"Cuenta hasta diez" - читать интересную книгу автора (Rose Karen)

Capítulo 4

Lunes, 27 de noviembre, 11:45 horas

Un especialista de la CSU salió al encuentro de la detective y el teniente cuando se apearon del todoterreno en la entrada de la casa de los Dougherty. El hombre sonrió y dijo:

– Mia, me alegro de que estés de vuelta.

Mitchell sonrió encantada.

– Jack, me alegro de verte. Te presento al teniente Reed Solliday. -La detective lo miró-. Este es el sargento Jack Unger, de la unidad especializada en escenarios de crímenes. Es el mejor.

– El año pasado estuve en una de sus conferencias -comentó Reed al tiempo que le estrechaba la mano-. Se refirió al empleo de novedosos métodos analíticos para la detección de catalizadores. Fue muy interesante.

– Me alegro de que aprendiese algo nuevo. Teniente, mi equipo ya ha entrado y trabaja con sus hombres. Han comenzado a cuadricular el vestíbulo y la sala.

– Déme un minuto para cambiarme el calzado.

Mitchell y Unger examinaron la entrada mientras Reed hacía denodados esfuerzos a fin de cerrarse correctamente las botas. Cuando tenía prisa sus dedos se volvían torpes. Se reunió en la puerta con sus compañeros y los condujo hasta la cocina.

– Aquí encontramos el cadáver -explicó y señaló la pared de enfrente.

Mia echó un vistazo al techo destrozado.

– ¿Ahí arriba está el dormitorio?

– Sí. Es uno de los tres focos de origen. La cocina fue el principal.

Mitchell frunció las cejas.

– Usted supone que la chica estudiaba en el cuarto de huéspedes, es decir, al otro lado de la casa. Vuelva a explicarme de principio a fin el horario del incendio.

– Hacia medianoche los vecinos oyeron una explosión y de inmediato llamaron a emergencias. Tuvo que ocurrir en la cocina. La primera dotación de bomberos llegó tres minutos después y comprobó que las llamas rodeaban la totalidad de este lado de la casa, de arriba abajo. También había un fuego de menor magnitud en la sala, al otro lado. Prepararon las mangueras y atacaron el fuego en el vestíbulo. El techo de la cocina se desplomó poco después de la llegada de los bomberos y el jefe sacó a sus efectivos de la casa. Me presenté a las cero y cincuenta y dos. Para entonces ya lo habían dominado. En cuanto llegaron cortaron el suministro de gas a la casa, por lo que no hubo más combustible para mantener vivo el incendio en la cocina.

– Calor, combustible y oxígeno -sintetizó Mitchell-. El triángulo de toda la vida.

– Basta eliminar uno para apagar las llamas -coincidió Reed.

Unger estudió la pared con expresión seria.

– Se trata de una uve cerrada, como si algo hubiera subido un metro y medio a toda velocidad. A continuación, todo está negro hasta el punto más elevado.

– El autor quitó la válvula de la tubería de gas. Provocó una fuga, esperó a que el gas se acumulase y dejó un dispositivo para iniciar el incendio. La cocina estalló cuando la llama entró en contacto con el gas, que asciende. Trazó una línea de catalizador en la pared para cerciorarse de que ocurriera.

– ¿Qué empleó para iniciar el incendio? -quiso saber Mia.

– El laboratorio realiza análisis para conocer la estructura exacta, pero fue un catalizador sólido, probablemente de la familia de los nitratos. El modo de envío consistió en un huevo de plástico.

La detective enarcó sus rubias cejas.

– ¿Como los que se esconden en Pascua?

– No, más grande. Como los huevos en los que antes vendían los panties. Probablemente mezcló el nitrato con goma de guar para que se adhiriese a la pared. Cuando se encendió, el sólido ardió directamente hacia arriba. Por eso se detecta la uve cerrada. Como también estalló hacia fuera, arrasó con todo lo que había por debajo de la tubería de gas. Lo más probable es que el autor agujerease el huevo, lo llenara con la mezcla, pusiese la mecha y la encendiera. No dispuso de mucho tiempo para escapar, diría que como máximo tuvo diez o quince segundos.

– En ese caso, le gusta vivir al límite -opinó Mitchell-. ¿Cómo entró en la casa?

– Por la puerta trasera -terció Reed-. Tomamos fotos de la cerradura, pero no la tocamos por si hay huellas.

Mia lo miró con cara de preocupación.

– ¿Por qué?

– Porque ayer sospeché que se trataba de un homicidio y no quería que un juez invalidara las pruebas porque se recogieron con una autorización por incendio provocado.

Aunque a regañadientes, la detective quedó impresionada.

– Jack, ¿has obtenido huellas?

– Sí, pero diría que no pertenecen al que buscamos. Si fue lo bastante listo como para organizar este incendio, también lo fue para usar guantes. Cabe la posibilidad de que tengamos suerte y encontremos algo.

– ¿Puedes buscar huellas de pisadas? -le preguntó Mia a Unger-. Maldita sea, seguramente la lluvia las ha borrado.

– Tenemos varias huellas de pisadas -intervino Reed-, en su mayor parte de las botas de los bomberos, aunque unas pocas no pertenecen a ellos. Ayer tomamos moldes en yeso de dichas huellas.

Muy a su pesar, Mitchell volvió a mostrarse impresionada.

– ¿Están en el laboratorio?

– Lo mismo que los fragmentos del huevo, en el que también buscan huellas.

Mia se agachó para estudiar el sitio en el que habían hallado el cadáver.

– Jack, coge muestras de este sector.

Solliday se acuclilló junto a la detective y percibió un aroma más ligero y agradable que el olor a madera quemada que impregnaba la casa. La mujer olía a limones.

– He tomado muestras de esta zona y encontramos restos de gasolina -añadió Reed.

Preocupada, Mitchell adoptó expresión de contrariedad.

– El pirómano la roció con gasolina. Al quemarse, el cuerpo de la muchacha alcanzó tanta temperatura que las fibras de la camisa se derritieron y se fundieron con su piel.

– Así es. Capté trazas de hidrocarburos en el espacio de aire situado sobre el cuerpo. En la base del suelo también se detecta el dibujo de tablero de ajedrez. Es lo que sucede cuando la gasolina se cuela entre las baldosas. El adhesivo se ablanda y la base se calcina. Probablemente echó gasolina sobre la chica y salpicó el suelo.

– Me cuesta imaginar que el autor corriera el riesgo de encender una cerilla con todo el gas acumulado en la cocina -comentó Unger, pensativo.

– Diría que, cuando el huevo de plástico estalló, restos del catalizador en llamas cayeron sobre la chica. Sea como fuere, la gasolina se apaga muy rápido si el abastecimiento no es constante. Por eso quedaron huesos suficientes como para que Barrington hiciese radiografías.

Mitchell se puso de pie y apretó la mandíbula.

– Caitlin, ¿en qué lugar de la casa te disparó el muy cabrón? -Mia pasó por encima de las vigas caídas y se dirigió al vestíbulo, en el que uno de los miembros del equipo de Jack Unger realizaba con Ben la tarea de cuadricular la estancia con estacas y cuerdas-. Hola.

– Ben, te presento a la detective Mitchell, de Homicidios, y al sargento Unger, de la CSU.

Ben ladeó la cabeza.

– Encantado. Reed, pocos minutos antes de que llegases encontramos algo. -Se movió cuidadosamente por la zona cuadriculada, con un pequeño bote de cristal en la mano-. Da la sensación de que forma parte de un colgante.

Reed acercó el objeto a los focos.

– Es la letra «C» -afirmó y se lo entregó a Mitchell.

– ¿Dónde estaba? -le preguntó Mia a Ben y estudió la letra con gran atención.

Ben señaló la cuadrícula.

– Dos sectores más arriba y tres para allá. Me he dedicado a buscar la cadena.

La detective dirigió la mirada hacia la escalera.

– Solliday, ha dicho que en el primer piso encontró páginas de un libro de estadística. Eso significa que la chica estudiaba en la planta alta, por lo que en algún momento tuvo que bajar la escalera… viva o muerta.

Unger movió afirmativamente la cabeza.

– Si el autor le disparó arriba y la arrastró por la moqueta, en las fibras aparecerán restos de sangre. Tendremos que quitar toda la moqueta y comprobarlo.

– Tal vez le disparó en la cocina -planteó Reed.

– En ese caso arrancaremos el maldito suelo -aseguró Mitchell ferozmente-. ¡Mierda! Detesto los escenarios de incendios porque prácticamente no queda nada.

Reed negó con la cabeza.

– Quedan montones de cosa; solo hay que saber dónde buscarlas.

– Bueno -masculló Mia y acercó el bote de cristal a los focos. Su mirada se inflamó. Apoyó la mano cerrada en el escote, como si aferrara el colgante, y discurrió-: Se pelearon aquí. Lo más seguro es que Caitlin oyese algo y bajara la escalera.

– Quien lo hizo la encontró y la dominó -apostilló Reed.

– La sujetó de la cadena, que se rompió, por lo que el colgante salió despedido. Luego le disparó.

– En ese caso habrá salpicaduras en la moqueta. -Unger miró a su alrededor-. Colocaremos varios focos y examinaremos el lugar a fondo. Se ha hablado de tres puntos de origen. Ya hemos visto la cocina. ¿Cuáles son los otros dos?

– En el del dormitorio utilizó el mismo catalizador… otro huevo.

– ¿Y en la sala? -quiso saber Unger.

Como Ben había realizado la mayor parte del análisis de la sala, Reed dijo:

– Ben, somos todo oídos.

Ben carraspeó y tomó la palabra.

– El fuego se inició en la papelera, con un periódico y un cigarrillo, probablemente sin filtro. Ardió sin llama unos minutos antes de coger fuerza. Incendió las cortinas, pero los bomberos no tardaron en sofocarlo.

– ¿Podemos ver el dormitorio?

– Hay que moverse con mucho cuidado. -Reed los condujo escaleras arriba y se detuvo en la puerta-. No podemos entrar porque el suelo es inestable.

– ¿El agujero en el suelo se debió al incendio? -inquirió Mitchell.

– Sí, así es. Los bomberos hicieron el orificio en el techo para dar salida al calor.

Mitchell contuvo el aliento y esbozó una mueca.

– Necesito aire.

– Mia, ¿estás bien? -preguntó Unger con tono de preocupación.

– He tomado un calmante sin haber probado bocado y ahora mi estómago se queja -reconoció la detective.

Reed frunció el ceño.

– Tendría que haberme pedido que parara y habría ido a buscar algo de comer.

– Eso habría significado que Mia se cuida -ironizó Unger y la cogió del brazo-. Vete a comer. Nos queda un buen rato de trabajo aquí. Te llamaré si aparece algo extraordinario.

Mitchell miró a Reed y preguntó:

– ¿Vamos a comer y luego a la residencia estudiantil?

– Parece un buen plan.


Lunes, 27 de noviembre, 12:05 horas

Brooke Adler llamó a la puerta del despacho del consejero escolar y notó que cedía. Asomó la cabeza y vio al doctor Julian Thompson sentado al escritorio y a otro profesor aposentado en una de las sillas del otro lado.

– Disculpa. Volveré más tarde.

Julian le hizo señas de que pasase.

– Tranquila, Brooke. No hablamos de nada importante.

Devin White meneó la cabeza y esbozó una sonrisa que aceleró el corazón de Brooke. Había reparado muchas veces en él desde su llegada al Centro de la Esperanza, pero era la primera ocasión en la que hablarían.

– Julian, no estoy de acuerdo. Hablábamos de un tema de importancia global. -Levantó una ceja-. ¿El domingo ganarán los Bears o los Lions?

Brooke sabía muy poco de deportes, pero estaban en Chicago.

– Los Bears.

Devin frunció el ceño con actitud lúdica.

– No hay nada que hacer con la lealtad por el equipo del terruño.

Julian señaló la silla contigua a la de White.

– Devin apuesta por los Lions.

– Tengo debilidad por ellos -admitió-. ¿Quieres que me vaya? ¿Se trata de un asunto privado?

Brooke negó con la cabeza.

– Claro que no. A decir verdad, me vendrá bien la perspectiva de otro profesor. Estoy preocupada por algunos alumnos, mejor dicho, por uno.

Julian se recostó en el sillón.

– Ya sé a quién te refieres. A Jeffrey DeMartino.

– Pues no, no se trata de Jeff, aunque ha reconocido que envió a Thad Lewin a la enfermería.

Julian se limitó a suspirar.

– Thad no ha hablado. Tiene demasiado miedo como para delatar a Jeff y no disponemos de pruebas. Si no estás preocupada por Jeff, ¿quién te inquieta?

– Manny Rodríguez.

Ambos hombres se sorprendieron y Devin preguntó:

– ¿Manny? Jamás me ha causado problemas.

– A mí tampoco, pero esta mañana mostró un interés extraordinario por El señor de las moscas.

Julian levantó las cejas.

– ¿Es aconsejable que lean relatos de anarquía adolescente?

Brooke se encogió de hombros.

– El doctor Bixby supuso que sería un buen tema. -A decir verdad, el director del centro había recomendado la lectura de esa novela-. Sea como fuere, hoy hemos hablado del fuego para hacer señales.

Julian inclinó la cabeza.

– ¿Y a Manny le brillaron los ojos?

– Prácticamente se babeó.

– Quieres saber si antes de ingresar aquí Manny provocaba incendios.

– Ni más ni menos. Es lo que me interesa. Me alegro de que el libro le guste, pero… Fue escalofriante.

Julian apoyó el mentón en sus delgados dedos.

– Así es. Provocó incendios. Ha prendido montones de pequeñas hogueras desde que tenía cinco años. Por último, causó un grave incendio que destruyó su casa de acogida. Fue entonces cuando lo trajeron al centro de internamiento. Estamos trabajando el control de sus impulsos.

Brooke se acomodó en la silla.

– Ojalá lo hubiera sabido. ¿Debo cambiar de libro?

Devin se rascó el mentón.

– ¿Qué lectura harías? Todo libro del que vale la pena hablar incluye un tema polémico que afecta, como mínimo, a un crío de tu clase.

– Ya lo había pensado -reconoció Brooke.

– Quizá no sea tan negativo -opinó Julian-. Como sé lo que Manny ha leído lo aprovecharemos en la terapia. En el centro no puede prender fuego, de modo que ofrecerle imágenes tentadoras mientras está aquí es seguro. Podemos buscar formas constructivas de canalizar sus impulsos mientras aún están frescos en su mente.

Brooke se puso de pie y ambos hombres se incorporaron.

– Gracias, Julian. Te enviaré regularmente un informe. Dime algo si te parece que lo más adecuado es cambiar de lectura.

Devin sostuvo la puerta abierta y comentó:

– Creo que el menú de hoy en la cafetería se compone de macarrones con queso y patatas rellenas.

Brooke sonrió.

– Pues vayamos a hacer cola. Las patatas rellenas desaparecen enseguida.

Devin sonrió de oreja a oreja.

– Y cuando te las tiran no hacen daño. Hasta luego, Julian.

– Todavía no he participado en una batalla de comida -comentó Brooke mientras caminaban por el pasillo.

– Yo me estrené el verano pasado. Por desgracia, ese día tocaban manzanas, que al golpearte hacen daño. Brooke, yo no me preocuparía demasiado por El señor de las moscas. La mayoría de los chicos han visto cosas mucho peores. -La sonrisa de Devin se esfumó-. Si las supieras se te partiría el corazón.

– Te preocupas por ellos -afirmó la profesora en tono bajo.

– Es difícil no hacerlo, ya que acabas por encariñarte.

– ¡Señor White!

Un trío de muchachos con cara de susto se reunió con los profesores.

Devin sonrió y preguntó:

– ¿Qué pasa?

– Necesitamos ayuda antes del examen -respondió uno de los muchachos y a Brooke se le cayó el alma a los pies.

«Adiós a las patatas rellenas -pensó-. Volveré a comer en mi mesa de trabajo».

Devin le dedicó a Brooke una sonrisa con la que le pidió disculpas.

– Lo siento. Luego nos vemos.

Brooke suspiró en silencio y lo vio alejarse. Las patatas rellenas con Devin White era lo más parecido a una cita que había tenido en mucho tiempo, lo cual era patético. Se dirigió a su aula y frenó en seco al doblar en el recodo.

Manny Rodríguez miró a un lado y a otro antes de arrojar algo al cubo de basura situado en la puerta del comedor. ¿Era un periódico? Le resultó imposible imaginar que Manny quisiera hacer algo constructivo con un diario. Esperó a que el chico se alejara, quitó la tapa del cubo, frunció la nariz y lo rescató. Supuso que serviría de envoltorio de algo pesado, pero al retirarlo comprobó que no contenía nada.

Era el Trib del día. Adoptó una expresión adusta y abrió el periódico hasta encontrar un recorte de bordes irregulares. Manny había arrancado un trozo. ¿Se trataba de un artículo o tal vez de una foto? Fuera lo que fuese, correspondía a la página A-12. Pensó en quedarse con el ejemplar, pero al final lo depositó en el cubo. La mitad de las páginas estaban impregnadas con salsa de queso. Si había algún problema, Julian podría utilizar esa información durante la terapia.

Decidió ir a la biblioteca del centro y hojear el Trib. Quizá no era más que el anuncio de un videojuego, aunque tuvo sus dudas al recordar la expresión de Manny.


Lunes, 27 de noviembre, 13:15 horas

– ¿Cuántos años tiene su hija?

Sorprendido, Reed levantó la cabeza. Eran las primeras palabras que Mitchell pronunciaba desde que habían cogido las bandejas y se habían sentado a la mesa de la hamburguesería elegida por ella. Supuso que su compañera seguía enfadada por lo ocurrido por la mañana. A nadie le gusta que, si duele, le digan la verdad, y Solliday se había limitado a expresarla. Si la detective no estaba en condiciones de trabajar, pediría que le asignasen otra persona.

Era comprensible que no estuviera en condiciones de trabajar. Bastaron unas pocas preguntas al forense para resolver el rompecabezas y la propia Mitchell colocó la última pieza: el compañero herido y la muerte de su padre. Si a ello le sumaba la herida en el hombro, la mujer había hecho un pleno de tres aciertos. No era de extrañar que a primera hora de la mañana estuviera ensimismada. Desde entonces no la había visto perder la concentración ni una sola vez. Se había mostrado firme y segura con los padres de la chica y había dado voz a los comentarios adecuados para suavizar en la medida de lo posible el sufrimiento del padre. En casa de los Dougherty había llegado a las mismas conclusiones que él con respecto al escenario.

Tal vez ese silencio era la manera que Mitchell tenía de procesar la información y no se debía a la cólera contenida. Fuera como fuese, la pregunta fue como una tregua.

– Beth tiene catorce y se comporta como si fuera a cumplir veinticinco -repuso Solliday y adoptó expresión de contrariedad.

– Está en una edad difícil -comentó Mia con actitud comprensiva. Clavó la mirada en un punto situado detrás del teniente-. Ni por todo el oro del mundo me gustaría volver a esos años.

– En eso estamos de acuerdo. ¿Qué ha visto detrás de mí?

– Una barracuda. -Mia entrecerró los ojos y siguió con la mirada a la rubia de trenza larga que se aproximaba-. Carmichael, ¿a qué debo el placer?

La mujer acercó una silla y se sentó.

– ¿Esa es forma de saludarme después de dos semanas sin vernos? -Examinó a Reed con interés-. Supuse que Reagan ya estaría de regreso.

– Volverá en cuestión de semanas.

La mujer extendió la mano y se presentó:

– Soy Joanna Carmichael.

Reed no supo si estrecharla.

– Soy el teniente Solliday…

– De la OFI, ya lo sé. Investigué la matrícula de su todoterreno antes de entrar.

Reed frunció el ceño.

– No me gusta que invadan de esa manera mi intimidad.

Carmichael se encogió de hombros.

– Es una cuestión territorial. Trabajo para el Bulletin.

Reed miró a Mitchell, que estaba muy molesta, y preguntó:

– ¿Tiene club de fans?

Carmichael rio.

– Esa mujer sería una buena redactora. Has vuelto antes de lo que suponía.

– Me he curado rápido. Carmichael, no tengo nada para ti. Reasignaron todos mis casos mientras estuve de baja.

– Esta vez soy yo la que tiene algo para ti. Estuve atenta a lo que podía interesarte y, según una de mis fuentes, antes de ser herido, tu compañero alcanzó a uno de los tíos que os dispararon. Le hizo un bonito agujero en el brazo. -Carmichael enarcó una ceja-. Más o menos como el tuyo.

Mia movió negativamente la cabeza.

– A lo largo de los últimos quince días nadie que coincida con su descripción estuvo en el hospital. Lo he comprobado cada día.

– La mamá del cabrón es auxiliar de enfermería. Se ha corrido la voz de que lo atendió ella. No ha hecho una chapuza y, por lo visto, el tío también se ha curado enseguida.

Mitchell entornó amenazadoramente los ojos.

– ¿Cómo se llama tu cabrón?

– Oscar DuPree. ¿Es el mismo que el tuyo? -preguntó Carmichael con engañoso desinterés.

Mitchell asintió.

– Sí, uno de ellos. ¿Dónde está?

– Para en un bar llamado Looney. No fue quien disparó a tu compañero. Su amigo no ha dejado de hablar de que disparó a la barriga de un policía corpulento y malvado, que se desplomó como una piedra. La zorra de la policía recibió un disparo en el hombro porque quedó encandilada como un ciervo ante los faros de un coche.

Mitchell se ruborizó.

– ¡Vaya con el muy cabrón! Carmichael, te debo una.

– No, no me debes nada. -Carmichael se puso en pie-. En cierta ocasión te portaste bien conmigo y suelo pagar mis deudas. Estamos en paz. -Consultó la hora-. Tengo que irme. Teniente, encantada de conocerlo. Si tiene una buena pista sobre el incendio con homicidio, le agradeceré los titulares.

– ¿Cómo dice? -preguntó Reed, que se mantuvo impasible.

– Venga ya, teniente, déjese de tonterías. Usted trabaja en la unidad de investigaciones de incendios y ella en Homicidios. No hace falta un experto en cohetes espaciales para encajar las piezas. ¿Qué ha pasado? ¿Cuál es la explicación?

Mitchell dobló metódicamente la envoltura de la hamburguesa hasta convertirla en un balón de papel y le dirigió a Carmichael una mirada abrasadora.

– Serás la primera en saberlo. Yo también pago mis deudas.

Carmichael se alejó sin dejar de reír entre dientes y masculló:

– El último en llegar a Looney es tonto.

– Deduzco que nos desviaremos de camino a la residencia estudiantil -comentó Reed secamente.

Mitchell se irguió y sus ojos azules y redondos mostraron sorpresa.

– Es un asunto de mi incumbencia. Si me deja en la comisaría cogeré mi coche.

– Muéstreme la rotación completa. Gire el brazo como si fuera a lanzar desde el montículo.

Mia intentó encestar la pelota de papel en el cubo de basura e hizo una mueca.

– ¡Mierda! Me ha dolido.

– Debería seguir de baja, pero no piensa pedirla, ¿me equivoco?

La detective lo miró a los ojos.

– Solliday, le dispararon a mi compañero como si fuese un perro callejero. Es un buen hombre y lo hicieron picadillo. El cabrón que lo hirió se jacta de sus actos. Si estuviera en mi lugar, ¿volvería a casa y se metería en la cama?

Reed se dio cuenta de que la detective sabía expresar claramente sus pensamientos.

– No, no lo haría. Escuche, la llevaré, pero antes llamaré a Spinnelli. Pida refuerzos o tendré que intervenir.

Mia se puso en pie con expresión decidida.

– Es mi problema.

– De acuerdo. Resuelva su problema y luego nos ocuparemos de Caitlin Burnette.

– En marcha, Solliday. Con un poco de suerte, encontraremos a los cabrones en su abrevadero habitual. A las dos y media, como mucho a las tres, estaremos en la universidad.

Reed cogió las bandejas y echó los restos en el cubo.

– A las tres. De acuerdo.


Lunes, 27 de noviembre, 16:00 horas

– Hola. Por favor, ¿puedo hablar con Emily Richter?

– Si quiere vender algo…

– Señora, no soy vendedor -se apresuró a interrumpirla-. Me llamo Harry Porter y trabajo en el Trib.

– Ya he hablado con ustedes.

– Lo sé -comentó el hombre con tono tranquilizador-. Me gustaría saber qué opinan los Dougherty, los dueños de la casa. ¿Sabe dónde puedo encontrarlos?

La señora Richter se sorbió la nariz.

– No están, se han ido de vacaciones.

– ¡Vaya! Señora, gracias por haberme dedicado unos minutos.

– Los periodistas deberían hablar entre sí en lugar de molestarme -se quejó la mujer.

Le habría gustado retorcerle el pescuezo, pero de momento la necesitaba.

Al día siguiente volvería a intentarlo. Guardó el móvil con expresión de fastidio y se olvidó de Laura Dougherty. Esa noche le tocaba bailar con Penny Hill y estaba deseoso de que la hora llegara.


Lunes, 27 de noviembre, 16:00 horas

La señora Schuster apartó la mirada del ordenador cuando Brooke entró en la biblioteca.

– Hola, Brooke, ¿en qué puedo ayudarte?

Brooke señaló los periódicos.

– Quería echarle un vistazo al diario de hoy.

– La sección de deportes no está -le informó la bibliotecaria y dejó escapar un suspiro de resignación-. Devin se la llevó. Analiza las estadísticas porque la semana que viene quiere ganar la quiniela. Me parece injusto que un profesor de matemáticas haga la quiniela. Es como tener información privilegiada.

Brooke rio.

– Deduzco que la semana pasada perdiste.

La señora Schuster sonrió.

– ¡A lo grande! Brooke, no hay prisa con el periódico.

– Gracias.

Brooke cogió el diario, lo abrió en la página A-12 y suspiró. El artículo que Manny había arrancado se refería al incendio de una casa. La vivienda había ardido hasta los cimientos y había una víctima.

Hizo dos fotocopias del artículo y se preguntó cuántas informaciones había recortado Manny. Aunque en el centro no podía provocar incendios, lo cierto es que el chico fomentaba pasivamente su adicción, por lo que se trataba de un tema que podían evaluar en terapia.

Pasó por la sala de profesores e introdujo una de las fotocopias en un sobre para dejársela a Julian Thompson. Acababa de meterlo en el buzón cuando la puerta se abrió y Devin White entró en compañía de dos profesores. Era el final de la jornada, momento en el que todos pasaban por la sala a ver si tenían correspondencia, por lo que la presencia de Devin no fue una verdadera sorpresa. De todos modos, el corazón de Brooke dio un brinco.

– Hola, Brooke. -Jackie Kersey le dedicó una sonrisa alentadora-. Vamos a tomar algo, acompáñanos.

Brooke lanzó una fugaz mirada en dirección a Devin, que había girado la cabeza y miraba su buzón, situado en la hilera inferior. Desde donde se encontraba tuvo una interesante perspectiva de su trasero.

– No debería ir -masculló.

Jackie esbozó una sonrisa al reparar en la dirección de la mirada de Brooke y apostilló:

– Es la happy hour en Flannagan, dos copas al precio de una. Pediré una cerveza y podrás tomarte la otra.

Devin la miró y sonrió.

– Ven, Brooke, te sentará bien.

Ella rio casi sin aliento.

– Pensaba volver a casa y corregir exámenes, pero allí nos veremos.