"Abandonada" - читать интересную книгу автора (Neggers Carla)Uno Andrew Rook se concentró en una pepita que se había soltado de una fina rodaja de limón que había en su agua helada porque, si no se distraía, acabaría lanzándose al otro lado de la mesa lacada negra y azotando a J. Harris Mayer, el informador que había pedido aquel encuentro. Pensó que podía intercambiar las bebidas y quizá Harris se atragantara con la pepita del limón. Estaban sentados a lo largo de la pared de atrás del tranquilo bar de un hotel con pretensiones a cuatro manzanas de la Casa Blanca. En sus tiempos, Harris había servido a dos presidentes. Pero ya no eran sus tiempos. Ahora era un paria, sorprendido cinco años atrás en un escándalo de juego que le había costado el empleo y la reputación, por no hablar de sus fondos y su libertad. Muchas personas, incluido Rook, creían que deberían haberlo procesado, pero Harris, en otro tiempo juez federal, había conseguido escaquearse. – Llevamos media hora aquí -dijo Rook-. Vaya al grano. Harris pasó la yema del dedo por el borde del vaso de cerveza. Tenía sesenta y nueve años pero parecía mayor. Le temblaban las manos de venas gruesas y una tos húmeda sacudía de vez en cuando su delgado cuerpo. Su piel blanca y arrugada mostraba manchas y lunares y su cabello blanco raleaba. Llevaba una camisa almidonada y una chaqueta deportiva con una de sus omnipresentes pajaritas y sus zapatos de punta estaban limpios y lo bastante nuevos para sugerir que seguía siendo un hombre que todavía se movía por Washington, que todavía importaba. Harris levantó su cerveza y chasqueó los labios con un gesto paternalista. – Tiene usted poca paciencia, agente especial Rook. – Quizá estaría bien que no lo olvide. – Lo he elegido porque es una estrella en alza en el FBI. Está familiarizado con las investigaciones por fraude y corrupción -Harris hablaba con voz patricia afectada-. Tiene que aprender paciencia. Rook tomó su vaso y dio un trago largo, sin importarle si se tragaba la condenada pepita de limón. ¿Paciencia? Había sido paciente. Había jugado durante tres semanas al juego de Harris y se había tomado en serio su historia de intriga, chantaje y extorsión en Washington. Estafas financieras, secretos sórdidos, fraude. Posible conspiración. Harris Mayer sabía los botones que debía tocar para atraer la atención de Rook. Había llegado el momento de los resultados y, hasta la fecha, Harris no había producido nada de sustancia y Rook no podía perder más tiempo con las fantasías de un viejo que soñaba con recuperar su prestigio perdido y volver al centro del juego. Dejó su vaso en la mesa con fuerza. Harris no pareció darse cuenta. Rook llevaba un traje gris oscuro, no uno barato, pero no tan caro como la mayoría de los demás trajes del bar, incluido el de su informador en potencia. Rook no se había puesto pajarita desde su primer año de escuela. – ¿Esperamos a alguien? -preguntó. – Ah. Ya estamos. El agente federal trabajando, aplicando su razonamiento deductivo a la situación -Harris se lamió los delgados labios-. Claro que esperamos a alguien. Rook consideró meterle la pepita de limón por la nariz. – ¿Cuándo? – En cualquier momento. – ¿Aquí? Harris negó con la cabeza. – Observe a los invitados que van por el vestíbulo hacia el salón de baile. Muy bien vestidos, ¿verdad? Yo todavía tengo mi esmoquin, pero hace tiempo que no lo uso. Rook no hizo caso de las quejas del viejo. La mesa elegida por Harris ofrecía una vista estratégica de todos los que había en el bar, así como de todos los que pasaban por el brillante vestíbulo. Unos doscientos invitados se congregaban en el salón de baile para un cóctel en beneficio de una organización literaria. Rook había reconocido a cierto número de invitados poderosos pero ninguno mezclado, hasta donde él sabía, en actividades criminales. – Ahí está la jueza Peacham -Harris casi se atragantó al señalar, sonriente, el vestíbulo como si estuviera en posesión de un secreto que confirmaba su superioridad natural-. Sabía que vendría. – ¿Y qué me importa a mí si la jueza Peacham asiste a una función caritativa? – Espere. – Señor Mayer… – Juez -corrigió el viejo-. Todavía se me puede llamar juez Mayer. – Volver a ver a la jueza Peacham no me ayuda nada. – ¡Chist! Paciencia. Puede que tengamos que salir al vestíbulo. Espero que no, pues prefiero que Bernadette no me vea. Bernadette Peacham se detuvo en la puerta del bar con la atención fija en algo, o alguien situado detrás de ella. En los diez últimos años había sido jueza del Tribunal Federal por el Distrito de Columbia. Antes de eso había sido fiscal federal y socia en un bufete prestigioso de Washington. Pero sus raíces estaban en New Hampshire, donde poseía una casa de campo que había pertenecido a su familia durante más de cien años. A menudo decía que quería morir allí, como sus padres y su abuelo. Rook había investigado a la jueza Peacham y había declarado en su sala media docena de veces en los tres años que llevaba trabajando en la oficina de Washington. No sabía si ella lo reconocería si entraba en el bar, pero estaba seguro de que sí reconocería a J. Harris Mayer, el viejo amigo que la había atraído a Washington treinta años antes. Rook pensó divertido que la mujer jamás ganaría ningún premio a la jueza mejor vestida. La ropa de esa noche daba la impresión de que la hubiera sacado de una bolsa de plástico guardada a presión debajo de su escritorio. Aparte de las arrugas, el vestido negro largo hasta los pies y el chal de lentejuelas de colores brillantes no iban bien juntos. Rook no consideraba que tuviera buen gusto para la ropa, pero Bernadette Peacham era un desastre en cuestiones de estilo. Ella no usaba Botox ni estiramientos. La gente solía fijarse en ella por su presencia y su evidente inteligencia y gracia. A sus cincuenta y siete años, estaba considerada como una jueza firme y justa y, a pesar de su naturaleza generosa, se sabía que no tenía nada de tonta. Era, quizá, la última amiga que Harris Mayer tenía en el mundo, aunque probablemente la amistad no impediría que él la arrojara a los lobos. O, en ese caso, al FBI. Harris calcularía las ventajas de semejante acción y obraría en consecuencia. Rook bebió más agua, aunque sólo estaba una pizca menos impaciente que cinco minutos atrás. – Parece que espera que alguien se reúna con ella. ¿Una cita? – ¡Oh, no! -Harris movió la cabeza como si aquélla fuera la idea más idiota que había oído en su vida-. No ha empezado a salir con hombres a pesar de que su divorcio se hizo definitivo a principios de este mes. Cal sigue viviendo con ella. ¿Eso le parece extraño? – Tal vez haya sido un divorcio amistoso. – Eso no existe. El matrimonio de la jueza con Cal Benton, un prominente abogado de Washington, había sorprendido a la gente mucho más que su divorcio dos años más tarde. Era el segundo matrimonio de ella; el primero, con otro abogado, había durado tres años. No había tenido hijos. – Se supone que él no va a recibir ni un centavo de ella -continuó Harris, con voz más seca ahora, como si él también empezara a impacientarse-. Eso seguro que a él no le gusta, pero no importa… Cal nunca estará satisfecho. Siempre querrá más de todo. Dinero, reconocimiento, mujeres. Lo que sea. Para algunas personas, nunca es suficiente. Cal es una de ellas. Yo soy una de ellas. – No puedo lanzar una investigación porque crea que Bernadette Peacham se merecía algo mejor que Cal Benton. – Soy muy consciente de lo que necesita para seguir adelante -Harris miró a la mujer del vestíbulo con una tristeza repentina-. Pero no estamos aquí por la vida amorosa de Bernadette. Rook no contestó. Harris había vivido largo tiempo en un exilio social y profesional, pero, pese a sus defectos, era observador, experimentado y muy listo. Tenía una larga carrera a sus espaldas y la gente todavía le debía favores y acudía a él a pedir consejo. Sonrió a Rook. – Está pensando que hará bien en no subestimarme, ¿no es así? – Estoy pensando que tiene que ir al grano. Harris se echó hacia delante en la pequeña mesa y susurró con dramatismo: – No olvide que yo sé dónde están enterrados muchos cuerpos en esta ciudad -se echó hacia atrás con brusquedad y sonrió. Sus dientes amarilleaban por los años, el tabaco y la bebida-. Figurativamente hablando, claro. Rook procuró reprimir su impaciencia. – Si busca acción a mi costa, se equivoca de lugar, juez. – Entendido -Harris señaló con la barbilla a la mujer del vestíbulo-. Bernadette solía pasar por mi despacho a saludar y tomar café. Ahora ya no nos vemos tan a menudo. – Tiene suerte de que no haya pasado de usted del todo. – Supongo que sí. Ah. Ahí está -Harris parecía aliviado-. Por fin. Entró otra mujer en su campo de visión. Rook miró su pelo cobrizo oscuro y su gran sonrisa mientras ella saludaba a Bernadette Peacham. ¡Demonios! Los ojos de Harris se iluminaron. – Mackenzie Stewart -dijo con placer. Tenía unos treinta años y era delgada, vestida con un vestido azul profundo y un bolso de noche en el que apenas cabía una pistola del calibre 38. Rook no entendía de bolsos de mujeres, pero de pistolas sí. – Es una marshal -añadió Harris-. Una cazadora de fugitivos, protectora de los jueces federales, una compañera agente federal. No se parece a Wyatt Earp, ¿verdad? Rook no dejó traslucir su reacción. No había ido allí para entretener a Harris. – Está bien. Ya se ha divertido. ¿Qué es lo que ocurre? Los ojos del viejo perdieron parte de su brillo. – La agente Stewart no está aquí por motivos de trabajo, no está protegiendo a Bernadette. De hecho, la conoce de toda su vida. Rook no dijo nada. En media docena de citas, sólo había aprendido de Mackenzie que era nueva en Washington, nueva en el trabajo como agente del orden y una nativa de Nueva Inglaterra con piernas espectaculares, una boca muy agradable de besar y un sentido del humor imparable. No habían llegado al punto de comentar qué amigos podía tener en Washington. Las dos mujeres continuaron juntas hacia el salón de baile. – Bernadette la salvó -dijo Harris. – ¿Cómo la salvó? – Cuando ella tenía once años, su padre quedó tullido en un terrible accidente cuando construía un cobertizo para Bernadette en su casa del lago. Estuvo meses en cama y Mackenzie se quedaba mucho tiempo sola. Se metió en líos. Robó cosas. Se culpaba de lo que había pasado. – ¿Por qué? Tenía once años. – Ya conoce a los niños. En realidad, Rook no los conocía. Intentó imaginarse a Mackenzie con once años. Pecosa, seguramente. Estaba dispuesto a apostar a que había tenido un millón de pecas. Todavía las tenía. Harris levantó su vaso, casi como un brindis, y tomó un trago largo con los ojos más oscuros y concentrados. – Usted no sabía que su marshal se había criado enfrente del lago de Bernadette, ¿verdad, agente Rook? – No, no lo sabía. – En su ciudad natal, llaman Beanie a Bernadette. Beanie Peacham. Yo no lo he hecho nunca -sin esperar respuesta, Harris eructó y se puso en pie; señaló su vaso casi vacío-. ¿Pagará el Gobierno? – Pago yo. Espere y salgo con usted. El viejo se echó a reír y puso una mano en el hombro huesudo de Rook. – Se ha tomado bien la noticia -había recuperado su acento afectado. Guiñó un ojo con regocijo-. No tema, volveremos a hablar. Rook le dejó marchar. El manejo de informadores confidenciales era un asunto complicado. En su calidad de fiscal, juez y asesor de dos presidentes, J. Harris Mayer había visto todo tipo de informantes que acudían con consejos, información, teorías o pruebas, aunque probablemente nunca se había imaginado a sí mismo en ese papel. Pero sabría interpretarlo. Todavía, después de casi un mes, Rook no podía estar seguro de si trataba con un hombre que conocía secretos que lo turbaban o con un ser desesperado por volver a formar parte de algo importante. O ambas cosas. Observó a Harris avanzar hacia la entrada principal del hotel. Fuera como fuera, no se había inventado la amistad entre Mackenzie Stewart y la jueza Peacham. – Mala suerte, amigo. Rook había conocido a Mackenzie tres semanas atrás, la noche en que Harris lo había enviado a un restaurante de Georgetown para que viera a Bernadette Peacham cenando con su ex marido, aunque la importancia de aquello seguía siendo un misterio para Rook. Cuando salía del restaurante, el calor opresivo había dado paso a una lluvia torrencial y se había metido en una cafetería a esperar, al mismo tiempo que una pelirroja delgada de ojos azules. Cosa que, al parecer, no había sido una coincidencia. Habían intercambiado números de teléfono y habían ido al cine un par de noches más tarde. Y ahora tenía que terminar su relación con Mackenzie Stewart. No podía salir con alguien que estuviera mezclada en su investigación, aunque fuera de un modo periférico. Dejó unos billetes para cubrir la cuenta. Mackenzie había aceptado ir a cenar a su casa al día siguiente. Su sobrino de diecinueve años, que vivía con él, se iría a la playa con sus amigos el fin de semana. Una ocasión perfecta. Pero ya no. Después de la bomba que acababa de soltar Harris, Rook no tenía opción. No podía mezclar los negocios con el placer. Tenía que anular la cita con Mackenzie. Tenía trabajo. |
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