"Guianeya" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)

2


Las dos muchachas no sabían que la persona de la que hacía un rato habían hablado se encontraba en el expreso que acababa de pasar velozmente cerca de ellas.

Víktor Murátov estaba sentado en un blando sillón, junto a la pared del vagón, y examinaba atentamente las páginas de un manuscrito.

Por los periódicos había sabido, como lo sabían todos, que Guianeya se dirigía a Poltava y con ella, como es natural, iba su hermana menor. Pero de ninguna forma le podía venir a la mente la idea de que hacía un minuto había estado muy cerca de ellas.

Incluso si hubiera mirado por la ventanilla, debido a la velocidad que llevaban, no hubiera podido notar al grupo de personas que estaba en la pequeña colina.

Era un hombre de treinta y cinco años, muy alto, de rostro fuertemente tostado por el sol, y de complexión atlética. Tenía lo mismo que su hermana espesos cabellos negros y ojos oscuros, caídos oblicuamente. Esto le hacía un poco parecido a Guianeya.

Pero él mismo no había notado este parecido, que sin duda alguna saltaba a la vista.

Es cierto, que una vez, en un día muy memorable, le dijeron esto, pero Murátov pronto lo olvidó.

Y no lo recordaba incluso ahora cuando delante de sus ojos estaba la fotografía de Guianeya, pegada a una de las páginas del manuscrito.

Ni tan siquiera la miró, pues no tenía ninguna necesidad, ya que él, entre otras pocas personas, fue el primero que vio a la forastera de otro mundo, y sus rasgos se quedaron grabados para siempre en su memoria. Fueron demasiado extraordinarias las circunstancias y el lugar donde tuvo lugar esta primera entrevista.

Leyendo rápidamente la última página, mejor dicho, dándole sólo un vistazo, Murátov colocó las hojas igualándolas cuidadosamente, y, doblando el manuscrito por la mitad, lo metió en el bolsillo.

– ¡No, esto no es así! — dijo encongiendose de hombros.

– ¿Qué no es así? — preguntó un hombre de edad más bien ya un anciano, de blancos cabellos que estaba sentado a su lado en un sillón igual.

— No es justo lo que escribe el autor. — Muratóv se tocó el bolsillo donde estaba el manu; crito —. Es una teoría más sobre la aparición cK Guianeya. Me han pedido que la lea y les dé mi opinión.

– ¿Y es negativa?

— Sí, según usted ve.

— Perdóneme ¿quién es usted?

Murátov dio su apellido.

— Lo he oído en más de una ocasión — dijo el anciano —. A propósito, este mismo sharex, en el que vamos, ¿es invención suya?

Murátov se sonrió. Era raro encontrar una persona que no supiera quién había sido el constructor del sharex.

— No — contestó —, en la invención del sharex, según usted se expresa, yo no he tenido nada que ver. De lo único que soy culpable es de un pequeño cambio en la forma de la vía, pero nada más.

— Sí, sí — dijo el anciano —. Tiene usted razón, ahora recuerdo. Le pido perdón. Pero ya que nos hemos encontrado, si usted no tiene inconveniente me atrevo a hacerle otra pregunta.

«¿Quién será? — pensó Murátov —. Incluso la manera que tiene de hablar es algo rara».

— Con mucho gusto — dijo en voz alta.

— Voy en el expreso — comenzó el anciano —. Todo el recorrido dura dos horas. En mi tiempo para esto se necesitaba todo un día en un tren rápido. Voy, y no sé a qué se debe que el sharex se deslice a esta velocidad de locura…

– ¿Por qué de locura?

— No sé — dijo enfadado el anciano —. Para usted es posible que le parezca lo más natural, pero para mí… para mí no es así. Por eso sea usted amable y explíquemelo, haga el favor.

Murátov miró atentamente a su interlocutor. Era una persona anciana, muy anciana.

Ahora cuando la ciencia había alargado en mucho la juventud del organismo humano, un rostro tan arrugado se encontraba con poca frecuencia, y el hecho mismo de que no supiera cosas que eran bien conocidas para los niños, indicaba que era una persona de la más venerable edad.

— Perdóneme — dijo, imitando la anticuada manera de hablar de su acompañante — ¿tendría la bondad de decirme cuántos años tiene?

El anciano rompió a reír alegremente.

— No tengo la menor duda — dijo el anciano — de que usted se pregunta: ¿de dónde habrá salido este ignorante? No contradiga, no me he ofendido. Es completamente natural que usted haya pensado esto. Claro está que desde el punto de vista moderno yo sé poco, pero en algún tiempo era considerado como una persona culta. Enseñé a otros. ¿Es difícil creerlo, verdad? — y de nuevo se rió con un ligero tono de pesadumbre, según le pareció a Murátov.

Una suposición acudió a la mente de Murátov. ¿Era posible que fuera el mismo Bolótnikov? Era parecido. En aquellos tiempos todavía nombraban a las personas, no sólo por su nombre, sino también por su patronímico…

— Usted se equivoca, Nicolái Adámovich — dijo él —, nadie le considera un ignorante.

Al anciano no le causaron asombro las palabras de Murátov.

— Usted ha acertado — se sonrió —. Sí, yo soy Bolótnikov, Nikolái Adámovich, doctor en ciencias biológicas en la segunda mitad del siglo pasado. Tengo noventa y siete años. Y si añadimos el tiempo que yo pasé dormido, entonces son ciento veintidós.

— Dormido… — repitió maquinalmente Murátov.

— No propiamente dormido, sino en anabiosis. La diferencia no es grande. La anabiosis es lo mismo que el sueño sólo que más profundo.

Murátov recordó todo.

Esto tuvo lugar en los días de su infancia, a comienzos de siglo. La inmersión en un sueño profundo o en estado de anabiosis, como un medio de prolongar la vida, fue un tema de discusiones interminables entre los médicos y los biólogos. Este método, junto con otros, fue reconocido como digno de atención pero no en todos los casos. Los experimentos en animales demostraron que se conseguía un mayor efecto cuando se aplicaba la anabiosis en los organismos envejecidos. Fue necesario realizar el experimento en una persona. Y se ofreció Bolótnikov, profesor de noventa y tres años.

Murátov recordaba las fotografías que publicaron las revistas, que él, entonces niño, miraba con curiosidad. Evidentemente el rostro de Bolótnikov no le había producido una gran impresión, ya que lo había olvidado y no lo había reconocido inmediatamente.

Bolótnikov había vuelto a la vida hacía cuatro años. Precisamente cuando Murátov se encontraba lejos, enfrascado en sus cosas, y no había reparado en aquel acontecimiento.

Miraba con curiosidad a su acompañante. ¡Esta persona era coetánea de la Revolución de Octubre! Precisamente este hecho fue el que causó la mayor admiración hace veintinueve años al pequeño Víktor.

— Ahora no le debe causar asombro mi ignorancia en muchos problemas — continuó el viejo profesor —. Cuatro años es un plazo no grande. Apenas he tenido tiempo de conocer los avances conseguidos en la biología, que es mi dominio. Todo lo demás ha sido como si se deslizara delante de mi vista.

— Comprendo — dijo Murátov —. Estoy muy satisfecho de esta entrevista tan interesante. Tengo suerte para encontrarme con personas famosas. Puede ser que usted no lo sepa, pero a Guianeya…

— Lo sé… — interrumpió Bolótnikov, y miró al reloj —. A nuestra disposición han quedado sólo quince minutos. Me apeo en Poltava.

— Hay bastante tiempo — dijo Murátov —. ¿Usted quiere saber cómo se mueve el sharex?

— Sí, si para usted no es una molestia.

– ¿Usted, claro está, conoce las corrientes de extraalta frecuencia? — Bolótnikov asintió con la cabeza —. Si la memoria no me traiciona, en el día que usted abandonó la vida las transmitían por cables subterráneos. Los autobuses, que tomaban energía de estos cables para sus motores, o como se les llama ahora, vechebuses, existían ya entonces…

— Usted quiere decir que el sharex…

— Precisamente. Sólo que ahora las corrientes de extraalta frecuencia no van por cables. Se ha encontrado el método de transmitirlas directamente por el aire, como las ondas de radio, y además sin ninguna pérdida. Sobre la tierra, a una determinada altura, se ha desbordado, si se puede expresar así, un manto compacto de energía. Si antes, por ejemplo, los vechebuses podían moverse sólo por los caminos por debajo de los cuales estaban tendidos los cables, ahora pueden andar por donde quieran. Pero los motores del vechebús son eléctricos y los de sharex son reactivos. La energía, prácticamente de una potencia ilimitada, se toma «del aire», y el principio de deslizamiento por bolas… ya hace mucho tiempo es conocido. Por ejemplo, por cojinetes de bolas. El rozamiento entre el sharex y su apoyo en forma de «rieles» semicirculares idealmente lisos, es insignificante.

Todo esto es lo que da la posibilidad de desarrollar esa… velocidad de locura a la que usted se refería — concluyó Murátov y se sonrió.

– ¡Usted no perdona nada! — dijo Bolótnikov —. Gracias, querido. Todo está claro. No en balde decían en la antigüedad: «Quien las sabe las tañe». Lo ha explicado usted sencilla y completamente. Nos acercamos a Poltava — añadió, mirando por la enorme ventanilla que ocupaba toda la longitud del vagón.

El sharex continuaba deslizándose con la misma velocidad. Tras el limpio cristal se extendía el panorama de la enorme ciudad. Se perdían en la altura del cielo las agujas de los rascacielos.

— No, esto todavía no es Poltava — dijo Murátov —. Es Selena, una ciudad completamente nueva, que ha surgido durante los últimos cinco años alrededor del cohetódromo. Son las afueras de Poltava.

— Magníficos suburbios — dijo sonriendo Bolótnikov —. Son mayores que las antiguas capitales. A propósito, yo estuve aquí la última vez exactamente hace cien años; ésta era una ciudad relativamente pequeña. Me refiero, claro está, a Poltava, no a Selena.

El sharex comenzaba a disminuir la velocidad. El potente zumbido que casi no se oía en el interior de los vagones, ahora parecía desaparecer por completo. Era posible que el aparato automático que dirigía el tren hubiera desconectado los motores, calculando que la inercia era suficiente para llegar al andén de la estación.

Selena había quedado atrás. Se acercaban rápidamente los grandes edificios de Poltava.

Los pasajeros más impacientes comenzaron a levantarse de sus sitios. El vagón no tenía divisiones ni departamentos. Formaba un solo local, cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra blanda y afelpada. Formaban su mobiliario pequeñas mesitas, aparadores y libreros, pantallas portátiles de televisión. Los sillones se podían colocar donde se quisiera según el deseo de los pasajeros.

Una voz metálica dijo:

– ¡Poltava!

– ¡Adiós, querido! — dijo Bolótnikov —. Me ha sido muy agradable conocerle.

– ¿Va a estar usted mucho tiempo en Poltava?

— Unas dos semanas.

— Entonces no adiós, sino hasta la vista. Yo estaré aquí dentro de tres días.

– ¿A recibir a la Sexta expedición?

— Precisamente para esto.

— Entonces, nos veremos, si usted no tiene inconveniente.

— Al contrario, con mucho gusto. A propósito ¿usted sabe que estará Guianeya?

— Lo sé y la quiero ver. Hasta ahora no he podido. Sólo la he visto en fotografía y en el cine.

– ¿Quiere usted conocerla personalmente?

— Tengo grandes deseos, ¿pero cómo hacerlo?

— Mi hermana acompaña como traductora a Guianeya. Acerqúese a ella, salúdela de mi parte y ella se la presentará.

– ¡Muchas gracias! Obligatoriamente lo haré. Me interesa mucho ver a Guianeya.

Dígame ¿éste es su verdadero nombre? Quiero decir ¿si suena así en su idioma?

— No exactamente. Su nombre suena aproximadamente así — Murátov pronunció lentamente alargando las sílabas —: Guiyaneia. De esta forma lo pronunció ella hace año y medio en su primera entrevista con las personas. La comenzamos a nombrar más sencillamente: Guianeya.

– ¿Y ella qué dijo?

— Inmediatamente comenzó a acostumbrarse a este nombre.

– ¿Conoce usted su idioma?

— Recuerdo varias palabras. Aproximadamente unas doscientas.

– ¿Es difícil el idioma?

— No mucho. Le va a asombrar lo que voy a decirle. Me parece que en este idioma hay algo conocido.

– ¿Cómo puede ser esto? Un idioma de un planeta extraño…

— A mí me parece esto raro. Pero no puede uno olvidar la impresión de que las palabras tienen un sonido conocido. Es posible que cuando conozcamos más cosas… Por ahora sabemos poco. Esta rara muchacha no quiere enseñarnos su idioma.

— No comprendo ¿por qué?

— A esto puede sólo responder la misma Guianeya. ¡Inténtelo!

El sharex se detuvo. La pared ciega del túnel de seguridad ocultaba el andén de la estación. En el suelo se abrió una escotilla (la alfombra que parecía de una pieza se separó en este sitio). De un lugar de la parte baja del vagón se deslizaron hacia abajo los escalones de una ancha escalera.

Bolótnikov se despidió una vez más de Murátov, una vez más le dio las gracias y salió.

Con él descendieron unas diez personas y subieron otros pasajeros.

Murátov no descendió al andén pues sabía que el sharex paraba sólo cuatro minutos.

Sonó la señal de salida. La escotilla del suelo del vagón se cerró. La alfombra se volvió a unir. Era imposible notar dónde se encontraba la juntura.

El vagón se balanceó casi imperceptiblemente. Pasaron hasta desaparecer las paredes del túnel y el tren salió a cielo raso. Cada vez pasaban más rápidamente las casas de Poltava, el sharex adquiría impetuosamente velocidad.

Pronto desapareció la ciudad tras el horizonte. Por ambas partes de la vía se extendían infinitos campos amarillos.

Se veían vechelectros por todos los sitios. Enormes y pesados en apariencia, se deslizaban lentamente en medio del mar de trigo, y parecía que eran innumerables. Era la segunda cosecha que se recogía este año.

Murátov sintió hambre. El aparador le «suministró» un vaso de café caliente y unos bocadillos.

Al regresar a su sillón Víktor se acordó de Bolótnikov.

«¡Magnífico anciano! — pensó —. Original, pero muy simpático. Es interesante saber cómo le tratará Guianeya».

La muchacha de otro mundo trataba de diferente forma a las personas, con una franqueza que era asombrosa para las personas de la Tierra. A unos les sonreía, les permitía estrechar su mano (ella misma no conocía esta costumbre), a otros les manifestaba inmediatamente su antipatía. A veces ocurría que volvía la espalda a algunas personas que le presentaban. Y nunca respondía a la pregunta por qué no le gustaba una u otra persona. Se pudo notar que frecuentemente trataba bien a las personas que eran de estatura alta, mientras que las personas pequeñas, casi como regla, no le provocaban simpatía.

En los primeros meses de estancia en la Tierra, Guianeya saludaba a las personas levantando la mano abierta hasta la altura del hombro, pero después dejó de hacerlo.

Callada extendía la mano para estrecharla, pero nunca correspondía de la misma forma.

«¿Se aburriría en la Tierra? — pensó Murátov —. ¿Sentiría nostalgia por su patria? ¿Por qué no quería conocer más profundamente la Tierra y a sus habitantes? ¿Qué fin perseguía Guianeya con su obstinado silencio?»

Murátov no tenía la menor duda de que Guianeya se comportaba así con fin determinado. Existía una causa y ésta era seria. ¿Pero en qué consistía?

A Murátov le sacaba de sí el secreto de Guianeya, y precisamente por esto abandonó inmediatamente a la huésped de la Tierra en cuanto la trajo aquí. No aguantaba los enigmas que no ofrecían solución. Y aquí no existía un enigma, sino un secreto inexplicable. Guianeya se encerró en sí misma desde el primer día, desde el primer momento de su aparición, siguiendo, al parecer, una línea de conducta trazada de antemano. Murátov sabía esto mejor que otros, ya que fue testigo de ello las primeras horas y días.

«¡Hay una causa, indudablemente la hay! — frecuentemente pensaba —. Y quién sabe, es posible, que esta causa sea más importante que lo que se esfuerzan por saber nuestros científicos de Guianeya».

El manuscrito que había leído y la conversación con Bolótnikov, una vez más le hicieron pensar en los acontecimientos del pasado.

Recordó, recordó todo, hasta los detalles más minuciosos, lo que precedió a la aparición de Guianeya…