"Los hijos de la libertad" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)

PRIMERA PARTE
Capítulo 1

Tienes que comprender el contexto en el que vivimos; el contexto es importante, por ejemplo, para una frase. Fuera de él, a menudo, su significado cambia, y en los años venideros, se sacarán muchas frases de contexto para hacer juicios parciales y condenar más fácilmente. Es una costumbre que no se perderá.

Durante los primeros días de septiembre, los ejércitos de Hitler habían invadido Polonia, Francia había entrado en la guerra y nadie, en lugar alguno, dudaba de que nuestras tropas consiguieran vencer al enemigo en las fronteras. Bélgica había quedado devastada al paso de las divisiones de los blindados alemanes, y, en pocas semanas, cien mil de nuestros soldados morirían en los campos de batalla del norte y del Somme.

Se nombró al mariscal Pétain jefe de gobierno; a los dos días, un general que se negaba a aceptar la derrota lanzaba una llamada a la resistencia desde Londres. Pétain prefirió firmar la rendición de todas nuestras esperanzas: así de rápido perdimos la guerra. Cuando juró fidelidad a la Alemania nazi, el mariscal Pétain marcó el inicio de uno de los períodos más oscuros de la historia de Francia. Se abolió la república en favor de lo que, a partir de ahora, se llamaría el Estado francés. Se trazó una línea horizontal sobre el mapa y la nación quedó separada en dos zonas: una, al norte, ocupada, y otra, al sur, supuestamente libre, aunque de manera muy relativa. Todos los días aparecía un lote de decretos que condenaban a la precariedad a dos millones de hombres, de mujeres y de niños extranjeros que vivían en Francia, y que estaban, a partir de ahora, desprovistos de sus derechos: no podían ejercer su profesión, ni ir a la escuela, ni circular libremente, y pronto, muy pronto, se les privaría del derecho de existir, simplemente.

Sin embargo, la nación, ahora amnésica, había necesitado fervientemente a estos extranjeros que provenían de Polonia, de Rumanía, de Hungría, y a los refugiados españoles o italianos, pues se había tenido que repoblar un país que, veinticinco años atrás, había perdido a un millón y medio de hombres, muertos en las trincheras de la Gran Guerra. Extranjeros, ésa era la condición de casi todos mis compañeros, y todos habían sufrido la represión y las exacciones perpetradas en su país años antes. Los demócratas alemanes sabían quién era Hitler, los combatientes de la guerra civil española conocían la dictadura de Franco, y los italianos, el fascismo de Mussolini. Habían sido los primeros testigos de los odios, de la intolerancia y de la pandemia que había infectado Europa, con su terrible cortejo de muertos y miseria. Todos sabían ya que la derrota sólo era el principio, lo peor estaba todavía por llegar. Pero ¿quién estaba dispuesto a prestar atención a los portadores de malas noticias? En la actualidad, Francia ya no los necesitaba, y los exiliados que venían del este o del sur eran detenidos e internados en los campos.

El mariscal Pétain no sólo se había rendido, sino que también iba a pactar con los dictadores de Europa, y en nuestro país, que se acomodaba alrededor de aquel anciano, se apresuraban a hacerlo el jefe del gobierno, ministros, prefectos, jueces, gendarmes, policías, militares, cada uno de los cuales trataba con más afán que el anterior de colmar sus terribles necesidades.