"Cuenta hasta diez" - читать интересную книгу автора (Rose Karen)

Capítulo 2

Lunes, 27 de noviembre, 6:55 horas

– ¡Papá!

Acompañado por la llamada a la puerta de su habitación, el grito logró que el alfiler de corbata que Reed sostenía cayera al suelo y acabase bajo el tocador. Suspiró.

– Pasa, Beth.

La puerta se abrió de par en par y entraron Beth, de catorce años, y su perro pastor de tres meses, que dio un salto a la carrera y aterrizó en medio de la cama de Reed. El perro se sacudió y esparció agua sucia por todas partes.

– Biggles, quieto.

Beth tironeó del collar, arrastró al cachorro por encima de las sábanas y lo obligó a bajarse de la cama. El perro se sentó en el suelo y sacó la lengua justo lo suficiente como para que resultase imposible regañarle.

Reed puso los brazos en jarras y, consternado, contempló las manchas de barro que el perro había dejado.

– Beth, acabo de cambiar las sábanas. Te pedí que le limpiases y secaras las patas antes de entrar en casa. El patio parece un barrizal.

Beth tuvo que disimular la sonrisa.

– Bueno, ahora tiene las patas limpias. Lavaré las sábanas, pero antes necesito dinero para la comida. Papá, el bus está a punto de llegar.

Reed se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón.

– ¿No te di dinero hace unos días?

Beth se encogió de hombros y extendió la mano.

– ¿Quieres que pase hambre?

El teniente le dirigió a su hija una mirada cargada de paciencia.

– Quiero que me ayudes a encontrar el alfiler de la corbata, que se ha caído bajo el tocador.

Beth se arrodilló en el suelo y tanteó debajo del mueble.

– Aquí lo tienes.

La joven lo depositó en la palma de la mano de su padre, que le dio un billete de veinte dólares.

– Procura que te duren, como mínimo, dos semanas.

Beth frunció la nariz y se pareció tanto a su madre que a Reed se le encogió el corazón. La adolescente dobló el billete y se lo guardó en el bolsillo de los tejanos que hasta entonces no parecían tan ceñidos.

– ¿Has dicho dos semanas? Me tomas el pelo.

– ¿Tengo pinta de tomarte el pelo? -Reed la miró de arriba abajo-. Bethie, esos tejanos te están pequeños.

En cuanto pronunció esas palabras, su hija adoptó la expresión que conocía tan bien. Reed detestaba esa actitud. Tenía la sensación de que había aparecido aproximadamente al mismo tiempo que el acné y los cambios repentinos de humor. Lauren, la hermana del teniente, le había comunicado casi en secreto que su niña ya no era una cría. Vaya por Dios con el síndrome premenstrual. Reed no estaba preparado para eso. De todos modos, no tenía importancia. Su niña se había convertido en adolescente y de aquí a nada iría a la universidad.

Se concentró en la víctima que habían encontrado entre los escombros de casa de los Dougherty. Si se trataba de la universitaria que daba de comer al gato, tenía pocos años más que Beth y seguía sin saber su nombre. Aún no había tenido noticias de Joe Dougherty hijo. Había rastreado el Chevrolet calcinado del garaje hasta un tal Roger Burnette, pero cuando Ben y él fueron a su casa, descubrieron que no había nadie. Volvería a intentarlo esa misma mañana, después de pasar por el depósito de cadáveres y el laboratorio.

Beth entornó los ojos y con tono ácido interrumpió los pensamientos de su padre:

– ¿Estás diciendo que hacen que parezca gorda?

Reed se mordió los carrillos. No existía una respuesta adecuada para esa pregunta.

– Ni remotamente. No estás gorda, sino sana. Eres perfecta. No necesitas adelgazar.

La adolescente puso los ojos en blanco y adoptó un tono de resignación.

– Papá, tampoco soy anoréxica.

– Me alegro. -Reed soltó el suspiro que había retenido-. Solo digo que tenemos que comprar unos tejanos de tu talla. -Sonrió sin demasiado entusiasmo-. Nena, creces muy rápido. ¿No te apetece la idea de comprar ropa nueva? -El alfiler de corbata se deslizó entre sus dedos, que ya no eran tan hábiles como antaño-. Me imagino que a todas las chicas les gusta ir de compras.

Beth se ocupó rápidamente de colocarle el alfiler y alisar la corbata de su padre con mano experimentada. La expresión que Reed detestaba desapareció y fue sustituida por una sonrisa traviesa que iluminó los ojos oscuros de la joven.

– Adoro ir de compras. Te juego lo que quieras a que podríamos pasar seis horas únicamente en Marshall Field, en busca de jerséis, tejanos y faldas. ¡Sin hablar de zapatos! De solo pensarlo…

Reed se estremeció, pues la imagen le resultó harto agotadora.

– No seas tan mala.

Beth rio.

– Es mi venganza por el comentario sobre la gordura. Papá, ¿quieres que vayamos de compras?

El teniente volvió a estremecerse.

– Francamente, que me maten el nervio de una muela sin anestesia parece menos doloroso. ¿Por qué no le pides a la tía Lauren que te acompañe?

– Se lo pediré. -Beth se puso de puntillas y lo besó en la mejilla-. Papá, gracias por el dinero para la comida. Tengo que irme.

Reed la vio alejarse a saltos, con el cachorro mojado pisándole los talones. Beth salió y sonó un portazo. Las sábanas de su cama seguían embarradas por culpa del perro que su hija le había suplicado que le regalase por su cumpleaños. Él sabía que, si esa noche quería dormir entre sábanas limpias, tendría que cambiarlas. Percibió olor a café. Como Beth se había acordado de darle al interruptor de la cafetera, le perdonaría el descuido de las pisadas del perro. Era una buena chica a pesar de sus estados de ánimo en ocasiones volubles.

Reed habría sido capaz de vender su alma con tal de que Beth siguiese siendo una buena chica. Miró la foto que tenía en la mesilla de noche. Hacía once años que Christine le devolvía serenamente la mirada. Se sentó en el borde de la cama, cogió la foto y con el puño de la camisa limpió el polvo del marco. Christine habría disfrutado con la adolescencia de Beth, las salidas a comprar y las «charlas». Sospechaba que ni siquiera se habría desconcertado con las actitudes de su hija. En el pasado habría maldecido al mundo debido a que su esposa no había tenido la posibilidad de vivirlo. En el presente… Depositó la foto sobre la mesilla de noche, por lo que volvió a tapar la tira de madera que no estaba cubierta de polvo. Al cabo de once años, la ira se había convertido en penosa aceptación. Lo pasado, pasado estaba. Se puso la chaqueta del traje y salió de su ensoñación. Si se retrasaba un poco más, el tráfico le obligaría a llegar tarde. «Solliday, a por un café y en marcha».

Salía del garaje cuando sonó el móvil.

– Solliday al habla.

– ¿Teniente Solliday? -preguntó un hombre que estaba frenético-. Soy Joseph Dougherty. Acabo de volver de un viaje de pesca y mi padre dice que ha llamado.

Por fin lograba hablar con Joe hijo. Reed detuvo el coche y sacó la libreta.

– Señor Dougherty, lamento contactar con usted por este motivo.

Se oyó un hondo suspiro.

– Entonces, ¿es verdad? ¿Mi casa está destruida?

– Lamentablemente es así. Señor Dougherty, hallamos un cadáver en la cocina.

Se produjo un fugaz silencio.

– ¿Cómo dice?

Reed habría preferido hablar en persona con ese hombre, cuya sorpresa le pareció sincera.

– Lo que oye, señor. Según los vecinos, alguien le cuidaba la casa.

– Claro. Se llama Burnette, Caitlin Burnette. La consideramos muy responsable. -El pánico se apoderó de la voz de Joe-. ¿Está muerta?

Reed pensó en el cuerpo carbonizado y reprimió un suspiro. «Sí, muertísima».

– Suponemos que el cadáver encontrado es el de la persona que cuidaba su casa, pero no estaremos seguros hasta que investiguemos. Le agradeceremos que deje en nuestras manos la notificación a la familia.

– Por… -Joe hijo carraspeó-. Por supuesto.

– Señor Dougherty, ¿cuándo volverán?

– Queríamos quedarnos hasta el viernes, pero intentaremos regresar hoy mismo. Volveré a llamarlo cuando sepa el horario del vuelo.

Reed dejó el móvil en el asiento del acompañante y enseguida volvió a sonar. Según el identificador de llamadas, el número correspondía al depósito de cadáveres.

– Solliday al habla.

– Reed, soy Sam Barrington.

Se trataba del nuevo forense. Barrington se había hecho cargo del depósito cuando la forense anterior cogió la baja por maternidad. Era una experta eficaz, astuta y guapa. Barrington… bueno, Barrington era eficaz y astuto.

– Hola, Sam. Voy de camino a la oficina. ¿Qué has averiguado?

– La víctima es una mujer de poco más de veinte años. Lo máximo que puedo decir es que medía de metro cincuenta y siete a metro sesenta.

Sam no era la clase de persona que telefoneaba para dar información tan secundaria, por lo que tenía que haber algo más.

– Te escucho.

– Verás, antes de cortar realicé una radiografía del cadáver. Esperaba toparme con fragmentos fracturados del cráneo.

Eso era lo habitual. Los cuerpos sometidos a un calor tan intenso… a veces los cráneos estallaban debido a la presión.

– Pero no fue así.

– No, ya que el orificio de bala que tenía en el cráneo permitió liberar la presión.

Aunque no se sorprendió, Reed supo que tendría que compartir el caso. Le correspondía el incendio provocado y a los polis el cadáver. Por decirlo de alguna manera, en esa cocina había demasiados cocineros. Esbozó una mueca de contrariedad.

– ¿Hay pruebas de inhalación de humo?

– Aún no he llegado -replicó Sam-. Ahora mismo iniciaré la autopsia, por lo que puedes venir cuando quieras a lo largo de la mañana.

– Gracias. Lo haré.

Reed salió a la calle tranquila y arbolada y activó los limpiaparabrisas. Aunque hacía bastante tiempo que no trabajaba con Homicidios, supuso que el teniente seguía siendo Marc Spinnelli. Marc era un tío legal. Reed esperaba que el detective que Spinnelli le asignase no fuese un sabelotodo brillante.


Lunes, 27 de noviembre, 8:30 horas

Mia Mitchell tenía los pies helados, lo cual era una tontería porque podría tenerlos calentitos, cómodos y apoyados en el escritorio mientras bebía la tercera taza de café. «Pero se me han helado porque es aquí donde estoy», pensó con amargura. Se encontraba de pie en la acera y la lluvia fría goteaba por el borde del raído sombrero que se había puesto. Como si fuera tonta, miró su reflejo en las puertas de cristal. Las había franqueado centenares de veces, pero ese día era distinto porque estaba sola.

«Porque me quedé tiesa como una ridícula novata». Su compañero había pagado el precio de esa actitud. Transcurridas dos semanas, le bastaba evocar el momento para quedar nuevamente paralizada. Clavó la mirada en la acera. Dos semanas después seguía oyendo los disparos, veía cómo Abe se desplomaba y caía y reparaba en que la mancha de sangre en su camisa blanca se extendía al tiempo que su compañero permanecía boquiabierto e impotente.

– Perdone…

Mia levantó la barbilla, cerró la mano para frenar el reflejo de desenfundar el arma y entornó los ojos bajo el ala del sombrero a fin de centrarse en la imagen que apareció a sus espaldas. Era un hombre y, como mínimo, medía metro ochenta. Su gabardina negra tenía el mismo color que su perilla primorosamente recortada. Dejó pasar un segundo y volvió a levantar la barbilla para mirarlo a los ojos. El desconocido la observaba desde debajo del paraguas y había fruncido sus cejas oscuras.

– Señorita, ¿se encuentra bien? -preguntó con ese tono uniforme y suave que ella utilizaba para tranquilizar a sospechosos y testigos asustadizos.

La detective esbozó una sonrisa sin alegría cuando tuvo claras las intenciones del individuo, la había confundido con una chiflada de la calle. Tal vez ese era su aspecto. Fuera como fuese, el hombre había cogido la delantera, lo que le pareció inaceptable. «¡Por Dios, presta atención!» Buscó mentalmente la respuesta adecuada.

– Gracias, estoy bien. Espero… espero a alguien.

Sonó poco convincente, incluso para la propia Mia, pero el desconocido asintió, la rodeó, cerró el paraguas y abrió la puerta. El ruido de fondo se filtró hasta la calle y Mia supuso que ahí acababan los sonidos y el individuo. El desconocido no se movió. Permaneció quieto y escrutó su rostro como si quisiera memorizar cada detalle. Mia pensó en identificarse, pero… pero no lo hizo. Le devolvió el escrutinio pues la parte policial de su cerebro ya estaba alerta al cien por cien.

Era un hombre apuesto, moreno, mayor de lo que parecía reflejado en la puerta. Mia supuso que tenía que ver con sus ojos oscuros y de mirada severa, así como con su boca. Daba la sensación de que jamás sonreía. El desconocido contempló las manos de Mia y alzó la mirada con expresión enternecida. La detective se percató de que la observaba con compasión, lo que la llevó a tragar saliva con dificultad.

– Si necesita un sitio donde entrar en calor, en el refugio de Grand hay lugar. Es posible que le proporcionen unos guantes. Vaya con cuidado. Hace mucho frío. -Titubeó y le ofreció el paraguas-. Tenga, no se moje.

Enmudecida por la sorpresa, Mia lo cogió. Abrió la boca para dejarle las cosas claras, pero el desconocido ya se había ido y atravesaba el vestíbulo a la carrera. Se detuvo ante el mostrador, habló con el sargento y la señaló. El sargento puso cara de estupefacción y asintió con gran seriedad.

Maldición, esa mañana Tommy Polanski estaba de guardia en la recepción. La conocía desde que era una mocosa que le seguía los pasos a su padre en el campo de tiro y le rogaba que le permitiese disparar. Tommy no dijo nada, dejó que el desconocido se alejase con la convicción de que era una indigente. Mia puso los ojos en blanco, siguió al hombre con la mirada y se sintió contrariada al ver la sonrisa que iluminó el rostro de Tommy.

– Vaya, vaya. Veamos que ha pillado el gato. Ni más ni menos que a la detective Mia Mitchell, que por fin viene a cumplir con una honrada jornada laboral.

Mia se quitó el sombrero y lo sacudió.

– Me harté de culebrones Tommy, ¿cómo va todo?

El sargento se encogió de hombros.

– Como siempre, como siempre -repuso con mirada pícara.

El viejo cabrón le obligaría a preguntárselo.

– ¿Quién es ese tío?

Tommy rio.

– Es investigador jefe de incendios, y le preocupaba que tomases la comisaría por asalto. Le he explicado que eres de los nuestros… e incapaz de matar una mosca. -Su sonrisa adquirió un matiz perverso.

Mia volvió a poner los ojos en blanco.

– Tommy, gracias por la información -replicó secamente.

– Haré lo que sea por la hija de Bobby. -Tommy dejó de sonreír y le dio un repaso de la cabeza a los pies-. Niña, ¿cómo va el hombro?

Mia lo movió sin quitarse la chaqueta de piel.

– Solo ha sido un rasguño. El doctor dice que estoy como nueva.

En realidad, no había sido únicamente un rasguño y el médico había insistido en que necesitaba otra semana de baja, pero al oírla protestar se desentendió y firmó el alta.

– ¿Y Abe?

– Mejora.

Eso decía la enfermera de noche, cada vez que Mia llamaba anónimamente a las tres de la madrugada.

Tommy apretó los dientes y aseguró:

– Mia, no te preocupes, cogeremos al capullo que lo hizo.

Dos semanas después, el desgraciado cabrón que le había disparado a su compañero seguía libre y sin duda se jactaba de haber abatido a un poli que lo doblaba en tamaño. Experimentó un ramalazo de ira, pero lo reprimió.

– Lo sé y te lo agradezco.

– Dile a Abe que le envío recuerdos.

– Se lo diré -mintió sin inmutarse-. Tengo que irme. No quiero llegar tarde el primer día después de la baja.

– Mia, lamento lo de tu padre. -Tommy titubeó-. Era un buen policía.

«Vaya con el buen policía». Mia se mordisqueó los carrillos. Lo lamentable es que Bobby Mitchell no hubiera sido un hombre mejor.

– Gracias, Tommy. Mi madre agradece la cesta.

Las cestas con frutas llenaron la mesa de la cocina de la casita de su madre; se trataba de muestras de respeto hacia la larga, larguísima carrera de su padre. Tres semanas después de que su padre sufriera un ataque de apoplejía, la fruta de las cestas comenzó a pudrirse. Muchos dirían que fue un final coherente. No, muchos no lo dirían porque no sabían nada.

Claro que Mia sí que lo sabía. Un nudo le cerró la garganta y volvió a ponerse el sombrero.

– Tengo que irme.

Pasó junto al ascensor y subió la escalera de dos en dos peldaños, lo que, lamentablemente, la condujo más rápido si cabe al lugar que intentaba evitar.


Lunes, 27 de noviembre, 8:40 horas

Trabajó en silencio, deslizó la cuchilla por el borde de la regla y recortó los pedazos irregulares del artículo que había extraído del Trib: Incendio destruye una casa y muere una persona. El artículo era breve y sin foto, aunque mencionaba que la casa pertenecía a los Dougherty, por lo que sería un buen añadido a su álbum de recortes. Se repantigó, leyó el relato del incendio del sábado por la noche y sonrió.

Había conseguido lo que se proponía. Había temor en las palabras de los vecinos entrevistados, que se preguntaban quién habría hecho semejante barbaridad y por qué.

«Yo podía y quería hacerlo y lo hice», era la respuesta, la única que él necesitaba.

El periodista había entrevistado a la vieja Richter. Era una de las peores chismosas; siempre se presentaba en casa de la vieja Dougherty a tomar el té y cotilleaba sin parar. Se creía superior. Arrugaba la nariz y solía decir: «Laura, no sé en qué estabas pensando cuando acogiste a esos chicos. Me sorprende que no te hayan asesinado mientras dormías». La vieja Dougherty solía responder que quería marcar una diferencia en la vida de los críos. ¡Vaya si la había marcado! Esa diferencia los había enviado directamente al infierno. Esa diferencia había matado a Shane.

Shane había confiado en ella y la vieja se había vuelto en su contra. Era tan culpable de su muerte como si con su propia mano le hubiese clavado el puñal en la espalda. Se miró la mano. La había cerrado y empuñaba la cuchilla de afeitar a la manera de una navaja. La soltó con gran cuidado y refrenó sus emociones.

Tenía que ceñirse a los hechos y al plan. Necesitaba encontrar a la vieja Dougherty. Tendría que haber esperado a que regresase. Seguir adelante sin ella había sido un disparate. Estaba tan impaciente por emplear los medios que olvidó el fin.

¿Cuándo regresaría? ¿Cómo demonios la encontraría? Releyó el artículo. En el pasado la vieja Richter había sido cotilla y hay cosas que nunca cambian. Sabría en qué momento los Dougherty estarían de regreso. Sonrió y comenzó a elaborar un plan. Era lo bastante listo como para obtener la información sin que Richter sospechase.

Estudió el artículo y acabó henchido de orgullo. Los de la oficina de investigaciones de incendios habían dictaminado que se trataba de un incendio provocado. ¡Je, je! No tenían pistas ni sospechosos. De momento ni siquiera conocían la identidad de la chica. Afirmaban que no la darían a conocer hasta que se lo notificasen a la familia, pero lo cierto es que era imposible que supieran de quién se trataba. Estaba muy quemada. Se había ocupado de que así fuera. No había cuerpo capaz de sobrevivir a semejante incendio.

Dejó quietas las manos. Había pronunciado las mismas palabras el día en que murió Shane. Nadie era capaz de sobrevivir. Shane no había sobrevivido. En consecuencia, que la chica tampoco lo hubiese hecho era… bueno, justo.

Repasó con atención el recorte de periódico que sostenía entre las manos. Los bordes eran rectos y pulidos. Estaba recortado como para enmarcarlo. Lo deslizó entre las páginas del libro que tenía sobre el escritorio, junto al artículo de la Gazette de Springdale, Indiana, que acababa de recortar: Dos muertos en el incendio de la noche de Acción de Gracias. Así debía ser. También en ese caso era justo, bueno, más que justo. Tampoco había sospechosos ni pistas. Así debía ser.

Más tarde guardaría los artículos con el recuerdo que había cogido: el bolso de tejano azul de Caitlin. Mejor dicho, había sido azul, porque ahora era rojo, ya que estaba salpicado de sangre.

Él también se había manchado. Por suerte, había podido ducharse y cambiarse antes de que alguien detectara sangre en su ropa. La próxima vez tendría que tomar más precauciones. La próxima vez tendría que taparse la ropa antes de herir a alguien.

Se puso de pie. No tardaría en hacerle nuevamente sangre a alguien. Sabía el sitio exacto en el que encontrar a la señorita Penny Hill. La gente suponía que su dirección era secreta porque el número de teléfono no figuraba en el listín. Las cosas eran de otra manera. Si sabías cómo hacerlo, podías averiguar cualquier cosa de cualquiera. Claro que la persona que buscaba tenía que ser lista.

«Y yo lo soy». Comenzó a experimentar el entusiasmo de la siguiente cacería. A Penny Hill le costaría morir. En esta ocasión no se mostraría tan misericordioso. Se dio cuenta de que había perdido la noción del tiempo. Recogió las cosas. Si no se daba prisa, llegaría tarde. Necesitaba pasar el día y por la noche… La víspera había repasado el plan y se había cerciorado de que era infalible. Esa noche… Sonrió.

La mujer sufriría y sabría perfectamente por qué. Contaría hasta diez, un número por cada uno de los penosos años de la vida de su hermano. Luego la enviaría al infierno, que era donde debía estar.


Lunes, 27 de noviembre, 8:50 horas

Mia rodeó la esquina de la oficina de Homicidios. Estaba como siempre: pares de escritorios adosados, llenos de papeles y de tazas de café. Todos salvo dos, el de Abe y el suyo, seguían igual. Frunció el ceño. Sus escritorios estaban limpios, con las carpetas en orden y apiladas. El resto estaba dispuesto con una peculiar simetría; las tazas de café, los teléfonos, las grapadoras y hasta los bolígrafos ocupaban emplazamientos idénticos, como si fueran imágenes en el espejo.

– Las mujeres perfectas han ordenado mi escritorio -masculló Mia y oyó una risilla a sus espaldas.

Todd Murphy estaba reclinado en la pared, con una taza de café en la mano y una sonrisa en los labios. Con el traje arrugado y la corbata floja se convirtió en una visión casi acogedora.

– Fue Stacy -respondió Todd en tono quedo y señaló a la administrativa-. Acomodó aquello en lo que trabajabais cuando Spinnelli reasignó vuestros casos. Stacy se dejó llevar por las circunstancias.

– ¿Ha reasignado todos los casos?

Mia no esperaba que el teniente accediese a que sus casos no se investigaran en dos semanas, pero se sintió afectada al enterarse de que los había repartido en su totalidad. Tuvo la sensación de que Spinnelli suponía que tardaría mucho en regresar. «Pues bien, ya estoy de vuelta». Tenía que hacer su trabajo. Su prioridad consistía en atrapar al cabrón que le había disparado a Abe.

– ¿Quién lleva el caso de Abe?

– Howard y Brooks. La primera semana trabajaron mucho y luego la pista se congeló.

– De modo que Melvin Getts dispara a un policía y se sale con la suya -comentó Mia con amargura.

– No se han dado por vencidos -precisó Murphy en tono afable-. Todos queremos que Getts pague por lo que hizo.

El recuerdo de Getts mientras levantaba tranquilamente el arma y le disparaba a su compañero removió las entrañas de Mia, que tuvo la sensación de que se paralizaba, como le había ocurrido antes. Se debatió contra lo que sentía y caminó hasta su escritorio con agresividad fingida.

– Sospecho que Stacy lavó hasta mi taza.

Murphy la siguió y se dejó caer en su silla, dos escritorios más allá.

– Mitchell, te aseguro que estaba asquerosa. En su interior empezaron a crecer… bueno, cosas. -Se estremeció-. Crecieron cosas repugnantes e incalificables.

Mia apoyó el paraguas en el escritorio, se quitó la chaqueta húmeda y se mordió el labio para soportar la punzada que notó mientras se acomodaba la cartuchera.

– Es el moho de toda la vida. Nunca le ha hecho daño a nadie.

La detective se quitó el gastado sombrero de fieltro e hizo una mueca. No era de extrañar que el hombre que le había hablado en la entrada la hubiese confundido con un indigente, ya que tanto la chaqueta de cuero como el sombrero parecían proceder de un baúl del Ejército de Salvación. Por otro lado, ¿qué le importaba la opinión de ese tío? «Tienes que dejar de preocuparte por lo que la gente piensa». Suspiró casi en silencio. Se dijo que, ya que estaba, también podía dejar de respirar.

Volcó su decepción en su escritorio impecable.

– ¡Mierda, así no puedo trabajar! -Derribó deliberadamente la pila de carpetas y reacomodó los objetos al azar-. Ya está. Stacy puede darse por muerta si ha tocado mis galletas. -El paquete para situaciones de emergencia estaba intacto-. Seguirá viva.

– Estoy seguro de que Stacy no ha dejado de temblar de la cabeza a los pies -comentó Murphy secamente y reparó en el paraguas-. ¿Desde cuándo acarreas ese trasto?

– No es mío. Tengo que encontrar al dueño y devolvérselo. -Mia tomó asiento y dirigió la mirada hacia el escritorio adosado al de Murphy, que estaba vacío-. ¿Dónde está tu compañero?

Aidan, el hermano de Abe, era el compañero de Murphy. Mia se abstuvo de mirarlo para no ver la censura que estaba segura que transmitiría su mirada.

– En el depósito de cadáveres. Anoche intervinimos en un homicidio doble. Como ganó a cara o cruz, a mí me toca hablar con la familia. -Murphy entornó repentinamente los ojos-. Tienes compañía.

Mia se volvió y reprimió un gemido porque el hombro le dolió. En un abrir y cerrar de ojos se olvidó del hombro. Con una actitud que aterrorizaría a la mayoría de los asesinos en serie, la ayudante del fiscal del estado cruzó la sala. Era la esposa de Abe. La culpa había logrado que Mia evitase a la familia de su compañero durante dos semanas. Había llegado la hora de plantarle cara a la situación. Se incorporó sin tenerlas todas consigo y se dispuso a asumir lo que le esperaba.

– Hola, Kristen.

Kristen Reagan enarcó las cejas y apretó los labios.

– Después de todo estás viva.

La mujer tenía todo el derecho del mundo a encolerizarse. Kristen se habría convertido en viuda si la bala que había alcanzado a Abe en el abdomen hubiese penetrado tres centímetros más abajo. Mia se preparó para lo peor y murmuró:

– Suéltalo.

Kristen permaneció en silencio y la observó de tal forma que Mia se amedrentó y evocó recuerdos de monjas con el ceño fruncido y escozor en las palmas de las manos, lo que estuvo a punto de hacerle retorcerse. Al final Kristen suspiró y musitó:

– ¡Qué tonta eres! ¿Qué pensabas que iba a decir?

Mia se enderezó al oír el tono afable. Habría preferido las palabras severas que se merecía.

– No presté atención y Abe pagó el precio.

– Abe dice que os tendieron una emboscada. Al principio tampoco los vio.

– Yo tenía otro ángulo, tendría que haberlos visto. Estaba… -Recordó que estaba preocupada-. No presté atención -repitió con rigidez-. Lo siento mucho.

Los ojos de Kristen relampaguearon.

– ¿Crees que Abe te echa la culpa? ¿Crees que yo te responsabilizo?

– Deberíais hacerlo. Yo lo haría. -Se encogió de hombros-. Yo me culpo.

– En ese caso eres tonta -espetó Kristen-. Mia, estábamos muy preocupados. Desapareciste después de que os cosieran a tiros. Miramos hasta debajo de las piedras y no te encontramos. Supusimos que te habían herido o matado. Abe se ha vuelto loco de preocupación… mientras tú estabas en algún sitio, enfurruñada y compadeciéndote de ti misma.

Mia parpadeó.

– Lo lamento. No pretendía… -Cerró los ojos-. ¡Mierda!

– No pretendías que nos preocupásemos. -La voz de Kristen sonó monocorde-. Pero nos preocupamos. Ni Spinnelli sabía dónde estabas hasta que la semana pasada telefoneaste para decir que hoy volvías a trabajar. Fui seis veces a tu casa.

Mia abrió los ojos y recordó tres de esas ocasiones.

– Ya lo sé.

Kristen abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿Lo sabes? ¿Estabas en casa?

– Más o menos, sí.

Recordó que había permanecido a oscuras, enfurruñada y compadeciéndose de sí misma.

Kristen arrugó el entrecejo.

– ¿Has dicho más o menos? ¿Me puedes decir qué demonios significa eso?

En la sala se había impuesto el silencio y todo el mundo las observaba.

– ¿Puedes bajar la voz?

– No, no puedo. He pasado dos semanas junto a Abe mientras esperaba tus noticias. Entre los goteos de morfina y las intervenciones quirúrgicas, cuando estaba lúcido le preocupaba que hubieses perseguido por tu cuenta a Getts y estuvieras muerta en un callejón. Por lo tanto, me queda poca paciencia, solidaridad y discreción, así que ya está todo dicho. -Kristen se irguió con las mejillas encendidas-. Será mejor que cuando termine tu jornada aparezcas por el hospital y le expliques qué significa «más o menos». Se lo debes. -Dio dos pasos, se detuvo, se volvió lentamente y sus ojos ya no echaban chispas, sino que estaban cargados de pesar-. Maldita sea, Mia. Le heriste en lo más vivo. Cuando se enteró de que estabas bien y de que no habías ido a visitarlo se sintió muy dolido.

Mia tragó saliva con dificultad.

– Lo siento.

Kristen apretó los dientes.

– Más te vale. Abe se preocupa por ti.

Mia clavó la mirada en el escritorio.

– Iré al hospital en cuanto acabe mi turno.

– No falles. -Kristen hizo una pausa y carraspeó-. Mia, haz el favor de mirarme.

La detective levantó la cabeza. La ira había desaparecido y ahora imperaba la preocupación.

– ¿Qué pasa?

Kristen habló en tono susurrante:

– Con lo que le ha sucedido a tu padre y lo demás, las últimas semanas lo has pasado mal. Todos cometemos errores. Eres humana. Sigues siendo la compañera que quiero que cubra las espaldas de mi marido.

Mia esperó a que Kristen se marchara para tomar asiento. Todos suponían que estaba alterada por la muerte de su padre. Ojalá fuera tan sencillo.

– ¡Mierda!

– Estás blanca como el papel -intervino Murphy en tono afable-. Tendrías que haberte tomado unos días más.

– Por lo visto, tendría que haber hecho un montón de cosas -espetó y volvió a cerrar los ojos-. ¿Has visto a Abe?

– Sí. La primera semana estuvo muy grave. Aidan dice que mañana o pasado mañana le dan el alta, de modo que, a menos que quieras que te recrimine que no fuiste a visitarlo, lo mejor es que vayas esta noche. Mia, ¿en qué demonios estabas pensando?

Mia observó su reluciente taza de café.

– En que la fastidié y en que, por segunda vez, mi compañero había estado a punto de morir. -Murphy guardó silencio y Mia levantó la cabeza con actitud irónica-. ¿No piensas decirme que la culpa es mía? ¿Que soy la culpable tanto de este episodio como del anterior?

Murphy sacó un trozo de zanahoria de la bolsa de plástico que tenía sobre el escritorio.

– ¿De qué serviría?

Mia ojeó la pila de zanahorias uniformemente cortadas mientras Murphy le hincaba el diente a la que había cogido.

– ¿De nuevo intentas dejarlo?

Murphy no se dejó engañar y la contempló durante varios segundos.

– Dos semanas, aunque no es que esté contando los días.

– Me alegro por ti. -Mia se puso en pie y las piernas volvieron a sostenerla-. Tengo que decirle a Spinnelli que he vuelto.

– Está reunido. De todos modos, ha dicho que quería verte en cuanto llegases y que pasaras.

Mia puso expresión de contrariedad.

– ¿Por qué no me lo has dicho antes?

– Acabo de hacerlo. -La detective había llegado a la puerta del despacho de Spinnelli cuando Murphy añadió-: Mia, no fue culpa tuya. No tuviste nada que ver con lo que le pasó a Abe o a Ray. Sabes perfectamente que a veces las cosas salen mal.

Abe se había librado por los pelos no precisamente gracias a ella y Ray, su compañero anterior, no había tenido tanta suerte. También le enviaron cestas con frutas a la esposa de Ray.

– Tienes razón.

Mia respiró hondo y llamó a la puerta del despacho del teniente.

– Adelante -ordenó Spinnelli. Estaba sentado ante el escritorio y el ceño destacaba su bigote espeso y entrecano, pero suavizó la expresión nada más verla-. ¡Mia, cuánto me alegro de verte! Pasa y siéntate. ¿Cómo estás?

Mia cerró la puerta.

– A punto para trabajar.

Abrió desaforadamente los ojos al ver quién ocupaba la silla del otro lado del escritorio de Spinnelli. «¡Mierda!» A renglón seguido, el hombre de la gabardina con el que se había cruzado en la entrada se incorporó con presteza y con expresión no mucho más alegre que la suya.

Durante unos segundos, Mia se limitó a mirarlo.

– ¿Usted es la detective Mitchell? -preguntó el desconocido en tono acusador.

Mia asintió y notó que el color le subía a las mejillas. El hombre la había pillado prácticamente dormida en la entrada de la comisaría. La había tomado por chiflada. Toda posibilidad de que la primera impresión fuese buena se había ido al garete. De todos modos, recobró la compostura y lo miró a los ojos.

– Exactamente. Y usted, ¿quién es?

Spinnelli se puso en pie al otro lado del escritorio y dijo:

– Te presento al teniente Reed Solliday, de la OFI, Oficina de Investigación de Incendios.

Mia movió afirmativamente la cabeza.

– Ah, claro, los expertos en incendios provocados. Le escucho.

A Spinnelli se le escapó una sonrisa.

– Es tu nuevo compañero.


Lunes, 27 de noviembre, 9:00 horas

Brooke Adler estaba sentada en una esquina del escritorio, consciente de que seis pares de ojos estarían fijos en su canalillo durante los siguientes cincuenta minutos. Si tenía suerte, tal vez uno de los alumnos prestaría atención a la lección que había preparado con tanto mimo. No albergaba demasiadas esperanzas. Los chicos tampoco se hacían ilusiones.

En ese lugar, la única esperanza figuraba en el letrero que colgaba sobre la puerta: Centro de la esperanza para chicos. Ante ella había ladrones, fugitivos y agresores sexuales que aún no habían alcanzado la mayoría de edad. Habría preferido leones, tigres y osos. ¡Oh, Dios mío!

– ¿Qué tal el día de Acción de Gracias? -preguntó con entusiasmo.

La mayoría de los jóvenes habían pasado la festividad allí, en los dormitorios del centro para menores.

– El pavo estaba seco -se quejó Mike desde la última fila.

En realidad, la última fila no existía, pero Mike se las apañaba para crearla cada mañana. La silla del extremo de la primera fila estaba vacía.

Brooke escrutó los rostros de los alumnos.

– ¿Dónde está Thad?

Aparentemente inmutable, Jeff hundió los hombros, aunque su mirada siempre revelaba una tensión y una frialdad que ponía nerviosa a Brooke.

– El mariconazo robó de la nevera el trozo de pastel que quedaba -respondió el joven.

Brooke adoptó una expresión de malestar y replicó con tono tajante:

– Jeff, ya sabes que ese lenguaje no está permitido. ¿Dónde está Thad? -repitió más tranquila.

La sonrisa de Jeff provocó en Brooke un escalofrío que le recorrió la columna vertebral. Las sonrisas de Jeff eran maliciosas… tanto como él.

– Le dolía el estómago -respondió Jeff afablemente-. Está en la enfermería.

Thaddeus Lewin era un muchacho tranquilo que casi nunca hablaba. Brooke no sabía quién lo había tildado de «mariconazo». Tuvo la certeza de que no quería saber por qué lo llamaban así. Cogió su ejemplar de El señor de las moscas y suspiró.

– Os pedí que leyerais el capítulo dos. ¿Qué os ha parecido?

La semana anterior la comparación entre El señor de las moscas y el programa de televisión Supervivientes había despertado un mínimo interés. En ese momento los rostros de los chicos no denotaban la menor expresión. Nadie había hecho la lectura completa. Para sorpresa de Brooke, alguien levantó la mano.

– Manny, te escucho.

Manny Rodríguez nunca tomaba la palabra voluntariamente. El muchacho se acomodó en el asiento y respondió con tono suave:

– El fuego se apagó.

Jeff enarcó las cejas y preguntó:

– ¿Hay fuego en el libro?

Manny asintió y explicó:

– Los niños encallan en una isla y encienden una hoguera de señales para que los rescaten, pero el fuego se desmanda. -Se le iluminaron los ojos-. Se quema la ladera de una montaña y uno de los niños la palma. Después incendian la isla.

Manny habló casi con respeto y reverencia, por lo que a Brooke se le puso la piel de gallina.

– El fuego de señales es el símbolo de…

– ¿Cómo lo encendieron? -la interrumpió Jeff y no le hizo el menor caso.

– Usaron como lupa las gafas del gordo -replicó Manny-. Al final el gordo tiene lo que se merece. -Sonrió-. Le abren la cabeza con una piedra y hay sesos por todas partes. -Miró a Brooke con actitud maliciosa-. Profesora, leí más de lo que pidió.

– Una vez usé una lupa para cargarme un bicho -comentó Mike-. Suponía que no daba resultado, pero sirve.

Jeff esbozó una sonrisa cruel.

– Dicen que meter un hámster en el microondas es una leyenda urbana, pero se equivocan. Con gatos es todavía más divertido, aunque hace falta un microondas enorme.

– Ya está bien -espetó Brooke-. Manny, Jeff y Mike, se acabó.

Jeff se repantigó y sonrió ufano mientras volvía a clavar la mirada en los ojos de la profesora. Lo hizo lentamente con la intención de que Brooke lo notase.

– A la profesora le gustan las… los gatos -murmuró con tono apenas audible como para que ella se enterase.

Brooke llegó a la conclusión de que lo mejor era no hacerle caso.

Manny se encogió de hombros e insistió:

– Ha sido usted quien ha preguntado. El fuego se había apagado.

– El fuego no es más que un símbolo -explicó Brooke con firmeza-. Es el símbolo del sentido común y la moral. -Miró a sus alumnos con el ceño fruncido-. Ni se os ocurra acercaros al microondas. Hablemos del simbolismo del fuego de señales. El miércoles hay examen.

Todos los ojos se concentraron en sus pechos y Brooke supo que, a partir de ese momento, hablaría sola. Hacía tres meses que había llegado al Centro de la Esperanza, con el diploma recién expedido, entusiasta e impaciente por dar clases. Ahora simplemente rezaba con tal de pasar de un día al siguiente… y, de alguna manera, llegar a comunicar con alguno de los chicos. «Por favor, aunque solo sea con uno».