"Poder Absoluto" - читать интересную книгу автора (Baldacci David)12El avión aterrizó y con un poderoso rugido de los motores se detuvo en la corta faja de asfalto que era la pista principal del aeropuerto Nacional, dobló por otra inmediatamente a la izquierda a unos centenares de metros de pequeña cala que la multitud de navegantes de fin de semana utilizaba para acceder al Potomac, y carreteó hasta la puerta número nueve. El guardia de seguridad del aeropuerto que respondía las preguntas de un grupo de turistas no se fijó en el hombre que pasó a toda prisa junto a él. Tampoco tenía motivos para pedir su identificación. El viaje de regreso de Luther había seguido el mismo circuito de la partida. Una escala en Miami, y después Dallas/Fort Worth. Cogió un taxi y contempló el tráfico cada vez más denso que se dirigía hacia el sur por la avenida George Washington a medida que la gente regresaba a sus casas. El cielo prometía más lluvia y el viento sacudía los árboles de la avenida que corría paralela al Potomac. Cada pocos minutos pasaba un avión que giraba a la izquierda y desaparecía rápidamente entre las nubes. Una nueva batalla llamaba a Luther. La imagen del presidente Richmond en el estrado embargado por una justa indignación mientras pronunciaba un apasionado discurso contra la violencia, con su presumida jefa de gabinete a su costado, era una constante en la vida de Luther. El hombre viejo, cansado y temeroso que había escapado del país ya no estaba cansado ni tenía miedo. La sensación de culpa por haber permitido la muerte de una mujer joven había dado paso a un odio tremendo, a una furia que le brotaba por todos los poros del cuerpo. Se convertiría, por decirlo de alguna manera, en el ángel vengador de Christine Sullivan. Realizaría esa tarea con todas las energías y el ingenio que le quedaba. Luther se acomodó en el asiento, y mientras masticaba una de las galletas que había guardado de la comida en el avión, se preguntó qué tal sería Gloria Russell jugando al gato y al ratón. Seth Frank miró a través de la ventanilla del coche. Las entrevistas personales con la servidumbre de Walter Sullivan habían revelado dos cosas de interés, la primera de las cuales era la empresa delante de la cual Frank estaba ahora; la segunda podía esperar. Albergada en un gran edificio gris en una zona comercial de Springfield, apenas pasada la carretera de circunvalación, el cartel de la Metro Steam Cleaner proclamaba que llevaba en funcionamiento desde 1949. Esta estabilidad no significaba nada para Frank. Eran muchas las empresas legítimas de toda la vida que ahora se habían convertido en fachadas para el blanqueo de dinero para el crimen organizado como la Mafia, las triadas chinas y sus versiones locales. Y un limpiador de alfombras que atendía casas ricas estaba en la posición ideal para estudiar los sistemas de alarma, averiguar dónde guardaban el dinero y las joyas y saber cuáles eran los hábitos de las futuras víctimas y sus servidumbres. Frank no sabía si se enfrentaba a un solitario o a toda una organización. Lo más probable era que se estuviera metiendo en un cajellón sin salida, pero nunca se sabía. Había dos coches de policía aparcados a tres minutos del lugar, sólo como una medida de precaución. Frank salió del coche. – Tuvieron que ser Rogers, Budizinski y Jerome Pettis. Sí, el 30 de agosto, a las nueve. Tres pisos. Coñazo de casa. Tres pisos. Enorme, les llevó el día entero -le informó George Patterson después de consultar el libro de registro mientras Frank observaba la oficina mugrienta. – ¿Puedo hablar con ellos? – Puede hablar con Pettis. Los otros dos se han marchado. -¿Para siempre? -Patterson asintió-. ¿Cuánto tiempo llevaban en la empresa? – Jerome lleva conmigo cinco años -contestó Patterson, que consultó otra vez el libro-. Es uno de mis mejores trabajadores. Rogers estuvo unos dos meses. Creo que se mudó a otra parte. Budizinski trabajó aquí unas cuatro semanas. – Poco tiempo, ¿no? – Diablos, así es este negocio. Te gastas mil dólares enseñándoles el trabajo a estos tipos y de un día para el otro se largan. Este no es un trabajo donde se haga carrera, ya sabe. Es un trabajo sucio y pesado. Y la paga no da como para irte a vivir a la Riviera. ¿Escucha lo que le digo? – ¿Tiene las direcciones? -Frank sacó la libreta. – Bueno, como le dije, Rogers se mudó. Pettis está aquí si quiere hablar con él. Tiene un trabajo en McLean dentro de media hora. Ahora esta cargando el camión. – ¿Quién forma los equipos que van a cada casa? – Yo. – ¿Siempre? – Algunas veces tengo gente que está especializada. – ¿Quién está especializado en las zonas ricas? – Jerome. Ya le dije que es el mejor. – ¿Cómo fue que le asignaron a los otros dos? – No lo sé. Depende de quien se presenta a trabajar. – ¿Recuerda si alguno de los tres tenía algún interés especial en ira la casa de Sullivan? Patterson meneó negativamente la cabeza. – ¿Qué sabe de Budizinski? ¿Tiene la dirección? Patterson consultó una libreta llena con hojas sueltas y escribió la dirección en un trozo de papel. – Está en Arlington. No sé si todavía vive allí. – Quiero los expedientes. Los números de la seguridad social, fechas de nacimiento, antecedentes laborales, todas esas cosas. – Sally se los dará. Es la chica de la recepción. – Gracias. ¿Tiene fotos de estos tipos? – ¿Lo dice en serio? Esto no es el fbi. – ¿Puede darme una descripción? -preguntó Frank sin impacientarse. – Tengo sesenta y cinco empleados y un promedio de renovaciones de más del sesenta por ciento. Por lo general, ni siquiera veo al tipo después de contratarlo. Al cabo de un tiempo todos me parecen iguales. Pettis los recordará. – ¿Recuerda alguna cosa más? – No. ¿Cree que alguno de ellos mató a la mujer? – No lo sé. -Frank dejó la silla y se desperezó-. ¿Usted qué piensa? – Aquí hay gente de todas clases. Nada me sorprende. – Ah, por cierto -dijo Frank cuando estaba a punto de salir del despacho-, quiero la lista de todas las casas y locales de Middleton que limpiaron en los dos últimos años. – ¿Para qué coño la quiere? -gritó Patterson que se levantó como impulsado por un resorte. – ¿Tiene los registros? – Sí, los tengo. – Bien, avíseme cuando tenga la lista. Que pase un buen día. Jerome Pettis era un negro alto y cadavérico de unos cuarenta años con un cigarrillo perpetuo en la boca. Frank le observó admirado mientras el hombre cargaba el pesado equipo de limpieza con la eficacia que daban los años de práctica. El mono azul anunciaba que era un técnico superior en la Metro. No miró a Frank, atento a su trabajo. A su alrededor, en el enorme garaje cargaban otras furgonetas blancas. Un par de tipos miraron a Frank por un segundo antes de continuar con el trabajo. – El señor Patterson dijo que quería hacerme algunas preguntas. – Unas cuantas. -Frank se sentó en el parachoques delantero de la furgoneta-. Usted hizo un trabajo en la casa de Walter Sullivan en Middleton el 30 de agosto de este año. – ¿Agosto? -Pettis frunció el entrecejo-. Joder, hago cuatro casas al día. No las recuerdo porque no vale la pena recordarlas. – Esta le llevó todo el día. Una casa muy grande en Middleton. Rogers y Budizinski estaban con usted. – Así es. -Pettis sonrió-. La casa más grande que he visto en mi vida y, tío, he visto algunas tremendas. – Lo mismo pensé cuando la vi. -Frank le devolvió la sonrisa. – El problema fueron todos aquellos muebles -comentó Pettis mientras encendía un cigarrillo-. Tuvimos que moverlos todos, y algunos pesaban un huevo. Ya no los hacen tan pesados. – ¿Así que estuvieron allí todo el día? -Frank no pretendía formular la pregunta de este modo. Pettis se puso tenso, dio una chupada al Camel y se apoyó contra la puerta de la furgoneta. – ¿Cómo es que la poli está interesada en saber cómo se limpian las alfombras? – Asesinaron a una mujer en aquella casa. Al parecer, sorprendió a unos ladrones. ¿No lee los periódicos? – Sólo los deportes. ¿Y ahora se pregunta si soy uno de esos tipos? – Ahora no. Sólo busco información. Todo el mundo que estuvo en la casa en los últimos meses me interesa. Quizás interrogue también al cartero. – Para ser un poli es divertido. ¿Cree que la maté? – Creo que si lo hizo, no sería tan tonto como para quedarse por aquí a esperar que viniera a buscarle. Sobre los dos hombres que estuvieron con usted, ¿qué puede decirme de ellos? Pettis acabó de fumar y miró a Frank sin contestar. Frank se dispuso a cerrar la libreta. – ¿Quiere un abogado, Jerome? – ¿Lo necesito? – Por mí no, pero no soy yo el que tiene que llamarlo. No pienso sacar la tarjeta Miranda [Se refiere a la ley Miranda, que establece los derechos del detenido. ( Pettis miró por un instante el suelo de cemento, aplastó la colilla y miró otra vez a Frank. – Escuche, llevo mucho tiempo con el señor Patterson. No falto, hago mi trabajo, cojo la paga y me voy a casa. – Entonces no tiene de que preocuparse. – Así es. Escuche, me vi mezclado en un asunto hace un tiempo. Cumplí condena. Lo puede averiguar por los ordenadores en cinco segundos. Así que no pienso contarle ningún rollo, ¿de acuerdo? – De acuerdo. – Tengo cuatro hijos y no tengo mujer. No entré en aquella casa ni le hice nada a aquella mujer. – Le creo, Jerome. A mí me interesan Rogers y Budizinski. – Vamos a dar una vuelta -respondió Pettis después de pensárselo un momento. Los dos hombres salieron del garaje y caminaron hasta un viejo Buick oxidado y grande como un barco. Pettis entró en el coche. Frank le siguió. – En el garaje los tipos tienen las orejas muy largas. Frank asintió. – Brian Rogers. Le decían el Listo porque era un buen trabajador, aprendía rápido. – ¿Qué pinta tiene? – Un tipo blanco de unos cincuenta años, quizá más. No muy alto, metro setenta, quizá setenta y cinco. Bastante hablador. Trabajaba duro. – ¿Y Budizinski? – Buddy. Aquí todo el mundo tiene un apodo. Yo soy Ton. Ya sabe, por esqueleton. -Frank sonrió al escuchar la explicación-. Otro tipo blanco. Quizá mayor que el Listo. Muy callado. Hacía lo que le decían y nada más. – ¿Quién hizo el dormitorio de los dueños? – Lo hicimos entre todos. Tuvimos que levantar la cama y la cómoda. Pesaban un par de toneladas cada una. Todavía me duele la espalda. -Jerome estiró el brazo y cogió una fiambrera del asiento trasero-. No tuve tiempo de desayunar esta mañana -explicó mientras sacaba un plátano y una galleta. Frank se movió incómodo en el asiento destartalado. Un trozo de metal se le clavó en la espalda. El interior del coche apestaba a tabaco. – ¿En algún momento estuvo alguno de los dos a solas en el dormitorio de los dueños o en algún otro lugar de la casa? – Siempre había alguien en la casa. El tipo tenía un montón de gente trabajando allí. Cualquiera de los dos pudo ir solo a la planta alta. No les vigilé. No era asunto mío. – ¿Cómo fue que Rogers y Budizinski trabajaron con usted aquel día? – Ahora que lo pienso no lo sé -contestó Jerome después de una pausa-. Sé que era un trabajo de primera hora. Quizá porque fueron los primeros en llegar. A veces es lo único que hace falta. – Entonces, si sabían por anticipado que iban a ir allí a primera hora y se presentaron aquí antes que los demás, ¿se podían enganchar con usted? – Sí, es posible. Mire, sólo buscamos fuerza, ¿entiende lo que le digo? No hace falta ser doctor para hacer esta mierda. – ¿Cuándo fue la última vez que los vio? El hombre arrugó la cara, dio un bocado al plátano. – Hace un par de meses, quizá más. Buddy se marchó primero, nunca dijo por qué. Los tipos van y vienen. Yo llevo aquí más tiempo que cualquier otro, excepto el señor Patterson. Creo que el Listo se mudó. – ¿Sabe dónde? – Recuerdo que dijo algo sobre Kansas. Una obra. Era carpintero. Vino a parar aquí por culpa de la crisis. Sabía usar las manos. Frank escribió la información mientras Jerome acababa de desayunar. Regresaron al garaje juntos. Frank miró en el interior de la furgoneta, las mangueras, los aspiradores, las botellas y el equipo de limpieza pesado. – ¿Esta es la furgoneta que utilizó para ir a la casa de los Sullivan? – Es mi furgoneta desde hace tres años. La mejor de la empresa. – ¿Siempre lleva el mismo equipo? – Así es. – Entonces le conviene buscarse otra furgoneta por algún tiempo. – ¿Qué? -Jerome se bajó del asiento del conductor. – Hablaré con Patterson. Se la incauto. – ¿Es coña? – No, Jerome, me temo que no. – Walter, te presento a Jack Graham. Jack, Walter Sullivan. -Sandy Lord se sentó con todo el peso en el sillón. Jack estrechó la mano de Sullivan y entonces el hombre se sentó delante de la mesa pequeña de la sala de conferencias número cinco. Eran las ocho de la mañana y Jack llevaba en la oficina desde la seis después de pasarse dos noches en blanco. Ya se había bebido tres tazas de café y se sirvió una cuarta de la cafetera de plata. – Walter, le conté a Jack el trato con Ucrania. Repasamos toda la estructura. El informe de Hill es muy bueno. Richmond apretó los botones correctos. El Oso está muerto. Kiev se lleva la zapatilla de cristal. Tu muchacho se ha salido con la suya. – Es uno de mis mejores amigos. Es lo menos que espero de ellos. Pero pensaba que ya teníamos bastantes abogados metidos en este asunto. ¿Intentas hinchar la factura, Sandy? -Sullivan se levantó para mirar a través de la ventana el cielo cristalino de primera hora de la mañana que prometía un día hermoso. Jack le miró de soslayo mientras tomaba notas del curso intensivo sobre el último negocio del millonario. Sullivan no parecía interesado en lo más mínimo en completar la operación multimillonaria. Jack no sabía que los pensamientos del anciano estaban puestos en un depósito de Virginia, recordando un rostro. Jack se había quedado mudo cuando Lord le había escogido con mucha ceremonia para actuar como su segundo en la mayor transacción que tenía en marcha la firma, saltándose a varios de los principales socios y a una legión de asociados con más antigüedad que la de Jack. Los resentimientos ya circulaban por los pasillos alfombrados. A estas alturas a Jack no le importaba. Ellos no tenían a Ransome Baldwin de cliente. Sin importar cómo lo había conseguido, ahora tenía todo el respaldo del mundo. Estaba harto de sentirse culpable por su posición. Este era el caso que Lord había elegido para ponerle a prueba, aunque no lo había dicho explícitamente. Bueno, si quería amarrar el trato, Jack lo haría. Aquí no tenía ninguna importancia el rollo filosófico y lo correctamente político. Sólo contaban los resultados. – Jack es uno de nuestros mejores abogados. Es el lince legal de Baldwin. – ¿Ransome Baldwin? -preguntó el viejo. – Sí. Sullivan miró a Jack con otros ojos y después volvió a mirar a través de la ventana. – Sin embargo, nuestro margen de oportunidad es cada vez más estrecho a medida que pasan los días -continuó Lord-. Necesitamos que firmen y asegurarnos de que Kiev se entere de qué deben hacer. – ¿No te puedes ocupar tú? Lord miró a Jack y otra vez a Sullivan antes de responder. – Claro que puedo, Walter, pero no des por hecho que puedes abdicar ahora mismo. Todavía tienes mucho que hacer. Tú fuiste el que les convenció. Tu participación es absolutamente necesaria desde el punto de vista de todas las partes. -Sullivan no se movió-. Walter, esta es la culminación de tu carrera. – Lo mismo dijiste la última vez. – ¿Qué quieres que haga si tú no dejas de superarte? -replicó Lord. Por fin, casi de una forma imperceptible, Sullivan sonrió, por primera vez desde que la llamada telefónica desde Estados Unidos había destrozado su vida. Lord se relajó un poco mientras miraba a Jack. Había ensayado el paso siguiente varias veces. – Te recomiendo que vayas allí con Jack. Reparte unos cuantos apretones de manos, palmea los hombros de la gente adecuada, enséñales que todavía controlas al tigre. Lo necesitan. El capitalismo todavía es un juego nuevo para ellos. – ¿Y qué hará Jack? Lord le hizo un gesto a Jack. El joven dejó su silla y se acercó a la ventana. – Señor Sullivan, durante las últimas cuarenta y ocho horas he estudiado todos los aspectos de este asunto. Todos los abogados que trabajan en la casa sólo conocen una parte. Excepto Sandy, no hay nadie más en la firma mejor enterado que yo de lo que quiere conseguir. – Esa es una afirmación muy seria. – Bueno, es un asunto muy serio, señor. – ¿Así que sabe lo que quiero conseguir? – Sí, señor. – De acuerdo. ¿Por qué no me lo explica? -Sullivan volvió a su silla, cruzó los brazos y miró a Jack esperando sus palabras. Jack no se demoró en tragar saliva ni en tomar aliento. – Ucrania tiene una reserva inmensa de recursos naturales, todo lo que la industria pesada del mundo utiliza y quiere. El asunto es cómo sacar los recursos de Ucrania con un coste y un riesgo mínimos, considerando la situación política del país. Sullivan descruzó los brazos, se irguió en la silla y bebió un trago de café. – El cebo es que usted quiere que Kiev crea que las exportaciones realizadas por su compañía se verán compensadas con inversiones en Ucrania. Una inversión a largo plazo que, a mi juicio, usted no quiere asumir. – Durante la mayor parte de mi Vida adulta he tenido pánico de los comunistas. Creo tanto en la perestroika y la glásnost como en las hadas. Considero como deber patriótico despojar a los comunistas de todo lo que pueda. Dejarlos sin medios para dominar al mundo, que es su plan a largo plazo, a pesar de este reciente sarampión democrático. – Así es, señor. «Despojar» es la palabra clave. Despojarles de lo que tienen antes de que se autodestruyan o ataquen. -Jack hizo una pausa para observar las reacciones de los dos hombres. Lord miraba el techo, con una expresión indescifrable. – Adelante -le animó Sullivan-. Se acerca a lo más interesante. – La parte interesante es cómo montar el acuerdo para que Sullivan y Compañía enfrenten un mínimo de riesgos y obtengan los máximos beneficios. Usted podrá actuar como agente intermediario o comprar directamente en Ucrania y vender a las multinacionales. Usted invertirá una parte mínima de las ganancias en Ucrania. – Correcto. En unos años el país se quedará sin recursos, y yo habré conseguido un beneficio neto de unos dos mil millones. Jack miró una vez más a Lord, que ahora escuchaba con atención, bien erguido en la silla. Había llegado el momento de lanzar el anzuelo. A Jack se le había ocurrido el día anterior. – Pero ¿por qué no sacar de Ucrania aquello que los hace peligrosos? -preguntó Jack-. Significaría triplicar sus beneficios. – ¿Cómo? -preguntó Sullivan, que le miró con ojos de águila. – mbai. Misiles balísticos de alcance intermedio. Ucrania tiene una carretada. Y ahora que el tratado de no proliferación de 1994 es papel mojado, esos cacharros vuelven a ser un quebradero de cabeza para Occidente. – ¿Qué me sugiere? ¿Que los compre?¿Qué diablos voy a hacer con ellos? Jack vio cómo Lord se inclinaba hacia delante muy interesado. – Los puede comprar a precio de saldo -añadió Jack-, quizá por quinientos millones, utilizando una parte de los beneficios obtenidos con la venta de materias primas. Los comprará con dólares que después Ucrania usará para comprar bienes de consumo en los mercados mundiales. – ¿Por qué a precio de saldo? Todos los países de Oriente Medio intentarán comprarlos a precio de oro. – Pero Ucrania no se los podrá vender. Los países del G-7 no lo permitirían. Si lo hicieran, les cerrarían el acceso a la UE y a los otros mercados occidentales, y si esto ocurre, ya pueden darse por muertos. – Muy bien, los compro. ¿A quién se los vendo? – A nosotros -contestó Jack, con una sonrisa-. Al gobierno de Estados Unidos. Seis mil millones es una estimación a la baja del valor real. Demonios, el plutonio que contienen esos artefactos no tiene precio. El resto del G-7 aportará una parte considerable. Es su relación con Kiev lo que conseguirá hacer funcionar todo este asunto. Le mirarán como su salvador. Sullivan estaba asombrado. Comenzó a levantarse pero se contuvo. Incluso para él la magnitud de las cifras barajadas era estremecedora. Sin embargo, no era tanto el dinero, sino la posibilidad de eliminar parte de la amenaza nuclear del mundo lo que le afectaba. – ¿De quién es la idea? -Sullivan miró a Lord mientras preguntaba. Lord señaló a Jack. Sullivan se reclinó en la silla y contempló al joven. Después se levantó con una rapidez que sorprendió a Jack. El multimillonario le sujetó la mano con una fuerza tremenda. – Llegará muy lejos, jovencito. ¿Le importa si le acompaño? Lord mostraba la expresión de un padre orgulloso. Jack no podía dejar de sonreír. Ya casi se había olvidado de lo que era batear una pelota fuera del campo. En cuanto Sullivan se marchó, Jack y Sandy volvieron a la mesa. – Reconozco que no era una misión fácil. ¿Cómo te sientes? – Como si me hubiese acostado con la chica más bonita del instituto -respondió Jack-. Siento un hormigueo por todo el cuerpo. – Será mejor que te vayas a casa y duermas un poco -le recomendó Lord con una carcajada-. Es probable que Sullivan esté llamando a su piloto desde el coche. Al menos hemos conseguido que no piense en aquella puta. Jack no escuchó la última parte de la frase en la prisa por marcharse. Ahora, por una vez en mucho tiempo, se sentía bien. Nada de preocupaciones, sólo posibilidades. Miles de posibilidades. Aquella noche se lo contó todo a una muy entusiasta Jennifer Baldwin. Después de cenar una fuente de ostras y champán bien frío, la pareja disfrutó del mejor sexo de todo el noviazgo. Esta vez, los techos altos y los murales no preocuparon a Jack. De hecho, comenzaban a gustarle. |
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