"Un mundo feliz" - читать интересную книгу автора (Huxley Aldous)

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Bernard cruzó la azotea con los ojos bajos casi todo el tiempo, o desviándolos inmediatamente si por azar tropezaban con alguna criatura humana. Era como un hombre perseguido, pero perseguido por enemigos que no deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más hostiles de lo que había supuesto, lo que le haría sentirse más culpable y más irremediablemente solo.

¡Ese antipático de Benito Hoover! Y, sin embargo, el muchacho no había tenido mala intención. Lo cual, en cierta manera, empeoraba aún más las cosas. Los que le querían bien se comportaban lo mismo que los que se querían mal. Hasta Lenina le hacía sufrir. Bernard recordaba aquellas semanas de tímida indecisión, durante las cuales había esperado, deseado o desesperado de tener jamás el valor suficiente para declarársele. ¿Se atrevería a correr el riesgo de ser humillado por una negativa despectiva? Pero si Lenina le decía que sí, ¡qué éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le había dado el sí, y, sin embargo, Bernard seguía sintiéndose desdichado, desdichado porque Lenina había juzgado que aquella tarde era estupenda para jugar al Golf de Obstáculos, porque se había alejado corriendo para reunirse con Henry Foster, porque lo había considerado a él divertido por el hecho de no querer discutir sus asuntos más íntimos en público. En suma, desdichado porque Lenina se había comportado como cualquier muchacha inglesa sana y virtuosa debía comportarse, y no de otra manera anormal.

Bernard abrió la puerta de su cobertizo y llamó a una pareja de ociosos ayudantes Delta-Menos para que sacaran su aparato de la azotea. El personal de los cobertizos pertenecía a un mismo Grupo Bokanovski, y los hombres eran mellizos, igualmente bajos, morenos y feos. Bernard les dio las órdenes pertinentes en el tono áspero, arrogante y hasta ofensivo de quien no se siente demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard, tener tratos con miembros de castas inferiores, resultaba siempre una experiencia sumamente dolorosa. Por la causa que fuera (y las murmuraciones acerca de la mezcla de alcohol en su dosis de sucedáneo de sangre probablemente eran ciertas, porque un accidente siempre es posible), el físico de Bernard apenas era un poco mejor que el del promedio de Gammas. Era ocho centímetros más bajo que el patrón Alfa, y proporcionalmente menos corpulento. El contacto con los miembros de las castas inferiores le recordaba siempre dolorosajnente su insuficiencia física. Yo soy yo, y desearía no serlo. La conciencia que tenía de sí mismo era muy aguda y dolorosa. Cada vez que se descubría a sí mismo mirando horizontalmente y no de arriba abajo a la cara de un Delta, se sentía humillado. ¿Le trataría aquel ser con el respeto debido a su casta? La incógnita lo atormentaba. No sin razón. Porque los Gammas, los Deltas y los Epsilones habían sido condicionados de modo que asociaran la masa corporal con la superioridad social. De hecho, un débil prejuicio hipnopédico en favor de las personas voluminosas era universal. De ahí las risas de las mujeres a las cuales hacía proposiciones, y las bromas de sus iguales entre los hombres. Las burlas le hacían sentirse como un forastero; y, sintiéndose como un forastero, se comportaba como tal, cosa que aumentaba el desprecio y la hostilidad que suscitaban sus defectos físicos. Lo cual, a su vez, acrecentaba su sensación de soledad y extranjería. Un temor crónico a ser desairado le inducía a eludir la compañía de sus iguales, y a mostrarse excesivamente consciente de su dignidad en cuanto se refería a sus inferiores.

¡Cuán amargamente envidiaba a hombres como Henry Foster y Benito Hoover!

Perezosamente, o así se lo pareció a él, y a regañadientes, los mellizos sacaron su avión a la azotea.

– ¡De prisa! -dijo Bernard, irritado.

Uno de los dos hombres lo miró. ¿Era una especie de bestial irrisión lo que Bernard captó en aquellos ojos grises sin expresión?

– ¡De prisa! -gritó más fuerte.

Y en suvoz sonó una desagradable ronquera.

Subió al avión y, un minuto después, volaba en dirección Sur, hacia el río.

Las diversas Oficinas de Propaganda y la Escuela de Ingeniería Emocional se albergaban en un mismo edificio de sesenta plantas, en Fleet Strcet. En los sótanos y en los pisos bajos se hallaban las prensas y las redacciones de los tres grandes diarios londinenses: El Radio Horario, el periódico de las clases altas, la Gazeta Gamma, verde pálido, y El Espejo Delta, impreso en papel caqui y exclusivamente con palabras de una sola sílaba. Después venían las Oficinas de Propaganda por Televisión, por Sensorama, y por Voz y Música Sintéticas, respectivamente: veintidós pisos de oficinas. Encima de éstos se hallaban los laboratorios de investigación y las salas almohadilladas en las cuales los Escritores de Pistas Sonoras y los Compositores Sintéticos realizaban su delicada labor. Los dieciocho pisos superiores estaban ocupados por la Escuela de Ingeniería Emocional.

Bernard aterrizó en la azotea de la Casa de la Propaganda y se apeó de su aparato.

– Llama a Mr. Helmholtz Watson -ordenó al portero Gamma-Más- y dile que Mr. Bernard Marx le espera en la azotea.

Se sentó y encendió un cigarrillo.

Helmholtz Watson estaba escribiendo cuando le llegó el mensaje.

– Dile que voy inmediatamente -contestó. Y colgó el receptor. Después, volviéndose hacia su secretaria, prosiguió en el mismo tono oficial e impersonal-: Usted se ocupará de retirar mis cosas.

E ignorando la luminosa sonrisa de la muchacha, se levantó y se dirigió vivamente hacia la puerta.

Era un hombre corpulento, de pecho abombado, espaldas anchas, macizo, y, sin embargo, rápido en sus movimientos, ágil, flexible. La fuerte y bien redondeada columna de su cuello sostenía una cabeza muy bien formada. Tenía los cabellos negros y rizados, y los rasgos faciales muy marcados. Su apostura era agresiva, enfática; era guapo, y, como su secretaria nunca se cansaba de repetir, era, centímetro a centímetro, el prototipo de Alfa-Más. Profesor en la Escuela de Ingeniería Emocional (Departamento de Escritura), en los intervalos de sus actividades profesorales ejercía como Ingeniero de Emociones. Escribía regularmente para El Radio Horario, componía guiones para el Sensorama, y tenía un certero instinto para los slogans y las aleluyas hipnopédicas.

Competente, era el veredicto de sus superiores. Y, moviendo la cabeza y bajando significativamente la voz, añadían: Quizá demasiado competente.

Sí, un tanto demasiado; tenían razón. Un exceso mental había producido en Helmholtz Watson efectos muy similares a los que en Bernard Marx eran el resultado de un defecto físico. Su inferioridad ósea y muscular había aislado a Bernard de sus semejantes, y aquella sensación de separación, que era, en relación con los standards normales, un exceso mental, se convirtió a su vez en causa de una separación más acusada.

Lo que hacía a Helmholtz tan incómodamente consciente de su propio yo y de su soledad era su desmedida capacidad. Lo que los dos hombres tenían en común era el conocimiento de cue eran individuos. Pero en tanto que la deficiencia física de Bernard había producido en él, durante toda su vida, aquella conciencia de ser diferente, Helmholtz Watson no se había dado cuenta hasta fecha muy reciente de su superioridad mental y de su consiguiente diferenciación con respecto a la gente que le rodeaba. Aquel campeón de pelota sobre pista móvil, aquel amante infatigable (se decía que había tenido seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro años), aquel admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el mundo, había comprendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las actividades comunales se hallaban, en lo que a él se refería, únicamente en segundo término. En el fondo le interesaba otra cosa. Pero ¿qué? Éste era el problema que Bernard había ido a discutir con él, o, mejor, puesto que Helmholtz llevaba siempre todo el peso de la conversación, a escuchar cómo, una vez más, lo discutía su amigo.

Tres muchachas encantadoras de la Oficina de Propaganda mediante la Voz. Sintética le cortaron el paso cuando salió del ascensor.

– Querido Helmholtz, ven con nosotras a una cena campestre en Exmoor.

Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió la cabeza y se abrió paso.

– No, no.

– No invitamos a ningún otro hombre.

Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera por esta deliciosa perspectiva.

– No -repitió-. Tengo que hacer.

Y siguió avanzando resueltamente. Las muchachas lo siguieron. Y hasta que hubo subido al avión de Bernard no abandonaron la persecución. Y no sin reproches.

– ¡Esas mujeres! -exclamó, al tiempo que el aparato ascendía en los aires-. ¡Esas mujeres! -Movió la cabeza y frunció el ceño-. ¡Son terribles!

Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo no hubiese deseado otra cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y con idéntica facilidad. De pronto, se sintió impulsado a vanagloriarse.

– Me llevaré a Lenina Crowne a Nuevo Méjico conmigo -dijo en un tono que quería aparecer indiferente.

– ¿Sí? -dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y, tras una breve pausa, prosiguió-: Desde hace una o dos semanas he dejado los comités y las muchachas. No puedes imaginarte el alboroto que ello ha producido en la Escuela. Y, sin embargo, creo que ha merecido la pena. Los efectos… -Vaciló-. Bueno, son curiosos, muy curiosos.

Una deficiencia física puede producir una especie de exceso mental. Al parecer, el proceso era reversible.

Un exceso mental podía producir, en bien de sus propios fines, la voluntaria ceguera y sordera de la soledad deliberada, la impotencia artificial del ascetismo.

El resto del breve vuelo transcurrió en silencio. Cuando llegaron y se hubieron acomodado en los divanes neumáticos de la habitación de Bernard, Helmholtz reanudó su disquisición.

Hablando muy lentamente, preguntó:

– ¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti había algo que sólo esperaba que le dieras una oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no empleas, como el agua que se desploma por una cascada en lugar de caer a través de las turbinas?

Y miró a Bernard interrogadoramente.

– ¿Te refieres a todas las emociones que uno podría sentir si las cosas fuesen de otro modo?

Helmholtz movió la cabeza.

– No es esto exactamente. Me refiero a un sentimiento extraño que experimento de vez en cuando, el sentimiento de que tengo algo importante que decir y de que estoy capacitado para decirlo; sólo que no sé de qué se trata y no puedo emplear mi capacidad. Si hubiese alguna otra manera de escribir… O alguna otra cosa sobre la cual escribir… -Guardó silencio unos instantes, y, al fin, prosiguió-: Soy muy experto en la creación de frases; encuentro esa clase de palabras que le hacen saltar a uno como si se hubiese sentado en un alfiler, que parecen nuevas y excitantes aun cuando se refieran a algo que es hipnopédicamente obvio. Pero esto no me basta. No basta que las frases sean buenas; también debe ser bueno lo que se hace con ellas.

– Pero lo que tú escribes es útil, Helmholtz.

– Para lo que está destinado, sí. -Se encogió de hombros Helmholtz-. Pero su destino, ¡es tan poco trascendente! No son cosas importantes. Y yo tengo la sensación de que podría hacer algo mucho más importante. Sí, y más intenso, más violento. Pero, ¿qué? ¿Qué se puede decir, que sea más importante? ¿Y cómo se puede ser violento tratando de las cosas que esperan que uno escriba? Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan. Esta es una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos: a escribir de manera penetrante. Pero, ¿de qué sirve que te penetre un artículo sobre un Canto de Comunidad, o la última mejora en los órganos de perfumes? Además, ¿es posible hacer que las palabras sean penetrantes como los rayos X, más potentes cuando se escribe acerca de cosas como éstas? ¿Cabe decir algo acerca de nada? A fin de cuentas, éste es el problema.

– ¡Silencio! -dijo Bernard-. Creo que hay alguien en la puerta -susurró.

Helmholtz se puso en pie, cruzó la estancia de puntillas, y con un movimiento rápido y brusco abrió la puerta de par en par. Naturalmente, no había nadie.

– Lo siento -dijo Bernard, sintiéndose en ridículo-. Supongo que estoy un poco nervioso. Cuando la gente empieza a sospechar de uno, acabas por sospechar también de todos.

Se pasó una mano por los ojos, suspiró y su voz se hizo quejumbroso. Se justificaba.

– Si supieras todo lo que he tenido que aguantar últimamente… -dijo, casi llorando; y la marea ascendente de su autocompasión era como si se hubiese derrumbado la presa de un embalse-. ¡Si lo supieras!

Helmholtz le escuchaba con cierta sensación de incomodidad. ¡Pobrecillo Bernard!, se dijo. Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado por su amigo.

Bernard debía dar muestras de tener un poco más de orgullo.