"Cuenta hasta diez" - читать интересную книгу автора (Rose Karen)

Capítulo 6

Lunes, 27 de noviembre, 20:00 horas

Mia le mostró la placa a la enfermera.

– Vengo a visitar a Abe Reagan.

– Señora, no es horario de visitas.

– Vengo a hablar de la herida de bala del detective Reagan. Tenemos una pista.

La enfermera se mordió los carrillos.

– Vaya, vaya. Detective, ¿qué lleva en la bolsa?

Mia miró la bolsa de papel de estraza donde llevaba baklava, uno de los dulces preferidos de Abe. Levantó la cabeza y repuso con cara seria:

– Fotos de delincuentes.

La enfermera asintió y le siguió la corriente:

– Está en la tercera habitación a contar desde el final. Dígale que la aguja que utilizaré será enorme si esta noche le sube la tensión por comerse las fotos de delincuentes.

– ¡Cuánta maldad! -ironizó Mia al oír que la enfermera reía a sus espaldas.

Con un nudo en el estómago, la detective se dirigió lentamente a la habitación de Abe. Se detuvo ante la puerta y estuvo a punto de darse la vuelta pero, como había dado su palabra, llamó.

– Váyase. No quiero más gelatina, puré de manzana o lo que sea -repuso Abe con tono quejumbroso y, pese a no tenerlas todas consigo, Mia sonrió.

– ¿Qué opinas de esto? -preguntó y le mostró la bolsa al tiempo que entraba.

Abe estaba sentado en la cama y veía el partido por televisión. Le quitó el volumen al televisor y se volvió hacia su compañera con una mirada cautelosa que borró la sonrisa de los labios de Mia.

– Depende. ¿Qué traes? -Abe miró el contenido de la bolsa e irguió la cabeza con expresión inescrutable-. Puedes quedarte.

Incómoda, Mia se metió las manos en los bolsillos y escrutó el rostro del detective. Estaba más delgado y pálido. El corazón de Mia pareció detenerse cuando la invadió una nueva oleada de culpa. Abe no dijo nada y se limitó a observarla con actitud expectante. Mia se llenó la boca de aire y lo expulsó antes de decir:

– Lo lamento.

– ¿Qué lamentas? -preguntó Abe sin inmutarse.

Mia desvió la mirada.

– Todo. Lamento que te disparasen y no haber venido a visitarte. -Se encogió de hombros-. Lamento que te pinchen con una aguja enorme en el caso de que te comas lo que hay en la bolsa.

Abe masculló algo ininteligible.

– Cháchara de enfermeras. No me dan miedo. Siéntate.

Aunque hizo caso, Mia fue incapaz de mirarlo a los ojos. Aguantó el silencio tanto como pudo antes de espetar:

– Dime… ¿Dónde está Kristen?

– En casa, con Kara. -Kara era la hija que Abe trataba como el precioso tesoro que realmente era-. Por favor, Mia, mírame.

Los ojos azules de Abe no revelaron ira, sino pesar al comprobar que Mitchell no sabía si sería capaz de soportarlo. La detective se puso de pie, pero su compañero la sujetó del brazo.

– Mia, haz el favor de sentarte. -Abe aguardó a que tomase asiento y lanzó una maldición en voz baja-. ¿Se te ha ocurrido pensar, aunque solo sea por un instante, que te responsabilizo de lo ocurrido?

Mitchell lo miró a los ojos.

– Supuse que lo habías hecho, aunque sabía que no me culparías.

– Mia, no tenía la certeza de que estabas bien… -Tragó saliva con dificultad-. Me figuré que habías decidido perseguirlos y yo no estaba para cubrirte las espaldas -se sinceró con un tono grave.

La detective rio con pesar.

– Los perseguí, pero no los encontré.

– Te ruego que no vuelvas a hacer lo mismo.

– ¿A qué te refieres? ¿A permitir que te disparen?

– También a eso -replicó Abe secamente-. Kristen dice que esta mañana te ha soltado una buena.

– Espero no tener que enfrentarme con ella en un tribunal. Me sentí como una mierda.

– Habrías sido lo peor de este mundo si Kristen no se hubiese compadecido. Le dijiste que aquella noche no prestabas atención. ¿Por qué? -Abe impidió que Mitchell se explicase-. No digas nada. Hace demasiado que somos compañeros y sabía que algo te preocupaba.

Mia exhaló un suspiro.

– Supongo que mi padre, el funeral… Me derrumbé.

Abe entornó los ojos porque no creyó ni una sola palabra. Mia pensó que ya sabía que no se lo tragaría.

– ¿Es tan malo que no puedes decírmelo?

Mitchell cerró los ojos y vio la lápida contigua a la de su padre y los ojos de la desconocida, que se cruzaron con los suyos.

– Si te digo que sí, ¿te ofenderás?

Abe titubeó unos segundos e inquirió en un tono bajo:

– Mia, ¿tienes problemas?

La detective abrió los ojos de par en par y reparó en la expresión preocupada de su compañero.

– No, los tiros no van por ahí.

– ¿Estás enferma? -Abe hizo una mueca-. ¿Te has quedado preñada?

– No y no.

Abe dejó escapar un suspiro de alivio.

– Tampoco tiene que ver con un hombre porque hace tiempo que no sales con nadie.

– Gracias -repuso Mia con ironía y Abe sonrió-. Casi lo había olvidado.

– Solo pretendía ayudarte. -La sonrisa de Abe se esfumó-. Si necesitas hablar, ven a verme, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. -Mia se alegró de cambiar de tema-. Tengo novedades. ¿Te acuerdas de Getts y DuPree?

– Vagamente -respondió y su tono se volvió árido.

– Al parecer, heriste a DuPree antes de que Getts te disparara.

Abe entrecerró los ojos y se centró en el tema.

– Me alegro. Espero que al cabrón le duela hasta el alma.

– DuPree está todavía peor. -Más que sonreír, Mia se limitó a mostrar los dientes-. Hoy lo he detenido. Joanna Carmichael me dijo dónde estaba. -Abe abrió desmesuradamente los ojos y Mia asintió muy a su pesar-. Yo también me he llevado una soberana sorpresa. Supongo que tanto sigilo por su parte por fin da resultados. Lo lamentable es que Getts escapó.

– ¡Maldito sea! -espetó Abe con suavidad.

– Lo lamento.

– Mia, deja de decir tonterías. A ti también te disparó y ahora sabe que conoces el sitio en el que suele estar. Por si eso fuera poco, has detenido a su compinche. Getts desaparecerá una temporada o plantará cara.

– Me la juego a que se esconderá.

– Hasta que te pille por sorpresa. No les vi las caras, pero tú sí. Eres la única que puede identificar a Getts. Los buscábamos por asesinato y ahora se trata del intento de asesinato de un policía. ¿Crees que querrá verte vivita y coleando?

Mia ya lo había pensado.

– Tendré mucho cuidado.

– Dile a Spinnelli que, hasta mi regreso, te asigne un compañero que te cubra las espaldas.

– Ya lo tengo… al menos de forma provisional -se apresuró a añadir Mitchell al ver que Abe enarcaba sus oscuras cejas.

– ¿De verdad? ¿Quién es?

– Me han asignado a la OFI por un caso de incendio provocado con homicidio. Se llama Reed Solliday.

Abe se inclinó.

– ¿Y qué más? ¿Es joven o viejo? ¿Es novato o experimentado?

– Posee bastante experiencia y pocos años más que tú, los suficientes como para tener una hija de catorce años. -Mia se estremeció de forma exagerada-. Lleva los zapatos demasiado brillantes.

– Deberían azotarlo.

Mitchell rio entre dientes.

– Al principio me resultó desagradable, pero creo que es un buen tipo.

Abe abrió la bolsa y Mia supo que estaba todo perdonado.

– ¿Quieres? -preguntó el detective.

– Me he comido mi ración cuando venía para el hospital. Si la enfermera pregunta algo, la bolsa contiene fotos de delincuentes.

Abe miró furtivamente en dirección a la puerta e inquirió:

– ¿La oyes?

Mia disimuló la sonrisa.

– Me parecía que no le tenías miedo a las enfermeras ni a su cháchara.

– Te he mentido. La enfermera de noche es el anticristo. -Abe cogió un trozo de baklava y se recostó en la almohada-. Háblame del incendio provocado y no te saltes ni una coma.


Lunes, 27 de noviembre, 23:15 horas

Penny Hill no estaba en casa. ¿Por qué no estaba?, se preguntó. Miró la hora y volvió a observar la casa que la noche anterior había examinado meticulosamente. La víspera, la mujer estaba y a las once ya se había acostado. Esa noche él había regresado dispuesto a actuar, pero la mujer no estaba. Oculto por los frondosos árboles de hoja perenne, miró por la ventana hacia el interior y solo vio un perro que dormía en el suelo de la sala. Apretó los dientes.

Tenía tres opciones: la primera, regresar al día siguiente por la noche; la segunda, incendiar la vivienda en ausencia de la mujer y, la tercera, tener paciencia y esperar. Evaluó las posibilidades y los riesgos de la espera y de que lo viesen. Pensó en las recompensas de la cacería. La última vez había renunciado a la presa debido a su ansiedad por las llamas. Esa noche quería algo más. Se acordó de la pequeña Caitlin y experimentó un estremecimiento de inquietante placer. Recordó la energía que había discurrido por su cuerpo y ese ímpetu indescriptible.

Deseaba volver a sentir el mismo ímpetu, el poder total y absoluto de la vida y la muerte.

Por no hablar del dolor… Quería que la muy zorra sintiese un gran dolor y pidiera clemencia.

Quería que Penny Hill pagase. Tensó los labios con actitud lobuna y decidió esperar. Al fin y al cabo, tenía tiempo, todo el tiempo del mundo, lo que lo diferenciaba de Penny Hill. Penny Hill contaría hasta diez y se iría al infierno.


Lunes, 27 de noviembre, 23:25 horas

Mia subió la escalera y llegó a su apartamento. Suponía que correr una hora le serviría para quemar energía y nerviosismo, pero solo había conseguido acabar bañada en sudor y con dolor en el hombro cubierto de esparadrapo. En cuanto abrió la puerta del piso reparó en la diferencia. El ambiente era cálido y olía a… ¿tal vez a mantequilla de cacahuete?

– ¡No dispares, soy yo!

Mia vació de aire los pulmones.

– Maldita sea, Dana, podría haberte herido.

La mejor amiga de la detective estaba sentada a la mesa de su pequeño comedor y había levantado los brazos.

– Te devolveré la mantequilla de cacahuete.

Mia cerró la puerta del apartamento y echó los cerrojos.

– ¡Ja, ja, ja! Una cómica muerta no le interesa a nadie. ¿Cuándo has llegado?

Dana y su marido habían llevado a sus hijos adoptivos a pasar Acción de Gracias en la costa oriental de Maryland con unos viejos amigos de Ethan.

– Ayer a medianoche. Esta mañana ha sido muy divertido levantar a los niños para que fuesen a la escuela. Los acompañamos al autobús y volvimos a la cama.

Mia sacó dos cervezas de la nevera.

– Y meterte en la cama con Ethan es tan desagradable… -se burló.

Dana sonrió.

– Sobreviviré. -Meneó la cabeza e hizo una mueca a la cerveza que su amiga le ofrecía-. Gracias, pero no. Combina mal con la mantequilla de cacahuete. -Dana esperó a que Mia se sentara-. No respondiste a mis llamadas telefónicas y estaba preocupada.

– Ponte a la cola. -Mitchell suspiró al ver la expresión irritada en los ojos castaños de Dana-. Lo lamento. Por favor, me siento como un disco rayado. Hoy no he hecho más que repetir que lo lamento.

Dana levantó una ceja.

– ¿Has terminado?

– Sí -contestó Mia con tono arisco e infantil, lo que en ese momento era más o menos adecuado.

– Bueno. Escucha, solo quería saber cómo estás y comprobar que no habías muerto. Una malhumorada muerta no le interesa a nadie. Mia, además de evitarme y, por lo que parece, esquivar prácticamente a todo el mundo, ¿qué has hecho las dos últimas semanas?

Mia bebió un generoso sorbo de la botella, se dirigió al armario de la cocina y sacó… sacó la caja. Se trataba de una sencilla caja de madera, sin adornos ni etiquetas. Parecía increíble que un objeto tan pequeño pudiese albergar tanto dolor. Depositó la caja delante de Dana.

– Aquí la tienes.

– ¿Por qué será que me siento como Pandora? -murmuró Dana y abrió la tapa-. ¡Vaya, Mia! -Levantó la mirada tras comprender lo ocurrido-. Al menos ahora lo sabes. Me refiero al niño.

– Encontré la caja en el armario de Bobby cuando retiré la ropa con la que enterrarlo. La abrí cuando volví a casa del cementerio porque quería guardar su placa.

Tras permanecer sobre la bandera que cubría el féretro, al llegar a la sepultura de Bobby Mitchell le entregaron formalmente la placa a la madre de Mia. Annabelle Mitchell estaba ojerosa y agotada, se volvió y depositó tanto la bandera como la placa en manos de su hija. Azorada, Mia las aceptó. Ahora la bandera tres veces plegada se encontraba junto a la tostadora. Probablemente tenía migas de galletas entre los dobleces y, salvo por la reticencia a ensuciar la bandera de su país, lo cierto es que le importaba muy poco.

La detective señaló la caja con la botella y apostilló:

– Me encontré con eso.

Dana retiró la foto de la caja.

– ¡Por favor, Mia! Es igual a ti cuando eras bebé.

La risa de Mia sonó hueca.

– Los genes de Bobby son dominantes. -Rodeó la mesa y, por encima del hombro de Dana, contempló la cara regordeta del crío que estaba sentado en una pequeña mecedora de madera, con un camión rojo en la mano. Se trataba del niño que Mia nunca había visto, aunque sabía su nombre, el día de su nacimiento y el de su muerte-. Seguro que se parece a mi foto de bebé. Esa es nuestra mecedora, quiero decir de Kelsey y mía. Bobby también nos hizo fotos en la mecedora.

– ¡Qué vulgar! -Dana habló con suavidad, pero tensó los labios-. Claro que ya lo sabíamos.

Solo Dana lo sabía; bueno, Dana, Kelsey… y tal vez su madre. Mia no estaba totalmente segura de que su madre lo supiese. Escrutó el rostro del chiquillo.

– Como yo, tiene los ojos azules y el pelo rubio de Bobby. Y también como ella, quienquiera que sea.

– Tal como suponía, has dedicado las dos últimas semanas a intentar encontrarla.

«Ella» era la desconocida que Mia había visto durante el entierro de su padre. Se trataba de una joven de pelo rubio y ojos azules y redondos… «como los míos». Durante un fugaz instante fue como mirarse en un espejo. Luego la mujer bajó la mirada y se mezcló con el montón de policías que presentaban sus últimos respetos. Después del entierro, Dana la buscó en medio del gentío, mientras Mia recibía el pésame de cada uno de los asistentes.

Aquello había sido el aspecto más difícil de esa farsa: asentir serenamente ante cada agente que le estrechaba la mano y con voz baja le aseguraba que su padre había sido un buen policía y un buen hombre. Por favor, ¿era posible que todos fuesen tan falsos?

Cuando el último policía se alejó y se quedó a solas con su madre, Mia buscó con la mirada a Dana, que negó con la cabeza. La mujer se había esfumado. Le bastó echar un vistazo al rostro de su madre para saber lo que quería averiguar: Annabelle Mitchell también la había visto. A diferencia de Mia, su madre no se sorprendió lo más mínimo. Como tantas veces en su vida, la progenitora de la detective cerró los ojos porque no estaba dispuesta a hablar de esa mujer ni del pequeño. La condenada lápida decía: Liam Charles Mitchell, amado hijo.

– Me alegro de que tú también la vieses porque, de lo contrario, ahora estaría tumbada en el diván del psiquiatra.

– Mia, no te la inventaste, estuvo presente.

Mia se terminó la cerveza.

– Así es. Lo sé. Estuvo presente entonces y también después.

Dana abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿Regresó?

– Varias veces. No habla, se limita a mirarme. Nunca estoy lo bastante cerca como para cogerla. Dana, te aseguro que me vuelve loca. Por si eso fuera poco, sé que mi madre la conoce.

– Pero no quiere decírtelo.

– Exactamente. Es la Annabelle de siempre. De todos modos, logré que me hablase del crío. -Dejó la botella sobre la mesa y de repente notó el sabor amargo de la cerveza-. Debo decírselo a Kelsey, tiene que saberlo.

La última vez que había hablado con su hermana fue el día de la muerte de su padre y, como siempre, lo hizo a través del plexiglás. Mia nunca solicitaba un encuentro especial con su hermana. Sería contraproducente que las demás reclusas supiesen que la hermana de Kelsey Mitchell era policía.

Kelsey tenía que enterarse de lo que Mia había averiguado. Tal vez así encontraría finalmente la paz.

– Puedo ir a decírselo -propuso Dana.

– No, es mi responsabilidad. De todas maneras, te lo agradezco. Todavía tengo que asimilarlo. Hoy me han asignado un nuevo caso.

– ¿Con quién?

Mia observó atentamente la botella.

– Con Reed Solliday. Se trata de un incendio provocado.

Dana enarcó las cejas pues conocía al dedillo las actitudes de su amiga.

– Sigue.

– Parece agradable. No está casado y tiene una hija de catorce años. Se mueve como un bailarín.

– Nunca he comprendido por qué eso te excita tanto.

Mia rio muy a su pesar.

– Yo tampoco. Lo bueno es que está fuera de mi alcance.

– Acabas de decir que no está casado.

La detective se puso seria.

– También he dicho que es agradable.

Dana soltó una expresión de contrariedad.

– ¡Mia, no dejas de desconcertarme!

– No es lo que pretendo.

Dana suspiró.

– Ya lo sé. Dime… ¿Qué vas a hacer con la caja?

– No tengo ni la más remota idea. -Torció la boca-. Guardaré las placas de identificación.

Dana bajó la mirada hasta el pecho de su amiga y preguntó:

– En ese caso, ¿por qué las llevas puestas?

Mia acarició la cadena que rodeaba su cuello.

– Porque la vez que las guardé en la caja no pude dormir. No sé muy bien qué me pasó, fue una especie de ataque de pánico, así que me levanté y volví a ponérmelas. -Arrugó el entrecejo-. Sucedió la noche antes de que disparasen a Abe.

– Mia, a ti también te dispararon.

– Pues mira cómo estoy. -Abrió los brazos con expresión irónica-. He quedado como nueva.

– Me cuesta entender que una mujer tan inteligente sea tan supersticiosa.

Mia se encogió de hombros.

– Prefiero ser supersticiosa y seguir viva que ser lógica y acabar muerta.

– Si se tratara de una pata de conejo, diría que no pasa nada, que no es grave, pero son las placas de Bobby y, a menos que te las quites, sigues conectada con él. -Dana lanzó un suspiro de impotencia, se incorporó y se puso el abrigo-. Si no me voy, Ethan se preocupará. Ven mañana a casa. Te prepararé una cena especial. Los niños te han traído un regalo.

– Por favor, dime que no se trata de otro pez de colores -suplicó Mia y su amiga sonrió.

– Pues no, no es un pez de colores. -Dana la abrazó con fuerza-. Descansa.


Lunes, 27 de noviembre, 23:35 horas

Penny Hill exhaló un suspiro de alivio. La puerta del garaje estaba cerrada varios centímetros más que de costumbre. «No debería haber tomado ponche. Bueno, al fin y al cabo, era mi fiesta de despedida. ¡Por fin me jubilo! Tendría que haber llamado a un taxi». Por suerte no había chocado con otro coche ni la policía la había parado por conducir bajo los efectos del alcohol. Pensó que, de haberle ocurrido, habría quedado muy bonito en su expediente.

Ahora su expediente estaba oficialmente cerrado. Tras trabajar veinticinco años en Servicios Sociales, Penny Hill había decidido dejarlo. Muchas familias se habían cruzado en su camino. Había tenido muchos éxitos, otros tantos pesares y un momento de vergüenza. Claro que había llovido mucho desde entonces y no podía hacer nada para cambiar las cosas.

Era libre. Tironeó del maletín y a duras penas se mantuvo en pie. Pesaba más que nunca. Penny había vaciado el escritorio y llenado el maletín. Había bebido demasiado ponche, por lo que esa noche no estaba en condiciones de acarrearlo. «Ya lo entraré mañana». En ese momento solo necesitaba un buen antiácido y la cama. Agotada, abrió la puerta de su casa.

Fue violentamente arrastrada hacia el interior. Se golpeó la cabeza con la pilastra de la escalera al tiempo que la puerta se cerraba; unas manos fuertes la pusieron de pie. Chocó con un cuerpo musculoso. Intentó gritar, pero una mano fría y enguantada le tapó la boca y notó el filo de una navaja en el cuello. Dejó de forcejear y albergó un hálito de esperanza cuando el perro de su hija entró dando saltos. «Por favor, Milo, te ruego que, para variar, no seas cariñoso».

El perro se dedicó a menear la cola y el individuo que Penny tenía detrás se relajó y la obligó a dirigirse a la cocina.

– Abre la puerta y deja salir al perro -ordenó. Penny Hill obedeció. Contento, Milo se dedicó a saltar por el patio sin cercar-. Ahora cierra la puerta tal como estaba antes. -El individuo dejó de taparle la boca, la obligó a arrodillarse y la tumbó boca abajo. Penny protestó cuando la cogió del pelo y le apoyó firmemente la cabeza en el linóleo-. Si gritas, te cortaré la lengua.

Pese a la advertencia, Penny se llenó de aire los pulmones para chillar. El individuo rio ligeramente y, con la rodilla apoyada en la nuca de Penny, volvió a apretarle la cara contra el suelo. Le metió algo en la boca: un trapo. Penny intentó escupirlo y estuvo a punto de atragantarse. «No vomites. Si vomitas morirás. Pase lo que pase, morirás. ¡Santo cielo, voy a morir!».

Un gemido de terror escapó de los labios de Penny y el individuo rio.


El individuo guardó en la mochila la bolsa de plástico con cremallera en la que había metido el condón usado. Con Caitlin había tenido suerte, pero esta vez no podía fiarse de la fortuna. Si por casualidad no conseguía incinerar totalmente a Penny Hill, al menos se cercioraría de no dejar ADN. La mujer estaba tumbada en el suelo, en posición fetal, y sufría. Todavía no sufría lo suficiente, pero ya llegaría. El individuo haría unas pocas cosas más y se pondría en camino.

Había encontrado el maletín de Penny en el asiento trasero del coche, que estaba en la calzada de acceso con el motor encendido. El maletín había sido un descubrimiento inesperado, ya que no sabía qué información encontraría en su interior.

Se dijo que una cosa por vez. Untó el torso de la mujer con el mismo nitrato en gel con el que había llenado el huevo de plástico, extendió la mecha hasta salir de la habitación y la situó junto a la que conducía al huevo. Esta vez iba preparado. Lo ocurrido con Caitlin Burnette había sido imprevisto y no había pensado con frialdad, por lo que la roció con gasolina en lugar de utilizar el gel del segundo huevo. La gasolina ardía demasiado rápido y quería que la señorita Hill se quemara hasta la médula. En el caso de que no sucediera, prefería que no sobreviviese para contarlo.

Se acercó nuevamente a la mochila y sacó las dos bolsas de basura que había llevado. Se puso una de las bolsas como chaleco y sacó los brazos por los lados. Cogió la llave inglesa y quitó la válvula de la tubería de gas situada detrás del horno. En cuestión de minutos la mitad superior de la estancia se llenaría de gas.

Estaba acuclillado junto a Penny Hill con la navaja en la mano cuando se dio cuenta de que se había olvidado de lo más importante. Corrió rápidamente al otro extremo de la casa, hizo una pelota con varias hojas de papel de periódico y lo introdujo en la papelera. Sacó del bolsillo un cigarrillo sin filtro, lo encendió con gran esmero y lo colocó de pie, de tal modo que la punta encendida quedase encima del papel. En pocos minutos el cigarrillo se quemaría hasta el final.

Regresó junto a la señorita Hill. Corrió a la cocina y la agarró del brazo. La mujer abrió lentamente los ojos.

– Por Shane -afirmó el individuo-. Seguro que te acuerdas de Shane. Lo colocaste con su hermano en un hogar de acogida dejado de la mano de Dios y situado en medio de la jodida nada. -Penny Hill parpadeó sorprendida al recordar-. Durante un año y medio ni se te ocurrió visitarlos. En esa casa lo sodomizaron. Supongo que ahora entiendes por qué te he hecho lo que te he hecho. -Con gran rapidez, le rebanó el brazo por encima del codo y la sangre húmeda y caliente salpicó la bolsa de plástico con la que se cubría-. Morirás, pero antes arderás. -Se aproximó hasta que quedaron cara a cara-. Zorra, cuenta hasta diez y vete al infierno.

Se quitó la bolsa de plástico, la dobló y la metió en la bolsa sin usar; guardó las herramientas en la mochila, se la colgó del hombro y encendió las mechas desde la seguridad relativa del lavadero. «Diez… nueve…» Corrió a la puerta de entrada y la cerró con decisión… «ocho…». Montó en el coche de Penny Hill y salió disparado sin dejar de contar.

«Tres, dos… y…»

En el momento previsto la explosión sacudió el aire y los cristales salieron disparados de las ventanas de la casa de Hill. En esta ocasión había calculado con más precisión la longitud de las mechas. Había llegado al extremo de la calle cuando el primer vecino salió de su casa. Condujo con cuidado para no despertar sospechas. Siguió su camino y se detuvo bastante lejos en la calle desierta en la que había dejado el coche robado horas antes. Tapó el vehículo de Hill con las ramas de los árboles de hoja perenne. No lo encontrarían.

Cambió de coche y se cercioró de que había cogido la mochila. Se sentó tras el volante, se quitó el pasamontañas y arrancó. En ese momento, Penny Hill tenía que experimentar un dolor atroz. El individuo se dijo que más tarde saborearía esa satisfacción.


Martes, 28 de noviembre, 00:35 horas

– Tenías razón. Ha vuelto a actuar.

Reed se volvió. Mia Mitchell se encontraba tras él, con la mirada fija en el infierno que había sido la casa de Penny Hill. La detective no había tardado en llegar.

– Eso parece.

– ¿Qué ha pasado?

– Aproximadamente cinco minutos después de medianoche los vecinos oyeron la explosión inicial y avisaron. Las dotaciones ciento cincuenta y seis y ciento setenta y dos respondieron, respectivamente, a las cero y nueve y a las cero y quince. Se presentaron y el jefe no tardó en ver las semejanzas con el incendio del sábado. Larry Fletcher me avisó a las cero y quince. -Solliday llamó inmediatamente a Mitchell y se preparó para una irritada recepción en plena noche, pero la detective se había mostrado despierta y profesional. Reed paseó la mirada por la gente y bajó la voz para que solo ella lo oyese-. Los vecinos creen que la dueña de la casa, Penny Hill, estaba dentro. Dos hombres han entrado a buscarla.

El horror, la compasión, la pena y la resignación trastocaron la mirada de Mia.

– ¡Ay, mierda!

– Lo sé. La pareja de efectivos ha registrado el lado derecho de la casa, pero la mujer no estaba.

– ¿Han mirado en la cocina?

– Todavía no es posible acercarse. Han cortado el suministro de gas y acordonado la casa. Están trabajando. En la sala se ha producido un incendio de menores dimensiones.

– ¿En la papelera? -quiso saber Mia y Reed enarcó una ceja.

– Exactamente.

– He repasado los hechos. La papelera fue el elemento peculiar en casa de los Dougherty.

– Estamos de acuerdo. El catalizador sólido era complejo, la gasolina fue una especie de ocurrencia tardía y la papelera resultó casi…

– Casi pueril -concluyó la detective-. Lo comenté con Abe y también le llamó la atención.

Abe, su compañero, seguía postrado en la cama del hospital.

– ¿Cómo está? -se interesó el teniente.

Mia asintió con entusiasmo.

– Está bien.

Solliday llegó a la conclusión de que, en ese caso, ella también lo estaba, por lo que se alegró.

– Qué suerte.

– ¿Has hablado con los vecinos?

– Sí. Nadie ha visto nada, pero lo cierto es que todos estaban durmiendo o viendo la televisión en sus casas. De repente han oído una sonora explosión. Un vecino ha oído un chirrido de neumáticos poco antes de la explosión y se encuentra bastante afectado. -Reed señaló a un individuo con expresión de horror y conmoción, que se hallaba delante de los congregados-. Se llama Daniel Wright. En la calzada de acceso hay marcas de neumáticos y el coche de la señora Hill ha desaparecido.

– Solicitaré una orden de búsqueda.

– Ya lo he hecho. -Solliday enarcó las cejas al ver que Mia adoptaba una expresión de sorpresa-. Espero que no te moleste.

La detective parpadeó sobresaltada y enseguida se serenó.

– Tranquilo, solo lo decía para cursarla. -Volvió a contemplar las llamas-. El incendio ya está controlado.

– En este caso todo ha sido más rápido porque la primera planta de la casa no se ha incendiado.

– En casa de los Dougherty, el autor quiso quemar la cama del dormitorio del primer piso -apuntó Mitchell-. Parece que aquí es distinto.

Solliday se había planteado lo mismo. Dos bomberos abandonaron la casa.

– Vamos -propuso Reed y caminó hacia el camión junto al cual Larry permanecía de pie con la radio en la mano-. ¿Qué dices?

La expresión de Larry fue severa.

– La mujer está en el interior. Según Mahoney, se parece a la última víctima. No pudimos adentrarnos lo suficiente para sacarla a tiempo. -Miró a Mitchell de arriba abajo-. Y usted, ¿quién es?

– Soy Mia Mitchell, de Homicidios. Supongo que es Larry Fletcher.

La expresión del capitán de bomberos pasó de severa a cautelosa.

– Ni más ni menos. ¿Por qué interviene Homicidios?

La detective miró a Reed con actitud acusadora.

– ¿No le has dicho nada?

Reed esbozó una mueca de contrariedad.

– Le dejé un mensaje en el que le pedía que me llamara.

– ¿Qué querías decirme? -inquirió Larry y Mitchell suspiró.

– La víctima del último incendio estaba muerta antes de que se iniciase el fuego. Es posible que a esta le haya sucedido lo mismo.

Larry mostró cara de preocupación.

– No debería sentirme aliviado, pero lo estoy.

– La naturaleza humana es así -comentó Mia-. No habría podido hacer nada.

– Se lo agradezco. Tal vez esta noche podamos conciliar el sueño. Supongo que queréis hablar con Mahoney y con el chico que está a prueba, que son los que entraron. ¡Eh! ¡Mahoney! ¡Hunter! -llamó a los efectivos-. ¡Venid aquí!

Mahoney y el último bombero en prácticas de la dotación avanzaron hacia ellos, con el equipo completo salvo la mascarilla para respirar, que colgaba de sus cuellos. Ambos estaban agotados y compungidos.

– Llegamos demasiado tarde -explicó Brian Mahoney, ronco a causa del humo-. La mujer está carbonizada, lo mismo que la última víctima.

El bombero en prácticas meneó la cabeza y exclamó con voz grave y horrorizada:

– ¡Dios mío!

Mitchell se adelantó, miró bajo el casco del que estaba en prácticas y preguntó:

– ¿David?

El muchacho se quitó el casco.

– ¡Mia! ¿Qué haces aquí?

– Debería preguntarte lo mismo. Sabía que te habías presentado al examen, pero supuse que aún esperabas destino.

– Hace tres meses que estoy en la dotación ciento setenta y dos. Puesto que estás en el escenario, debemos suponer que se trata de un homicidio y que los incendios se utilizaron para encubrirlos.

– Bien pensado. ¿Conoces a Solliday?

David Hunter se colocó el casco bajo el brazo. Dirigió a Reed la mirada tranquila de sus ojos grises y el teniente se sintió contrariado al estudiar su rostro porque, incluso sucio, el joven era un chico de calendario.

– No, soy David Hunter, el nuevo.

– Yo soy Reed Solliday, de la OFI. Deduzco que vosotros ya os conocéis.

Mitchell sonrió con ironía.

– Exactamente. En el pasado hemos compartido alguna que otra diversión.

La idea de que Mitchell se divirtiera con el novato guaperas despertó la irritación de Reed y el sentimiento fue tan intenso y brusco que se quedó sorprendido. «¡Caramba!» No era asunto suyo que Mitchell y Hunter fuesen amigos. Solo debía ocuparse del incendio.

– Explicadme lo que habéis visto.

– Al principio, nada -reconoció Hunter-. El humo era muy espeso y negro. El rocío no ha tardado en vaporizarse y caer sobre nosotros. Nos hemos movido, hemos registrado los dormitorios y en las camas no hemos encontrado a nadie. Al final nos hemos aproximado a la cocina. -El joven cerró los ojos y tragó saliva de forma compulsiva-. Mia, he estado a punto de tropezar con ella. Estaba…

– Tranquilo. El espectáculo siempre resulta desagradable. ¿Cómo estaba?

Hunter respiró hondo y repuso:

– En posición fetal.

Mahoney se quitó el casco y se secó el sudor de la frente antes de comentar:

– Reed, las llamas han sido bastante altas. Lo carbonizado llega a la altura de los ojos, como en el último caso. También han apartado el horno de la pared.

– ¿Puedes decirme algo de la papelera de la sala? -inquirió el teniente.

– Solo era una papelera metálica llena de hojas de periódico -respondió Mahoney.

– La muchacha que encontramos el sábado murió antes del incendio -intervino Larry-. Probablemente a esta mujer le ocurrió lo mismo.

Mahoney dejó escapar un silbido.

– Gracias por la información. Ayuda saber que ha sido así. ¿Habéis terminado?

Reed miró a Mia y le preguntó:

– ¿Has terminado?

– Sí. David… saluda a tu madre de mi parte -apostilló la detective, pero la sustitución del nombre fue más que evidente.

Hunter sonrió.

– Se lo diré. Ven a vernos.

Mahoney y Hunter se alejaron y Reed relajó los músculos de la mandíbula.

– De momento no puedes entrar -le advirtió a su compañera, molesto con el tono tajante que había empleado-. Las botas que llevas no te protegen del calor.

El teniente se encaminó al todoterreno y Mitchell lo siguió.

– ¿Cuándo entrarán Jack y su equipo?

– Dentro de una hora. Ben y Foster lo harán antes, aunque ya puedes avisar a Unger.

Reed se apoyó en el parachoques para cambiarse el calzado. Mia terminó de hablar por teléfono, se guardó el móvil en el bolsillo, puso los brazos en jarras y se dedicó a contemplarlo. Esa observación, sumada al aire frío y a la cólera que sentía, volvió todavía más torpe al teniente cuando llegó el momento de ajustar el cierre de las botas. Al final Mitchell le golpeó ligeramente los dedos y se encargó de la tarea.

– ¿Siempre eres tan terco a la hora de pedir ayuda? -preguntó Mia.

– ¿Siempre eres tan sensible a los sentimientos de los demás? -espetó Solliday.

Mia levantó de inmediato la cabeza, con los ojos entrecerrados y mirada gélida.

– No. Precisamente por eso la gente prefiere tratar con Abe. Puesto que Abe no está aquí, no te queda más remedio que tratar conmigo. -Mia dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y dio varios pasos hacia atrás-. Vamos, Caracol, ya está. Haz el favor de examinar a nuestra víctima, ya que no dispongo del calzado adecuado.

El sarcasmo de la detective lo desarmó.

– Escucha, yo… -Reed se preguntó qué le pasaba. «Solliday, ¿qué haces?»-. Gracias. -Cogió su equipo y echó a andar hacia la casa-. Intenta que alguien mantenga alejada a la gente. Ah, llama al forense.

– Enseguida.


Mia lo vio entrar en casa de Hill, con la linterna en una mano y la caja de chismes en la otra. «Buenos andares -pensó. Otra vez había intervenido sin proponérselo-. Mia, pon manos a la obra».

Llevó al señor Wright a un aparte.

– Soy la detective Mitchell. ¿Conocía a la señora Hill?

El vecino hundió los hombros.

– ¿Está muerta? ¿Penny ha muerto?

– Desgraciadamente, así es. Lo lamento. ¿Puede describir con exactitud lo que vio?

El señor Wright asintió.

– Dormía cuando un chirrido me despertó. Corrí a la ventana y vi el coche de Penny calle abajo. Un segundo después… un segundo más tarde en su casa se produjo una explosión.

– Señor Wright, ¿vio quién iba al volante?

Apenado, el vecino negó con la cabeza.

– Estaba oscuro y sucedió muy rápido… Lo siento, no lo vi.

Mia también lo lamentó.

– ¿La señora Hill solía aparcar el coche en la calzada de acceso a la casa?

– En los últimos tiempos sí. Su hija tuvo que dejar la casa en la que vivía y mudarse a un apartamento, por lo que Penny guardó sus pertenencias en el garaje.

– ¿Conoce a la hija de la señora Hill?

– Hace un mes hablé un par de veces con Margaret. Vivía en Milwaukee, pero ahora no sé dónde está. Penny tiene un hijo en Cincinnati. Se llama Mark.

– ¿Sabe dónde trabaja la señora Hill?

– Es trabajadora social.

Se encendieron las luces de alarma porque los trabajadores sociales solían ser blanco de las venganzas.

– Gracias -concluyó Mia y depositó una tarjeta en la mano helada del señor Wright-. Si se acuerda de algo, haga el favor de llamarme.

Mitchell interrogó a los congregados pero, al parecer, solo el señor Wright había visto algo que mereciese la pena. Se acercó a la parte trasera del camión de bomberos mientras enrollaban la manguera. David Hunter estaba apoyado en el camión, con los ojos cerrados y el rostro tenso.

– David, ¿cómo estás? -musitó la detective.

El bombero en prácticas se volvió cansinamente y la miró.

– ¿Cómo aguantas? -quiso saber el joven.

– Aprenderás a soportarlo. Tiempo al tiempo. La mayoría de los días, no serán como este. Por fortuna, la mayoría de los míos tampoco lo son. -Mia apoyó el hombro sano en el lateral del camión y al observar a David se percató de que era varios centímetros más alto que Solliday, aunque no tan corpulento. El joven estaba recién afeitado, por lo que no tenía ese aspecto demoníaco que al teniente le sentaba tan bien-. ¿Vendiste el taller al ingresar en los bomberos?

– No, contraté a un encargado. Los días que libro voy y reparo motores. Hago lo que necesito hacer. -Levantó una ceja-. ¿Tu Alfa Romeo precisa una puesta a punto?

– No, todavía va bien desde la última. Veo que estás ocupado.

David la miró directamente a los ojos.

– Era lo más aconsejable.

David Hunter había sufrido un ataque agudo de corazón partido. Hacía mucho que estaba colado por Dana, pero la amiga de Mia no llegó a enterarse. Al cabo de un tiempo, Dana se enamoró de un hombre y cuantos la vieron junto a Ethan Buchanan llegaron a la conclusión de que cada uno era perfecto para el otro. Mia se alegró más que nadie por su amiga, pero ver la descarnada mirada de dolor de David siempre le sentó como una patada-. David, nadie lo sabe y, si de mí depende, nadie se enterará.

La sonrisa del muchacho fue irónica.

– Seguro que lo que dices es reconfortante -replicó y se alejó del camión-. Dime, Mia, ¿qué está ocurriendo realmente?

– Todavía no lo sabemos. Oye, ¿has visto otro incendio como este?

– No, pero solo llevo tres meses en el cuerpo. Pregúntale a Mahoney.

– Se lo preguntaré. ¿Qué me dices de las papeleras incendiadas? ¿Cuántas has visto?

– Tengo que pensarlo. Como mínimo, un puñado, si bien en su mayoría son obra de críos pequeños, sobre todo de escuela primaria. -Miró en dirección a la casa-. Este incendio no lo causó un niño.

Mia frunció el ceño.

– Casi todos los pirómanos son menores de veinte años, ¿correcto?

– Así es, aunque creo que será mejor que le pidas esa clase de información a tu amigo Solliday.

«No es mi amigo». Mitchell no esperaba el aguijonazo que la idea le provocó. «Solo es un compañero provisional».

– Se la pediré. Tengo que hablar con Mahoney antes de que os vayáis.


Martes, 28 de noviembre, 01:35 horas

«Esta vez sí que ha ido mucho mejor -pensó y arrojó a un lado una palada de tierra-. Al fin y al cabo, machacando se aprende el oficio».

Tapó rápidamente el agujero que había cavado para enterrar lo que había cogido del escenario. El condón y las bolsas de basura ensangrentadas permanecerían allí hasta que regresara y se deshiciese correctamente de ellos. Tendría que haber parado a tirarlas durante el regreso, pero se había puesto paranoico y no había dejado de mirar por el retrovisor.

Tanta cautela había sido innecesaria. Nadie lo había seguido ni lo había visto. Había abandonado el coche de Penny Hill después de quitarle las matrículas y las placas con el número de bastidor. Alejó el coche de la vía solitaria para que tardasen varios días en encontrarlo. Sabía que no había dejado nada en su interior, pero la precaución nunca era suficiente, ya que bastaría un pelo para condenarlo.

Claro que antes tendrían que pillarlo, cosa que nunca ocurriría.

Había tenido cuidado, había sido habilidoso y se había mostrado implacable.

Sonrió al tiempo que apisonaba la tierra. La mujer había sufrido. Todavía oía los quejidos de Penny Hill. Lamentablemente, habían quedado amortiguados por la mordaza, que había sido un mal necesario. De todos modos, la mordaza no había ocultado la mirada vacía y vidriosa de la mujer cuando acabó con ella. Por añadidura, Penny Hill supo con exactitud a qué se debía, por lo cual la situación resultó más fascinante si cabe.

El individuo se detuvo bruscamente y apretó con fuerza el mango de la pala. «¡Joder!» Se había olvidado el maletín. El maletín de Penny Hill seguía en el asiento trasero del coche. Se obligó a recuperar la calma. No había ningún problema. En cuanto pudiese regresaría y recuperaría el maletín. Había escondido tan bien el coche que hasta entonces nadie lo tocaría.

Contempló el firmamento. Faltaban horas para el amanecer. Dormiría un rato antes de que su día comenzara oficialmente.


Con el alma en un puño, el niño miró por la ventana. El hombre volvía a estar allí. Otra vez enterraba algo. Debía contarlo, debía contarlo, pero estaba demasiado asustado. Se limitó a mirar mientras el hombre concluía la tarea y volvía a tapar su escondite. La imaginación del niño evocó toda clase de imágenes espantosas de lo que el hombre acababa de enterrar. Por otro lado, la realidad de lo que haría si él hablaba le pareció igualmente aterradora. El crío estaba convencido de que era así.