y quien había reunido el dinero necesario para, en secreto, acondicionar la cámara y utilizarla.

Había diseminados por todo el país miles de pequeños juguetes como ése, sufragados por los contribuyentes y muchos de ellos completamente inservibles; Thornhill contuvo una sonrisa. Si los gobiernos no desperdiciasen el dinero que los ciudadanos han ganado con tanto esfuerzo, entonces ¿cuál sería la función de los gobiernos?», pensó.

Incluso ahora, mientras pasaba la mano por la consola de acero inoxidable con sus curiosos ceniceros incorporados, respiraba el aire filtrado y percibía la frialdad protectora de la tierra que lo rodeaba, Thornhill no pudo evitar pensar en la guerra fría. Por lo menos, con la hoz y el martillo existía cierta certidumbre. De hecho, Thornhill prefería al torpe toro ruso que a la ágil serpiente de arena, invisible hasta el instante en que lanzaba su veneno. Había muchas personas cuyo único deseo era derrocar al Gobierno de Estados Unidos. El trabajo de Thornhill era cerciorarse de que eso nunca ocurriera.

Thornhill recorrió la mesa con la mirada y evaluó la devoción que cada uno de los hombres profesaba a su país, y le satisfizo que fuera tan intensa como la suya. Siempre había deseado defender y servir a la nación. Su padre había trabajado para la OSS, el servicio de inteligencia de la Segunda Guerra Mundial que había precedido a la CIA. Por aquel entonces, apenas sabía a qué se dedicaba su padre, pero éste había inculcado a su hijo la filosofía de que en la vida no hay cosa más importante que servir a la patria, Thornhill se incorporó a la Agencia en cuanto finalizó sus estudios en Yale. Hasta el día de su muerte, su padre se había sentido orgulloso de su hijo, aunque no tanto como su hijo de él.

El pelo de Thornhill despedía destellos plateados, lo que le confería un aire distinguido. Tenía los ojos grises y vivarachos y la barbilla poco pronunciada. Hablaba con voz profunda, cultivada; le resultaba igual de fácil emplear la jerga técnica que disertar sobre la poesía de Longfellow. Todavía vestía con trajes de tres piezas y prefería la pipa a los cigarrillos. Thornhill, de cincuenta y ocho años, podía haberse retirado discretamente de la CIA para disfrutar de la agradable vida de un ex funcionario erudito y con mucha experiencia a sus espaldas. Sin embargo, no pensaba retirarse discretamente, y el motivo era bien obvio.

Durante los últimos diez años, las responsabilidades y el presupuesto de la CIA se habían reducido en gran medida. Se trataba de una situación desastrosa ya que en las tormentas de fuego que se desataban a lo largo y ancho del mundo solían participar fanáticos que no tenían que rendir cuentas a grupo político alguno y que poseían armas de destrucción masiva. Además, si bien se creía que la tecnología más avanzada era la solución a todos los males del mundo, los mejores satélites no podían recorrer los callejones de Bagdad, Seúl o Belgrado y medir la temperatura emocional de sus habitantes. Los ordenadores espaciales jamás captarían los pensamientos de las personas ni adivinarían los impulsos diabólicos que anidaban en sus corazones. Thornhill siempre escogería a un astuto agente de campo dispuesto a arriesgar su vida antes que el mejor hardware del mercado.

Thornhill contaba con un pequeño grupo de agentes cualificados en la CIA que le eran completamente leales, tanto a él como a su programa personal. Todos se habían esforzado lo indecible para que la Agencia recuperara la relevancia perdida. Por fin Thornhill disponía del vehículo adecuado para tal fin. Pronto tendría metidos en un puño a destacados miembros del Congreso, senadores e incluso al mismísimo vicepresidente, así como a suficientes burócratas de las altas esferas como para aplastar a un abogado independiente. El presupuesto aumentaría, los recursos humanos se multiplicarían y el alcance de las responsabilidades mundiales de la Agencia volvería a ser el que le correspondía.

La estrategia había funcionado para J. Edgar Hoover y el FBI. Thornhill opinaba que no era mera coincidencia que el presupuesto y la influencia del FBI hubieran aumentado bajo el mandato del ex director y sus supuestos expedientes «secretos» sobre políticos de renombre. Si existía una organización en el mundo que Robert Thornhill odiaba con toda el alma, ésa era el FBI. No obstante, emplearía las tácticas necesarias para que la Agencia recobrase su liderazgo, aunque ello significara que tuviera que robarle una página a su enemigo más acérrimo. «Mira cómo te la juego, Ed», pensó.

Thornhill volvió a concentrarse en los hombres que se agrupaban en torno a él.

– Lo ideal, por supuesto, sería que no tuviésemos que matar a uno de los nuestros -dijo-. Sin embargo, lo cierto es que el FBI la vigila día y noche. Su único momento vulnerable es cuando va a la casa de campo. Quizá la incluyan en el programa de protección de testigos sin avisarle, por lo que tenemos que atacarla en la casita de campo.

Otro hombre habló.

– De acuerdo, mataremos a Lockhart, pero, por el amor de Dios, Bob, dejemos con vida al agente del FBI.

Thornhill negó con la cabeza.

– Es demasiado arriesgado. Sé que matar a un colega es más que lamentable, pero si eludiésemos nuestra misión ahora cometeríamos un error irreparable. Ya sabes cuánto hemos invertido en esta operación. No podemos fracasar.

– Maldita sea, Bob -protestó el primer hombre-, ¿sabes qué pasará si el FBI averigua que hemos acabado con uno de los suyos?

– Si no somos capaces de guardar un secreto así, entonces será mejor que nos dediquemos a otra cosa -espetó Thornhill-. No es la primera vez que deben sacrificarse vidas.

Otro miembro del grupo se inclinó hacia adelante. Era el más joven. No obstante, se había ganado el respeto del grupo gracias a su inteligencia y a su habilidad para ejercer la crueldad más absoluta.

– De momento, sólo hemos contemplado la opción de matar a Lockhart para impedir que el FBI investigue a Buchanan. ¿Por qué no acudimos al director del FBI y le pedimos que ordene a su equipo que abandone la investigación? Así nadie tendría que morir.

Thornhill miró al joven con una expresión de decepción.

– ¿Y cómo propondrías que explicáramos al director del FBI por qué deseamos que haga algo así?

– Podríamos contarle algo parecido a la verdad -repuso el joven-. Incluso en el mundo de los agentes secretos a veces cabe la verdad, ¿no?

Thornhill sonrió afectuosamente.

– Entonces, debería decirle al director del FBI, a quien, por cierto, le encantaría vernos convertidos en piezas de museo, que deseamos que detenga una investigación que es en potencia un auténtico éxito a fin de que la CIA pueda recurrir a medios ilegales para sacarle ventaja a su oficina. Brillante. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? ¿Y en qué cárcel te gustaría cumplir tu condena?

– ¡Por Dios, Bob, ahora colaboramos con el FBI! Ya no estamos en 1960. No te olvides del CCT.

El CCT era el Centro Contra el Terrorismo, un esfuerzo de cooperación entre la CIA y el FBI, que se comprometían a compartir información y recursos para combatir el terrorismo. Todos los que habían participado en el mismo lo consideraban una experiencia de lo más fructífera y eficaz. En opinión de Thornhill, se trataba de otra treta del FBI para entrometerse en los asuntos de la CIA.

– Mi participación en el CCT es modesta -afirmó Thornhill-. Creo que ofrece una posición privilegiada para vigilar al FBI y sus planes, que no suelen ser beneficiosos para nuestros intereses.

– Vamos, Bob; todos jugamos en el mismo equipo. Thornhill miró de hito en hito al joven con tal intensidad que los demás se quedaron petrificados.

– Te exijo que jamás vuelvas a pronunciar esas palabras en mi presencia -ordenó.

El joven palideció y se reclinó en la silla.

Thornhill apretó la pipa entre los dientes.

– ¿Quieres que te dé ejemplos en los que el FBI se lleva el mérito y la gloria de los trabajos realizados por nuestra agencia? ¿De la sangre derramada por nuestros agentes de campo? ¿De las incontables ocasiones en las que hemos salvado el mundo de la destrucción? ¿De cómo manipulan las investigaciones para aplastar a los demás y aumentar su presupuesto inflado? ¿Quieres que te hable de todas las veces en que, durante mis treinta y seis años de carrera, el FBI hizo cuanto pudo para desacreditar nuestras misiones y a nuestros agentes? ¿Quieres que lo haga? -El joven negó despacio con la cabeza, fulminado por la mirada de Thornhill-. Me importa un comino que el director del FBI venga aquí, me bese los zapatos y me jure lealtad eterna; no daré mi brazo a torcer. ¡Jamás! ¿Me he expresado con claridad?

– Perfecamente -respondió el joven, pugnando por no sacudir la cabeza en señal de desconcierto. Todos los presentes, excepto Robert Thornhill, sabían que las relaciones entre el FBI y la CIA eran buenas. Aunque en ocasiones se mostraba torpe en las investigaciones conjuntas ya que disponía de más recursos que nadie, el FBI no había acometido una caza de brujas para acabar con la Agencia. Sin embargo, los hombres reunidos en la sala también eran conscientes de que Robert Thornhill creía que el FBI era su peor enemigo. Por otro lado, también sabían que Thornhill había orquestado, hacía va varias décadas, varios asesinatos autorizados por la Agencia con gran celo y astucia. ¿Por qué contrariar a un hombre así?

– Pero si matamos al agente, ¿no crees que el FBI emprenderá una cruzada para descubrir la verdad? -terció otro de los hombres-. Disponen de recursos suficientes para arrasar la Tierra. Por muy buenos que seamos, jamás seremos tan fuertes como ellos. Entonces, ¿cuál es nuestra situación?

Varios de los presentes resoplaron. Thornhill echó un vistazo alrededor con recelo. El grupo de hombres representaba una alianza más bien precaria. Eran tipos paranoicos e inescrutables acostumbrados a reservarse su opinión. Lo cierto era que unirlos a todos había sido un auténtico milagro.

– El FBI hará sin duda cuanto esté en su mano para aclarar el asesinato de uno de sus agentes y de la principal testigo de una de sus investigaciones más ambiciosas hasta la fecha. Así que lo que propongo es ofrecerles la solución que queremos que encuentren. -Los presentes lo miraron con curiosidad. Thornhill sorbió agua del vaso y se tomó un minuto para preparar la pipa-. Tras ayudar durante varios años a Buchanan en la operación, la conciencia de Faith Lockhart, el sentido común o su paranoia pudieron más que ella. Acudió al FBI y les contó todo lo que sabía. Gracias a mi previsión, nos fue posible descubrirlo. No obstante, Buchanan ignora por completo que su compañera lo ha traicionado. Tampoco sabe que tenemos la intención de matarla. Sólo nosotros lo sabemos. -Thornhill se felicitó para sus adentros por la última observación. La omnisciencia le sentaba bien; al fin y al cabo, ése era su terreno-. El FBI, sin embargo, podría sospechar que él sabe que ella lo ha traicionado o que lo descubrirá tarde o temprano. Por lo tanto, para el observador externo, Danny Buchanan sería la persona que tendría más motivos para matar a Faith Lockhart.

– Entonces, ¿cuál es tu plan? -insistió el otro hombre.

– Mi plan -respondió Thornhill con brusquedad- es bien sencillo. En lugar de permitir que Buchanan desaparezca, avisamos al FBI que él y sus clientes han descubierto la duplicidad de Lockhart y que han asesinado tanto a ella como al agente.

– Pero cuando atrapen a Buchanan, éste se lo contará todo -se apresuró a replicar el hombre.

Thornhill lo miró como un profesor decepcionado miraría a un alumno. Durante el último año, Buchanan les había facilitado todo cuanto habían necesitado; oficialmente, había dejado de ser imprescindible.

El grupo, poco a poco, cayó en la cuenta.

– Entonces avisamos al FBI «póstumamente». Tres muertes. No, tres asesinatos -dijo otro hombre.

Thornhill recorrió la sala con la vista, ponderando en silencio la reacción de los presentes ante su plan. A pesar de que se habían mostrado reacios a acabar con la vida de un agente del FBI, sabía que para estos hombres tres muertes no significaban nada. Eran de la vieja escuela, que comprendía a la perfección que, en ocasiones, los sacrificios eran necesarios. Lo que hacían para ganarse la vida solía implicar desde luego la muerte de otras personas; sin embargo, sus operaciones también habían evitado guerras declaradas. Matar a tres para salvar a tres millones, ¿a quién se le ocurriría oponerse, aunque las víctimas fueran relativamente inocentes? Los soldados que morían en el campo de batalla también eran inocentes. Thornhill creía que la acción encubierta, que en los círculos del espionaje recibía el curioso nombre de «tercera opción», la que se encontraba entre la diplomacia y la guerra declarada, era la que permitía demostrar la valía de la CIA, aunque también había supuesto algunos de sus mayores desastres. Al fin y al cabo, sin riesgo no existía la posibilidad de alcanzar la gloria. Ése sería un buen epitafio para su lápida.

Thornhill no organizó una votación formal; era innecesaria. -Gracias, caballeros -dijo-. Me ocuparé de todo. -Dio por concluida la reunión.