"Poder Absoluto" - читать интересную книгу автора (Baldacci David)9Walter Sullivan observó el rostro, o lo que quedaba de él. La etiqueta oficial del depósito estaba sujeta al dedo gordo del pie destapado. Mientras la comitiva esperaba afuera, él permanecía sentado solo y en silencio con ella. Ya había cumplido con la formalidad de la identificación. La policía se había marchado a actualizar sus archivos, y los periodistas a escribir sus reportajes. En cambio, Walter Sullivan, uno de los hombres más poderosos de su generación, que había hecho dinero de casi todo lo que tocaba desde los catorce años, se encontraba ahora de pronto carente de energía, de toda voluntad. La prensa se había cebado con él y Christy, después de que su matrimonio se hubiera acabado con la muerte de su primera esposa tras cuarenta y siete años. Pero a punto de cumplir los ochenta años, él sólo había deseado algo joven y vital. Después de tanta muerte, había querido algo que sin ninguna duda le sobreviviera. La desaparición de tantos amigos y seres queridos le había hecho rebasar su capacidad de sufrimiento. Hacerse viejo no era fácil, ni siquiera para los ricos. Pero Christy Sullivan no le había sobrevivido. Él pensaba hacer algo al respecto. Por suerte, no sabía nada de lo que le esperaba a los restos de su segunda esposa. Era un proceso necesario que no estaba pensado para ofrecer consuelo a la familia de la víctima. En cuanto Walter Sullivan saliera del depósito, entraría un técnico y se llevaría a la difunta señora Sullivan a la sala de autopsias. Allí la pesarían y medirían la estatura. Le sacarían fotos, primero vestida, y después desnuda. Seguirían las radiografías y la toma de huellas digitales. Realizarían un examen exterior completo para obtener del cuerpo el máximo posible de pruebas y pistas. Extraerían los fluidos y los enviarían a toxicología para hacer los análisis de drogas, alcohol y otras sustancias. Una incisión en Y abriría el cuerpo de hombro a hombro y del pecho a los genitales. Un abismo espantoso incluso para un observador veterano. Cada órgano sería analizado y pesado, los genitales revisados en busca de rastros de intercambio sexual o lesiones. Buscarían el adn en cualquier rastro de semen, sangre o pelo ajeno. Examinarían la cabeza, marcarían las trayectorias de los proyectiles. A continuación y mediante una sierra harían una incisión intermastoidal en el cráneo a través del cuero cabelludo y hasta el hueso. Luego, cortarían el cuadrante frontal para acceder al cerebro y sacarlo. Recuperarían el proyectil, lo marcarían y lo enviarían a balística. Terminado el proceso devolverían el cuerpo a Walter Sullivan. Toxicología analizaría el contenido del estómago y verificaría la presencia de sustancias extrañas en la sangre y la orina. Redactarían el protocolo, consignando la causa de la muerte, todos los hallazgos importantes, y la opinión oficial del médico forense. El protocolo de la autopsia, junto con todas las fotos, radiografías, fichas con las huellas dactilares, informes de toxicología y cualquier otra información pertinente seria entregado al detective encargado del caso. Walter Sullivan se levantó, cubrió los restos de la esposa muerta y se marchó. Detrás de otro espejo de una sola cara, la mirada del detective siguió los pasos del marido desconsolado mientras salía del depósito. Después, Seth Frank se puso el sombrero y se marchó en silencio. La sala de conferencias número uno, la más grande de la firma, ocupaba un lugar preferente detrás mismo del área de recepción. Ahora, al otro lado de las gruesas puertas corredizas, acababa de comenzar una reunión de todos los socios. Jack Graham, aunque todavía no era socio, ocupaba una silla entre Sandy Lord y otro socio mayor. Se trataba de un encuentro informal y Lord había insistido. Los camareros sirvieron café, bollos y pasteles, y después se retiraron. Todas las miradas se centraron en Dan Kirksen. Éste bebió un trago de zumo, se secó los labios con la servilleta y se levantó. – Como ya sin duda sabéis todos, una terrible tragedia se ha abatido sobre uno de nuestros más… -Kirksen espió de reojo a Lord- o mejor dicho, nuestro cliente más importante. Jack miró a los reunidos alrededor de la mesa de mármol de veinte metros de largo. La mayoría miraba a Kirksen, y los demás se enteraban de los hechos por boca de su vecino. Jack había leído los titulares. No había trabajado en ninguno de los asuntos de Sullivan pero sabía que eran tan grandes que ocupaban los servicios de cuarenta abogados casi a tiempo completo. Era, por amplio margen, el mayor cliente de Patton, Shaw. – La policía investiga el asunto a fondo. Hasta ahora no se han producido novedades en el caso. -Kirksen hizo una pausa, miró otra vez a Lord, y añadió-: Como se pueden imaginar, es un momento muy angustioso para Walter Sullivan. Para facilitarle las cosas en todo lo posible durante este tiempo, hemos pedido a todos los abogados que presten una atención especial a cualquier asunto de sus empresas y que, si es factible, solucionen de raíz cualquier problema antes que pase a mayores. Además, si bien creemos que sólo se trató de un robo con unas consecuencias muy desafortunadas, y que no tiene ninguna relación con los asuntos empresariales de Walter, es recomendable que todos estemos alertas ante cualquier anormalidad en los tratos que realizamos en representación de Sullivan. Cualquier actividad sospechosa tendrá que ser comunicada inmediatamente a Sandy o a mí mismo. Algunos de los presentes se volvieron hacia Lord que, como de costumbre, miraba el techo. En el cenicero que tenía delante había tres colillas y al lado, una copa con los restos de un Bloody Mary. Ron Day, de la sección de derecho internacional, tenía una pregunta. El pelo bien cortado enmarcaba su cara de lechuza, disimulada en parte por las gafas ovaladas. – ¿No será un asunto terrorista, verdad? Ahora mismo estoy ocupado con la creación de una serie de empresas mixtas en Oriente Medio para la subsidiaria kuwaití de Sullivan, y esa gente actúa según sus propias reglas. ¿Debo preocuparme por mi seguridad personal? Esta noche vuelo a Riad. Lord movió la cabeza hasta que su mirada se fijó en Day. Algunasveces le sorprendía comprobar lo cortos, para no decir idiotas, que eran muchos de sus socios. Day era un socio de servicio cuyo mayor atributo, y para Lord el único, era hablar siete idiomas y saber besarle el culo a los saudís. – Yo no me preocuparía, Ron. Si esto es una conspiración internacional, no eres lo bastante importante como para que se fijen en ti, y si han decidido matarte estarás muerto antes de que te des cuenta. Day se arregló el nudo de la corbata mientras una risa nerviosa celebraba la salida de Lord. – Gracias por la aclaración, Sandy. – De nada, Ron. – Estamos seguros -señaló Kirksen- de que se está haciendo todo lo posible para resolver este siniestro asesinato. Incluso se comenta que el presidente autorizará la creación de un grupo de investigación especial para que intervenga. Como ya sabéis, Walter Sullivan ha servido en numerosos cargos gubernamentales en varias administraciones, y es amigo íntimo del presidente. Creo que podemos dar por hecho que los asesinos serán detenidos muy pronto. -Kirksen se sentó. Lord miró a los presentes, enarcó las cejas y aplastó el último cigarrillo. En unos instantes se quedó solo. Seth Frank hizo girar el sillón. Su despacho era un cubículo de metro ochenta por metro ochenta; el sheriff era el único que disponía de un poco más de espacio en el pequeño edificio de la jefatura. El informe del forense estaba sobre la mesa. Eran las siete y media de la mañana y Frank ya se había leído tres veces cada palabra del informe. Había asistido a la autopsia. Era lo que los detectives debían hacer, por varias razones. Aunque había estado presente en centenares de autopsias, no se acostumbraba a ver tratar a los muertos como los restos de animales en las clases de biología, en los que los alumnos metían los dedos. Ahora no le entraban náuseas, pero por lo general se iba a pasear en coche durante dos o tres horas antes de volver al trabajo. El informe mecanografiado constaba de varias hojas. Christy Sullivan llevaba muerta al menos setenta y dos horas, quizá más, cuando la encontraron. La hinchazón y las ampollas del cadáver, junto con las bacterias y la acumulación de gases en los órganos, confirmaban el cálculo horario con bastante precisión. Sin embargo, la temperatura del cuarto era muy alta, cosa que había acelerado la putrefacción del cadáver. Este hecho, a su vez, aumentaba las dificultades de asegurar la hora exacta de la muerte. Pero no era inferior a las setenta y dos horas; el médico forense había sido muy firme en ese punto. Además, Frank contaba con otras informaciones que le llevaban a creer que Christine Sullivan había muerto la noche del lunes. Esto coincidía con el margen de tres a cuatro días. Frank frunció el entrecejo. Un mínimo de tres días representaba que el rastro se había enfriado. Cualquiera con dos dedos de frente podía desaparecer de la faz de la tierra en tres o cuatro días. A esto se añadía el hecho de que Christine Sullivan llevaba muerta algún tiempo y la investigación apenas si había avanzado. No recordaba ningún caso sin una sola pista. No sabían de la existencia de ningún testigo de los hechos ocurridos en la mansión Sullivan, aparte de la víctima y el asesino. Habían publicado anuncios en los periódicos y colocado cárteles en los bancos y centros comerciales. No se había presentado nadie. Habían hablado con todos los propietarios de casas en un radio de cinco kilómetros. Todos habían manifestado su asombro, repulsa y miedo. Frank había visto el temor reflejado en el movimiento de una ceja, en los hombros encorvados y en la manera de frotarse las manos. La vigilancia sería más estrecha que nunca en el pequeño condado. Pero todas estas emociones no dieron ninguna información útil. Habían interrogado a fondo al personal de cada casa. Otra vía muerta. Habían entrevistado por teléfono a la servidumbre de los Sullivan, que habían ido a Barbados, sin conseguir nada importante. Además, todos tenían coartadas perfectas, aunque esto no significara un obstáculo insalvable. Frank archivó el dato en su memoria. Tampoco tenían la película del último día de la vida de Christine Sullivan. La habían asesinado en su casa, a altas horas de la noche. Pero si la habían matado un lunes por la noche, ¿qué había hecho durante el día? Esta información tendría que darles alguna pista. Aquel lunes por la mañana, a las nueve y media, habían visto a Christine Sullivan en una peluquería del centro de Washington, donde a Frank le hubiese costado la paga de dos semanas enviar a su esposa. Si la mujer se preparaba para algún sarao o si esto era algo que los ricos hacían habitualmente era algo por averiguar. Nada sabían de los pasos de Christine después de salir de la peluquería sobre el mediodía. No había regresado a su apartamento en la ciudad ni tampoco, hasta donde sabían, había tomado un taxi. Si la señora se había quedado en la ciudad cuando todos los demás se iban al soleado sur, Frank supuso que tenía algún motivo. Si aquella noche había estado con alguien, tendría que hablar con él, y quizás arrestarlo. Por una de esas ironías, el asesinato mientras se cometía un robo no merecía la pena capital en Virginia, pero en cambio merecía esa pena el asesinato cometido en un atraco a mano armada. Si alguien atracaba y asesinaba se le podía condenar a muerte; si robaba y mataba, la condena era de cadena perpetua, algo que en realidad no representaba mucha diferencia dadas las atroces condiciones de la mayoría de las cárceles estatales. Pero Christine Sullivan poseía muchas joyas. Todos los informes que había recibido el detective confirmaban su entusiasmo por los diamantes, los zafiros, las esmeraldas; las usaba todas. No habían encontrado joyas en el cadáver, aunque eran visibles a simple vista las marcas de los anillos en la piel. Sullivan había confirmado la desaparición de un collar de diamantes. El dueño del salón de belleza también recordaba haber visto el collar el lunes. Frank estaba seguro de que un buen fiscal podía montar una acusación por atraco con estos hechos. Los autores esperaban al acecho, con premeditación y alevosía. ¿Por qué los honrados ciudadanos de Virginia tenían que pagar miles de dólares al año para alimentar, vestir y albergar a un asesino despiadado? ¿Robo? ¿Atraco? ¿A quién coño le importaba? La mujer estaba muerta. Asesinada por algún imbécil. Las distinciones legales de este tipo le sentaban mal a Frank. Como muchos otros agentes de la ley consideraba que el sistema de justicia criminal favorecía demasiado a los delincuentes. A menudo le parecía que entre el enrevesado proceso -con sus componendas, trampas técnicas y la lengua viperina de los abogados defensores- estaba el hecho de que alguien había violado la ley. Que otro había sido herido, violado o asesinado. Esta era una equivocación grave. Frank no podía hacer nada para cambiar el sistema, pero podía escarbar en los bordes. Acercó el informe a los ojos mientras se ponía las gafas para leer. Bebió otro trago de café solo, bien fuerte. «Causa de la muerte: heridas de bala laterales en la región cefálica, causadas por disparos de arma(s) de fuego de gran calibre y alta velocidad. Una bala de punta blanda expansible causó la herida perforante, y una segunda bala de composición desconocida procedente de un arma no identificada causó la herida penetrante.» Lo que en idioma normal significaba que le habían volado los sesos con armas de grueso calibre. El informe también consignaba que se trataba de un homicidio, la única cosa clara que Frank veía en todo este caso. Observó que había acertado en su conclusión sobre la distancia desde la cual se habían efectuado los disparos. No había rastros de pólvora en las heridas. Los disparos se habían hecho desde una distancia superior a los sesenta centímetros; Frank calculaba que la distancia se aproximaba al metro ochenta, pero era sólo una intuición. En ningún momento había pensado en un suicidio, y los asesinos a sueldo mataban a sus víctimas disparando a quemarropa. Ese método reducía considerablemente el margen de error. Frank se apoyó en la mesa. ¿Por qué más de un disparo? Con uno ya bastaba. ¿El agresor era un sádico al que le gustaba vaciar el cargador en el cadáver? Sin embargo, sólo habían encontrado dos orificios de entrada, algo que no cuadraba con las descargas de un loco. Después estaba el tema de las balas. Una dumdum y un proyectil misterioso. Sostuvo en alto la bolsa con su marca. Sólo habían recuperado un proyectil del cadáver. Había entrado por debajo de la sien derecha. En el impacto se había expandido. Después había atravesado el hueso y el cerebro causando una onda de choque en el tejido blando del cerebro, como quien enrolla una alfombra. Tocó con cuidado el trozo de plomo. El proyectil terrible, diseñado para aplastarse en el impacto y destrozar todo lo que encontraba a su paso, había funcionado a la perfección con Christine Sullivan. El problema consistía en que ahora había dumdums al alcance de cualquiera. El proyectil estaba totalmente deformado. Era inútil buscar estrías. La segunda bala había entrado un centímetro por encima de la primera. Después de atravesar todo el cerebro había salido por el otro lado. El orificio de salida había dejado un agujero mucho más grande que el de entrada. El daño en el hueso y los tejidos había sido considerable. Se habían llevado una sorpresa al ver dónde había ido a parar la bala. Un agujero de centímetro y medio en la pared detrás de la cama delataba su presencia. En circunstancias normales, los técnicos, después de cortar el trozo de enlucido y provistos con herramientas especiales, habrían extraído el proyectil con mucha precaución para resguardar las estrías. Estas marcas les permitirían averiguar el modelo de arma utilizado y, si había suerte, relacionar el proyectil con el arma que lo había disparado. Las huellas digitales y las pruebas de balística eran casi lo único fiable en este trabajo Excepto en este caso, porque si bien estaba el agujero, no había ninguna bala en el mismo ni en ningún otro lugar de la habitación. Cuando le avisaron del laboratorio, Frank fue a verlo con sus propios ojos y se puso hecho una furia. ¿Por qué se habían tomado la molestia de extraer la bala cuando había otra en el cuerpo? ¿Qué mostraba la segunda bala que la primera no tenía? Esto abría algunas posibilidades. Frank escribió algunas notas. La bala desaparecida podía ser de otra clase o calibre, algo que demostraría la presencia de dos asaltantes. Aunque era muy imaginativo, Frank no concebía a una sola persona con un arma en cada mano disparando contra la mujer. Por lo tanto tenía a dos sospechosos. Esto también explicaría las dos entradas, salidas y trayectorias diferentes. El orificio de entrada de la dumdum era más grande que el de la otra, Así que la segunda no era de punta hueca o blanda. Había atravesado la cabeza dejando un túnel de un diámetro que era la mitad del meñique. La deformación del proyectil probablemente había sido mínima, cosa que no le servía de nada porque no tenía el proyectil. Echó una ojeada a las primeras notas tomadas cuando llegó a la escena. Estaba en la etapa de recoger información. Esperaba no quedarse varado allí para siempre. Al menos no tenía que preocuparse de que se pasara el plazo legal Repasó el informe una vez más y frunció el entrecejo. Hizo una llamada. Diez minutos más tarde estaba sentado en el despacho del médico forense. El hombre acababa de cortarse las cutículas con un bisturí viejo y miró a Frank. – Marcas de estrangulamiento. O al menos de intento de estrangulamiento. Verás, la traquea no estaba aplastada, aunque había una ligera inflamación y hemorragia en los tejidos, y encontré una pequeña fractura en el hueso hioides. Había rastros de petequia en la conjuntiva de los párpados. Ninguna ligadura. Todo está en el protocolo. Frank recordó las palabras del informe. La petequia, o pequeñas hemorragias en la conjuntiva, o en la membrana mucosa, de los ojos y los párpados, podía ser causada por el estrangulamiento y la presión resultante en el cerebro. Se echó hacia delante; miró los diplomas colgados en la pared que certificaban que el hombre sentado al otro lado de la mesa era, desde hacía años, un estudioso de la patología forense. – ¿Hombre o mujer? El médico forense encogió los hombros ante la pregunta. – Es difícil de decir. La piel humana no es la mejor superficie para recoger huellas digitales. De hecho, es bastante imposible excepto en unos pocos lugares, y después de mediodía, si es que había alguna, ya no está. Sin embargo, no es fácil imaginar a una mujer estrangulando a otra, aunque ha ocurrido. No hace falta mucha presión para aplastar la tráquea, pero estrangular a alguien con las manos, por lo general, es el método de los machos. En cien casos de estrangulamientos, nunca vi ninguno cometido por una mujer. Además este intento fue de frente. Mano a mano. Hay que tener mucha confianza en las propias fuerzas. ¿Mi suposición? Fue un hombre, pero no es más que eso: una suposición. – El informe dice que había contusiones y morados en el lado izquierdo de la mandíbula, dientes flojos y cortes en el interior de la boca. – Como si alguien le hubiese dado un buen puñetazo. Uno de los molares casi le atravesó la mejilla. – ¿La segunda bala? – El daño producido me lleva a creer que era de gran calibre, lo mismo que la primera. – ¿Alguna suposición respecto a la primera? – No me hagas mucho caso, pero podría ser del calibre 357 o 41, incluso de 9 mm. Caray, tú viste la bala. Chata como un sello y la mitad dispersa en los sesos y los fluidos. Ni rastros de estrías. Incluso si encuentras el arma no podrás demostrar que disparó esa bala. – Pero si encontramos la segunda, quizá sabríamos algo. – Quizá no. El que sacó la bala de aquella pared sin duda estropeó las estrías. Los de balística no descubrirían nada. – Sí, pero quizás en la punta encontrarían incrustados restos del pelo, sangre y piel. Esos serían unos restos que me encantaría tener. – Eso es cierto. -El médico forense se rascó la barbilla-. Pero primero hay que encontrarlo. – Cosa que no sucederá. -Frank sonrió. – Nunca se sabe. Los dos hombres intercambiaron una mirada, conscientes de que nunca encontrarían la bala. Incluso si la encontraban, no podrían situarla en la escena del crimen si no tenía ningún rastro de la víctima, o dieran con el arma que la había disparado y ubicaran el arma en el dormitorio. Algo a todas luces imposible. – ¿Algún casquillo? Frank respondió que no con la cabeza. – Entonces tampoco tienes la marca del percutor, Seth. -El médico forense se refería a la huella que el percutor dejaba en la base del casquillo. – Nunca dije que sería fácil. Por cierto, ¿los tipos del estado te dejan trabajar tranquilo en este caso? -preguntó Frank. – No han dicho ni pío. -El médico forense sonrió-. Quizá si se hubiesen cargado a Walter Sullivan, ¿quién sabe? Ya envié una copia a Richmond. Entonces Frank formuló la pregunta que le interesaba desde el principio. – ¿Por qué dos disparos? El médico forense dejó de arreglarse la cutícula, puso el bisturí sobre la mesa y miró a Frank. – ¿Por qué no? -Entrecerró los párpados. Estaba en la poco envidiable situación de ser más que competente para las oportunidades ofrecidas en este pequeño condado. Entre los casi quinientos médicos forenses de la mancomunidad, era el único que tenía una consulta privada, pero sentía fascinación por las investigaciones policiales y la patología forense. Antes de instalarse en las comodidades de la vida rural de Virginia había sido delegado del juez instructor en el condado de Los Angeles durante casi veinte años, donde se cometían casi tantos homicidios como en la ciudad de Los Ángeles. Pero este era uno en los que podía hincar el diente. – Era obvio que cualquiera de los disparos era mortal. Eso está claro -replicó Frank después de mirar al médico durante unos instantes-. Entonces ¿por qué disparar el segundo? Había muchas razones para no hacerlo. La primera el ruido. La segunda, si quería salir pitando, ¿por qué tomarse la molestia de disparar otra vez? Además, ¿por qué dejar otra bala que podría utilizarse para identificarlo? ¿La señora Sullivan los sorprendió? Si es así, ¿por qué los disparos se realizaron desde la puerta hacia el interior, y no a la inversa? ¿Por qué la línea de tiro es descendente? ¿La mujer estaba de rodillas? Tenía que estarlo a menos que el atacante fuera un gigante. Si estaba de rodillas, ¿por qué? ¿Una ejecución? Pero no había heridas de contacto. Y después están las marcas en el cuello. ¿Por qué intentar primero estrangularla, después desistir, coger un arma y volarle la cabeza? Y volársela otra vez. Se llevan una bala. ¿Por qué? ¿Una segunda arma? ¿Por qué tratar de ocultarlo? ¿Qué significa? Frank se levantó y se paseó arriba y abajo con las manos en los bolsillos, una costumbre suya cuando se concentraba. – Y la escena del crimen estaba tan limpia que todavía no me lo puedo creer. No quedaba nada, absolutamente nada. Me sorprende que no la operaran para sacar la otra bala. El tipo es un ladrón o quizás es lo que quiere aparentar. Pero vaciaron la caja fuerte. Se llevaron unos cuatro millones y medio de dólares. ¿Qué estaba haciendo allí la señora Sullivan? Se suponía que estaba tomando el sol en el Caribe. ¿Conocía al tipo? ¿Tenía un apaño? Si lo tenía, ¿los dos incidentes tienen alguna relación? ¿Por qué coño si entraron por la puerta principal y desconectaron el sistema de alarma, después se descolgaron por la ventana utilizando una soga? Me pregunto una cosa y en vez de conseguir una respuesta aparece otra. -Frank volvió a sentarse. Parecía un poco asombrado por el discurso. El médico forense se balanceó en la silla, cogió el expediente del caso y lo leyó en menos de un minuto. Se quitó las gafas y las frotó contra la manga de la chaqueta, se tironeó el labio inferior con el pulgar y el índice. – ¿Qué? -Las aletas nasales de Frank se movieron mientras miraba al médico forense. – A mí también me llamó la atención que, como tú dices, no dejaran nada en la escena del crimen. Tienes razón. Estaba demasiado limpia. -El hombre se tomó su tiempo para encender un Pall Mall. Frank se fijó en que era sin filtro. No conocía ningún patólogo que no fumara. El médico forense lanzó unos cuantos anillos de humo mientras disfrutaba del cigarrillo-. Tenía las uñas demasiado limpias. Frank le miró intrigado. – Me refiero a que no había ninguna suciedad, ni laca de uñas, aunque las llevaba pintadas, rojo fuerte, ninguno de los residuos habituales que uno esperaba encontrar. Nada. Era como si se los hubieran quitado con una cuchara, ¿entiendes lo que quiero decir? -Hizo una pausa-. En cambio, encontré restos de una solución. -Otra pausa-.Algo parecido a un líquido limpiador. – Por la mañana estuvo en un salón de belleza. Para que le hicieran la manicura y todo lo demás. El médico forense meneó significativamente la cabeza ante la información. – Entonces lo lógico hubiese sido encontrar más residuos, no menos, con todos los productos que usan. – ¿Qué quieres decir? ¿Que alguien le limpió las uñas? – Alguien muy escrupuloso para no dejar nada identificable. – O sea unos paranoicos preocupados porque les pudieran identificar, de alguna manera, por las pruebas físicas. – La mayoría de los asaltantes lo son, Seth. – Hasta cierto punto. Pero limpiar las uñas de un cadáver y dejar el lugar tan limpio que la Evac no encontró nada es pasarse un poco. -Frank miró el informe-. ¿Encontraste rastros de aceite en las palmas de las manos? El médico forense asintió sin apartar la mirada del detective. – Un compuesto preservativo/reparador. Como los que emplean con los tapizados, el cuero, cosas así. – Entonces, ¿tenía algo en las manos que le dejó el residuo? – Sí. Aunque no podemos saber en qué momento el aceite llegó a las manos. -El hombre se puso las gafas-. ¿Piensas que conocía a la persona? – No hay nada que apunte en ese sentido, a menos que ella le invitara a robar la casa. – Quizás ella organizó el robo -propuso el médico llevado por una inspiración súbita-. Escucha. Se cansa del viejo, trae al amante para que saquee la caja fuerte y después largarse a correr mundo. Frank consideró la teoría y enseguida encontró las pegas. -Excepto que en cambio discutieron o alguien les traicionó, y ella se encontró en el lado malo de las pistolas. – Los hechos encajan, Seth. – Según todos a la difunta le encantaba ser la señora de Walter Sullivan -le rebatió el detective-. Más que el dinero, si entiendes lo que quiero decir. Le gustaba codearse, y quizá rozar algunas otras partes, con gente famosa de todo el mundo. Algo muy importante para alguien que cocinaba hamburguesas en un Burger King. – No lo dirás en serio. – Los multimillonarios de ochenta años a veces tienen ideas extrañas. -El detective sonrió al ver la incredulidad de su amigo-. Es como aquello de ¿quién le dice que no a King Kong? El médico forense meneó la cabeza mientras sonreía. ¿Multimillonario? ¿Qué haría él con mil millones de dólares? Miró la hoja de papel secante sobre la mesa. Apagó el cigarrillo, echó otra ojeada al informe, después miró a Frank. Carraspeó. – Pienso que la segunda bala tenía funda metálica media o entera. – Bueno. -Frank se aflojó el nudo de la corbata y apoyó los codos sobre la mesa. – Entró por el parietal derecho y salió por el izquierdo, dejando un orificio de salida más del doble de grande que el de entrada. – Por lo tanto está claro que fueron dos armas. – A menos que el tipo utilizara munición de distinto tipo en la misma arma. -El médico forense dirigió a Frank una mirada aguda-. No parece sorprenderte, Seth. – Lo hubiera hecho hace una hora. Ahora no. – Así que tenemos a dos asaltantes. – Dos asaltantes con dos armas. Y una dama ¿cómo de grande? -Un metro cincuenta y cinco de estatura, cincuenta kilos de peso -respondió el médico de memoria. – Así que tenemos a una mujer pequeña y a dos asaltantes, probablemente varones, armados con armas de grueso calibre que intentan estrangularla, le pegan y después los dos disparan contra ella y la matan. El forense se acarició la barbilla. Los hechos eran realmente desconcertantes. – ¿Estás seguro de que las marcas de estrangulamiento y de los golpes son anteriores al fallecimiento? – Desde luego. -El hombre pareció ofenderse-. Vaya lío, ¿no? – Ya lo puedes decir -comentó Frank mientras hojeaba el informe-. Ningún intento de violación. ¿No hay nada? El forense no respondió. Por fin, Frank le miró, se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y se reclinó en la silla mientras bebía un trago del café solo que le habían ofrecido antes. – El informe no menciona nada de un ataque sexual -le recordó a su amigo, que pareció volver a la realidad. – El informe es correcto. No hubo ataque sexual. Ni un rastro de líquido seminal, ninguna prueba de penetración, ninguna señal de violencia. Todo esto me llevó a la conclusión oficial de que no hubo un ataque sexual. – ¿Qué pasa? ¿No estás satisfecho con la conclusión? -Frank le miró expectante. El hombre bebió un trago de café, estiró los brazos por encima de la cabeza hasta sentir un crujido en el interior de su cuerpo y después se inclinó sobre la mesa. – ¿Tu esposa visita al ginecólogo? – Claro, ¿no lo hacen todas las mujeres? – No lo creas -replicó el forense con un tono seco-. La cuestiones que si vas a una revisión, por muy bueno que sea el ginecólogo, siempre queda una ligera inflamación y pequeñas heridas en los genitales. Es algo natural. Para hacer bien las cosas tienes que meterte y escarbar. – ¿Qué insinúas? -Frank dejó la taza de café-. ¿Que la visitó el ginecólogo en mitad de la noche justo antes de que se la cargaran? – Las indicaciones era pequeñas, muy pequeñas, pero estaban allí -contestó el médico. Pensó bien las palabras antes de añadir-: No he dejado de pensar en esto desde que entregué el informe. Compréndeme, quizá no es nada. Se lo pudo hacer ella misma. Cada uno a lo suyo. Pero por lo que vi, no creo que se lo hiciera ella. Pienso que alguien la revisó poco después de muerta. Quizá dos horas más tarde, quizás antes. – ¿La revisó para qué? ¿Para ver si había pasado algo? -Frank no disimuló la incredulidad. – No hay otros motivos para revisar los genitales de una mujer en aquella situación, ¿no te parece? Frank le devolvió la mirada. Esta información sólo sirvió para aumentar la fuerza de los martillazos que notaba en las sienes. Sacudió la cabeza. Otra vez la teoría del globo. Si se hunde por un lado se hincha por el otro. Garrapateó unas notas, con el entrecejo fruncido. Bebió otro trago de café sin darse ni cuenta. El médico forense le observó. No era un caso fácil, pero hasta ahora, el detective había formulado las preguntas correctas. Estaba intrigado, algo lógico, que formaba parte del proceso. Los buenos nunca lo resolvían todo. Pero tampoco se quedaban intrigados para siempre. A la larga, si tenían suerte y eran diligentes, quizá más de lo primero o de lo segundo según el caso, acababan por descubrir la clave y todas las piezas encajaban. El deseaba que fuera uno de estos casos, aunque ahora mismo no pintaba bien. – Estaba bastante borracha cuando la mataron -señaló el detective consultando el informe de toxicología. – Dos coma uno. No veía esa cantidad desde los años en la facultad. – Me pregunto dónde consiguió llegar al dos coma uno. -Abunda la bebida en un lugar como ese. – Sí, excepto que no había copas sucias, ni botellas abiertas, ni botellas vacías en la basura. – Bueno, quizá se emborrachó en otra parte – Entonces, ¿cómo volvió a casa? El forense pensó durante unos segundos, se frotó los ojos somnoliento. – En coche. He visto a personas con porcentajes más altos sentados detrás del volante… – Querrás decir en la sala de autopsias, ¿no? El problema con esa teoría es que ninguno de los coches salió del garaje desde que la familia se marchó al Caribe. – ¿Cómo lo sabes? Un motor no se mantiene caliente durante tres días. Frank pasó las páginas de su libreta, encontró lo que buscaba y se la paso a su amigo. – Sullivan tiene un chófer en la casa. Un tipo mayor llamado Barnie Kopeti. Sabe de coches como el que más, y lleva un registro meticuloso de toda la flota de automóviles de Sullivan. Apunta el kilometraje de cada uno en un libro, y lo actualiza cada día. ¿Te lo puedes creer? Le pedí que comprobara los odómetros de cada uno de los coches del garaje, que presumiblemente eran los únicos al alcance de la señora, y de hecho los únicos coches que había en el garaje cuando se descubrió el cadáver. Además, Kopeti confirmó que no faltaba ningún coche. No había kilómetros adicionales en ninguno de los odómetros. No habían sido utilizados desde que todos se marcharon al Caribe. Christine Sullivan no regresó a casa en uno de sus coches. ¿Cómo volvió a casa? – ¿En taxi? – No. Hablamos con todas las compañías de taxis que funcionan en esta zona. Aquella noche nadie hizo una carrera hasta la dirección de los Sullivan. No es un lugar que se olvide fácilmente. – A menos que el taxista se la cargara, y ahora no hable. – ¿Crees que invitó a un taxista a su casa? – Digo que estaba borracha y probablemente no se dio cuenta de lo que hacía. – Eso no concuerda con el hecho de que manipularon la alarma, o que hubiera una soga colgada de la ventana del dormitorio. Y ya que hablamos de dos asaltantes, nunca vi un taxi conducido por dos taxistas. Frank pensó una cosa y se apresuró a anotarla en la libreta. Estaba seguro de que a Christine Sullivan la había llevado a casa alguien que conocía. Dado que esa persona o personas no se habían presentado, Frank creía saber por qué no lo habían hecho. Descolgarse por la ventana en lugar de salir por donde habían entrado -la puerta principal- significaba que algo había espantado a los asesinos. La razón más obvia era la patrulla de vigilancia privada, pero el guardia de servicio aquella noche no había informado de nada extraordinario. Sin embargo, los atacantes no lo sabían. El mero hecho de ver el coche del guardia les había puesto en fuga. El forense se balanceó en la silla, sin saber muy bien qué decir. Separó los brazos. – ¿Algún sospechoso? – Quizá. -Frank acabó de escribir. – ¿Cuál es la historia del marido? Una de las personas más ricas del país. – Y del mundo. -Frank guardó la libreta, recogió el informe y se bebió el resto del café-. Ella decidió quedarse mientras iban al aeropuerto. Sullivan pensó que se alojaría en el apartamento del edificio Watergate. Este hecho está confirmado. El jet la recogería al cabo de tres días para llevarla a la mansión de los Sullivan en las afueras de Bridgetown, Barbados. Cuando no se presentó en el aeropuerto, Sullivan se preocupó y comenzó con las llamadas. Esta es su historia. – ¿Ella le dio algún motivo para el cambio de planes? – No me lo mencionó. – Los ricos se pueden permitir lo mejor. Hacer que parezca un robo mientras ellos están a seis mil kilómetros de distancia, tumbados en una hamaca y bebiendo piña colada. ¿Crees que es uno de esos? Frank contempló la pared durante un buen rato. Recordó a Walter Sullivan sentado en silencio junto al cadáver de su esposa en el depósito. La expresión del rostro cuando no tenía motivos para pensar que le espiaban. El detective miró al médico forense. Se levantó dispuesto a marcharse. – No, no lo creo. |
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