"A Cualquier Precio" - читать интересную книгу автора (Baldacci David)
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La casita de tejas de madera se encontraba al final de una carretera de grava compacta, cuyos arcenes bordeaba una maraña de dientes de león, acederas y pamplinas. La destartalada estructura se alzaba sobre media hectárea de terreno llano despejado, pero estaba rodeada en sus tres cuartas partes por un bosque cuyos árboles intentaban alcanzar la luz del sol a costa de sus congéneres. A causa de las ciénagas y otros problemas de urbanización, nunca había habido vecinos en las inmediaciones de la casa, construida hacía ochenta años. La comunidad más cercana se hallaba a unos cinco kilómetros en coche, pero a menos de la mitad de esa distancia si se tenía el valor de atravesar a pie el frondoso bosque.
Durante gran parte de los últimos veinte años la casita rústica había servido para celebrar fiestas adolescentes improvisadas y, en ocasiones, de refugio para vagabundos sin hogar que buscaban la comodidad y la relativa seguridad que suponían cuatro paredes y un techo, aunque estuvieran en mal estado. El actual propietario de la casita, que la había heredado recientemente, había decidido alquilarla. Había encontrado a un inquilino dispuesto a pagar por adelantado y en metálico el alquiler de todo un año.
Aquella noche el césped sin cortar del patio delantero se balanceaba a merced del viento inclemente. Detrás de la casa, una hilera de robles gruesos parecía imitar el movimiento del césped al inclinarse adelante y atrás. Aunque pareciera imposible, aparte del viento no había otro sonido.
Excepto uno.
En el bosque, varios cientos de metros por detrás de la casa, un par de pies chapoteaban por el lecho de un arroyo poco profundo. Los pantalones sucios del hombre y las botas empapadas hablaban por sí solas de lo difícil que le resultaba orientarse y avanzar por el terreno denso y oscuro, incluso con la ayuda de la luna creciente. Se detuvo para sacudir las botas contra el tronco de un árbol caído.
Lee Adams estaba sudado y helado tras la agotadora caminata. A sus cuarenta y un años, su cuerpo, de un metro ochenta y siete de altura, era sumamente fuerte. Se entrenaba con regularidad, y los bíceps y deltoides así lo reflejaban. Su trabajo le exigía mantenerse en forma. Pasaba días interminables sentado en el coche o en una biblioteca o juzgado examinando archivos y microfichas y, de vez en cuando, también tenía que trepar árboles, reducir a hombres más corpulentos que él o, como en esos momentos, abrirse paso a duras penas por bosques plagados de barrancos en la noche más oscura. No le vendría mal desarrollar los músculos un poco más. Sin embargo, ya no tenía veinte años y su cuerpo se resentía.
Lee tenía el pelo grueso, ondulado y de color castaño, que siempre parecía caérsele sobre la cara, una sonrisa fácil y contagiosa, los pómulos marcados y unos atractivos ojos azules que, desde su adolescencia, habían provocado que los corazones de las jóvenes palpitaran desbocados. Sin embargo, en el transcurso de su carrera se le habían roto bastantes huesos y había sufrido varias heridas importantes, por lo que sentía el cuerpo mucho más viejo de lo que parecía. Y eso era con lo que se encontraba cada mañana al levantarse. Los crujidos, los pequeños dolores. ¿Tumor cancerígeno o simplemente artritis?, solía preguntarse. ¡Qué más daba! Cuando Dios te ficha, lo hace con autoridad. Una buena dieta, entretenerse con pesas o sudar sobre la cinta de andar no cambiaría su decisión de dejarte tieso.
Lee levantó la vista. Todavía no distinguía la casita; el bosque era muy frondoso. Toqueteó los botones de la cámara que había sacado de la mochila al tiempo que respiraba para reponer fuerzas. Lee había efectuado la misma caminata en varias ocasiones, pero nunca había entrado en la casita. Sin embargo, había visto cosas más bien curiosas. Por eso había regresado, para descubrir los secretos del lugar.
Tras recobrar el aliento, Lee continuó avanzando por el solitario bosque sin más compañía que la de los animales que correteaban por ahí. Había muchos ciervos, conejos, ardillas e incluso castores en aquella zona todavía rural de la Virginia septentrional. Mientras caminaba, Lee oyó criaturas voladoras e imaginó que eran murciélagos rabiosos que echaban espuma por la boca y revoloteaban a ciegas por encima de él. Cada pocos metros, se topaba con una nube de mosquitos. Aunque había recibido una cuantiosa suma por adelantado, estaba pensando seriamente en pedir que le aumentaran la asignación diaria.
Cuando se hallaba cerca de la linde del bosque, Lee se detuvo. Estaba acostumbrado a espiar tanto los lugares frecuentados por las personas como sus actividades. Al igual que un piloto al repasar su lista de comprobaciones, lo mejor era actuar con lentitud y de forma metódica. También había que confiar en que no sucediera algo que obligara a improvisar.
La nariz torcida de Lee constituía una señal permanente de éxito de su época como boxeador aficionado en la Marina, donde había exteriorizado toda su agresividad juvenil contra un oponente de su mismo peso y habilidad en un cuadrilátero limitado por lonas atadas. Un par de guantes resistentes, unas manos rápidas y unos pies ágiles, una mente cautelosa y un corazón fuerte habían integrado su arsenal. La mayor parte de las veces le habían bastado para conseguir la victoria.
Tras el período militar, las cosas le habían ido bastante bien. No era muy rico, ni muy pobre, a pesar de que casi siempre había trabajado por cuenta propia; tampoco había estado solo del todo, aunque llevaba divorciado unos quince años. El único fruto positivo de su matrimonio acababa de cumplir veinte años. Su hija era alta, rubia e inteligente y se enorgullecía de haber obtenido una beca para completar sus estudios en la Universidad de Virginia y de haber sido la estrella del equipo femenino de lacrosse. Durante los últimos diez años, Renee Adams no había querido saber nada de su padre. Lee tenía razones de sobra para suponer que era una decisión tomada, si no a instancias de su madre, sí con su beneplácito. Y pensar que su ex le había parecido tan agradable durante las primeras citas, tan encaprichada con su uniforme de la Marina, tan entusiasmada por destrozar su cama.
Su ex mujer, una antigua bailarina de striptease llamada Trish Bardoe, se había casado por despecho con un tipo llamado Eddie Stipowicz, un ingeniero desempleado que tenía problemas con la bebida. Lee creía que el matrimonio acabaría en desastre y había intentado obtener la custodia de Renee alegando que su madre y su padrastro no podrían mantenerla. Justo en aquella época, Eddie, un taimado mequetrefe a los ojos de Lee, inventó, casi por casualidad, un microchip de mierda que lo había hecho multimillonario. Como es obvio, la batalla por la custodia de su hija perdió fuerza. Por si fuera poco, aparecieron reportajes sobre Eddie en el Wall Street Journal, Time, Newsweek y otras publicaciones. Era famoso. Su casa había aparecido en el Architectural Digest.
Lee había comprado ese número del Digest. La nueva casa de Trish era enorme, de un color rojo carmesí o berenjena tan oscuro que a Lee le recordaba el interior de un ataúd. Las ventanas eran gigantescas, el mobiliario lo bastante grande como para perderse en él y había suficientes molduras, paneles y escaleras de madera como para calentar durante un año un típico pueblo del Medio Oeste. También había fuentes de piedra esculpidas con personas desnudas. ¡Lee se quedó helado! Una foto de la feliz pareja ocupaba una página entera. Lee pensaba que en el pie de foto podían haber escrito: «El Ganso y la Tía Buena hacen fortuna con escaso gusto.»
Sin embargo, a Lee le había llamado la atención una foto. Renee aparecía a lomos del semental más espléndido que jamás había visto, sobre un campo de césped tan verde y bien cortado que parecía un estanque. Lee había recortado la foto con cuidado y la había guardado en un lugar seguro, en el álbum familiar.
El artículo, por supuesto, no lo mencionaba; no había motivos para ello. Sin embargo, lo que le había molestado era que afirmasen que Renee era hija de Ed.
«La hijastra -había dicho Lee en voz alta cuando lo leyó-. La hijastra. Jamás podrás cambiar eso, Trish.»
Lee no solía envidiar la fortuna de la que ahora gozaba su ex mujer ya que garantizaba que su hija nunca pasaría apuros. Pero, en ocasiones, le dolía.
Cuando se tiene algo durante tantos años, algo que se ha convertido en parte de uno mismo y se ha amado más que nada y luego se pierde… Lee trataba de no pensar demasiado en esa pérdida. Aunque era un tipo duro y fornido, cuando daba vueltas al enorme vacío que tenía en el centro del pecho, acababa lloriqueando como un niño.
A veces la vida te depara sorpresas, como cuando los médicos te dan el visto bueno y al día siguiente te mueres.
Lee se miró los pantalones cubiertos de barro y sintió un calambre doloroso en la pierna cansada justo cuando intentaba espantarse un mosquito del ojo. Una casa del tamaño de un hotel. Criados. Fuentes. Caballos grandes. Un resplandeciente avión privado… Probablemente todo resultaba un auténtico coñazo.
Lee apretó la cámara contra el pecho. Llevaba un rollo de alta sensibilidad que había «turboalimentado» al fijar la velocidad de obturación en 1.600. La película sensible necesita menos luz y si el obturador se abre durante breves períodos de tiempo es poco probable que la cámara se mueva o que la vibración distorsione las fotografías. Lee colocó un teleobjetivo de 600 milímetros y extendió el trípode incorporado al objetivo.
Escudriñó entre las ramas rojas de un cornejo y enfocó la parte posterior de la casita. Varias nubes taparon la luna, acentuando la oscuridad. Tomó varias fotografías y luego guardó la cámara.
Mientras observaba la casa se percató de que, desde donde estaba, no podría distinguir si había alguien o no. Lee no veía luces encendidas, pero era posible que hubiera alguna habitación interior. Además, no tenía la parte delantera de la casa a la vista y tal vez hubiera un coche aparcado. Lee había observado huellas de pisadas y neumáticos en otras ocasiones. No había mucho más que ver. Apenas pasaban coches por esa carretera y nunca se veían caminantes o personas haciendo footing. Todos los vehículos daban media vuelta ya que se habían equivocado de salida. Todos menos uno, claro.
Miró el cielo. El viento había amainado. Lee calculó que las nubes oscurecerían la luz de la luna durante varios minutos más. Se colgó la mochila a la espalda, se puso tenso por unos instantes, como si acumulase toda su energía, y salió del bosque con sumo sigilo.
Lee se deslizó en silencio hasta un lugar donde, acuclillado detrás de un grupo de arbustos descuidados, abarcaba la parte posterior y frontal de la casa. Mientras escudriñaba la oscuridad, las sombras se atenuaron cuando la luna reapareció. Parecía vigilarlo perezosamente, como si quisiera saber qué estaba haciendo allí.
Aunque un tanto aislada, la casita estaba a sólo cuarenta minutos en coche del centro de Washington. Por esa razón, su ubicación resultaba bastante práctica. Lee había realizado varias pesquisas sobre el propietario y había averiguado que todo estaba en regla. Sin embargo, le había costado bastante más informarse acerca del arrendatario.
Lee sacó un artefacto que semejaba una grabadora pero que en realidad era un dispositivo con ganzúas que funcionaba con pilas; también extrajo una funda con cremallera y la abrió. Palpó las distintas ganzúas y escogió la que quería. Con una llave hexagonal fijó la ganzúa a la máquina. Movía los dedos con destreza y rapidez, incluso cuando las nubes cubrieron de nuevo la luna sumiéndolo todo en sombras. Lee lo había hecho tantas veces que podría haber cerrado los ojos y manipulado los instrumentos del delito con una precisión envidiable.
Lee ya había echado una ojeada a las cerraduras de la casita durante el día. Eso también lo había inquietado: había cerrojos de seguridad en todas las puertas exteriores y en los marcos de las ventanas de la primera y de la segunda planta. Todo el material de ferretería parecía nuevo. ¡En una destartalada casa de alquiler perdida en el bosque!
A pesar del frío, una gota de sudor recorrió la frente de Lee mientras pensaba en esos detalles. Tocó la 9 milímetros que llevaba en una funda sujeta al cinturón; el tacto del metal lo reconfortaba. Apenas tardó unos segundos en amartillar y asegurar la pistola; una bala en la recámara, el percutor montado y el seguro puesto.
La casita disponía de sistema de seguridad. Eso también lo había asombrado. Si hubiese tenido dos dedos de frente, Lee habría guardado las herramientas del crimen, se habría marchado a casa y le habría dicho a quien le había encargado el trabajo que la misión había fracasado. Sin embargo, se enorgullecía de su labor. Seguiría desempeñándola al menos hasta que sucediese algo que le hiciera cambiar de idea. Y Lee corría muy deprisa cuando las circunstancias lo requerían.
Entrar en la casa no sería difícil, sobre todo porque Lee contaba con el código de acceso. Lo había obtenido la tercera vez que estuvo allí, cuando las dos personas habían ido a la casita. Lee ya había confirmado que la zona estaba cableada, por lo que había acudido preparado. Se había adelantado a la pareja y había esperado a que terminaran de hacer lo que estuvieran haciendo dentro. Cuando salieron, la mujer introdujo el código de acceso para activar el sistema de seguridad. Lee, oculto tras los mismos arbustos que ahora, disponía de una maravilla de la técnica electrónica que captaba el código al vuelo como un jugador de béisbol que recibe limpiamente una pelota en el guante. Todas las corrientes eléctricas producen un campo magnético, como un pequeño transmisor. Cuando la mujer alta había marcado los dígitos del código, el sistema de seguridad había enviado una discreta señal al guante de béisbol electrónico de Lee.
Se aseguró de que las nubes tapasen la luna, se colocó un par de guantes de látex con almohadillas reforzadas en las yemas de los dedos y en las palmas, preparó la linterna y volvió a respirar a fondo. Al cabo de un minuto salió de los arbustos y se dirigió con sigilo hacia la puerta trasera. Se quitó las botas cubiertas de barro y las depositó junto a la puerta. No quería dejar indicios de su visita. Los buenos investigadores privados son invisibles. Lee sostuvo la linterna bajo el brazo mientras introducía la ganzúa en la cerradura de la puerta y activaba el dispositivo.
Empleaba el aparato, por un lado, para ganar tiempo y, por otro, porque no había forzado suficientes cerraduras como para ser un experto al respecto; una ganzúa tradicional requería una práctica constante que dotase a los dedos del grado de sensibilidad necesario para detectar la proximidad de la línea del cilindro, el sutil descenso del instrumento a medida que las clavijas de la cerradura comenzaban a saltar. Empleando una ganzúa tradicional, un cerrajero experto forzaría la cerradura mucho más deprisa que Lee con el dispositivo. Era todo un arte y Lee conocía sus limitaciones. Al poco, notó que el pestillo se des-corría.
Cuando abrió la puerta, el pitido del sistema de seguridad rompió el silencio. Lee encontró rápidamente el teclado de control, marcó los seis números y el pitido se detuvo de inmediato. Mientras cerraba la puerta tras de sí pensó que ya se le podría acusar de haber cometido un delito grave.
El hombre bajó el rifle, y el punto rojo que emitía la mira láser del arma desapareció de la ancha espalda de un inadvertido Lee Adams. El hombre que sostenía el arma era Leonid Serov, un ex agente del KGB especializado en asesinatos. Serov se había quedado sin trabajo tras la disolución de la Unión Soviética. Sin embargo, su habilidad para matar a seres humanos con suma eficacia estaba muy solicitada en el mundo «civilizado». Serov, que había disfrutado durante muchos años de una excelente situación como comunista, con coche y apartamento propios, se había hecho rico de la noche a la mañana en la sociedad capitalista. ¡Si lo hubiera sabido!
Serov no conocía a Lee Adams ni tenía la menor idea de por qué estaba allí. No había reparado en su presencia hasta que Lee se desplazó a los arbustos situados cerca de la casa, porque éste -había salido del bosque por el lado más alejado del ruso. Serov supuso, no sin razón, que el viento había ahogado el sonido de los pasos de Lee.
Serov comprobó la hora. Llegarían dentro de poco. Inspeccionó el silenciador alargado acoplado al rifle y luego frotó con suavidad el cañón, como si fuera su mascota preferida y estuviese confiriendo infalibilidad al metal brillante. La culata era de una amalgama especial de Kevlar, fibra de vidrio y grafito que ofrecía una gran estabilidad. Además, el cañón del arma no estaba estriado de forma convencional, sino que tenía un hueco rectangular y redondeado, llamado alma poligonal, con torsión de izquierda a derecha. Este diseño aumentaba la velocidad de la bala en un ocho por ciento y, sobre todo, imposibilitaba el examen balístico de los proyectiles disparados por el rifle porque no había muescas o estrías en el cañón que los marcaran al salir del arma. Prestar atención al detalle constituía la clave del éxito. Serov se había abierto camino basándose en esa filosofía.
El lugar estaba tan apartado que Serov había pensado en quitar el silenciador y confiar en su afinada puntería, su mira de alta tecnología y su magnífico plan de huida. Creía que la seguridad que sentía estaba más que justificada. Al igual que un árbol que cae, cuando matas a alguien en un lugar perdido, ¿quién va oírlo? Además, sabía que algunos silenciadores desviaban la trayectoria de la bala, con lo cual nadie moría, excepto el aspirante a asesino cuando el cliente se enteraba de que la misión había fracasado. Aun así, Serov había supervisado en persona la construcción del dispositivo y estaba seguro de que funcionaría a la perfección.
El ruso se removió en silencio para desentumecerse el hombro. Llevaba allí desde el anochecer, pero estaba acostumbrado a las vigilias prolongadas. Nunca se cansaba durante estas misiones. Se tomaba la vida tan en serio que cuando se preparaba para matar a una persona siempre le subía la adrenalina. Era como si el riesgo lo vigorizase. Ya se tratara de escalar una montaña o de planear un asesinato, lo cierto es que la posibilidad de ver la muerte tan de cerca lo hacía sentir más vivo.
La ruta de huida por el bosque lo conduciría hasta una tranquila carretera donde un coche lo esperaría para llevarlo a toda velocidad al cercano aeropuerto de Dulles. Luego le encomendarían otras misiones en lugares mucho más exóticos que éste. Sin embargo, dadas las circunstancias, este entorno tenía sus ventajas.
Matar a alguien en la ciudad resultaba de lo más complicado. Escoger el lugar desde donde apuntar, apretar el gatillo y escapar no era tarea fácil porque había testigos y policías por todas partes. Prefería la campiña, la soledad del medio rural, la protección de los árboles y la distancia entre casa y casa. Allí, como un tigre en un corral, era capaz de matar con una eficiencia abrumadora todos los días de la semana.
Serov se sentó en un tocón a pocos metros del lindero del bosque y a menos de treinta metros de la casa. A pesar de la frondosidad de la vegetación, desde ese lugar podría disparar sin problemas: una bala apenas necesitaba un espacio de un par de centímetros para pasar sin desviarse. Le habían dicho que el hombre y la mujer entrarían en la casa por la puerta posterior, aunque él se encargaría de que no llegasen lejos. La bala destrozaría cualquier cosa que el láser tocase. Estaba seguro de que acertaría a una luciérnaga aunque se hallara al doble de distancia.
Todo transcurría con tanta normalidad que los instintos de Serov lo alertaron. Ahora tenía un buen motivo para no caer en la trampa: el hombre que estaba en la casa. No era policía. Los agentes de la ley no se desplazaban sigilosamente por entre los arbustos ni allanaban las casas de los demás. Puesto que no le habían advertido de la presencia del hombre con antelación, dedujo que no estaba de su parte. Sin embargo, a Serov no le gustaba apartarse del plan original. Decidió que si el hombre se quedaba en la casa después de que acabara con los otros dos, seguiría el plan inicial y huiría por el bosque. Si el hombre intervenía o salía de la casa tras oírlos disparos, entonces Serov tendría que gastar más balas -contaba con municiones de sobra-, y al final habría tres cadáveres en lugar de dos.