"Reencuentro" - читать интересную книгу автора (Vincenzi Penny)

PRÓLOGO

Agosto de 1986


La gente no da a luz en los aviones. Nada de eso.

Bueno…, de hecho, sí. Y entonces salía en todos los periódicos.

«Tripulación aguerrida ayuda a un bebé a nacer», decían, o cosas por el estilo, y después describían a la madre del hermoso bebé con gran detalle. Su nombre, dónde vivía, cómo se había encontrado en aquella situación. Normalmente con una fotografía de ella con el hermoso bebé y la intrépida tripulación.

Por lo tanto, eso no era una opción.

Ella no podía tener un bebé en un avión.

No hagas caso del dolor. Además no es para tanto. Será una indigestión. Por supuesto. Apretujada, con la enorme barriga comprimida en el que debía de ser el espacio más pequeño de la historia de la aviación durante…, ¿cuánto? Siete horas ya. Sí, sin duda, una indigestión…

Aunque eso no resolvía del todo la situación. De todas maneras tendría un bebé. Cualquier día, tal vez en cualquier momento. Y ahora lo tendría en Inglaterra en lugar de tenerlo a salvo…, ¿a salvo?, en Bangkok.

Ése había sido el plan.

Sin embargo, habían pasado los días, y luego una semana, y después dos, y la fecha, la fecha maravillosamente segura de su vuelo, tres semanas después del parto, se había acercado más y más. Había intentado cambiarla, pero tenía un billete Apex: perdería todo su dinero, le explicaron con mucha amabilidad. Debería comprar otro billete.

No podía. De ninguna forma. No le quedaba dinero, y había procurado alejar a los pocos amigos que tenía, para que no hubiera peligro de que se dieran cuenta de que no es que hubiera engordado, sino que debajo de los pantalones de pescador tailandeses y las camisas anchas que llevaba, tenía un barrigón como una enorme calabaza.

(En facturación tampoco se habían dado cuenta, gracias a Dios. La habían mirado y sólo habían visto a una chica acalorada, cansada y sudorosa, a una chica muy gorda con ropa suelta y mugrienta.)

Así que no podía pedir dinero a nadie, no podía pedir ayuda a nadie. Había probado todos los trucos que dicen que pueden ayudar. Se había tragado una botella de aceite de castor, había comido curry fuerte, había dado largos paseos por las calles calurosas y repletas de gente, y había sentido una punzada, un estremecimiento, y había vuelto a toda prisa, deseosa de acabar de una vez, sólo para caer en su habitual estupor de ballena.

Y ahora tenía indigestión. ¡Por Dios! No. Indigestión, no. Eso no era indigestión. Aquel dolor punzante, arrasador y violento. Se mordió el labio y se clavó las uñas en las palmas de las manos. Si aquello era el comienzo, ¿cómo sería el final?

El chico sentado a su lado, cuyas amabilidades ella había rechazado con frialdad en el momento de acomodarse en los asientos, frunció el ceño cuando ella se movió para intentar aliviar el dolor.

– Lo siento -dijo.

Entonces el dolor se desvaneció de nuevo, se fue por donde había venido, a algún lugar del centro de la calabaza. Ella se recostó y se secó la frente mojada con un pañuelo de papel.

No era indigestión. Y quedaban tres horas de vuelo.

– ¿Se encuentra bien? -El chico la miraba con una expresión mezcla de preocupación y disgusto.

– Sí. Estoy bien. Gracias.

El chico se volvió.


Habían aterrizado. Bueno, no lo había tenido en el avión.

Durante el resto de su vida, cuando leía historias de mujeres que describían malas experiencias de parto, sin anestesia para el dolor, con comadronas decididas y bruscas, de la sensación de soledad y miedo, pensaba que tendrían que haber pasado por la suya. Sola, en un espacio poco mayor que un armario, con la terapia de distracción como único analgésico (contar las baldosas de la pared, cada vez más a menudo), como única compañía una mosca que no paraba de zumbar. Y también tenía cepillos, fregonas y algunas toallas limpias. Qué suerte haber encontrado esas toallas; ¿cómo podría habérsele ocurrido que una bolsa de algodón sería suficiente? Su aislamiento era absoluto, su única comadrona ella misma y su precioso libro, apoyado contra la pared, y ella echada en el suelo, trayendo a su hijo al mundo. ¿Cómo podía estar haciendo eso ella, tan miedosa que no se dejaba empastar un diente sin anestesia local, tan patosa que era incapaz de anudarse su lazo de exploradora?

Y sin embargo lo hizo.

Lo hizo porque tenía que hacerlo. Eso fue todo.

Y cuando todo acabó, y se limpió y limpió la habitación también, y envolvió a su diminuto y quejumbroso bebé en una sábana y una manta limpias y empaquetó su mochila (junto con las tijeras muy afiladas y el ovillo de cuerda y la gran botella de agua, que fue lo más que pudo hacer parecido a una esterilización), se apoyó en la pared, sin sentir nada, ni siquiera alivio, mirando a su bebé, con la carita en paz y los ojos cerrados.

Se había acabado. Ya era madre, y al cabo de poco tiempo ya no lo sería.

Podría olvidarse de todo. Por completo.

Se había acabado.

Había acabado del todo, limpia y maravillosamente.


UN AÑO ANTES: Agosto de 1985

Estaban sentadas en la sala de salidas, en dos bancos distintos, consultando la misma pantalla: tres chicas que no se conocían, vestían vaqueros descoloridos, llevaban el pelo largo, brazaletes de cuentas, zapatillas de deporte, y las pequeñas mochilas (las grandes ya estaban facturadas) que las delataban como mochileras y futuras universitarias. Con algunos centenares de libras en sus flamantes cuentas bancarias, billetes para dar la vuelta al mundo en los monederos, a punto de marcharse, de emprender un camino que las llevaría a un destino o a toda una serie de destinos claramente definidos: Australia, Nueva Zelanda, Tailandia, Nepal y los Himalayas, incluso Estados Unidos.

Estaban muy emocionadas, un poco nerviosas, sobre todo impacientes por emprender el viaje: intercambiaban miradas de forma constante, se dedicaban medias sonrisas y se acercaban físicamente a medida que otras personas llenaban el espacio que las rodeaba.

Fue el anuncio de que su vuelo a Bangkok se retrasaba tres horas lo que las unió. Se miraron, arquearon las cejas y las tres se pusieron de pie, recogieron sus mochilas y se acercaron, sonriendo, molestas por aquella interrupción de su viaje antes de iniciarlo, y a la vez contentas de tener una excusa para conocerse y charlar.

– ¿Un café? -dijo una.

– Perfecto -dijeron las otras dos.

Las tres caminaron despacio hacia la cafetería, las mesas llenas de tazas de café usadas, colillas nadando en café vertido, empleados agobiados que limpiaban superficies mugrientas con trapos más mugrientos aún.

– Allí hay una mesa libre -dijo una de las tres-. La guardaré, podéis dejar las mochilas.

Se sentó a la mesa, sacó un paquete de Rothmans y miró a sus nuevas amigas mientras ellas hacían cola en el mostrador. Una de ellas era alta y muy delgada, con una cascada de pelo rubio alborotado, la otra era bajita y bastante rechoncha y llevaba el pelo recogido en una trenza.

– Esperamos que sea café -dijo la de la trenza-, pero no estamos seguras. Al menos está caliente y húmedo. ¿Azúcar?

– No, gracias. Me llamo Martha -añadió, sonriendo rápidamente a las dos, y apartándose una larga melena lisa de pelo castaño-. Martha Hartley.

– Yo, Clio -dijo la de la trenza-. Clio Scott. Con i latina.

– Jocasta -dijo la rubia-. Jocasta Forbes.

– Vaya nombre, Jocasta.

– Y que lo digas. Mis padres me castigaron por no ser un niño.

– A mí me parece un buen nombre -dijo Clio.

– Bueno, no está mal -dijo Jocasta-, si no te molesta que te asocien continuamente con el incesto.

– ¿Al final consiguieron su niño? -preguntó Martha con gran curiosidad.

– Menos de un año después. La única vez que ha llegado alguna parte puntual. Ahora debería estar aquí y ya veis. Bueno, no lo veis porque no ha venido -añadió.

– ¿Va a viajar contigo?

– Sí. Bueno, empezaremos el viaje juntos. Para que mis padres estén tranquilos.

Les sonrió y se apartó el pelo.

– ¿Y vosotras qué? Martha, ¿tu nombre tiene alguna historia?

– Mi madre decía que siempre se había identificado más con Martha que con María, en la Biblia. Ella era la que hacía todo el trabajo mientras María se sentaba a los pies de Jesús sin hacer nada. Mi madre trabaja como una esclava.

– Es un nombre bonito -dijo Jocasta. Parecía bastante despistada con respecto a la referencia bíblica-. ¿Y tú, Clio?

– Mis padres se conocieron en Oxford, estudiaban clásicas. Había una musa y una ninfa llamada Clio. Procede de la palabra griega kleos, que significa «gloria». Y mis hermanas se llaman Ariadne y Artemis -dijo-. ¡Eso por preguntar!

– Y que lo digas. ¿Vas a seguir sus pasos y estudiar clásicas?

– Ni hablar. Voy a hacer medicina en el University College Hospital.

– Yo nací allí -dijo Martha-, todos nacimos allí. De hecho, hoy hace dieciséis años que nació mi hermana.

– ¿Quiénes son todos?

– Mi hermana y mi hermanito. Aunque no es tan pequeño, ya tiene diez años, pero todos le vemos como el pequeño.

– Yo tengo un problema parecido -dijo Clio-, pero conmigo misma. Yo soy la pequeña. Bueno, ¿qué vais a hacer vosotras?

– Yo voy a estudiar derecho en Bristol -respondió Martha.

– Como mi hermano -dijo Jocasta.

– ¿Va a ir a Bristol?

– No, volverá al instituto, para intentar ingresar en Oxford. Es muy inteligente. Ha sacado matrícula en todo, y con un año de adelanto, encima. -Suspiró-. Antes de que preguntéis, yo sólo saqué notables.

Las otras dos se miraron un momento, y después Martha dijo:

– ¿Tú qué vas a hacer?

– Inglés. En Durham. Quiero ser periodista, reportera. Investigar historias, destapar escándalos, cosas así.

– Qué emocionante.

– Espero que lo sea. Me han dicho que me pasaré al menos los primeros cinco años informando de las fiestas locales.


– Josh, has llegado. No me lo puedo creer. Sólo una hora tarde. Suerte que han retrasado el vuelo por ti. -De repente, Jocasta parecía menos relajada-. Anda, ven aquí con nosotras. Ella es Martha y ella es Clio. Este es mi hermano Josh.

Y Martha y Clio vieron a un chico que se parecía tanto a Jocasta que era casi chocante. El mismo pelo rubio alborotado, los mismos ojos azul oscuro, la misma sonrisa un poco maliciosa.

– Hola -dijo él-. Encantado de conoceros.

– Hola -dijo Martha-, encantada.

– Os parecéis una barbaridad -dijo Clio-, podríais ser…

– Ya. Gemelos. Todo el mundo lo dice. Pero no lo somos. Josh, ¿por qué has llegado tarde?

– He perdido el pasaporte.

– Josh, eres desesperante. ¿Cómo estaba mamá al despedirse? Es la niña de sus ojos -añadió para las otras-, no soporta que se aleje de su vista.

– Estaba tranquila. ¿Cómo fue tu cena con papá?

– No cenamos. No llegó hasta las doce. Y esta mañana ha tenido que irse a toda prisa porque tenía una reunión en París, o sea que no ha podido acompañarme. Qué sorpresa, ¿no?

– ¿Y cómo has venido?

– Me ha pedido un taxi. -Su expresión era dura; su tono, no.

– Nuestros padres están divorciados -explicó Josh-. Normalmente vivimos con mi madre, pero mi padre quería…

– Dijo que quería -dijo Jocasta- pasar la noche de ayer conmigo. En fin, es un rollo, cambiemos de tema.

Hubo un silencio. La llegada de Josh había traído al grupo una tensión algo incómoda…


Pasaron algunos ratos del vuelo juntos, de pie en los pasillos, charlando, intercambiando revistas, comparando rutas y planes. Josh quería ir al norte del país; Martha iba a quedarse unos días en Bangkok antes de ir a Sidney. Quería pasar unas semanas allí, «trabajando en bares y cosas así» antes de visitar Ayers Rock y después la selva tropical y la Gran Barrera de Coral.

– Después de eso, ya no lo sé, pero me gustaría acabar en Nueva York.

Clio quería visitar las islas durante unas semanas y después viajar hasta Singapur, donde la alojaría un primo lejano de su padre.

– Sólo un par de semanas. Tiene un hijo que a lo mejor querrá viajar conmigo. Después de eso, Australia, probablemente; aunque quiero ir a Nepal, pero no sola; espero encontrar a alguien que quiera ir.

Jocasta no tenía ni idea de lo que iba a hacer.

– Iré a donde me lleve el destino. Pero seguro que empezaré por las islas. No quiero ir al norte con Josh, y él quiere librarse de mí lo antes posible.

– ¿Por qué no vienes conmigo a Koh Samiu? -preguntó Clio-. Seguro que allí conocerás gente para seguir viajando.

– Sí -dijo Martha-. La amiga íntima de mi hermana, que fue el año pasado, dice que no paras de conocer gente de tu ciudad, de tu escuela, casi de tu familia.

– Caramba, espero que no -dijo Jocasta-. De la familia, al menos. Yo ya me llevo bastante de la mía.

– Yo seguro que no -dijo Martha-. Para mi familia, un viaje de un día a Francia es una gran aventura.

– Yo tampoco quiero encontrarme a nadie de la mía -dijo Clio-. Es mi primera oportunidad de hacer algo sola, sin mis hermanas.

– ¿No te caen bien?

– Sí, pero son mayores que yo. Son muy guapas y lo hacen todo bien y me tratan como si tuviera ocho años en lugar de dieciocho.

– ¿Te costó convencer a tus padres para que te dejaran marchar? Siendo la pequeña…

– Mi madre murió cuando era muy pequeña. Mis hermanas convencieron a mi padre. Aunque dejaron muy claro que estaría de vuelta en Navidad, con el rabo entre las piernas.

Su carita redonda expresaba al mismo tiempo indignación y una infinita tristeza, pero no tardó en sonreír.

– En fin, me salí con la mía.

– Mis padres están encantados de deshacerse de mí -dijo Martha.

– ¿Por qué?

– Porque les parece muy emocionante. Ellos llevan una vida más bien… pequeña. Mi padre es vicario. Así que tenemos que vivir en condiciones de increíble respetabilidad. Nada ni siquiera remotamente picante. Estamos en el punto de mira. Un punto de mira pequeño, pero un punto de mira de todos modos. Toda la parroquia nos observa.

– Me asombras -dijo Clio-, en esta época.

– Me temo que esta época no ha llegado a St. Andrews, Binsmow. Allí existe otra dimensión temporal.

– ¿Dónde está?

– En lo más profundo de Suffolk. Si os digo que el año pasado fui al cine un domingo con unos amigos y al menos doce personas se enteraron y se chivaron a mi padre, os haréis una idea de lo que digo.

Lo pensaron en silencio.

– ¿Y tu madre qué hace?

– Dirige el grupo de mujeres y cosas así. Le encanta. Le hace mucha ilusión que viaje, aunque está un poco preocupada.

– ¿Y cómo has salido tú de esas personas tan convencionales? -preguntó Jocasta, riendo-. ¿A qué escuela has ido? ¿A una escuela de chiflados?

– A una escuela pública -dijo Martha rápidamente-. Eso es lo malo de ser hija de un vicario. No abunda el dinero, por decirlo de alguna manera. ¿Adónde fuisteis vosotras?

– A Sherborne -dijo Jocasta-, y antes de eso estuve interna.

– Yo no -dijo Clio-, al instituto en Oxford. Siempre quise ir a un internado.

– No es tan divertido, te lo digo yo -dijo Jocasta-. Te sientes más sola que la una si echas de menos tu casa, como yo.

– ¿Cuántos años tenías? ¿Ocho? -preguntó Martha.

– Sí. Mi madre estaba ocupada sufriendo una depresión, y mi padre ya se había ido de casa. Josh se quedó más tiempo en casa, por supuesto. Pero me acostumbré. Al final te acostumbras a todo en esta vida, ¿no es así?

Miró por la ventana, decidida a no contestar más preguntas sobre su vida familiar. Las otras se miraron y se pusieron a hablar de un artículo de Cosmopolitan sobre cómo tenerlo todo: profesión, amor, hijos…

– No me gustaría tenerlo todo -dijo Martha-. Bueno, al menos hijos, no. Con la profesión tendré suficiente.

Una voz incorpórea les pidió que volvieran a sus asientos.


Pasaron tres días juntos en Bangkok, tres días extraordinarios en los que crearon vínculos, se adaptaron al calor sofocante, al aire contaminado, al olor que todo lo invadía.

– Es como una mezcla de verdura podrida, tubos de escape y caca -dijo Clio alegremente.

Se alojaron en la misma pensión inhóspita de Khao San Road. Fue un impacto cultural increíble y maravilloso: hacía calor, era ruidosa, estaba llena de gente, iluminada con rótulos parpadeantes en tecnicolor, rodeada de salas de masaje y tatuaje y de puestos que vendían desde camisetas hasta Rolex falsos y cedes pirateados. Casi todas las casas eran pensiones, y a lo largo de toda la calle cafés iluminados con fluorescentes pasaban vídeos sin parar.

Las tres chicas llevaban su diario, que se tomaban muy en serio y escribían por las noches. Planearon verse al cabo de un año y leerse sus aventuras unas a otras.

Por supuesto Jocasta se tomaba el suyo especialmente en serio. Al leerlo muchos años después, aunque el estilo afectado le hiciera pestañear, la transportó a aquellos días pasados, en que deambulaban por aquella ciudad sucia, atestada de gente y fascinante. Volvía a sentir el calor, el nerviosismo, y con él, la sensación de intriga absoluta.

Sentía el sabor de la comida, que vendían en los puestos callejeros, pollos muy pequeños pinchados en un palo, que se comían con hueso y todo, kebabs, incluso cucarachas y langostas, fritas en woks; volvía a ver las cascadas de lluvia cálida cayendo verticalmente sobre las calles, la lluvia que en cinco minutos las sumergía en agua hasta los tobillos -«Bangkok tiene lo contrario al desagüe»-, y sonreía al recordar los increíbles atascos de tráfico que llenaban las inmensas calles todo el día, los autobuses llenos a rebosar, los tuk tuks o taxis motorizados de tres ruedas, que se escabullían entre los coches, y las motos scooter que transportaban a familias de cinco miembros, o de vez en cuando a una glamurosa pareja, que se besuqueaba tan feliz en medio de los tubos de escape.

De lo que ninguna escribió, pensando en la cita de un año después, fue de las otras chicas, ni siquiera sobre Josh, pero aprendieron muchas cosas las unas de las otras en esos tres días. Que Jocasta había librado una batalla toda su vida con Josh para conseguir el afecto y la atención del padre; que Clio había crecido envidiando inútilmente la belleza y la inteligencia de sus hermanas; que las quejas jocosas de Martha de su remilgada familia disimulaban un feroz sentido de protección hacia ellos; y que Josh, el inteligente y encantador Josh, era tan arrogante como perezoso. Aprendieron que Jocasta, con toda su impactante belleza, carecía de confianza en sí misma; que Clio se consideraba sumamente aburrida; que Martha deseaba por encima de todo el dinero.

– He decidido que seré muy rica -dijo, mientras estaban sentadas en uno de una infinidad de bares, tomando un cóctel tras otro, y desafiándose entre ellas a comer los insectos fritos-. Pero rica, rica.

Y cuando se separaron, Clio y Jocasta para ir a Koh Samui, Josh al norte y Martha para quedarse un par de días más en Bangkok, tuvieron la sensación de que eran amigos desde hacía años.

– A la vuelta nos llamamos -dijo Jocasta, dando un último abrazo a Martha-, pero si una de nosotras no lo hace, la localizaremos de todos modos. No habrá escapatoria.