"Reencuentro" - читать интересную книгу автора (Vincenzi Penny)

Capítulo 1

Agosto de 2000

Siempre se sentía exactamente igual. Eso la sorprendía, la aliviaba, la excitaba, y también la avergonzaba un poco. Marcharse sabiendo que lo había hecho, resistiendo la tentación de mirar atrás, procurando mantener la seriedad (aún recordaba al viejo Bob de la agencia de noticias diciendo que una de las principales cualidades de un buen reportero era la capacidad de interpretar).

Lo de la vergüenza era bastante raro, pero era una auténtica tragedia; estaba siempre al acecho, la sensación de ser un parásito, de ganarse la vida con las desgracias de los demás.

Aquel caso había sido horroroso: un bebé en el cochecito atropellado por un coche robado. El conductor no se había detenido, pero la policía lo había cogido a unos ochenta kilómetros. El bebé estaba en cuidados intensivos y no estaba nada claro que fuera a sobrevivir. Los padres estaban tan enfadados como desolados, sentados en un banco frente a la puerta del hospital, cogidos de la mano.


Mientras estaba redactando el artículo, recibió un correo electrónico del despacho: ¿podía escribir algo rápido sobre el pelo de Pauline Prescott? (un tema candente porque su marido lo había tomado como excusa para coger el coche y largarse). Iban a mandarle una foto. Jocasta apartó del pensamiento como pudo al bebé malherido, y reflexionó sobre si existiría algún otro trabajo en el mundo que impusiera un cambio de atención tan radical con tanta rapidez. Archivó la foto en el móvil y acababa de ponerse otra vez con el bebé cuando sonó el teléfono.

– ¿Es usted, señorita…?

– Jocasta, sí -contestó ella, reconociendo la voz del padre del bebé-. Sí, Dave, soy yo. ¿Alguna novedad?

– Sí -dijo él-. Sí, se pondrá bien, se recuperará; acabamos de verle y ¡nos ha sonreído!

– Dave, cuánto me alegro, me alegro muchísimo -exclamó Jocasta, enormemente aliviada, no sólo porque el niño sobreviviría, sino porque se había conmovido tanto que veía la pantalla borrosa a través de las lágrimas.

Al menos todavía no se había convertido en una reportera con corazón de granito.

Archivó el artículo, y comprobó sus mensajes. Había mucho correo basura, un mensaje de su hermano y un par de unos amigos; uno de ellos la hizo sonreír.

«Hola, criatura celestial. Nos vemos en la Cámara cuando llegues. Nick.»

Respondió a Nick, diciendo que estaría allí a las nueve. Al hojear su diario se dio cuenta de que hacía exactamente quince años del día que había viajado a Tailandia en busca de aventuras. Siempre se acordaba. Se preguntaba si las otras dos también se acordarían. Y qué estarían haciendo. Nunca habían quedado, como prometieron. Todos los años pensaba también en eso, en que habían hecho una promesa y no la habían cumplido. Aunque tal vez fuera lo mejor, teniendo en cuenta todo lo que había sucedido…

Nick Marshall era el editor de política del Sketch, el periódico de Jocasta. Él no trabajaba en el reluciente edificio de Canary Wharf, sino en uno de los desvencijados despachos encima de las galerías de prensa de la Cámara de los Comunes. «Se parece más a cómo solían ser las salas de prensa», le había dicho un veterano a Jocasta en una ocasión. Y sin duda muchos periodistas, que recordaban Fleet Street cuando era un emplazamiento real de periódicos y no una entelequia, envidiaban a los periodistas de política que trabajaban en el meollo de las cosas, y no en una torre reluciente a un largo trayecto de distancia en taxi.

A Jocasta siempre le había parecido que la vida política y la de la prensa eran extraordinariamente parecidas: las dos eran muy masculinas, se alimentaban de chismes y alcohol (no había un solo momento del día o de la noche en que no fuera posible conseguir una copa en la Cámara de los Comunes) y se basaban en una gran y sincera camaradería, tanto entre rivales como entre colegas. A ella le encantaban ambas.

Nick se encontró con ella en el vestíbulo principal y la llevó al Annie's Bar, en las entrañas de la Cámara -la reserva de primeros ministros, corresponsales y cronistas-, y la guió hacia un grupito situado en el centro.

– ¿Qué quieres tomar, cariño?

– Un vino tinto doble.

– De acuerdo. ¿Un mal día?

– No, la verdad es que no. Pero estoy cansada. ¿Y tú?

– Yo bien. ¿Alguien más quiere algo?

El grupo exclamó «otra de lo mismo» como un solo hombre y Jocasta sonrió.

– Hola, chicos. ¿Qué hay de nuevo? ¿Algo interesante?

– Bastante soso -dijo Euan Gregory, cronista del Sunday News-. La ventaja laborista se reduce, Blair está perdiendo su toque, demasiados efectos…, lo de siempre, ya lo hemos oído todo. ¿A que sí, Nick?

– Pues sí. Toma, cariño. -Se inclinó para besarla-. ¿Estás contenta de verme?

– Por supuesto. -Y lo estaba. Lo estaba.

– Venga, a beber. Voy a invitarte a cenar.

– Por Dios, ¿qué he hecho para merecer eso?

– Nada. Tengo hambre y no creo que aquí vaya a pasar nada interesante.

– Eres todo un caballero, no se puede negar -dijo Jocasta, acabándose la copa.


De hecho, Nick sí era un caballero. Su padre era un agricultor rico y Nick había sacado la carrera de clásicas en Oxford con mención especial. Tenía modales bastante anticuados, por lo menos de una generación anterior, y había desarrollado una pasión temprana por la política. Tras una incursión en el mundillo había decidido introducirse más rápidamente en los pasillos del poder a través de las páginas de política de un periódico. Era un periodista de investigación muy bueno, y su mayor éxito, aunque el menos importante, había sido destapar que un ministro conservador muy prominente se compraba los calcetines y la ropa interior en tiendas de segunda mano.

Para ella había sido amor a primera vista, decía siempre Jocasta. El primer día de trabajo de Jocasta en el Sketch, Nick había entrado en la sala de prensa, y a ella literalmente le habían temblado las piernas. Le dijeron que era el editor de política, y supuso encantada que lo vería todos los días. Enterarse de que sólo iba a alguna reunión editorial de vez en cuando, o para reunirse con Chris Pollock, el director, fue un golpe muy duro. Como lo fue saber que tenía novia en todos los periódicos. No le sorprendió. Era muy guapo, alto (metro noventa), tenía el pelo castaño ondulado, la nariz larga y recta y una boca increíblemente sensual. Era malo en todos los deportes, pero era un buen corredor y había hecho el maratón de Nueva York además del de Londres, y se le podía ver todas las mañanas, por mucho que hubiera bebido la noche anterior, dando vueltas a Hampstead Heath, donde vivía.

No era del todo cierto que tuviera una novia en todos los periódicos, pero las mujeres lo adoraban. Su secreto era que él también las adoraba. Por algún milagro, cuando Jocasta Forbes llegó al Sketch no había ninguna mujer permanente en su vida.

Ella le había perseguido de forma desvergonzada varios meses y se había desesperado hasta que una noche, hacía un par de años, se habían emborrachado en una fiesta del Spectator, ella decidió que tomar la iniciativa era la única forma de llegar a alguna parte y empezó a besarlo con gran determinación. Decidida a no dejar nada al azar, le propuso que fueran a su casa. Nick se declaró atrapado.

– Hace mucho tiempo que te admiro, no te lo puedes ni imaginar.

– No -dijo ella enfadada-, no puedo. En cambio yo sí te he dejado muy claro que te admiraba.

– Es verdad, pero creía que sólo eras simpática. Creía que una chica como tú tendría al menos una docena de novios.

– Oh, por Dios -exclamó Jocasta, y se metió en la cama junto a él y su relación por fin se selló, y de manera muy feliz.

Aunque sin duda no se firmó. Y a Jocasta eso le preocupaba. A veces ella se quedaba en casa de él, y él en casa de ella (para eso tenía que ir hasta Clapham Common), pero eran una pareja consolidada y sabían que el siguiente paso sería vivir juntos. Nick no cesaba de repetir que no había ninguna prisa: «Tenemos unos horarios espantosos, y nos va muy bien, ¿para qué cambiarlo?».

Jocasta veía muchas razones para cambiar las cosas, la más importante de ellas que llevaban juntos más de dos años y si les iba tan bien, ésa ya era una idea muy buena para cambiar. Además estaba el hecho de que tenía treinta y tres años, lo que significaba que cumpliría treinta y cuatro y todo el mundo sabía que treinta y cinco era la edad en que ser soltera dejaba de ser una declaración de independencia y empezaba a ser preocupante.

– ¿Adónde vas a llevarme? -preguntó, mientras caminaban por el pasillo.

– A Convent Garden -dijo él-. Al Mon Plaisir. No quiero ver a nadie del trabajo esta noche.

Eso era raro. Una de las desventajas de pasar una velada romántica con Nick era que estaba tan enamorado de su trabajo y tan contento de ver a cualquier persona que trabajara con él que Jocasta creía que, si algún día se decidía a proponerle matrimonio, y al arrodillarse veía a Trevor Kavanagh del Sun o a Eben Black del Sunday Times al otro lado de la sala, les llamaría para que les acompañaran.

De repente se dio cuenta de que ni siquiera se había peinado desde que había salido del hospital.

– Espera un momento -dijo-. Tengo que ir al baño. Nos vemos en el vestíbulo.

Pero cuando llegó al enorme espacio del centro de la Cámara de los Comunes unos minutos después, vio a Nick enfrascado en una conversación con alguien a quien no conocía. Le indicó con la mano que se acercara.

– Lo siento -dijo, casi sin aliento-, tendremos que subir un momento al despacho. Ha habido una filtración bastante espectacular.

– ¿Sobre qué?

– La última idea de Blunkett para tratar a los solicitantes de asilo. Vamos, cariño, te juro que no tardaré mucho.


– Bueno -dijo él, cuando ya estaban sentados en el Mon Plaisir-. Cuéntame qué has hecho hoy. Pareces cansada, señora Cocinera.

– Estoy cansada, señor Mayordomo.

Una vez habían ido a una fiesta de disfraces vestidos de cocinera y mayordomo y a veces utilizaban esos nombres en sus correos electrónicos (los más indiscretos), y siempre que necesitaban codificarlos.

– Aunque ha ido todo bien. Una tragedia, una trivialidad: los cabellos de la señora Prescott. Estoy harta de escribir esos artículos.

– Pero lo haces mejor que nadie.

– Ya lo sé, Nick -dijo ella, y era verdad que era buena.

Podía entrar en la casa de cualquiera, por muchos periodistas que hubiera en la puerta; sabía introducirse en la vida de cualquiera, gracias en parte a su encanto innato y, hasta cierto punto, y ella lo sabía, a su aspecto. Si la gente tenía que elegir entre hablar con un periodista con un traje o con una chica con aspecto de jovencita, el pelo largo y rubio y grandes ojos azules, cuyo rostro rebosaba simpatía y cuya voz desprendía sentimientos mientras decía que aquélla era la peor parte de su trabajo y que odiaba tener que pedirte que hablaras con ella, pero si podías soportarlo, ella lo haría lo más fácil posible, la decisión no era muy difícil. Jocasta obtenía más exclusivas en las historias de interés humano, y lo que se conocía en el oficio como tragedias, que ningún otro periodista de Fleet Street. Sin embargo, estaba harta, deseaba ser cronista o corresponsal en el extranjero o incluso editora de política.

Por desgracia, ningún director le daría esa oportunidad. Era demasiado valiosa en su campo. En la cultura predominantemente masculina que reinaba en la prensa, una rubia con unas piernas increíbles tenía su sitio, y ese sitio estaba en conseguir los artículos que otros periodistas no podían conseguir. Por supuesto le pagaban muy bien por lo que hacía, pero como en el caso de su relación con Nick, era consciente de que deseaba más.

– ¿Y tú? ¿Has hecho algo hoy? Aparte de la filtración.

– He almorzado con Janet Frean.

– ¿Debo estar celosa?

– Por supuesto que no. El tipo supermujer, política, cinco hijos, famosa proeuropea, expulsada del gabinete en la sombra, no es para mí. No me cae del todo bien, pero es alguien a quien tener en cuenta.

– ¿Por qué?

– Porque está muy harta de lo que sucede en su partido. Están todos muy deprimidos. Dicen que Hague no sirve para primer ministro, que el partido no entiende nada de nada. Que no volverán jamás al gobierno.

– ¿Y?

– Pues que se habla de que algunos pueden escindirse. Con el apoyo de algunos miembros sensatos del partido. Personas que están dispuestas a decir que la cosa no va, podemos hacerlo mejor, únete a nosotros.

– ¿Esas personas existen?

– Se ve que sí. Chad Lawrence, por ejemplo.

– ¿En serio? Pues yo le votaría. Es el tío más guapo de Westminster. Según Cosmo, claro.

– Eso no le hará ningún daño; tendrá montones de votantes entre las mujeres. Además, tienen a un par de personas más bregadas y más destacadas en el partido de repuesto. El más conocido, Jack Kirkland.

Jack Kirkland había llegado lejos partiendo de unos orígenes muy poco prometedores para un conservador: de una familia de clase trabajadora del sur de Londres a ministro de Educación en el partido conservador.

– ¿Y adónde nos lleva eso, Nick?

– A un nuevo partido, de centroizquierda, pero que sigue siendo claramente conservador, dirigido por un grupo muy carismático, que atraerá tanto a los votantes desilusionados con Blair como a los conservadores. Hay mucha decepción con Blair, por todo lo que no ha hecho. Y lo mismo puede decirse de Hague. Hay muchos votantes conservadores por instinto por ahí, deseosos de cambio y con una especie de esperanza devota en que las cosas podrían mejorar. Si pudieran ver a alguien nuevo y fuerte y decir «sí, eso es lo que necesitamos, puedo confiar en él», Kirkland y sus fieles podrían tener una oportunidad.

– ¿Y qué quiere esa supermujer llamada Frean que hagas tú?

– Poner al director de su parte. Que el periódico los apoye cuando llegue el momento. Creo que sería posible. El asunto puede estimular su lado romántico.

– ¡Romántico! ¡Chris Pollock!

– No en el sentido femenino, sino en el de David y Goliat, el triunfo del débil, esa clase de cosas. Y nuestros lectores son precisamente la clase de personas de las que habla Frean.

– Ah, entendido. ¿Y cuándo y cómo podrían empezar?

– Tienen que recaudar fondos y reclutar a más gente. La olla estará en plena ebullición a tiempo para el congreso.

Sus grandes ojos castaños brillaban al mirarla. Ella le sonrió.

– A lo mejor -dijo Jocasta pensativa-, ésta podría ser una oportunidad para mí. Podría ser mi primer buen artículo. Nunca se sabe.

– Jocasta, te quiero pero esto no es una historia de interés humano.

– Podría serlo. Seguro que Chad Lawrence tiene una vida privada interesante. En fin, no voy a gastar saliva convenciéndote. Me dedicaré a mi champán. Salud. Por el amanecer del Nuevo Conservadurismo. O lo que sea.

– Y su interés humano en potencia.


Martha miró por la ventana de su dormitorio y vio cómo despuntaba el alba. Había trabajado toda la noche, pero era julio, y amanecía temprano. Eran poco más de las cuatro. Por ilógico que fuera, le gustaban aquellas sesiones nocturnas, le parecían estimulantes, y no se sentía ni remotamente cansada.

De todas formas, ya había terminado. Sólo tenía que pedir que pasaran a ordenador el documento, introducir los cambios finales, y estaría a punto para la firma. Llamó a la secretaria de noche y no le contestó nadie. Se habría ido a dar una vuelta. Siempre estaban igual, cotilleando en los despachos de las otras. Era muy molesto.

Tendría que llevarlo al centro de procesamiento de textos. Lo bajó, les dijo que la llamaran cuando estuviera listo y decidió descansar una hora y media en la sala de noche, ir después un rato al gimnasio y volver al despacho. A mediodía vendrían los clientes para cerrar el trato y por eso era muy importante que nada saliera mal. Era una de las adquisiciones más importantes en las que había trabajado: una empresa de servicios financieros que adquiría otra, y todo ello complicado por las oficinas en todo el mundo que tenían ambas y por el quijotesco presidente de la empresa cliente.

Sin embargo, lo habían conseguido. Sayers Wesley, una de las operadoras más grandes y hábiles de Londres, había librado una potente batalla en nombre de su cliente y había vencido. Y Martha Hartley, de treinta y tres años, una de las socias más jóvenes, había supervisado esa batalla.

Martha era feliz, era muy feliz. Es más, había ganado una buena cantidad de dinero para Sayers Wesley, y eso se reflejaría en su sueldo, sin duda. Su sueldo de 300.000 libras. Su sueño de hacerse rica se había hecho realidad.

Su padre le había preguntado, con bastante amabilidad, qué hacía con sus ahorros. Para irritación de Martha, había aparecido en la lista de las mujeres en alza de la City, las nuevas casi millonarias decían, y su familia se había quedado impactada al ver el sueldo que ganaba. Ella no les dijo que ganaba veinte mil más de lo que se había publicado.

– Me lo gasto -había dicho ella.

– ¿Todo?

– Bueno, una parte la he invertido. En acciones y todo eso. -¿Por qué se ponía a la defensiva?-. Y he comprado esa multipropiedad en Verbier, que también se puede considerar una inversión. La alquilo cuando no la uso. -No había ido desde hacía dos años, porque estaba demasiado ocupada-. Mi piso fue bastante caro. -Esperaba que no le preguntaran cuánto-. Ahora ya debe de valer el doble de lo que pagué por él. Y hago muchas donaciones de caridad -dijo, irritada de repente-. Mucho dinero. Y estoy deseando ayudaros a ti y a mamá a compraros una casa cuando os jubiléis.

El orgullo había privado a los Hartley de aceptar dinero de sus hijos, pero empezaba a ser inevitable, y doloroso. Martha lo sabía y era lo más discreta que podía con el tema, pero no había una forma satisfactoria de decir: «Mamá, papá, coged estas treinta mil libras, las necesitáis más que yo».

Tenía el dinero en una cuenta que daba un alto interés. Lo había ahorrado sin demasiadas dificultades en los últimos cinco años. Casi la asustaba ver que podía hacerlo.

Sin embargo, su vida era terriblemente lujosa y lo sabía. Su piso era impresionante, estaba en uno de los edificios más codiciados de los Docklands, tenía ventanales enormes y suelos de madera clara y elegante, y lo había amueblado en Conran y Purves and Purves. Tenía un Mercedes SLK descapotable, que sólo utilizaba los fines de semana, un armario grande como una habitación que era un muestrario de marcas: Armani, Gucci, Ralph Lauren, Donna Karan, y un montón de zapatos de Tod, Jimmy Choo y Manolo Blahnik. Trabajaba una media de catorce horas al día, a menudo los fines de semana, tenía una vida social limitada, apenas iba al teatro o a un concierto porque a última hora a menudo tenía que anularlo.

– ¿Y qué hay de novios? -Su hermana, casada desde hacía siete años, y con tres hijos-. Supongo que sólo sales con los compañeros de trabajo.

– Sí, es verdad -había dicho Martha para salir del paso.

Y era verdad. Había tenido dos relaciones bastante satisfactorias con abogados del mismo nivel que ella, y una historia con un tercero que le había roto el corazón, un estadounidense que resultó estar casado y no se había molestado en comunicárselo hasta que fue demasiado tarde, pues Martha se había enamorado perdidamente de él. Ella había puesto fin a la relación de inmediato, pero le dolió muchísimo, y hasta un año después no fue capaz de pensar en volver a salir con alguien.

Tenía pocos buenos amigos, mujeres trabajadoras como ella con las que salía a cenar de vez en cuando, y un par de amigos gays a los que quería muchísimo y que eran una valiosa compañía en ocasiones formales. Sin embargo, en alguna parte de su interior había un lugar profundamente oscuro que intentaba ignorar, aunque la atrapara en sus muchas noches de insomnio, normalmente provocadas por la noticia de que otra de sus amigas se había comprometido en una relación permanente, un lugar repleto de miedos: de una vida en la que nadie compartiera con ella sus triunfos o la consolara en sus fracasos, en la que el éxito se midiera sólo con cosas materiales y en la que acabara mirando atrás con remordimiento por su absoluto egoísmo.

Sin embargo (se decía por la mañana, después de escapar del lugar oscuro), ser soltera era perfecto para ella, no sólo por su feroz ambición, sino porque nadie entorpecía su horario o interfería en sus hábitos. La ropa tirada, los platos sucios o los periódicos sin abrir no destruían la perfección de su piso. Además de todo esto, significaba que su vida estaba por completo bajo su control.


Volvió a su despacho a las seis, después de mirarse al espejo en la sala de noche. De hecho, por su aspecto se diría que había dormido bien.

Martha no era bonita. Era lo que los franceses denominan jolie ladie. Su cara era pequeña y ovalada, su piel cremosa, sus ojos oscuros y brillantes, pero su nariz era un poco demasiado larga para su cara, y ella la odiaba y de vez en cuando consideraba la posibilidad de operársela. Su boca tampoco le gustaba, también era demasiado grande, aunque sus dientes eran perfectos y muy bonitos. En cuanto a su pelo, de un castaño brillante precioso, pero muy lacio y fino, exigía muchos cuidados (y muy caros) para poder lucir una media melena con volumen de las que parecen acabadas de lavar y secadas al aire. Su aspecto era el resultado, como todo en su vida, de un esfuerzo ingente.

En su despacho encontró a una mujer asiática con aspecto fatigado que pasaba el aspirador.

– Buenos días, Lina. ¿Cómo estás?

Martha la conocía bastante. Siempre estaba allí a las seis, en el primero de los tres trabajos que hacía todos los días.

– Lo siento, señorita Hartley. ¿Quiere que vuelva más tarde?

– No, no, sigue. ¿Cómo estás?

– Un poco cansada.

– Me lo imagino, Lina. ¿Cómo está la familia?

– Tirando. Pero Jasmin me preocupa.

– ¿Jasmin?

Martha había visto fotos de Jasmin, una bonita chica de trece años, a la que sus padres adoraban.

– Sí. En realidad es la escuela. Es una mala escuela. Se aburre. No aprende nada. Dice que los profesores son malos, que no saben mantener la disciplina. Y si ella intenta trabajar, los chicos se burlan de ella, le dicen que es una pelota. ¿Sabe por qué se lo dicen, señorita Hartley?

Martha meneó la cabeza.

– Porque es una empollona, porque no para de estudiar. Así que ha empezado a gandulear. Y en su última escuela le habían dicho que llegaría a la universidad. Me rompe el corazón, señorita Hartley, no puedo evitarlo.

– Lina, eso es terrible. -Martha era sincera; era la clase de desperdicio que no podía soportar-. ¿No puedes cambiarla de escuela?

– Todas las escuelas del barrio son malas. He pensado en coger otro trabajo, por la noche en un supermercado. Para poder pagarle una escuela privada.

– Lina, ya estás agotada.

Lina sonrió.

– Está usted para hablar de agotamiento, señorita Hartley. Después de trabajar toda la noche.

– Es cierto, pero luego yo no tengo que cuidar de una familia.

– Pues no tiene mucho sentido cuidarlos para que acaben viviendo de la seguridad social.

– Estoy segura de que Jasmin nunca…

– La mitad de los adolescentes del estado están en el paro. No tienen títulos ni nada. La única forma de salir de ese círculo es la educación. Y Jasmin no va a tenerla si se queda donde está. Tengo que sacarla de allí. Y si supone trabajar más, trabajaré más.

– ¡Oh, Lina!

Esa clase de cosas sacaban de quicio a Martha. Cómo podía ser que aquel asqueroso sistema se sacudiera a los niños de esa manera y encima proclamara a los cuatro vientos que los niveles educativos estaban subiendo.

Acababa de leer que un gran número de niños llegaba a la escuela secundaria sin saber leer. Pensó en su estupenda educación en la escuela pública selectiva; eso todavía debería estar al alcance de niños como Jasmin, niños inteligentes de entornos pobres, que se merecían que se tuviera debidamente en cuenta su potencial. Pero quedaban pocos colegios públicos como el suyo y hacía poco había oído decir al ministro de Educación que pensaba cerrarlos en la siguiente legislatura, porque según él iban en contra del ideal igualitario de la escuela pública. Menudo ideal…

– Seguro que saldrá adelante -dijo sin mucho convencimiento-. Los niños listos siempre salen adelante. Encontrará la forma.

– Señorita Hartley, se equivoca. No sabe cómo están las cosas. Ningún niño quiere destacar. Si todos los amigos de Jasmin se vuelven contra ella porque quiere estudiar en serio, ¿qué va a hacer ella?

– No lo sé.

De repente a Martha se le ocurrió que tal vez debería ofrecerse para pagar la escuela de Jasmin. Pero ¿y los demás niños inteligentes y desperdiciados?; no podía ayudarles a todos. Y no era sólo la educación. Su padre siempre le hablaba de parroquianos ancianos que esperaban dos años para que les implantaran una prótesis de cadera, asustados y abandonados en hospitales mugrientos, atendidos por enfermeras sobrecargadas de trabajo. ¿Qué podía hacer ella? ¿Qué podía hacer nadie?

Rápida y bruscamente, rechazó la idea de lo que sí podía hacer. O al menos lo intentó.

Echó un vistazo a su agenda, sólo para asegurarse de que no tenía ningún asunto personal importante que atender, mandar alguna postal de cumpleaños -siempre tenía un montón preparado en su mesa- o hacer alguna llamada urgente. Todo estaba al día.

Había mandado flores a su hermana: siempre se acordaba de su cumpleaños. Era el día en que las tres amigas se habían conocido en Heathrow y habían emprendido el viaje. Y ella había dicho que estaba decidida a tener éxito y ser rica. Se preguntaba si a las otras dos les habría ido igual de bien. Y si volvería a verlas algún día. Parecía muy poco probable. Y sin duda sería mejor que no.


Clio no sabía si sería lo bastante valiente para hacerlo. Decirle lo que había hecho, y decirle por qué. No le gustaría. Ni mucho menos. O sea que… venga, Clio, vamos, adelante. Estás a punto de casarte, pero sigues siendo una persona. Venga, coge el teléfono y llámale. Vas a hablar con tu prometido, no con una junta de médicos…

– Hola. ¿Josie? Soy Clio Scott. Sí, hola. ¿Podría hablar con el doctor Graves? ¿Qué? ¿Ah, sí? Bueno. Debe de ser una lista muy larga. Bien, ¿puedes decirle que me llame? Cuando acabe. No, estoy en casa. Gracias, Josie. Adiós.

Maldita sea. No había podido zanjarlo enseguida. Todavía tenía tiempo de cambiar de opinión. Pero…

De repente sonó el teléfono y la sobresaltó. Jeremy no podía haber acabado tan rápido.

– ¿Clio Scott? Hola. Soy Mark Salter. Solamente quería decirte que estamos encantados de que vayas a trabajar con nosotros. Estoy seguro de que te gustará y nosotros te explotaremos. Cuanto antes mucho mejor. Me han dicho que has tenido el valor de pedir vacaciones para irte de luna de miel. Menuda cara. Bueno, estamos deseando verte después de eso. Adiós, Clio.

A Clio le había gustado Mark Salter. Era uno de los socios de la consulta y una de las razones por las que deseaba tanto el empleo. Por él y por lo cerca que estaba de su casa. O lo que sería su casa. Ésa era una de las cosas que podía decirle a Jeremy. Que una de las razones en las que había basado su decisión era que el empleo estaba muy cerca de Guildford. Eso le gustaría. Sin duda…


– No lo entiendo. -Estaban sentados en una mesa al aire libre en Covent Garden, al atardecer. La expresión de él, su cara ligeramente severa, era tanto de desconcierto como de enfado. Clio pensaba a menudo que si alguien quisiera un actor para hacer el papel de cirujano, sería igualito que Jeremy: alto, con la espalda muy erguida, el pelo castaño ondulado y los ojos grises en una cara perfectamente esculpida-. De verdad que no lo entiendo. Quedamos en que sólo trabajarías a media jornada. Para apoyarme en todo lo posible y para encargarte de la casa, por supuesto.

– Lo sé, Jeremy. -Clio rechazó al camarero con un gesto de la mano-. Y debería habértelo consultado antes de aceptar. Pero es que al principio era un empleo a media jornada. Resulta que había dos puestos, y uno de ellos a jornada completa. Me llamaron y me lo ofrecieron, y dijeron que tenía que responder enseguida, porque había otros candidatos…

– Estoy seguro de que podían esperar a que hablaras conmigo.

– Sí, claro, pero… -Tuvo una inspiración. Una inspiración algo deshonesta-. Te llamé. Josie te lo habrá dicho. Pero estabas en el quirófano. Y tenía que tomar la decisión. No entiendo por qué te molesta tanto. Sabes que he hecho el curso de médico de familia, estuvimos de acuerdo en que sería ideal…

– Esto no tiene nada que ver con que trabajes a jornada completa o no. Y si no eres capaz de comprenderlo, diría que tenemos un problema. Un problema gordo.

Por un momento Clio sintió pánico, un pánico ciego y avasallador.

– ¡Jeremy! ¡No digas eso! Por Dios, es ridículo. -Ya se había recuperado-. No me echo a la calle. Voy a ser médico de familia. Y muy cerca de la casa donde vamos a vivir. Necesitamos el dinero, lo sabes perfectamente…

– Clio, ser médico de familia es muy absorbente.

– Tú trabajas todo el día -le dijo Clio, mirándolo a los ojos desafiante-. ¿Qué crees que voy a hacer yo mientras tú operas seis días a la semana? ¿Sacar brillo a los muebles que no tenemos? Soy médico, Jeremy. Me gusta lo que hago. Es una oportunidad estupenda. Alégrate por mí.

– El que yo trabaje tanto es una razón más para que estés en casa cuando vuelva -dijo él-. Necesito apoyo y no quiero llegar a casa agotado y encontrarme con que tú estás o que igual no estás.

– Mira -dijo ella, sabiendo que en realidad, al menos hasta cierto punto, pisaba terreno poco firme-, lo siento, tendría que habértelo consultado antes, pero he pedido un presupuesto para arreglar el techo hoy mismo. Para ponerle las tejas nuevas. Diez mil libras, Jeremy. Sólo por el techo. No creo que con tu consulta privada de los sábados consigas ese dinero. Al menos por ahora. Dentro de unos años puede ser.

– ¿Y hasta entonces tendré que pasar sin tu presencia?

– Oh, Jeremy, no seas tan tonto. -Clio estaba perdiendo la paciencia. Mejor, era la única manera de tener valor para decirle las cosas a la cara-. Lo estás tergiversando todo. Claro que te apoyaré. Y el dinero que gane podemos utilizarlo para la casa, y así la acabaremos antes.

– Empiezo a pensar que no deberíamos haber comprado esa casa -dijo él, mirando con malhumor su copa-. Si va a ser una carga tan pesada para nosotros.

– Jeremy, sabíamos perfectamente que iba a ser una carga. Pero estuvimos de acuerdo en que valía la pena.

Así era, se habían enamorado de ella: una preciosa casa de campo victoriana, en un pueblecito muy bonito, cerca de Godalming. Había estado abandonada durante varias décadas, y a pesar de tener toda clase de podredumbres y humedades, seguía siendo la casa de sus sueños.

– Podemos vivir aquí siempre -había dicho Clio, mirando el techo podrido y manchado de humedad, por el que aún se filtraba la luz del sol.

– Y esa habitación al lado de la cocina será fantástica para celebrar fiestas -dijo Jeremy.

– En cuanto al jardín -dijo Clio, cruzando la podrida puerta trasera para salir a la jungla descuidada que parecía inacabable- es fantástico. Todos esos árboles. Me gustan tanto los árboles…

Así que habían ofrecido el precio absurdamente bajo que pedían por ella y después se habían enfrentado a la realidad cuando los presupuestos de las obras habían empezado a llegar. Era otra de las razones por las que la había tentado tanto la oferta de trabajar a jornada completa. Una de ellas…

Jeremy y Clio se habían conocido cuando ella era interna en el hospital y él un médico adjunto. Ella no podía creer que fuera capaz de atraer a un hombre tan guapo y tan carismático.

Se había enamorado perdidamente de él y había sufrido muchísimo cuando Jeremy le había dejado muy claro que pasarían muchos años antes de que considerara la posibilidad de un compromiso. Humillada en lo más hondo, había tenido una relación con uno de sus compañeros internos, pero tras dos años de vivir casi juntos, había llegado a su piso una noche y le había encontrado en la cama con otra.

Tremendamente dolida y decepcionada, se había mantenido apartada del todo de los hombres una temporada, y había aceptado empleos muy exigentes en el hospital, hasta que se decidió por la geriatría y una consulta en el Royal Bayswater Hospital.

Fue en una conferencia sobre geriatría donde volvió a encontrarse a Jeremy. Trabajaba en el Duke of Kent Hospital de Guildford y había ido a dar una charla sobre cirugía ortopédica en ancianos. Les pusieron uno junto al otro durante la cena.

– ¿Así que te has casado? -preguntó él, tras media hora de prudente conversación banal.

– No -dijo ella-. Ni hablar. ¿Y tú?

– Yo tampoco. Nunca conocí a nadie que estuviera remotamente a tu altura.

Un año después estaban prometidos y ahora faltaban pocas semanas para la boda. En general ella estaba contenta, pero a veces la asaltaba una curiosa ansiedad. Como en ese momento.

– Mira -dijo, apoyando una mano en la de él-. De verdad que lo siento. No se me ocurrió que te lo tomarías así. -«Embustera, Clio, embustera»; ése era un don inesperado que tenía, mentir-. Deja que lo pruebe seis meses. Si después de ese tiempo sigues descontento, lo dejaré. Te lo prometo. ¿Qué me dices?

Él siguió callado un momento, claramente dolido todavía.

– De acuerdo -dijo al fin-, pero no esperes que me guste. ¿Podemos pedir ya? Tengo un hambre que me muero. He hecho tres caderas y cuatro rodillas esta tarde. Una de ellas muy complicada…

– Cuéntamelo -dijo Clio, llamando al camarero. No había forma más directa de hacer que Jeremy recuperara el buen humor que escucharle con atención cuando hablaba de su trabajo.

– Bueno -dijo él, acomodándose en la silla, después de pedir un filete y una botella de clarete y reírse de ella porque pedía un lenguado a la plancha-, la primera, la primera cadera quiero decir, estaba apolilladísima, o sea que he tenido que…

Clio se acomodó e intentó concentrarse en lo que decía Jeremy. Una pareja se había sentado en la mesa contigua. Eran mochileros y estaban morenos y delgados… como ellas. Aunque Clio no estaba flaca, al principio no, al menos. Pero después… En esa época del año, cuando Londres se llenaba de mochileros, a menudo se encontraba pensando en ellas tres. ¿Qué estarían haciendo las otras dos? ¿Se llevarían bien las tres ahora? Probablemente no, y más probablemente aún nunca lo sabrían.