"Reencuentro" - читать интересную книгу автора (Vincenzi Penny)

Capítulo 3

El timbre de la puerta, que no paraba de sonar, interrumpió su profundo sueño. Había pasado una velada larga y tediosa y no había podido acabar el artículo en el que había estado trabajando hasta medianoche. Bajó las escaleras, abrió la puerta y se encontró frente a Josh, despeinado y con un aspecto lamentable.

– ¿Puedo pasar? -dijo-. Beatrice me ha echado.

«Qué raro que no lo haya hecho antes», pensó Jocasta, mientras lo acompañaba hasta el sofá. Josh había tenido su primera aventura un año después de casarse, y seis meses después de nacer su segunda hija, lo había hecho otra vez. Un año después de que pasara lo que él juraba que había sido una sola noche con su secretaria, Beatrice había dicho que la próxima vez sería la última. Ahora había descubierto que hacía cinco meses que tenía una aventura con una inglesa que trabajaba en la oficina de París de Forbes y, cumpliendo su palabra, le había echado literalmente de casa.

– Soy un idiota -repetía Josh-, soy un idiota sin remedio.

– Sí, lo eres -dijo Jocasta, mirando cómo se mesaba los cabellos.

A los treinta y tres años aún conservaba bastantes vestigios del chico guapo que había sido, con el pelo rubio, la frente ancha y los labios carnosos y bien dibujados. Estaba más gordo y tenía un color de piel más rojizo, pero era muy atractivo, y tenía ese encanto de hombre indefenso que no se tomaba en serio a sí mismo que hacía que las mujeres quisieran cuidarle. Todos querían a Josh. No era precisamente ingenioso, pero sí un buen narrador, e iluminaba cualquier habitación o cena, y además tenía ese don social inapreciable de hacer sentirse divertidos a los demás.

Beatrice no era hermosa, pero había mucho en ella que sí lo era. Sus ojos, grandes, oscuros y cálidos (que distraían de una nariz y una mandíbula demasiado grandes), los cabellos, largos, abundantes y brillantes, y las piernas, más largas aún que las de Jocasta e igual de esbeltas. Cuando Beatrice y Josh se conocieron, ella ya tenía buena fama como abogada penalista; Josh caminaba sin rumbo, con el objetivo claro de encargarse algún día de la empresa familiar. Había dejado el derecho antes de terminar la universidad, y en lugar de eso había estudiado filosofía. A continuación había pasado un año intentando entrar en alguna escuela de teatro, pero todas le rechazaron, y al final había acudido a su padre expresando un repentino y asombroso interés por la empresa Forbes.

Peter Forbes le dijo que le permitiría que tuviera una toma de contacto para que viera si le gustaba. La toma de contacto no fue muy suave. El primer día, Josh no recibió el lujoso despacho que esperaba en la oficina de Londres, sino una clase de conducción de camiones elevadores en la fábrica de Slough. Curiosamente había disfrutado bastante durante ese período en la fábrica, pero el período en la oficina que siguió lo mató de aburrimiento. Con frecuencia se fingía enfermo y alargaba más y más la hora del almuerzo en los pubs de Slough. Su padre le dijo que o se lo tomaba en serio o le echaría, y Josh le contestó que le haría feliz si le despedía.

Ése fue el día de la cena en la que conoció a Beatrice.

Menos de un año después se habían casado. La gente nunca acababa de entender su relación, ni por qué funcionaba. La simple verdad era que se necesitaban. Josh necesitaba orden y dirección y Beatrice, que era ordenada y motivada, necesitaba el apoyo emocional y social de un marido, que además tenía mucho dinero, teniendo en cuenta que el derecho penal era una de las especialidades peor pagadas del derecho.

Le atraía mucho Josh, le parecía asombrosamente interesante, y sería muy rico algún día. Josh había descubierto que Beatrice tenía mucha menos confianza en sí misma de la que aparentaba, que tenía un sorprendente apetito sexual y también que era la primera persona que conocía en mucho tiempo que parecía pensar que él podía servir para algo.

– Creo que puedes llegar a hacer grandes cosas en esa empresa -le comentó ella (el lunes por la noche ya había investigado en Internet y había evaluado el potencial de la empresa), y le mandó de vuelta a ver a su padre, para que se disculpara y pidiera que le devolviera el puesto. Un mes más tarde, cuando él estaba trabajando en serio, invitó a Peter Forbes a cenar con ellos. Se cayeron estupendamente el uno al otro.

– Ya veo que es difícil y muy autoritario -dijo después a Josh-, pero es pura energía y empuje. Y me encanta la forma como habla de su empresa, como si fuera alguien de quien estuviera enamorado.

– Es que lo está -dijo Josh, taciturno.

Por su parte Peter Forbes quedó cautivado con el intelecto, la evidente ambición y la intensidad de Beatrice.

Seis meses después Josh fue nombrado subdirector de ventas para el sur de Inglaterra y recibió el tan deseado despacho en Londres, y Beatrice le dijo que creía que debían casarse. A Josh le entró el pánico, y dijo que tal vez algún día, pero que no había ninguna prisa, él estaba contento con el estado actual de las cosas. Beatrice le contestó que en realidad sí la había, porque estaba embarazada.

– Como si una chica como ella fuera a quedarse embarazada por casualidad -dijo Jocasta a su madre-. Estoy segura de que decide con exactitud cuándo ovula igual que todo lo demás. Menudo idiota está hecho Josh.

Sin embargo, Josh sorprendió a todos asumiendo sus responsabilidades y aceptando el matrimonio. Celebraron una boda discreta pero de organización impecable en la casa de Beatrice, en Wiltshire, y fueron de luna de miel a la Toscana. Peter Forbes estaba tan encantado como fastidiada estaba su ex esposa.

Beatrice trabajó hasta el octavo mes de embarazo y volvió a su despacho dos semanas después de dar a luz a Harriet, conocida como Harry, y dos años exactos después del nacimiento de Harry nació Charlotte, a la que de manera inevitable llamaban Charlie.

De eso hacía dos años. En ese momento Josh era director de Muebles Forbes, y trabajaba lo justo para que Beatrice y su padre estuvieran satisfechos. Beatrice había cambiado el derecho penal por el derecho de familia, pero lo cierto era que la asistencia jurídica pagaba los casos de violencia doméstica, y seguían siendo poco lucrativos. Básicamente era Josh quien mantenía a la familia.

Jocasta no quería que Beatrice le cayera bien, pero no lo logró. Por mandona y adicta al trabajo que fuera, era muy agradable y se interesaba sinceramente por la vida y el trabajo de Jocasta. Nick la adoraba. Le enternecía que ella leyera siempre su columna y le comentara cualquier artículo que acabara de leer con la mayor seriedad, lo que también hacía con los de Jocasta. No había ninguna duda para nadie, tanto de la familia como de fuera de ella, de que Beatrice era la esposa perfecta para Josh.

– ¿Por qué lo he hecho, Jocasta? -dijo Josh-. ¿Por qué soy tan idiota?

– No tengo ni idea -afirmó Jocasta-, pero debo decir que siento lástima por Beatrice, no por ti. Eres consciente de que papá se pondrá de su lado, ¿no? No permitirá que pase penurias.

– Yo también lo había pensado -dijo Josh-. No tengo nada a mi favor, ¿verdad? ¿Qué hago?

– No puedes hacer nada, la verdad. Sólo esperar. Y no dejes de decirle que lo sientes mucho. Tienes algo estupendo a tu favor. Y puede que sea suficiente.

– Caramba, eso espero. Haré lo que sea, lo que sea, si creo que hay alguna posibilidad de que me perdone. Pero ¿qué es eso estupendo que tengo?

– Creo que te quiere -dijo Jocasta, en un tono ligeramente triste.


Martha acercó los labios al cáliz de plata y tomó un sorbo de vino, esforzándose por concentrarse en el momento, en el sagrado sacramento que estaba tomando. Nunca lo conseguía. Se había alejado tanto de la iglesia de su padre, de la fe de sus padres, que sólo iba a la iglesia cuando pasaba un fin de semana en Binsmow. A ellos les gustaba y los parroquianos estaban encantados. Que ella se sintiera absolutamente hipócrita no tenía ninguna importancia.

Se puso de pie y volvió caminando despacio a su asiento, con la cabeza un poco baja, aunque no por eso dejó de advertir que la iglesia estaba casi vacía y aparte de algunos adolescentes -muy pocos- ella era la única persona que podía calificarse de joven. ¿Cómo podía su padre seguir haciendo aquello semana tras semana, año tras año? ¿Cómo podía mantener su propia fe ante lo que para Martha era la humillación de saber que la mayor parte de la comunidad rechazaba el trabajo de su vida? Se lo había preguntado una vez y él le había dicho que no lo comprendía, que St. Andrews seguía siendo el centro de la parroquia, no importaba que la congregación fuera tan reducida. Acudían a él cuando lo necesitaban, cuando la enfermedad, la muerte, el matrimonio o el bautizo de un nuevo bebé requería sus servicios, y eso era suficiente para él.

Ella había ido ese fin de semana sobre todo por su sentido del deber. Su hermana la había llamado para decirle que sus padres estaban pasando un mal momento.

– La artritis de mamá está peor, y papá se vuelve loco porque no puede hacer nada para ayudarla. Yo intento animarles pero me tienen muy vista. No soy tan emocionante como tú. Hace meses que no vienes, Martha.

– Lo siento -dijo ella-. He estado…

– Sí, sé que has estado muy ocupada. -La voz de su hermana era seca-. Yo también he estado muy ocupada, la verdad, intentando compaginar el trabajo y los niños. Hasta Michael les ve más a menudo que tú.

– Sí, claro -dijo Martha. Estuvo tentada de decir que para su hermano Michael era fácil; estaba en su primer año de profesor y tenía mucho tiempo libre, pero no lo dijo. Al fin y al cabo, Anne tenía razón, no les visitaba a menudo-. Prometo ir pronto -dijo al fin-. Lo prometo, en serio.

– Bien -dijo Anne, y colgó.

A Martha le habría gustado llevarse mejor con Anne, pero su hermana era demasiado virtuosa. Estaba casada con un asistente social muy mal pagado y tenían tres hijos, ninguna ayuda en la casa y un solo coche. Anne trabajaba como maestra de apoyo para necesidades especiales en una escuela pública para contribuir al mantenimiento de la familia. Además realizaba muchos trabajos voluntarios e incluso ayudaba a su padre en la parroquia, ahora que su madre se desenvolvía con dificultad. Para Martha, aquélla era una vida infernal.

Era consciente de que su dorada existencia tenía que ser muy irritante para su hermana, no sólo por su aparente dinero ilimitado, sino porque encontrara tan poco tiempo para ver y ayudar a sus padres, salvo económicamente, ayuda que de todos modos sólo aceptaban en casos extremos. Y aunque había ido aquel fin de semana, sería una ocasión única en mucho tiempo teniendo en cuenta que las elecciones generales se acercaban, y eso significaba siempre muchísimo trabajo, porque los mercados financieros se volvían inestables y las grandes corporaciones pasaban a la acción para adaptarse a los posibles cambios.

Aunque no es que fuera a haber muchos. Blair seguía arrasando en las encuestas, con su sonrisa decidida y sus promesas vacías. Volvería a ganar, no había ninguna duda.

– Las cosas están bastante mal por aquí -dijo su padre.

– ¿En qué sentido? -Martha le tomó del brazo mientras caminaban.

– El campo se ha visto muy afectado por la glosopeda. Hay un ambiente de depresión por todas partes. El pobre Fred Barrett, cuya familia tenía una granja en las afueras de Binsmow desde hace cinco generaciones, ha batallado hasta ahora, pero le ha vencido. Vende. Aunque no creo que nadie le compre la granja. Y además no sé cuántos parroquianos tengo esperando para ingresar en el hospital. La pobrecilla señora Dudley hace dieciocho meses que espera una prótesis de cadera, y le siguen diciendo que dentro de seis meses. Es un crimen, un auténtico crimen.

– Está todo muy mal -dijo Martha, pensando en Lina y su hija Jasmin-, absolutamente todo.

Fue al dormitorio de su madre, que estaba echada en la cama y parecía pálida.

– Hola, tesoro. Perdona que no haya preparado el desayuno. He dormido fatal, el dolor me despierta, ¿sabes?, y cuando me duermo ya son las seis y no oigo el despertador.

– Oh, mamá, cuánto lo siento. ¿Puedo traerte algo, un té o un café?

– Me gustaría una taza de té. Bajaré enseguida.

– No, te la subiré -comentó Martha-. ¿El dolor es muy fuerte?

– A veces -dijo Grace-, pero no siempre. Viene y va.

– ¿Qué dice el médico?

– Me ha mandado al especialista, pero hay una lista de espera de un año. El doctor Ferguson me receta analgésicos, que me ayudan, pero también me sientan mal.

– Mamá…

– ¿Sí, tesoro?

– Mamá, ¿me permitirías pagar la consulta del traumatólogo, al menos? Así podrías verle enseguida. Esta misma semana.

– No es justo. Martha, no podemos ser una carga para ti.

– ¿Por qué no? Yo fui una carga para ti un montón de años. Imagina que hubiera sido yo. De pequeña, con dolores y sin poder ir al médico hasta al cabo de un año. ¿No habrías pensado en lo que fuera para ayudarme?

– Es posible -dijo Grace con una débil sonrisa-. Supongo que sí.

– Bien -dijo Martha, viendo acercarse la victoria-. Y te lo mereces. Prefiero gastar parte de ese sueldo exagerado contigo a hacerlo en unos manolos nuevos.

– ¿Qué es eso, tesoro?

– Zapatos.

– Ah, claro, un estilo nuevo, ¿no?

– Más o menos -dijo Martha.

Después del almuerzo llamó su hermana. Quería pedir un favor a Martha.

– Mi vecina, que es viuda -«por supuesto», pensó Martha-, necesita ayuda. El coche de su hijo se ha estropeado y tiene que regresar a Londres. Le he dicho que estaba segura de que no te importaría llevarle.

A Martha sí le importaba, y mucho. Llevaba rato soñando con un trayecto tranquilo de vuelta a Londres, con la música sonando, tiempo para pensar… Y también para no pensar. No le apetecía nada tener al lado a un chico lleno de granos durante tres o cuatro horas, y tener que conversar con él.

– ¿No puede volver en tren?

– Podría, pero no tiene dinero. Martha, la verdad, no es pedir mucho. Es muy simpático.

– Sí, pero… -Martha se interrumpió.

– Vale, déjalo -dijo Anne, y su tono era realmente furioso-. Le diré que haga autostop. Tú vuelve a tu elegante vida en Londres.

Martha se sintió fatal de inmediato. ¿En qué bruja estaba convirtiéndose? Anne tenía razón, no era mucho pedir. Simplemente no quería hacerlo…

– No -dijo enseguida-, de acuerdo. Pero tendrá que adaptarse a mi horario y le dejaré en una boca de metro, ¿entendido? No pienso pasarme toda la noche conduciendo por Londres.

– Qué amable eres -dijo Anne-. Se lo diré. ¿Qué hora exactamente se adapta mejor a tu ocupado horario?

– Me iré a las cuatro -dijo Martha, evitando dejarse provocar.

– ¿Te ves capaz de desviarte tanto como para recogerle? Podrías tardar quince minutos más.

– Le recogeré -dijo Martha.

Anne salió de casa al oír el coche de Martha. Su resuello al ver el Mercedes fue casi audible.

– Eres muy considerada -dijo-. Está preparado. Hemos estado charlando, ¿verdad, Ed?

– Sí. Vaya, qué cochazo. Es usted muy amable, señorita Hartley.

Martha bajó del coche, se quitó las gafas de sol y se encontró mirando a uno de los chicos más guapos que había visto en su vida.

Era bastante alto, medía más de metro ochenta, tenía pelo rubio, corto y ondulado y unos ojos azules asombrosamente intensos. Estaba moreno, y tenía algunas pecas sobre una nariz recta, y una sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes absolutamente perfectos. Llevaba unos pantalones cortos holgados, un estilo que Martha no soportaba, zapatillas deportivas sin calcetines y una camisa blanca bastante arrugada. Parecía un anuncio de Ralph Lauren. De repente Martha se sintió menos fastidiada.

– Es muy amable, de verdad -repitió Ed mientras salían a la carretera-. Se lo agradezco mucho.

– No es nada -dijo Martha-. ¿Qué le ha pasado a tu coche?

– Se ha muerto -contestó-. Era un trasto. El regalo de mi madre por mis veinte años. Me dijo que no debía usarlo para trayectos largos. Y está visto que tenía razón.

– ¿Y qué vas a hacer?

– A saber. -Echó un vistazo al coche-. Es precioso. Es descapotable, ¿no?

– Sí.

– En Londres no lo usará mucho.

– Entre semana, no -dijo Martha-. Donde vivo no necesito mucho el coche.

– ¿Y dónde vive?

– En los Docklands.

– Qué guay.

– Bastante guay, supongo -dijo Martha, esperando que no pareciera una vieja patética hablando como una jovencita.

– ¿Es abogada? -dijo él-. ¿Sí? ¿Se disfraza con la peluca blanca?

– No -contestó Martha, sonriendo a pesar suyo-. No soy abogada de juzgado, sino corporativa.

– Ah, bueno. Entonces lleva divorcios, compras de casas…

– No, trabajo para una firma de la City, Sayers Wesley.

– Ah, ya la entiendo. Trabaja toda la noche, supervisa grandes negocios, cosas así.

– Cosas así. -Le echó un vistazo. Se había puesto una gorra de béisbol con la visera detrás, otra cosa que Martha no soportaba pero, por imposible que pareciera, le sentaba bien-. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

– Ahora mismo estoy probando cosas -dijo él-, cosas de telecomunicación. Me aburro mucho. Pero dentro de unos meses me voy. Estoy ahorrando.

– ¿Adónde vas?

– Ah…, a Tailandia, Australia, por ahí. ¿Usted lo hizo?

– Sí que lo hice. Y lo pasé en grande.

– Eso espero. Debería haberlo hecho antes de la uni, la verdad.

– ¿Cuántos años tienes, Ed?

– Veintidós.

– ¿Y qué has estudiado? -preguntó-. ¿En la universidad?

– Inglés. Mi padre quería que hiciera clásicas, porque fue lo que estudió él. Pero no me veía capaz.

– No me sorprende -dijo Martha, y de repente y de forma impactante se acordó de Clio, la bajita, rellenita y bonita Clio, diciendo exactamente lo mismo, hacía tantos años. Clio, que quería ser médico, que… Bueno, basta, Martha. No mires atrás.

– Ojalá lo hubiera hecho -dijo Ed-. Le hubiera hecho feliz. Ahora que ha muerto, me da la sensación de que podría haberlo hecho por él.

– Sí -dijo Martha-, te entiendo. Aunque tú debes hacer lo que es bueno para ti.

– Sí -dijo él-, en realidad yo pienso lo mismo. Pero a veces…

– Por supuesto. Siento lo de tu padre. ¿Qué le ocurrió?

– Cáncer. Sólo tenía cincuenta y cuatro años. Fue horrible. Siempre dejaba para más adelante ir a ver al médico y después había una lista de espera espantosa para ir al especialista, y…, bueno, la verdad es que todo fue un asco.

– Debió de ser terrible para ti. ¿Cuánto hace que murió?

– Tres años -contestó Ed-. Yo estaba en la uni y fue muy duro para mi madre. Su padre se portó muy bien con ella. Ella dice que la ayudó a salir adelante. Su padre es muy buena persona. Su hermana también es muy simpática.

– Me alegro de oírlo -dijo Martha.

El chico se volvió a mirarla reflexivamente.

– Pero no se parece mucho a usted -añadió, y después se sonrojó-. Lo siento. Ahora me dejará tirado en la cuneta.

– Si hubieras dicho que me parecía a ella, seguro que sí -dijo Martha, sonriendo.

– Ya, pero no se parecen. Claro que ella será mucho mayor.

– De hecho, es dos años más joven que yo -dijo Martha.

– ¡No me diga!

– Sí te digo.

Un silencio, y después:

– No es posible -dijo.

– Ed -dijo Martha-, me has alegrado el fin de semana. Dime, ¿a qué universidad fuiste?

– A Bristol.

– ¿De verdad? Yo también fui allí.

– ¿Ah, sí? -Se volvió y le sonrió de nuevo. Después dijo-: Seguro que estaba en Wills Hall.

– Pues sí -dijo Martha-. ¿Cómo lo has sabido?

– Todos los pijos vivían allí. Era como un gueto de escuela privada. Al menos cuando yo estaba.

– ¡No soy una pija! -exclamó Martha indignada-, y fui a la escuela pública de Binsmow. Cuando era decente.

– Yo también -dijo él-, pero para entonces ya era un desastre.

Martha pensó que el chico debía de ser inteligente si había entrado en la Universidad de Bristol a pesar de haber asistido a una mala escuela pública. Porque era mala, su padre estaba en la junta y a menudo se desesperaba.

Llegaron a Whitechapel a las ocho y media.

– Aquí me va bien -dijo Ed-, cogeré el metro.

– De acuerdo. Te acercaré.

– Lo he pasado muy bien -dijo él-, gracias. Ha sido divertido. Hablar con usted y todo eso. La verdad, creía que sería más… más…

– ¿Qué? -dijo Martha, riendo.

– Un rollo, vaya. Francamente.

– Bueno, me alegro de no haberlo sido.

– No, ni mucho menos. -Bajó del coche, cerró la puerta, pero volvió a abrirla y la miró de una forma extraña-. Estaba pensando -dijo- si le gustaría salir a tomar algo una noche.

– Bueno -dijo Martha, sintiéndose muy poco guay de repente-, pues sí, sería divertido. Pero me temo que trabajo hasta muy tarde casi todos los días.

– Ah, bueno -repuso él-. No se preocupe.

Parecía desilusionado y un poco incómodo.

– No, no he dicho que no pueda -dijo Martha enseguida-, me gustaría mucho. Es que tengo unos horarios muy difíciles. Es eso.

– Ya me adaptaré -dijo él, y volvió a sonreír-. Chao; Gracias otra vez.

– Hasta pronto, Ed. Ha sido un placer.

– Para mí también.

Ed cerró la puerta y se alejó sacando un walkman de la mochila. Martha pensó que no volvería a verle nunca más. Sobre todo si se marchaba de viaje.

Y se puso a pensar en lo que no se había permitido pensar en la iglesia, en aquellos días embriagadores, cuando las cosas todavía estaban bien…


Al final decidió ir también a las islas. Viajó hasta Koh Samui sola, en tren, de noche. Se durmió casi de inmediato y se despertó en algún momento de la noche en Surat Thani, desde donde la llevaron en autobús al ferry, y después de cuatro horas por mar llegó a Koh Samui.

En el barco se hizo amiga de una chica llamada Fran que había oído decir que la mejor playa era la de Big Buddha, cogieron un taxi-bus para ir y sintió que el mundo había cambiado por completo.

Martha nunca olvidaría no sólo la primera visión de la franja de playa bordeada de árboles altos, sino también su primera sensación: la arena blanca, el aire cálido e increíblemente dulce después de la árida pestilencia de Bangkok, el agua cálida de color azul verdoso. Ella y Fran encontraron una cabaña, de forma ostentosa denominada bungalow, por doscientos baht por noche, y pensaron que no querrían marcharse jamás. Tenía ducha, un porche y tres camas. El tiempo se volvió más lento y se dejaron llevar por él.

Unos días después tropezó con Clio, que estaba alojada unas cabañas más abajo; era fácil encontrar a la gente, sólo tenías que preguntar por la playa y en los bares, si los había, y encontrabas a quien querías. Jocasta ya se había ido al norte.

– Pero dijo que regresaría -dijo Clio de manera vaga.

Aquella vida fomentaba la vaguedad: era atemporal, sin rumbo y maravillosamente irresponsable.

El lugar era inmensamente hermoso. Tras la porquería y la miseria de Bangkok parecía un paraíso, con aquella agua cristalina, las palmeras ondulando encima y la arena blanca infinita. El gran Buda estaba al final de la playa, en lo alto de un tramo de enormes escaleras ornamentadas, pintado de un dorado ya descascarillado. Sus ojos severos te seguían a todas partes. Y como estaban en la estación lluviosa, los atardeceres eran maravillosos: naranja, rojo y negro, increíbles y espectaculares. Todo el mundo se sentaba y los contemplaba como si fuera un espectáculo, mejor que ir al cine, decía Martha…

Pasaron muchas horas sentadas en el porche, hablando y hablando mientras oscurecía y después anochecía, no sólo ellas, sino cualquiera que pasara por allí. La facilidad con la que se iniciaban las relaciones fascinaba a Martha, que había crecido en una sociedad tan estricta como Binsmow. Una de las cosas que más le gustaban era que se aceptaba a todos, tal como eran, para formar parte de aquella tribu grande y sencilla. No importaba nada más, no había ninguna clase de esnobismo. No había que tener montones de dinero, ni la ropa correcta. Eras un mochilero, nada más y nada menos que eso.

Martha se encariñó mucho con Clio. Tenía ganas de caer bien, era muy buena. Y le faltaba seguridad en sí misma, que era muy raro, en opinión de Martha, porque era muy bonita. Tal vez un poco gordita, sí, pero con el complejo que tenía, cualquiera diría que usaba una talla cincuenta. Sus hermanas sin duda eran bastante responsables de eso.

Había desventajas: Martha sufrió diarreas continuas.

– Y la regla parece que se haya vuelto loca -dijo una mañana a Clio-. Me vino en Bangkok, me duró dos días y después me volvió a venir ayer, y ahora parece que haya desaparecido.

Clio, en su papel de asesora médica, la había tranquilizado, y le había dicho que era culpa del cambio radical de comida, de clima y de hábitos. Martha había intentado no preocuparse por eso, y al cabo de unas semanas lo consiguió. Todo formaba parte de aquella nueva persona desconocida en quien se había convertido, relajada, tranquila, despreocupada. Y muy, muy feliz.


Qué suerte, qué suerte tenía Ed con todo aquello por delante.