"Los Pasadizos Del Poder" - читать интересную книгу автора (Meltzer Brad)CAPÍTULO 2Nos lleva un par de calles acelerando volver a echar la vista sobre el coche de Simon y su matrícula de Virginia «Amigo de Chesapeake». La bahía. – ¿Estás seguro de que es él? -pregunta Nora. – No hay ninguna duda -reduzco un poco y dejo como unos cien metros entre nosotros-. Reconozco la matrícula del parking de West Exec. A los pocos minutos, Simon sale de su camino por Adams Morgan y tuerce por la calle Dieciséis. Siguiéndolo a cien metros, llegamos a Religión Road y pasamos junto a las docenas de templos, mezquitas e iglesias que salpican el paisaje. – ¿No deberíamos ir más cerca? -pregunta Nora. – No, si queremos que no nos descubra. Parece divertida con mi respuesta. – Ahora ya sé lo que sienten Harry y Darren -dice, haciendo referencia a sus agentes del Servicio Secreto. – Hablando de ellos, ¿crees que han dado la alerta sobre ti? Quiero decir, ¿no comunican estas cosas? – Habrán llamado al responsable de noche y al agente a cargo del turno de la Casa, pero me figuro que tenemos unas dos horas antes de que lo comuniquen. – ¿Tanto? -pregunto mirando el reloj. – Es que depende de lo que sea. Si hubieras ido conduciendo tú cuando nos largamos, probablemente lo considerarían como un rapto, que es el peligro principal para un miembro de la Primera Familia. Aparte de eso, sin embargo, también depende de la persona. A Chelsea Clinton le daban media hora como mucho. A Patty Davis, días. Yo tengo como dos horas. Después de eso, se ponen locos. No me gusta cómo suena eso. – ¿Qué quieres decir con locos? ¿Es cuando mandan los helicópteros negros a la caza? – Ahora ya están tratando de cazarnos. Dentro de dos horas nos meterán en el escáner de la policía. Si pasa eso, salimos en las noticias de la mañana. Y hasta el último columnista de cotilleos del país querrá conocer tus intenciones. – Ni… ni hablar. Desde que nos conocimos, mis encuentros con Nora se habían limitado a una recepción, una ceremonia de firma de decreto y la fiesta de cumpleaños del consejero adjunto, todos ellos para personal de la Casa Blanca. En el primero, nos presentaron; en el segundo, hablamos; en el tercero, me preguntó si podíamos salir. No creo que haya más de diez personas en este planeta que hubieran rechazado el ofrecimiento. Yo no soy una de ellas. Pero eso no significa que esté preparado para someterme a la lupa. Ya he visto muchas otras veces cómo el momento en el que entras bajo los focos de esa publicidad es exactamente el mismo momento en que te hacen polvo. Vuelvo a mirar el reloj. Son casi las doce menos cuarto. – Así que eso quiere decir que te queda una hora y media para convertirte en calabaza. – En realidad, el que se convierte en calabaza eres tú. En eso tiene razón. Me comerán vivo. – ¿Sigues preocupado por tu trabajo? -me pregunta. – No -le digo con los ojos fijos en el coche de Simon-. Sólo por mi jefe. Simon pone el intermitente, gira a la izquierda y continúa serpenteando por la carretera del parque de Rock Creek, cuyos terraplenes arbolados y senderos boscosos son una de las rutas favoritas de los corredores y ciclistas de Washington. A la hora punta, la carretera del parque de Rock Creek bulle de ciudadanos que van de regreso a sus barrios residenciales. En este momento está completamente muerto, vacío, lo que significa que Simon puede descubrirnos fácilmente. – Apaga las luces -dice Nora. Acepto su sugerencia y me inclino hacia adelante, esforzándome por ver la carretera ahora apenas visible. Inmediatamente, la oscuridad me pone un agujero mareante en el estómago. – Yo digo que nos olvidemos y que… – ¿De verdad eres tan cobarde? -pregunta Nora. – Esto no tiene nada que ver con la cobardía. Es simplemente que no tiene sentido ponerse a jugar a los detectives. – Michael, ya te dije antes que para mí esto no es un juego… No estamos jugando a nada. – Pues claro que sí. Estamos… – ¡Para! -me grita. Más allá, veo encenderse las luces de freno de Simon-. ¡Para el coche! ¡Está frenando! Sin duda. Simon se acerca al borde derecho de la carretera, detiene el coche y apaga el motor. Estamos unos treinta metros más atrás, pero la curva de la carretera nos mantiene fuera de su ángulo de visión. Si mira por el retrovisor no verá más que la avenida vacía. – ¡Apaga el motor! Si nos oye… Cierro el contacto y quedo sorprendido por el absoluto silencio. Es uno de esos momentos que suenan como si estuvieras bajo el agua. Flotamos allí inermes, mirando el coche de Simon y esperando que suceda algo. Un coche pasa zumbando en dirección contraria y nos devuelve a la orilla. – A lo mejor han pinchado o… – Chist. Los dos hacemos esfuerzos para ver qué pasa. No está demasiado lejos de una farola próxima, pero aun así nuestros ojos tardan un minuto en adaptarse a la oscuridad. – ¿Había alguien más con él en el coche? -pregunto. – A mí me pareció que iba solo, pero si el chico estaba tumbado en el asiento… La hipótesis de Nora queda interrumpida cuando Simon abre la puerta. Sin pensarlo siquiera, contengo la respiración. Otra vez estamos bajo el agua. Mis ojos están bloqueados sobre la lucecita pequeña que puedo ver a través de la ventanilla trasera del coche. La silueta parece manipular algo en el asiento del pasajero. Luego sale del coche. Cuando estás cara a cara con Edgar Simon, no puedes ignorar lo grande que es. No en altura, sino en presencia. Como muchos otros altos cargos de la Casa Blanca, su voz está impregnada de la seguridad del éxito, pero al contrario que sus iguales, que siempre andan histéricos con la última crisis, Simon irradia una gran calma cimentada en los muchos años de asesorar a un presidente. Esa firmeza inquebrantable se muestra desde sus hombros como un armario, hasta su apretón de manos siempre firme, y al arreglo perfecto de su pelo perfecto salpicado de sal y pimienta. Treinta metros por delante de nosotros, sin embargo, todo eso queda perdido en una silueta. Está de pie junto a su coche, y lleva en la mano un bulto fino que parece un sobre grande. Lo mira y después cierra la puerta con fuerza. Cuando la puerta se cierra, la falta de luz hace que aún sea más difícil de ver. Simon se gira hacia la zona arbolada que hay al lado de la calzada, pasa por encima del guardarraíl metálico y empieza a subir el talud. – ¿Ha parado para mear? -pregunto. – ¿Con un paquete en la mano? ¿Crees que se lleva algo para leer? No respondo. Nora está empezando a ponerse nerviosa. Se suelta el cinturón de seguridad. – Tal vez deberíamos salir a comprobar… La cojo del brazo. – Yo digo que nos quedamos aquí. Ella está preparada para la pelea, pero antes de que empiece, veo una sombra que surge del talud. Una figura vuelve a pasar por encima del guardarraíl y queda bajo la luz. – ¿Adivinas quién ha vuelto? -pregunto. Nora se gira rápidamente. – ¡No lleva el sobre! -exclama. – ¡Baja la voz! Enmudecí cuando Simon miró hacia nosotros. Nora y yo nos quedamos helados. Es una mirada breve y se vuelve rápidamente a su coche. – ¿Nos ha visto? -susurra Nora. Hay un nerviosismo en su voz que me retuerce el estómago. – Si nos ha visto, no ha reaccionado -susurro yo. Simon abre la puerta y entra en el coche. Treinta segundos después, da gas y arranca zumbando y dejando una nube de polvo que vuela hacia nosotros. No enciende las luces hasta que está a medio camino de la carretera. – ¿Tendríamos que seguirlo? -pregunto. – Yo digo que nos quedemos con el sobre. – ¿Qué crees que hay dentro? ¿Documentos? ¿Fotos? – ¿Dinero? – ¿Crees que es un espía? -pregunto con escepticismo. – No tengo ni idea. A lo mejor está filtrando cosas a la prensa. – Eso no sería tan malo, en realidad. Por lo que sabemos, ésta es su entrega.-Eso sin la menor duda -dice Nora. Y mira hacia atrás para asegurarse de que estamos solos-. Lo que yo quiero saber es lo que recogen. Antes de que pueda detenerla, ya ha salido por la puerta. Intento sujetarla, pero es demasiado tarde. Ya se ha ido corriendo por la carretera en dirección al talud. – ¡Nora, vuelve aquí! Ni siquiera finge que le importe. Arranco el coche y me paro a su altura. Lleva un paso ágil, decidido. Me odiará por decirle esto, pero no tengo elección: – Vámonos, Nora. Hay que marcharse. – Entonces, márchate tú. Aprieto los dientes y me percato de la cosa más evidente de todas: ella no me necesita. Aun así, hago otra intentona. – Por tu propio bien, entra en el coche. No hay respuesta. – Nora, por favor, esto no tiene gracia… A quien se lo haya dejado, sea quien sea, probablemente nos esté vigilando. Nada. – Vamos, no hay razón para… Se para en seco y yo piso el freno a fondo. Se vuelve hacia mí y se pone las manos sobre los labios. – Si tú quieres marcharte, entonces márchate. Yo necesito saber lo que hay en el sobre. Y con eso, salta por encima del guardarraíl y empieza a subir el talud. Yo, solo en el coche, miro cómo desaparece. – Te veré luego -le grito. No me responde. Le doy unos segundos para cambiar de idea. No cambia. Bueno, me digo finalmente a mí mismo. Esto será una lección. Cree que sólo porque es la Primera Hija puede… Ya estamos otra vez. Ese título lamentable. Eso es lo que es. No, decido. A la mierda eso. Olvídate del título y céntrate en la persona. El problema, sin embargo, es que es imposible separarlas a las dos. Para lo bueno y para lo malo, Nora Hartson es la hija del Presidente. Y es también una de las personas más intrigantes que he conocido en mucho tiempo. Y por mucho que me moleste admitirlo, la verdad es que me gusta. – ¡Al carajo! -exclamo, dando un golpe sobre el volante. ¿Dónde coño tengo los riñones? Abro la guantera de golpe, saco una linterna y me lanzo fuera del coche. Trepo por el talud y me encuentro a Nora vagando en la oscuridad. Le dirijo la luz a la cara y lo primero que veo es su sonrisa. – Estabas preocupado por mí, ¿verdad? – Si te dejase abandonada, tus gorilas me matarían. Se acerca a mí y me coge la linterna de las manos. – La noche es joven, muchacho. – Eso es lo que me preocupa -digo, mirando el reloj. Oigo que algo se mueve entre los arbustos en lo alto de la cuesta y comprendo inmediatamente que Simon podía haberse encontrado con alguien allí arriba. Alguien que todavía está… mirándonos. – ¿Crees que…? – A ver si encontramos el sobre -dice Nora con expresión de estar de acuerdo. Caminamos juntos con precaución subiendo en zigzag por el talud tupido de árboles. Miro hacia arriba y no veo más que oscuridad frondosa, las copas de los árboles lo tapan todo, desde el cielo hasta las farolas de la carretera. Todo lo que puedo hacer es decirme que estamos solos. Pero no me lo creo. – Alumbra aquí -le digo a Nora, que va moviendo la luz en todas direcciones. Al ver el haz rasgando la noche, me doy cuenta de que tenemos que ser más sistemáticos-. Empieza por la base de cada árbol y después vete siguiendo hacia arriba -le sugiero. – ¿Y qué pasa si lo escondió en lo alto de un árbol? – ¿Tú crees que Simon es de los que trepan a los árboles? -En esto tiene que estar de acuerdo-. Y vamos a tratar de hacerlo rápido -añado-. Sea quien sea para quien lo haya dejado, aunque no esté aquí ahora, llegará en cualquier momento. Nora dirige el rayo de luz a la base del árbol más cercano y otra vez nos sumimos en un silencio subacuático. Según vamos ascendiendo la pendiente, mi respiración se hace más pesada. Intento descubrir el sobre, pero no puedo dejar de mirar hacia atrás. Y aunque no creo en la telepatía ni en otros fenómenos paranormales, sí creo en la punzante e inexplicable capacidad del ser humano para saber cuándo lo vigilan. En lo más alto del talud hay una sensación de la que no puedo desprenderme. No estamos solos. – ¿Te pasa algo? -pregunta Nora. – Lo único que quiero es que nos marchemos de aquí. Podemos volver mañana con las… De repente, lo veo. Ahí está. Los ojos se me abren de par en par y Nora sigue la dirección de mi mirada. A tres metros de nosotros, en la base de un árbol con una Z grabada en él, hay un sobre amarillo grande. – Hijo de puta -dice corriendo hacia allí. Su reacción es instantánea. Cogerlo y abrirlo. – ¡No! -le grito-. No lo toques. -Demasiado tarde, ya lo ha abierto. Nora ilumina el sobre con la linterna. – No puedo creerlo -dice. – ¿Qué? ¿Qué hay dentro? Lo vuelve boca abajo y el contenido cae al suelo. Uno. Dos. Tres. Cuatro fajos de billetes. De cien dólares. – ¿Dinero? – Un montón. Recojo un fajo, le quito la banda del Banco de América y empiezo a contar. Nora también. – ¿Cuánto? -le pregunto cuando ha terminado. – Diez mil. – Igual que yo -digo-. Dos fajos más, así que hay cuarenta mil. -Al percatarme de que son billetes nuevos, vuelvo a ir pasando el fajo-. Todos con numeración consecutiva. Nos miramos, nerviosos. Estamos pensando en lo mismo. – ¿Qué hacemos? -pregunta ella finalmente-. ¿Los cogemos? Estoy a punto de responder cuando veo que algo se mueve en el arbusto grande, a mi derecha. Nora le dirige la luz. No hay nadie. Pero yo no puedo librarme de la sensación de que nos están vigilando. Cojo el sobre de manos de Nora y vuelvo a meter los cuatro fajos de billetes. – ¿Qué haces? -me pregunta. – Dame la linterna. – Dime porqué… – ¡Dámela! -le grito. Cede y me la lanza. Dirijo la luz hacia el sobre, tratando de ver si hay algo escrito. Está en blanco. Un dolor punzante me golpea en la nuca. Tengo la frente empapada en sudor. Siento que estoy a punto de desmayarme, y vuelvo a poner el sobre en la base del árbol a toda prisa. El calor de final de verano no es lo único que me hace sudar.-¿Te encuentras mal? -pregunta Nora, observando mi expresión. No contesto. En vez de eso, alargo la mano y cojo unas cuantas hojas del árbol. Dejo la linterna de lado, doblo las hojas y las froto por los bordes del sobre. – No se pueden borrar las huellas digitales, Michael. No funciona así. Continúo frotando sin hacerle caso. Se arrodilla a mi lado y me pone una mano en el hombro. El contacto es fuerte, e incluso en medio de todo aquello, he de admitir que es una buena sensación. – Estás perdiendo el tiempo -añade. Naturalmente, tiene razón. Tiro el sobre otra vez al pie del árbol. Detrás de nosotros chasquea una rama y los dos nos giramos. No veo a nadie, pero sí que siento los ojos de alguien sobre mí. – Salgamos de aquí -digo. – Pero la gente que va a venir a recoger el sobre… Miro otra vez alrededor en la oscuridad. – Para serte sincero, Nora, creo que ya están aquí. Nora mira alrededor y comprende que algo va mal. Demasiado silencio. Tengo los pelos del brazo de punta. Quien sea puede estar escondido detrás de cualquier árbol. Otra ramita suena a nuestra izquierda. Cojo a Nora de la mano y empezamos a bajar el terraplén. No llevamos ni diez pasos andando y aquello se convierte en trote. Luego en galope. Casi me doy contra un pedrusco suelto y le pido a Nora que encienda la linterna. – Creía que la tenías tú -me dice. Miramos hacia atrás simultáneamente. A nuestra espalda, en lo más alto del talud, se ve el ligero resplandor de la linterna. Exactamente donde la dejé. – Tú arranca el coche. Yo iré por la linterna -dice Nora. – No, yo iré por… Sin embargo, otra vez ella es mucho más rápida. Antes de que pueda detenerla, ya está subiendo el talud. Estoy a punto de gritarle algo, pero me preocupa que no estemos solos. Mientras la observo trepar pendiente arriba, fijo los ojos en sus brazos largos y esbeltos. A los pocos segundos, sin embargo, desaparece en la negrura. Dijo que yo tenía que coger el coche, pero no pienso dejarla sola. Empiezo a ascender el terraplén lentamente, andando justo lo bastante de prisa como para asegurarme de que no la pierdo de vista. Se aleja, acelero un poco. El trote se me convierte rápidamente en carrera. Mientras pueda tenerla a la vista, estará perfectamente. La siguiente cosa que noto es un golpe agudo contra la frente. Caigo hacia atrás y me doy contra el suelo con un golpe desigual. Noto la humedad de la hierba mojar la culera de mis pantalones, y busco a mi atacante. Me incorporo sobre un codo y noto que algo líquido me corre por la frente. Estoy sangrando. Entonces levanto la vista y veo lo que me ha derribado: una gruesa rama de un roble vecino. Me siento tentado de reír ante esa herida de película muda, pero recuerdo de inmediato por qué no miraba por dónde iba. Fuerzo la vista para escudriñar lo alto del talud, me pongo en pie y salgo en busca de Nora. No veo nada. El débil resplandor de la linterna está en el mismo lugar, pero nadie avanza hacia él. Busco sombras, intento descubrir siluetas y oír los ligeros crujidos de ramitas rotas o de hojas secas. No hay nadie. Nora ha desaparecido. He perdido a la hija del Presidente. Se me aflojan las piernas al tratar de imaginarme las consecuencias. Pero entonces, sin previo aviso, la luz se mueve. Allí arriba hay alguien. Y como un caballero que empuña una lanza luminosa, aquella persona se gira y me enfoca directamente. Según se va acercando, noto cómo el resplandor penetrante de la luz me va cegando. Giro en redondo y me voy dando tumbos entre la espesura, con las manos por delante para descubrir los árboles. La oigo saltar entre los arbustos, ganándome terreno. Si me tiro al suelo, tal vez pueda derribarla. De repente, me topo con un ramaje tan fuerte como un muro. Me vuelvo hacia mi enemigo y la luz deslumbrante me hiere en los ojos. – ¿Qué demonios te ha pasado en la frente? -pregunta Nora. Sólo consigo responder con una risa nerviosa. Los árboles siguen rodeándonos. – Estoy bien -insisto. Le hago un gesto con la cabeza para tranquilizarla y volvemos hacia el coche. – A lo mejor deberíamos quedarnos aquí y esperar para ver quién lo recoge. – No -le digo, cogiéndola suavemente de la mano-. Nos marchamos. Salimos corriendo a toda velocidad de la zona boscosa. Cuando emergemos, salto el guardarraíl y salgo disparado hacia el Jeep, que está un poco más allá en la carretera. Si fuera solo, probablemente ya estaría allí, pero me niego a soltar a Nora. Me freno un poco y la hago pasar delante de mí sólo por asegurarme de que está a salvo. Es la primera en llegar al coche, saltar dentro y cerrar la puerta de golpe. Yo me uno a ella unos segundos después. Los dos bajamos a la vez el seguro de las puertas. Cuando por fin oigo ese clic de soledad, me permito un profundo suspiro bien ganado. – ¡Vamos, vamos! -dice mientras arranco el coche. Suena asustada, pero por el destello de sus ojos se diría que está en una atracción de feria. Piso el acelerador, giro el volante y salgo zumbando. Una brusca vuelta en redondo hace chirriar las ruedas y nos vuelve a poner en dirección a la salida de Cárter Barron y la calle Dieciséis. Avanzo volando, con los ojos como adheridos al retrovisor. Nora mira por la ventanilla lateral. – Allí no hay nadie -dice; y suena más a deseo que a seguridad-. Vamos bien. Contemplo el espejo, rezando para que tenga razón. Con la esperanza de volver los hados a nuestro favor, doy un nuevo acelerón. Cuando giramos hacia la calle Dieciséis, volamos. Y otra vez el asfalto desigual de las calles de Washington nos hace dar tumbos. Sin embargo, esta vez no importa. Por fin estamos a salvo. – ¿Qué tal lo hago? -le pregunto a Nora, que se ha girado en su asiento y mira por la ventanilla de atrás. – Bastante bien -admite-. Harry y Darren estarían orgullosos. Me río para mis adentros al mismo tiempo que oigo rechinar unos neumáticos a nuestra espalda. Me vuelvo hacia Nora, que sigue mirando por el cristal de atrás. Tiene la cara iluminada por los faros del coche que nos está alcanzando. – ¡Marchémonos de aquí! -exclama. Hago un rápido examen de la zona. Estamos en la parte más descuidada de la Dieciséis, no lejos de Religión Row. Está lleno de calles por las que girar, pero no me gusta el aspecto del barrio. Demasiadas esquinas oscuras y demasiadas farolas apagadas. Las calles laterales están cochambrosas. Y aún peor, desoladas. Meto motor y me paso al carril izquierdo sólo por ver si el coche me sigue. Lo hace, el corazón se me sobresalta. Están a media manzana por detrás de nosotros pero se acercan rápido. – ¿Es posible que sean del Servicio Secreto?-Con esos faros, no. Los míos, todos llevan Suburbans. Observo las luces en el retrovisor. Llevan puestas las largas, así que es difícil de ver, pero la forma y la altura me dicen que definitivamente no es un Suburban. – Agáchate -le digo a Nora. Sean quienes sean, no voy a correr riesgos. – ¿Ése no es el coche de Simon, verdad? -pregunta. La respuesta nos viene dada en forma de luces giratorias azules y rojas que envuelven nuestro cristal trasero. «Deténganse», brama una voz profunda desde un altavoz montado en el techo. No puedo creerlo. Policías. Doy una palmada en el hombro de Nora, sonriendo. – Todo en orden. Es la poli. Mientras me paro, veo que Nora no está ni mucho menos tan aliviada. Incapaz de estarse quieta, sentada, está en pleno frenesí, mira por el retrovisor lateral, luego hacia atrás sobre su hombro, luego otra vez por el espejo. Los ojos se le mueven en todas direcciones y se suelta muy nerviosa el cinturón. – ¿Qué te pasa? -le pregunto al detener el coche. No me contesta. En vez de eso, busca su bolso negro que está en el suelo delante de ella. Empieza a revolver en su interior y noto un escalofrío por la espalda. No es el momento de echarse atrás. – ¿Llevas drogas? -le pregunto. – ¡No! -exclama. En el espejo retrovisor veo que por mi lado del Jeep se acerca un agente de la policía local. – Nora, no me mientas. Ahora… El guardia da unos golpecitos en el cristal. En el mismo momento que me giro, oigo que la guantera se cierra de golpe. Bajo la ventanilla con una sonrisa forzada en la cara. – Buenas noches, agente. ¿He hecho algo mal? Se pone una linterna más arriba del hombro y alumbra directamente a Nora. Todavía lleva la gorra de béisbol y hace todo lo posible para no ser reconocida. No piensa mirar al guardia a la cara. – ¿Está todo bien? -pregunto con la esperanza de distraer su atención. El policía es un negro macizo con una nariz torcida que le da todo el aspecto de un ex boxeador del peso medio. Se inclina sobre la ventanilla y ya sólo puedo ver sus enormes antebrazos lampiños. Señala con la barbilla a la guantera. – ¿Qué ha escondido ahí? -le pregunta a Nora. Maldición. La ha visto. – Nada -susurra Nora. El guardia considera su respuesta y dice: – Bajen del coche, por favor. – ¿Puede decirme por…? -intervengo. – Bajen del coche. Los dos -ordena. Miro a Nora y comprendo que hay problemas. Cuando estábamos en el bosque la veía nerviosa. Pero ahora… ahora tiene una expresión que nunca le había visto. Los ojos desorbitados y los labios ligeramente abiertos. Intenta sujetarse un mechón suelto entre la oreja y el borde de la gorra de béisbol, pero le tiemblan las manos. Mi mundo se para en seco. – ¡Venga! -ladra el policía-. Salgan del coche. Nora sigue lentamente sus instrucciones. Al dar vuelta al coche hacia el lado del conductor, el compañero del guardia se acerca a nosotros tres. Es un negro bajo que anda con paso arrogante de policía. – ¿Todo en orden? -pregunta. – Todavía no estoy seguro. -El primer agente se vuelve hacia mí-: A ver si las abrimos. – ¿Abrir qué? ¿Qué he de hacer? Me coge por detrás del cuello y me empuja contra el lateral del Jeep. – Separe brazos y piernas. Hago lo que dice, pero no sin protestas. – No tiene usted indicios razonables de… – ¿Es abogado? -pregunta. No tendría que haber aceptado la pelea. – Sí -digo, titubeante. – Entonces, demándeme. -Mientras me cachea, me lanza un golpe seco de pulgar a las costillas-. Tendría que haberle dicho a ella que se tranquilizase -me dice-, así mañana no tendría que faltar al trabajo. No puedo creerlo. No la reconoce. Nora está de pie junto a mí, manteniendo la cabeza tan baja como puede y estirando los brazos apoyados sobre el lateral del Jeep. El segundo guardia cachea a Nora, pero ella no le presta mucha atención. Está demasiado ocupada, igual que yo, observando cómo el de antes se acerca a la guantera. Desde donde estoy, veo que abre la puerta del pasajero. Se mete dentro con un repiqueteo de llaves y esposas. Después, un pequeño clic junto al salpicadero. Tengo la boca seca y cada vez es más difícil respirar. Miro a Nora, pero ella ha decidido mirar a otro lado. Tiene los ojos clavados en el suelo. No será por mucho tiempo. – ¡Ah, caramba! -exclama el policía. El tono rebosa de satisfacción ya-te-tengo. Cierra la puerta de un portazo y se viene a nuestro lado del coche. Mientras avanza, lleva una mano a la espalda. – ¿Qué tienes? -pregunta el otro. – Míralo tú. Yo trato de mirar, esperando ver el frasquito de medicinas de Nora. Quizá incluso un poco de cocaína. Pero en vez de eso, el guardia tiene en la mano un fajo de billetes de cien dólares. Qué hija de puta. Cogió el dinero. – ¿Ahora, quiere cualquiera de ustedes dos explicarme qué hacían por aquí circulando con esta cantidad de dinero? Ninguno de los dos dice ni una palabra. Miro a Nora, que está blanca como la nieve. Ha desaparecido la osadía y la loca vitalidad que nos llevaron a saltar stops, a salir del bar y a trepar el talud. En su lugar está la expresión que ha mantenido desde que nos sacaron del coche. Miedo. Llena todo su rostro y continúa haciendo temblar sus manos. Simplemente, no pueden pillarla con ese dinero. Aunque no vaya contra la ley el tenerlo, aunque no puedan detenerla, no es algo que vaya a ser fácil de explicar. En este barrio. Con esta cantidad en efectivo. Las historias de drogas acabarán de destrozar lo que queda de su reputación. Se vuelve hacia mí y abre de nuevo su lado blando. Tiene esos ojos normalmente duros rebosantes de lágrimas. Suplica ayuda. Y lo quiera o no, yo soy el único que puede salvarla. Con unas pocas palabras, puedo ahorrarle todo ese dolor y vergüenza. Entonces ella, y el Presidente… Me recupero. No. No, no es eso. Es lo que dije antes. No es por su padre. Ni por su título. Es por ella. Nora. Nora me necesita. – Les he hecho una pregunta -dice el policía, agitando el fajo en la mano-. ¿De quién es esto? Echo una última mirada a Nora. Es todo lo que necesito. Otra vez con la voz llena de confianza, me giro hacia el policía y digo dos palabras. – Es mío. |
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