"Guianeya" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)1«Querido Víktor: Te ruego que vengas a verme inmediatamente. Se ha logrado hallar por fin en el espacio el objeto sobre cuya presencia en el Sistema solar se sospechaba ya desde el siglo pasado. Acuérdate de que te he hablado de él. Pero para mí no está todo claro. Hay algo raro. ¡No dejes de venir! Recordaremos los tiempos pasados y pensaremos juntos. El problema es interesante y no tendrás queja. ¡Ven sin ninguna dilación! ¡Me eres imprescindible! Serguéi. Murátov leyó dos veces la carta de su amigo. Se veía que cuando Sinitsin escribió la carta estaba emocionado o se encontraba en un estado de excitación nerviosa. Esto lo indicaba su estilo descuidado, impropio de él, y las muchas veces que repetía el ruego de que viniese. E incluso no era corriente la escritura desigual, apresurada. Esto era incompatible con el carácter siempre moderado y tranquilo de las palabras y gestos del astrónomo. Y además ¿para qué escribir cuando todo se puede decir con más rapidez y sencillez por el radiófono? ¿De qué objeto se trataba? Murátov no podía recordar que su amigo le hubiera hablado de algo parecido. Claro está que se trataba de un descubrimiento astronómico. «El espacio», «El Sistema solar» eran cosas suficientemente conocidas. Pero Serguéi sabía perfectamente que a él, a Murátov, nunca le interesaron los cuerpos estelares y que conocía la astronomía sólo por lo que se enseña en la escuela. ¿Qué ayuda quería recibir? Lo más sencillo sería llamar por el radiófono al observatorio donde trabajaba Sinitsin. Pero Murátov no podía aguantar que cualquier enigma que se le planteara, aunque fuera el más sencillo, no lo resolviera él mismo. Y esto sucedía ahora. La carta no estaba clara. Serguéi pedía que fuera a verle pero no decía para qué. Entonces había que averiguarlo. Murátov examinó minuciosamente cada palabra. «Aunque una persona escriba de la forma más descuidada y apresurada — pensó Murátov —, deberá reflejar en su escritura las ideas que le dominan». «Algo raro»! He aquí la clave para la comprensión. Serguéi ha conseguido (así lo escribe) descubrir algo nuevo en el Sistema solar. El hecho de por sí es maravilloso, ya que el Sistema solar está investigado de cabo a rabo. Pero el «objeto» descubierto por él tiene algo «raro». Serguéi no comprende las causas. Esto lo indican sus palabras: «pensaremos juntos». Sigamos adelante… «Recordaremos los tiempos pasados». ¿De qué puede tratarse? Claro está que no de deporte. En los años juveniles les gustaba a los dos resolver juntos intrincados problemas de matemáticas. ¡Parece que vale! ¿En qué puede haber algo de «raro» en lo que se refiere a la astronomía? Sólo en lo que se refiere al movimiento de los cuerpos, a su órbita. Y por fin ¡»problema interesante»! ¡Todo está claro! Serguéi necesita la ayuda de un matemático para descifrar por qué órbita se mueve el «objeto». Murátov se sonrió. Para qué haber pensado cinco minutos cuando todo estaba claro y no había ningún enigma. Estaba ocupado y no dispuesto a dejar el trabajo. ¿Podría prestar ayuda al amigo desde aquí? ¿Le era tan necesaria su presencia? Murátov se dirigió a la sala de aparatos, pero no consiguió hablar con Serguéi. Un empleado del observatorio le comunicó que «Serguéi llevaba dos días sin salir de su gabinete. Se había encerrado y no contestaba a ninguna llamada». «¿Es que no come ni duerme?», preguntó Murátov. «Algo parecido», fue la contestación. Esto concordaba completamente con el carácter de Serguéi. Si algo enfrascaba sus pensamientos era capaz de trabajar días y noches sin descanso. ¡Por lo que se deducía, el problema planteado ante él era en realidad muy interesante! Había que prestar atención a los ruegos insistentes de su amigo, y sin vacilar Murátov tomó el avión ese mismo día. ¡Si él hubiera podido saber las consecuencias de esta carta! ¿Hubiera ido a donde Serguéi?… Dando al olvido el trabajo anterior, Murátov, como siempre, sentía impaciencia por comenzar el nuevo. Le parecían muy largas las tres horas de viaje. La nave trasatlántica volaba sobre el lugar donde se encontraba ubicado el observatorio. El aterrizaje había que hacerlo a más de mil kilómetros al occidente, y esto obligaba a hacer el viaje de regreso en transporte terrestre y perder dos horas más… Murátov expresó su deseo de descender en paracaídas. El radiotelegrafista de a bordo llamó al observatorio. De allí contestaron que salía un aparato automáticoplaneliot hacia el lugar de aterrizaje de Murátov. – ¿Ha saltado usted antes en paracaídas? — preguntó uno de los tripulantes de la nave que ayudaba a Murátov a abrocharse el correaje del paracaídas. — Sólo una vez, cuando era escolar. ¿Pero qué importancia tiene esto? — Volamos a una altura de siete kilómetros y tendrá que hacer un salto con retardo. – ¿Y qué tiene de complicado? — No, no hay nada de complicado. El paracaídas es automático y se abre en el momento necesario. Pero puede ser desagradable si no está acostumbrado al descenso libre. — Esté tranquilo, no padezco de los nervios. El planeliot apareció dos minutos después del aterrizaje que se realizó con toda felicidad. Cinco minutos más tarde Murátov entraba en uno de los edificios de la ciudad científica, donde, según le dijeron, estaba el gabinete de Sinitsin. Llamó a la puerta, pero no tuvo ninguna contestación. Murátov llamó más fuerte. — Estoy ocupado, ruego que no me molesten — dijo Serguéi con voz enojada. — Entonces — contestó riéndose Murátov —. tomo el avión de vuelta. ¡Abre, gracioso! Soy yo, Víktor. Sonaron pasos apresurados y la puerta se abrió. Murátov abrió la boca de asombro y lanzó una carcajada. Sinitsin estaba delante de él, sólo con calzoncillos y zapatos puestos. Tenía la cara untada de aceite y con una pintura oscura. Los cabellos enmarañados formaban mechones por todas las partes. Del gabinete salía un aire caliente. – ¿Qué ocurre aquí? ¿Te ocupas en hacer reparaciones en los momentos de asueto? ¿Por qué hace tanto calor? — Lo primero que tengo que hacer es saludarte — dijo con tranquilidad Sinitsin — Gracias por haber venido. Me eres ahora más imprescindible que cuando te escribí la carta. Sin ti no puedo hacer nada. Y mira de dónde procede el calor — dijo, indicando hacia una pequeña computadora electrónica que estaba encima de la mesa de despacho —. Esta máquina portátil no estaba calculada para un trabajo ininterrumpido de treinta horas. — Desgraciada, ¿para qué la martirizas así? — Murátov abarcó con una atenta mirada todo el gabinete. El suelo estaba cubierto con una enorme cantidad de placasprogramas de polietileno. Estaban tiradas por todas partes: junto a la misma máquina, en la alfombra del centro de la habitación e incluso junto a la puerta. Por lo visto el dueño del gabinete las había lanzado donde cayeran. La ropa de Sinitsin estaba también desparramada por los sillones y el diván. Las ventanas estaban cerradas a piedra y lodo por pesadas cortinas. La lámpara del techo y varias de mesa estaban encendidas. Era un cuadro muy elocuente. Probablemente Serguéi incluso no sabía si ahora era de día o de noche. – ¿No obtienes nada? — preguntó burlón Murátov. – ¡Maldito enigma! Quisiera arrancarme los cabellos de desesperación. — Ya he visto que has intentado hacerlo. Querido amigo, te encuentro desconocido. ¿Es que piensas conseguir algo en este estado? No te pregunto si has dormido esta noche porque está claro que no. Pero por lo menos, ¿has comido algo? — Me parece que sí. — Pero a mí me parece que no. ¿Qué hora es? – ¿Que, qué hora es? — No sé — respondió confuso Sinitsin. – ¡Hasta eso has llegado! No sabes ni siquiera la hora en que vives. Te impongo un ultimátum: inmediatamente te bañarás, desayunarás y te echarás a dormir. ¿Comprendes? ¡Inmediatamente! O ahora mismo me marcho. ¿Has comprendido? – ¿Dormir? — refunfuñó Sinitsin —. No tengo tiempo. Siéntate y escucha. — No voy a escuchar nada. No tengo ganas de conversar con un espantapájaros. ¿A quién te pareces? Es una pena que no haya un espejo. Murátov se acercó a la ventana y levantó la cortina. Los rayos del sol invadieron el gabinete. Abrió de par en par la ventana. – ¡Así tiene que ser! — Murátov sonrió al ver la mirada de asombro de su amigo —. ¡Ahora son las dos de la tarde! Es de día y no de noche como sin duda alguna piensas. – ¿Las dos? — Sí, según la hora local. Sinitsin se sometió al instante. — Está bien — dijo —, acepto tu ultimátum. Resulta — añadió sonriéndose — que yo «martirizo» a la máquina no treinta horas, sino más de cincuenta. Esa es la causa de que se caliente así. — Todavía mejor. ¡Dos días completos sin dormir y sin comer! ¡Y esta persona quiere resolver un complicado problema de matemáticas! No te ayudará a resolverlo no sólo tu máquina, sino tampoco el cerebro electrónico del Instituto de cosmonáutica. — Tampoco podrá resolverlo. Nadie podrá, si tú o yo no ofrecemos las premisas justas. ¡Ciento veintisiete variantes! — exclamó Sinitsin —. ¡Ciento veintisiete! Y todo en vano. – ¡Vístete! — Murátov levantó la segunda cortina, desconectó la máquina y apagó la luz —. No creo que vayas a casa así. No estamos en la playa. Sinitsin comenzó a vestirse lentamente. Un sentimiento de pena o enojo se agitaba en el alma de Murátov. Serguéi se acostará y dormirá no menos de diez horas. ¿Qué hacer durante todo este tiempo? — Si lo haces de una forma corta y general ¿de qué se trata? — preguntó indeciso Murátov. Sinitsin miró con asombro a su amigo y ambos se rieron. Sobre el Continente Sudamericano la noche sin luna extendía su manto cubierto de estrellas. Desde la ventana del gabinete se veía perfectamente la brillante Cruz del Sur. Constelaciones de forma desconocida centelleaban en el abismo negro aterciopelado. En un lugar, entre ellas, pero cerca, muy cerca de la Tierra, flotaba, posiblemente ahora mismo, el enigma indescifrable. Murátov, a pasos lentos, había cruzado innumerables veces el gabinete. Las ventanas estaban abiertas de par en par. Lucía sólo una lámpara de mesa que iluminaba parte de ella y el tablero de la computadora. En el gabinete se había establecido el orden. Las fichas programáticas, que Sinitsin había desparramado por toda la habitación, habían sido recogidas y se encontraban en tres pilas cuidadosamente colocadas en un extremo de la mesa. En otro extremo se veía una pila de nuevas fichas que ahora utilizaba Murátov. ¡Todo en vano! El enigma continúa siendo enigma. Ciento veintisiete variantes había experimentado Sinitsin y diecisiete Murátov, ¡y nada había cambiado! Habían conversado dos horas durante el día. Serguéi volvió a adquirir la tranquilidad y exactitud inherente a él. Informó detallada y profundamente de todo el problema a Murátov. Ahora Víktor sabía tanto como Serguéi. Claro que se podía pedir ayuda al Instituto de cosmonáutica, pero Serguéi no quería y Víktor comprendía perfectamente a su amigo. El había empezado y lo llevaría hasta el fin. Al Instituto, indudablemente, había que dirigirse, pero era muy diferente presentarse con el descubrimiento terminado o con las manos vacías. Siempre es desagradable el reconocer su impotencia. ¡Serguéi tenía razón! Contar con Víktor era otra cosa. Entre ellos no había secretos. Si el enigma lo descifra Víktor es lo mismo que si lo hubiera hecho Serguéi. ¿Pero cómo descifrarlo? Exteriormente Murátov estaba tranquilo pero en su interior bullía una tempestad. Ya hacía diez horas que Serguéi dormía profundamente y él estaba empantanado sin haber avanzado un paso hacia el descubrimiento. Nunca había ocurrido tal cosa. Es cierto, que era la primera vez que resolvía un problema de este tipo. ¡Y parece todo tan sencillo! El radar indicó ocho veces durante una semana la presencia de un cuerpo extraño en el espacio. ¡Ocho puntos en la órbita! Cuando son suficientes tres para calcular rápida y exactamente cualquier otro. Pero los cálculos invariablemente iban a parar a un callejón sin salida, entrando en contradicción flagrante con las leyes de la mecánica celeste…
¿Es posible que haya más de un cuerpo? ¿Que haya dos, tres o más? Pero Serguéi consideraba que esto era imposible y Murátov estaba de acuerdo con él. Había varios cuerpos próximos a la Tierra y ni uno solo había entrado en el campo visual del telescopio. ¡Esto era inconcebible! Lo más probable es que fuera sólo uno. Serguéi había calculado todas las órbitas posibles para uno y dos cuerpos en todas las combinaciones concebibles de los ocho puntos conocidos. Pero ninguna valía. Murátov comenzó a realizar los cálculos para tres, pero pronto tuvo que dejar esta fantasía. En la solución del problema había que ir por otro camino. Murátov está convencido de que éste es sencillo. No puede ser de otra manera. En apariencia es difícil. Es necesario encontrar el verdadero razonamiento y los cálculos no costarán ningún trabajo. Pero ¿dónde se encuentra este verdadero razonamiento? ¿En qué consiste? Murátov se sentó en el diván, apoyado en una almohada blanda y colocó las manos detrás de la cabeza. Así se piensa mejor. De la ventana sopla una brisa fresca. El bochorno tropical marcha con el Sol a la otra mitad del planeta. El reloj marca las nueve. Esta es la hora del meridiano de Moscú que corresponde a las dos de la mañana según la hora local. Murátov se sonríe. Obligó a Serguéi a dormir y él… ocupó su puesto y lleva ya sin dormir quién sabe cuántas horas. Pero de ninguna manera se acostará mientras Serguéi no se despierte. Trabajarán sustituyéndose uno a otro hasta resolver el problema o encontrar una hipótesis admisible. Entonces no tendrán por qué sonrojarse al dirigirse al Instituto de cosmonáutica. A fin de cuentas ¿qué es lo conocido? Murátov recuerda el relato de su amigo… El primer síntoma apareció ya en el siglo veinte. K. Stermer notó en el año 1927 el reflejo inexplicable de un haz de radio procedente de un cuerpo que se encontraba no lejos de la Tierra. ¿Qué cuerpo era éste? No se pudo saber. Entonces no se prestó atención al comunicado de Stermer. El hecho se repitió a los cincuenta años. Y de nuevo nadie se interesó por este raro fenómeno, parecía como si el haz de radio se reflejara en un lugar vacío. Se dijo que era un error de los observadores. A finales del siglo veinte, por casualidad no ocurrió una tragedia con la astronave que hacía el raid «TierraMarte». La astronave se encontró a doscientos mil kilómetros de la Tierra con un cuerpo celeste desconocido, cuya aproximación a la nave no fue notada a su debido tiempo por los exactísimos y muy sensibles aparatos de la cabina de navegación. Algo fue lo que se deslizó por el bordo dejando una huella en forma de una profunda abolladura. Todo transcurrió felizmente ya que por suerte la astronave no había llegado a alcanzar la máxima velocidad. También en este caso se encentró una explicación «natural»: un meteorito, los radares estropeados. Y hace poco ha tenido lugar el cuarto hecho. Otra vez con una nave cósmica. La nave de carga despegó hacia Venus. Llevaba materiales de construcción y equipos científicos para construir en el planeta una estación solar. La tripulación de la nave se componía del comandante, navegante y radioperador. Casi inmediatamente después de haber despegado se recibió un comunicado de que los radares habían localizado un cuerpo de un diámetro de cuarenta metros que volaba transversalmente al curso de la nave. La velocidad, como la otra vez, no era considerable, y esto permitió frenarla a su debido tiempo y evitar el choque. El navegante tuvo tiempo de enfocar exactamente el pequeño telescopio de a bordo por el rayo del localizador pero no vio nada. El radioperador de la nave informó que a medida que el cuerpo desconocido se iba aproximando a la nave, se debilitaba en la pantalla la señal del localizador y desaparecía en el momento de su máxima aproximación. Esto fue del todo inexplicable. Esta vez fue completamente imposible «basarse» en la referencia de un meteorito o de que los aparatos no funcionaban, ya que este hecho lo confirmaban los apuntes de los automáticos. Se alarmaron en el Instituto de cosmonáutica. El cuerpo desconocido, que amenazaba la seguridad de las vías interplanetarias, era necesario encontrarlo costara lo que costase. Los observatorios comenzaron las búsquedas. Sinitsin participó en ellas desde el principio. A su disposición estaba una potente y novísima instalación de radar por medio de la cual se realizaron trabajos por el «contorno lunar». Días enteros el rayo invisible tanteaba el espacio en un radio de cuatrocientos mil kilómetros de la Tierra. Y por fin, hace una semana cuando llegó Sinitsin al trabajo vio en la cinta del aparato registrador la señal tan esperada. A las tres cincuenta y nueve minutos y treinta segundos, a una altura de doscientos ochenta mil kilómetros había volado un cuerpo de ¿Sería posible que habría que reconocer su incapacidad? Murátov llevaba sentado más de una hora sin moverse y pensaba intensamente. La primera afirmación de que no podían ser varios cuerpos iba esfumándose gradualmente, sustituida por la seguridad de que eran varios. Y no tres o cuatro sino dos. A esta conclusión conducía el análisis de todo el trabajo realizado por Serguéi y por él mismo. ¡Dos, sólo dos! Giraban alrededor de la Tierra, encontrándose siempre contrapuestos en ambas partes del planeta. Esta suposición se la hizo también Serguéi. Se ocupó de calcular las órbitas posibles y llegó al absurdo. A Murátov ni tan siquiera se le ocurría poner en duda la exactitud de los cálculos de su amigo. Lo de Serguéi todo estaba bien, todo, excepto… Murátov salta del diván y se dirige a la mesa. Sí, es necesario comprobar esa variante, incluso en el caso de que parezca fantástica. Serguéi ha partido del supuesto de que son dos cuerpos surgidos Entonces, claro está, ninguna de las órbitas pensadas corresponderá al movimiento real de los cuerpos, pero, si son… En apoyo de esta suposición había muchos hechos. Primero, los cuerpos no son visibles con el telescopio visual, incluso a una distancia corta (el caso de la astronave de carga). Esto se puede explicar debido a que están pintados con un color negro absoluto y no reflejan los rayos del Sol. Los cuerpos naturales no pueden tener este color. Segundo, los radares los «ven» de lejos y no de cerca. Esto es más difícil de explicar, pero se puede suponer (fantaseando hasta el fin), que quienes los lanzaron han querido dificultar a las personas el hallazgo de estos cuerpos. Cómo lo han hecho, esa es otra cuestión. Y, tercero, los cuerpos se mueven en dirección contraria al movimiento del planeta, al contrario de la rotación de la Tierra. Es cierto que este fenómeno se encuentra en la naturaleza, pero con poca frecuencia. ¡Se puede llegar a la conclusión de que son satélites artificiales de la Tierra lanzados desde otro sitio! La tenaz memoria de Murátov recordaba que esta hipótesis fue expuesta en el siglo veinte. Una vez leyó algo sobre ella. ¿Cuál era el apellido del autor? Murátov pone en tensión la memoria. ¡Ah! Sí, Braithwell. «Pero todos los satélites artificiales lanzados por el hombre se mueven según las leyes de la gravedad — pensó —. Vuelan por inercia, no poseen motor y ante la presencia de cualquier fuerza externa, la órbita puede adoptar el contorno más fantástico». ¿Facilita la resolución del problema esta nueva premisa? No, todo lo contrario, la dificulta. ¿Cómo averiguar la trayectoria, si es completamente desconocido su objetivo? Pero a pesar de todo es necesario intentar algo puesto que son conocidos ocho puntas que pertenecen a dos órbitas. Es desconocido qué puntos determinados pertenecen a cada órbita. Pero la combinación de ocho puntos por cuatro no es mucho. ¿Y si a una órbita pertenecen tres, y a otra cinco? ¿O existe otra combinación cualquiera? Inesperadamente le surgió una idea más. Murátov se conmovió al ver lo sencilla e importante que era. Si suponemos que los cuerpos son artificiales, entonces, naturalmente, se desprende otro razonamiento: no son compactos sino huecos. Esto cambia grandemente la masa y como consecuencia también todos los cálculos. Y, claro está, no son de piedra, sino metálicos. Entonces puede ocurrir también que una de las órbitas, calculadas por Serguéi para los dos cuerpos, sea cierta si añadimos a ella la corrección referente a la masa. Murátov comenzó a examinar desde el principio todas las anotaciones de Serguéi. Aunque Sinitsin hubiera estado, al realizar el trabajo, todo lo nervioso que se pudiera, las anotaciones y deducciones estaban perfectamente claras, lacónicas y exactas. Las costumbres arraigadas actúan inconscientemente… En los trópicos amanece rápidamente. Los rayos del Sol naciente dispersaban las tinieblas en los rincones del gabinete. La luz de la lámpara es ya una mancha amarillenta. Pero Murátov no se da cuenta de esto. Las placasprogramas desaparecen en la máquina una tras otra. En la pequeña pantalla aparecen claramente los resultados de los cálculos. El matemático electrónico ayuda admirablemente al matemático hombre. ¡Órbitas, órbitas, órbitas! Sólo en ellas puede pensar Murátov, sólo ellas están clavadas en su mente. ¡No hay sitio para otra cosa! A las nueve en punto de la mañana se acerca Sinitsin a la puerta de su gabinete llevando un ligero traje blanco, rasurado, esmeradamente peinado, animado e incluso aparentemente alegre. Pero la alegría es sólo exterior, en su alma hay alarma y turbación. ¿Habrá logrado Víktor, aunque no sea más que parcialmente, aunque no sea más que en algo, aproximarse a la solución? ¿Le habrá surgido alguna nueva idea que pueda arrojar algo de luz en las tinieblas del enigma cósmico? Sinitsin conocía bien la aguda mentalidad de Víktor, su enorme capacidad matemática. Poseía además un rasgo altamente desarrollado: la fuerza imaginativa, rasgo muy útil para la investigación y del que carecía en absoluto el mismo Sinitsin. Sinitsin era un práctico, Murátov, un teórico. Diecisiete horas de trabajo (Sinitsin no dudó ni un sólo minuto de que. Víktor había trabajado toda la noche) algo tenían que dar. Había que apresurarse. En cualquier momento podía exigir el Instituto de cosmonáutica que le enviaran todos los materiales y no habría manera de negarse. Sinitsin sabía muy bien que las rutas interplanetarias estaban cerradas temporalmente, que las naves cósmicas estaban en los cohetódromos esperando a que estuviera libre el espacio próximo a la Tierra. ¡Y numerosas expediciones se encontraban en Venus, en Marte, en los satélites de los grandes planetas, en los asteroides! Tenían cerrado el camino hacia la Tierra. ¡Todos esperaban! Al abrir la puerta, Sinitsin se detuvo asombrado en el umbral. Las cortinas estaban echadas, la habitación estaba a media luz. Víktor dormía tranquilamente en el diván con las manos debajo de la cabeza (¡posición ya conocida!). Pero el asombro fue inmediatamente sustituido por una fuerte emoción. ¡¿Era posible?! Y una inmensa alegría, una alegría sin límites invadió a Serguéi. ¡Se lanzó hacia la mesa teniendo la seguridad de que allí encontraría algo muy importante, algo decisivo! ¡Víktor no podía haberse dormido sin encontrar la clave del enigma! Y la realidad no defraudó sus esperanzas. Sinitsin leyó en un pequeño papel arrancado de un bloque de notas: «¡Serguéi, lanza un hurra! Hoy por la tarde obtendremos una fotografía de tu «objeto». Y mañana por la mañana, del segundo. Una órbita ha salido en la pantalla. ¡Admírate! La segunda calcúlala tú mismo. ¿Me has tomado por un burro? ¡Estoy muy cansado! ¡Buenas noches! Víktor P.D. ¡Bueno, te lo diré! Ambos «objetos» tienen la misma masa. ¡Tenlo en cuenta!» |
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