"Punto Muerto" - читать интересную книгу автора (Paretsky Sara)

10

Por las escotillas

Desde mi apartamento intenté llamar de nuevo al agente de Boom Boom, aunque ya eran las seis pasadas. Igual que yo, Fackley trabajaba a horas poco corrientes. Estaba, y contestó él mismo al teléfono. Le dije que quería ponerme en contacto con Pierre Bouchard, estrella de los Halcones y cliente suyo. Fackley me dijo que estaba en su ciudad natal, Quebec, jugando el Coeur d'Argent, un torneo de exhibición de hockey. Fackley me dio su número de teléfono de Chicago y acordó verme el miércoles siguiente para revisar los papeles de Boom Boom.

Intenté llamar a la Pole Star pero nadie contestó. No había mucho más que pudiese hacer aquella noche. Llamé a Lotty y nos fuimos a cenar juntas y luego a ver Carros de fuego.

Las fotocopias de los contratos de embarque de la Eudora estaban listas a las diez de la mañana siguiente. Las metí en un bolso grande de lona. Envolví los originales en papel marrón fuerte y les puse cinta adhesiva. Al ponerme a escribir el nombre de Janet encima, me di cuenta de que no sabía su apellido. Las mujeres no tienen más que nombres en el mundo de los negocios. Lois, Janet, el señor Phillips, el señor Warshawski. Por eso uso yo mis iniciales.

Llegué al puerto antes de comer y le dejé el paquete a la recepcionista de la Eudora. Luego me fui hasta la entrada principal, donde Grafalk y Bledsoe tenían sus oficinas. El guarda me dio un poco la lata porque no tenía pase, pero le convencí de que tenía que hablar con alguien de la Pole Star, y él me dio un permiso de dos horas.

La Pole Star Line ocupaba sólo dos habitaciones en uno de los edificios de color arena que estaban al final del embarcadero. Aunque eran mucho más pequeñas que las de la Grafalk, sus oficinas tenían el mismo caos organizado de ordenadores, mapas y teléfonos. Los manipulaba todos en una sinfonía electrónica una atareada pero amistosa joven que se desprendió del teléfono el tiempo suficiente para decirme que Bledsoe estaba en el silo 9, con el Lucelia. Me dio unas someras indicaciones -estaba unas cuantas millas río Calumet abajo- y volvió a su frenética actividad telefónica.

Phillips salía del edificio de Grafalk cuando yo iba hacia mi coche. No estaba seguro de haberme reconocido, así que resolví el problema diciéndole adiós con la mano.

– ¿Qué está usted haciendo aquí? -preguntó.

– Apuntándome a una clase de ballet acuático.

Se puso rojo otra vez.

– Supongo que sigue usted haciendo preguntas sobre su primo. ¿Más cabezas de Hidra?

Me sorprendió comprobar que podía ser irónico.

– No quiero dejar cabos sueltos. Tengo que hablar aún con la tripulación del Lucelia antes de que zarpe.

– Bueno, se dará usted cuenta de que ha desperdiciado mucha energía en algo que no merece la pena. Esperemos que lo descubra pronto.

– Me muevo tan rápido como puedo. Supongo que el ballet acuático me servirá de algo.

Resopló y se encaminó a su Alfa verde. Cuando yo me subía al Lynx, le oí pasar rugiendo, escupiendo gravilla.

El silo 9 no era uno de los de la Eudora, sino que pertenecía a la Cooperativa Tri State. Una verja de malla separaba el patio del silo de la carretera. Camiones oruga entraban y salían por una abertura, y había una garita pequeña a la entrada con un hombre grueso de cara enrojecida que leía el Sunday Times. El Lynx llegó traqueteando sobre los baches hasta la garita, donde Cararroja dejó su periódico de mala gana y me preguntó qué quería.

– Necesito hablar con Martin Bledsoe o John Bemis.

Me dejó pasar. No me parecía gran cosa como sistema de seguridad. Fui sorteando los baches y entré en un patio de grava. Un par de furgones se movían lentamente por los raíles laterales y yo me quedé un instante mirando cómo la grúa los metía en el silo y los descargaba. Asombroso proceso, en verdad. Entendía por qué a mi primo le intrigaba tanto.

Rodeé el silo para llegar al muelle donde se encontraba el Lucelia.

Era un barco enorme y me embargó una sensación de misterio y temor. El gigante estaba momentáneamente tranquilo, sujeto por cables de acero de tres pulgadas de grosor: una enorme araña anfibia inmóvil atrapada en su propia tela. Pero cuando empezara a moverse, ¿qué revolvería en las profundidades tan gigantesca quilla? Miré al agua negra lamiendo el casco y me sentí mareada y algo confusa.

Partículas de polvo de cereal flotaban en el aire y me alcanzaron cuando estaba contemplándolo. Nadie sabía que estaba allí. Empecé a comprender cómo Boom Boom pudo haberse caído sin que nadie se diera cuenta. Me estremecí y me dirigí al escenario de la acción.

Una escalera extensible estaba adosada a la parte alta del barco, con las patas en el muelle. Parecía robusta y olvidé el agua oscura de debajo mientras trepaba por ella.

Excepto por un débil sonido que venía del silo y las pajitas que se me metían en los ojos, no advertí ninguna actividad en el muelle. En cubierta era otra cosa. No hacen falta más que unas veinte personas para llenar un carguero, pero éstas están sumamente ocupadas.

Cinco enormes tolvas estaban dirigidas a unas aberturas en la cubierta. Guiadas por tres hombres que tiraban de ellas con cuerdas, derramaban el grano en las bodegas en una serie de cascadas. No veía el final del barco de mil pies. Una nube de polvo de grano subía y me impedía ver la proa.

Me puse en el extremo de una máquina gigantesca que parecía ser una gran cinta transportadora sobre una especie de pivote, como la torreta de un tanque, y me quedé mirando. Más allá había un cartel en el que decía: PROHIBIDO EL PASO SIN CASCO.

Nadie advirtió mi presencia durante unos minutos. Luego, una figura blanquecina con mono azul se acercó a mí. Se quitó el casco y reconocí al piloto, Keith Winstein. Su pelo negro rizado estaba blanqueado por el polvo del cereal hasta una línea que marcaba el casco.

– Hola, señor Winstein. Soy V. I. Warshawski. Nos conocimos el otro día. Estoy buscando al señor Bledsoe.

– Sí, ya la recuerdo. Bledsoe está arriba con el capitán, en el puente. ¿Quiere que la acompañe? ¿O quiere ver todo esto antes?

Sacó un casco viejo de un cuarto de herramientas que estaba tras la torreta del tanque: «descargador automático», me explicó. Estaba unido a una serie de cintas transportadoras que había en las bodegas y podía descargar el barco entero en menos de veinticuatro horas.

Winstein me condujo a lo largo del puerto, lejos de la actividad de las tolvas. Las bodegas estaban medio llenas, dijo; estarían llenas del todo dentro de unas doce horas más o menos.

– Llevamos esta carga hasta la entrada del canal de Welland y la descargamos allí en barcos que cruzan el océano. Somas demasiado grandes para el Welland. Los barcos más grandes son los de setecientos cuarenta pies.

El Lucelia tenía cinco bodegas de carga en la parte de abajo, con unas treinta y cinco escotillas abiertas en ellas. Las tolvas se movían entre las escotillas, distribuyendo la carga de manera regular. Además de los hombres que guiaban las tolvas, otro hombre vigilaba el flujo de grano en cada bodega y dirigía a los de las cuerdas hacia las diferentes aberturas. Winstein se dio una vuelta comprobando cómo iba el trabajo y luego me acompañó al puente.

Bledsoe y el capitán estaban de pie en la parte delantera de la cabina de cristales que dominaba la cubierta. Bemis se apoyaba sobre el timón, una pieza de caoba tan alta como yo. Ninguno de los dos se volvió hasta que Winstein anunció al capitán que traía a una visita.

– Hola, señorita Warshawski -el capitán se acercó tranquilamente-. ¿Viene a ver el aspecto de un carguero en acción?

– Es impresionante… Tengo que hacerle un par de preguntas, señor Bledsoe, si tiene tiempo.

La mano derecha de Bledsoe estaba cubierta de vendas. Le pregunté qué tal estaba. Me aseguró que se estaba curando bien.

– No hay tendones cortados… ¿Qué quiere de mí?

Bemis se llevó a Winstein a un rincón para preguntarle qué tal iban las cosas abajo. Bledsoe y yo nos sentamos en un par de taburetes altos de madera detrás de una mesa de trabajo cubierta con planos de navegación. Saqué las fotocopias de los formularios de mi bolso de lona, sacudiendo unos trocitos de paja que se les habían pegado. Colocando los papeles sobre la mesa, los hojeé hasta encontrar el del 17 de julio, una de las fechas marcadas por Boom Boom.

Bledsoe cogió el montón de papeles y lo agitó.

– Es una relación de los contratos de transporte de la Eudora. ¿Cómo los ha conseguido?

– Me los ha prestado una de las secretarias. El capitán Bemis me ha dicho que era usted la persona de por aquí que más entendía de estas cosas. Yo no los entiendo. Esperaba que pudiera usted explicármelos.

– ¿Por qué no se lo pregunta a Phillips?

– Oh, quería que lo hiciese un experto.

Sus ojos grises eran inteligentes. Sonrió con ironía.

– Bueno, no hay mucho misterio. Se empieza con una carga en el punto A y se traslada al punto B. Nosotros, los transportistas, llevamos cualquier tipo de carga, pero la Eudora se dedica principalmente al cereal, aunque puede que ahora tengan un poco de madera y carbón. Así que estamos hablando de cereal. Bueno. En éste, el encargo se hizo al principio el diecisiete de julio, así que es la fecha de transacción inicial.

Estudió el documento unos minutos.

– Tenemos cien toneladas de semillas de soja en Peoría y queremos trasladarlas a Buffalo. La Hansel Baltic compra la carga allí y allí es donde acaba nuestra responsabilidad. Así que el representante de Phillips empieza a corretear por ahí para encontrar a alguien que lleve el cargamento. Empiezan aquí: GLSL (Great Lakes Shipping Line). Cobran cuatro dólares y treinta y dos centavos la tonelada por llevarlo de Chicago a Buffalo, y necesitan cinco navios. Con una carga tan grande, normalmente se necesitan varios transportistas. Creo que el representante andaba un poco perezoso en este contrato. Phillips tuvo que traerlo desde Peoría por tren el veinticuatro de julio y lo recogieron en Buffalo el treinta uno o antes. En nuestro negocio, los contratos se hacen y se cancelan de manera rutinaria. Por eso parece todo tan confuso, y por eso la diferencia de unos pocos centavos es tan importante. Mire, aquí, más tarde, el diecisiete, ofrecemos llevar la carga por cuatro veintinueve la tonelada. Eso fue antes de que tuviésemos el Lucelia. Ahora podemos rebajar los precios antiguos porque los barcos de mil pies son mucho más baratos de manejar. En cualquier caso, llega Grafalk el dieciocho ofreciendo cuatro treinta dólares por tonelada, pero promete llegar el veintinueve. Hilando muy fino, la verdad. Me pregunto si mantuvo su promesa.

– ¿Así que no hay nada fuera de lo corriente aquí?

Bledsoe se lo pensó bien.

– No que yo sepa. ¿Qué es lo que le hace pensar que lo haya?

El jefe de máquinas llegó en aquel momento.

– Oh, hola. ¿Qué hay?

– Hola, Sheridan. La señorita Warshawski está estudiando los contratos de transporte de la Eudora. Cree que puede haber algo incorrecto en ellos.

– No, no es eso. Sólo necesitaba comprenderlos. Estoy intentando imaginarme lo que mi primo sabía y quería decirle al capitán Bemis. Así que estuve revisando sus papeles ayer en la Eudora y me enteré de que se había mostrado muy interesado en estos documentos justo antes de morir. Me preguntaba si el hecho de que todos estos contratos con la Pole Star acabasen con Grafalk no sería importante.

Bledsoe volvió a mirar los documentos.

– No especialmente. O bien ellos ofrecían una tarifa menor, o prometían una fecha de entrega más próxima.

– La otra pregunta era por qué Boom Boom estaba especialmente interesado en unas fechas determinadas de esta primavera.

– ¿Qué fechas? -preguntó Bledsoe.

– Una era el veintitrés de abril. No recuerdo las otras de memoria. -Tenía la agenda en el bolso, pero no quería enseñársela a ninguno de ellos.

Bledsoe y Sheridan se miraron el uno al otro pensativos. Finalmente, Bledsoe dijo:

– El veintitrés fue la fecha en la que se suponía que debíamos cargar el Lucelia.

– ¿Se refiere al día en el que encontraron agua en las bodegas?

Sheridan asintió.

– Puede que las otras fechas tengan también relación con accidentes en labores de carga. ¿Hay un registro de esas cosas?

La cara de Bledsoe se retorció de tanto pensar. Sacudió la cabeza.

– Eso es mucho pedir. ¡Hay tantas líneas de barcos y tantos puertos! El Suscriptor de los Grandes Lagos habla de ello si ha habido daños en la carga o en el casco. Es lo mejor para empezar. En lo que se refiere a fechas recientes, cualquiera de nosotros podría ayudar.

Me estaba empezando a cansar de todo aquel trabajo que no llevaba a ninguna parte. Suponía que podía buscar en el Suscriptor de los Grandes Lagos y ver si encontraba accidentes de barcos, pero ¿qué me indicaría eso? ¿Boom Boom habría descubierto una banda criminal que saboteaba cargueros? Saber que tales accidentes habían ocurrido no me indicaría nada.

Winstein había vuelto a cubierta y el capitán Bemis daba vueltas para unirse a nuestro grupo.

– A este barco no van a ocurrirle más accidentes. Hemos contratado a una patrulla de seguridad sobre cubierta para cuando acaben de cargar hoy.

Bledsoe asintió.

– He estado pensando si me iré contigo de viaje -sonrió-. No me voy a meter en el gobierno del barco, John, pero el Lucelia es demasiado precioso para todos nosotros. Me gustaría ver cómo hace llegar su carga hasta Santa Catalina.

– No hay problema, Martin. Le diré al cocinero que prepare el camarote.

– No tenemos gente como camareros a bordo de los cargueros -me explicó Bledsoe-. El jefe de cocinas se ocupa de la zona del capitán y los invitados. Los demás se ocupan de sí mismos… ¿A qué hora tienes previsto zarpar, John?

El capitán miró su reloj.

– Tenemos que seguir cargando durante unas once horas más, y la Tri State no quiere pagar más que una o dos horas extras. Así que a cualquier hora a partir de las siete de la tarde mañana.

Bledsoe se ofreció a darme una vuelta por el barco, si a Bemis no le importaba. El capitán le dio permiso con una sonrisa tolerante. Sheridan nos siguió por la estrecha escalerilla de madera.

– Yo soy el que tengo que enseñar la sala de máquinas -explicó.

El puente estaba encaramado sobre la cabina. Había cuatro niveles sobre la cubierta, cada uno más pequeño que el que estaba debajo. El capitán y el jefe de máquinas tenían sus cuartos en el tercer piso, justo debajo del puente. Sheridan abrió su puerta para que yo pudiese echar un vistazo rápido al interior.

Quedé sorprendida.

– Pensé que todo el mundo dormía en estrechas literas y tenía un lavabo minúsculo. -El jefe de máquinas tenía un apartamento de tres habitaciones, con una cama enorme en el dormitorio y una oficina repleta de papeles y herramientas.

Bledsoe rió.

– Eso era así en los tiempos de Dana, pero las cosas han cambiado. Los de la tripulación duermen seis en cada camarote, pero tienen una gran sala de recreo. Tienen incluso una mesa de ping-pong, que proporciona muchos momentos de entretenimiento cuando navegan.

Los demás oficiales y el cocinero compartían el segundo piso con el camarote privado. La cocina y los comedores -el del capitán y el de la tripulación- estaban en el piso del puente, y los camarotes de la tripulación en el primer piso debajo de la cubierta.

– Teníamos que haber puesto los camarotes de los oficiales sobre la proa -le dijo Sheridan a Bledsoe cuando bajábamos por debajo del nivel del mar hacia la sala de máquinas-. Incluso arriba, donde estamos John y yo, las máquinas hacen muchísimo ruido durante toda la noche. No me imagino por qué les dejamos construirlas junto a la cabina del piloto.

Trepamos por estrechos peldaños empotrados en la pared hasta el vientre del barco, donde se encontraba la sala de máquinas. Bledsoe desapareció en aquella fase de la visita.

– Cuando el jefe se dispara con lo de las máquinas, puede pasarse hablando un mes o dos. La veré en cubierta antes de que se vaya.

«La sala de máquinas» era un nombre muy poco adecuado. Las máquinas propiamente dichas estaban en el fondo del barco y cada una era del tamaño de un edificio pequeño, como un garaje, por ejemplo. Las piezas mecánicas estaban instaladas alrededor en tres niveles: motores de propulsión de dos pies de diámetro, pistones de un pie, válvulas gigantes… Todo se controlaba desde un pequeño cuarto a la entrada de las bodegas. Un panel de unos seis pies de ancho y tres de alto estaba cubierto de botones e interruptores. Los transformadores, la depuración de aguas residuales, el lastre y las propias máquinas se operaban desde allí.

Sheridan me mostró los controles que se utilizaban para mover el barco.

– ¿Recuerda cuando el Leif Ericsson se estrelló contra el malecón el otro día le estuve hablando de los controles de la sala de máquinas. Éste es para la máquina de babor, éste para la de estribor, con marcas muy claras: «Todo a proa, Medio a proa, Todo a popa, Medio a popa.»

Miró su reloj y se rió. Eran las cinco pasadas.

– Martin tiene razón. Me quedaría aquí el día entero. Me olvido de que no todo el mundo comparte mi amor por las piezas mecánicas.

Le aseguré que lo encontraba fascinante. Era difícil enterarse de todo en una sola visita, pero era interesante. Las máquinas tenían todas las piezas a la vista, como el motor de un coche gigante, para poder acceder a cada una rápidamente. Si uno fuera liliputiense, podría subir y bajar por el motor de un coche del mismo modo. Cada pieza podría encontrarse fácilmente, pero era imposible moverlas.

Volví al puente a recoger mis papeles. Mientras estábamos abajo, en la sala de máquinas, detuvieron el trabajo de carga por aquel día. Vi cómo un par de grúas pequeñas ponían unas puertas sobre las escotillas.

– No queremos dejarlas así como así -dijo Bemis-. Se supone que hará una noche clara. No quiero correr ningún riesgo con cuatro millones de dólares de centeno.

Bledsoe se acercó a nosotros.

– Oh, aquí están ustedes… Mire, creo que le debo una disculpa por echar a perder su comida el otro día. Me preguntaba si no podría convencerla de que se viniese a cenar conmigo. Hay un buen restaurante a unos veinte minutos de aquí, en Crown Point, Indiana.

Llevaba un traje de cuero negro aquel día y estaba cubierta de finas partículas de centeno. Bledsoe vio cómo me miraba, dudosa.

– No es un sitio formal… y tiene que haber algún cepillo en el camarote para que se cepille la ropa. De todas formas, tiene usted un aspecto estupendo.