"Balzac y la joven costurera china" - читать интересную книгу автора (Sijie Dai)Habla la SastrecillaLas novelas que Luo me leía me daban siempre ganas de zambullirme en el agua fresca del torrente. ¿Por qué? ¡Para desahogarme de una vez! Puesto que, a veces, no podemos evitar decir lo que llevamos en el corazón… En el fondo del agua había un halo inmenso, azulado, difuso, sin claridad; era difícil distinguir allí las cosas. Un velo lo oscurecía todo ante tus ojos. Por fortuna, el llavero de Luo caía casi siempre en el mismo lugar: en medio de la pequeña poza, un rincón de unos pocos metros cuadrados. Las piedras, apenas las veías cuando las tocabas; algunas, pequeñas como un huevo de color claro, pulidas y redondas, estaban allí desde hacía años, siglos tal vez. ¿Te das cuenta? Otras, más grandes, parecían cabezas de hombre, y a veces tenían la curvatura de un cuerno de búfalo, lo digo en serio. De vez en cuando, aunque fuese raro, encontrabas piedras especialmente angulosas, puntiagudas y cortantes, dispuestas a herirte, a hacerte sangrar, a arrancarte un pedazo de carne. Y también conchas. Sabe Dios de dónde venían. Se habían transformado en piedras, cubiertas de un musgo tierno, bien encajadas en el suelo rocoso, pero sentías que eran conchas. ¿Qué estás diciendo? ¿Que por qué me gustaba buscar su llavero? ¡Ah, ya sé! Sin duda te parezco tan idiota como un perro que corre para buscar el hueso que le han tirado. No soy una de esas muchachas francesas de Balzac. Soy una muchacha de la montaña. Adoro complacer a Luo, y punto. ¿Quieres que te cuente lo que ocurrió la última vez? Hace ya una semana, por lo menos. Fue justo antes de que Luo recibiese el telegrama de su familia. Llegamos hacia mediodía. Nadamos, aunque no mucho, sólo lo necesario para divertirnos en el agua. Luego comimos panes de maíz, huevos y fruta que yo había llevado, mientras Luo me contaba un poco de la historia del marinero francés que se convirtió en conde. Es la famosa historia que escuchó mi padre, que ahora es un admirador incondicional de ese vengador. Luo me contó sólo una pequeña escena, ¿sabes?, aquella en la que el conde encuentra a la mujer con la que se había prometido en su juventud, aquella por la que pasó veinte años en la cárcel. Ella finge no reconocerlo. Y actúa tan bien que podría creerse que realmente no recuerda su pasado. ¡Ah, eso me destrozó! Queríamos echar una siestecita, pero yo no conseguía cerrar los ojos, seguía pensando en esa escena. ¿Sabes lo que hicimos? La representamos: Luo era Montecristo y yo, su antigua prometida, y nos encontrábamos en alguna parte, veinte años después. Fue extraordinario, incluso improvisé un montón de cosas que salían solas, como si nada, de mi boca. También Luo se había metido por completo en la piel del antiguo marinero. Seguía amándome. Lo que yo decía le destrozaba el corazón, pobre, se veía en su rostro. Me lanzó una mirada de odio, dura, furiosa, como si realmente me hubiera casado con el amigo que le había tendido una trampa. Para mí era una experiencia nueva. Antes, no imaginaba que fuera posible representar a alguien que no se es sin dejar de ser uno mismo; por ejemplo, representar a una mujer rica y «contenta» cuando no lo soy en absoluto. Luo me dijo que podía ser una buena actriz. Tras la comedia llegó el juego. Como un guijarro, el llavero de Luo cayó, poco más o menos, en el lugar acostumbrado. Me zambullí de cabeza en el agua. A tientas, busqué entre las piedras y los rincones más sombríos, centímetro a centímetro. Y de pronto, en la oscuridad casi absoluta, toqué una serpiente. ¡Ufl., hacía años que no había tocado una, pero aun en el agua reconocí su piel resbaladiza y fría. Por reflejo, huí enseguida y volví a la superficie. ¿De dónde había salido? No lo sé. Tal vez la arrastró el torrente, tal vez fuera una culebra hambrienta que buscaba un nuevo reino. Minutos más tarde, a pesar de la prohibición de Luo, me zambullí de nuevo en el agua. Me negaba a que una serpiente se quedara con las llaves. ¡Pero qué miedo tenía esta vez! La serpiente me enloquecía: incluso en el agua, sentía que el sudor frío me corría por la espalda. Las piedras inmóviles que tapizaban el suelo parecieron, de pronto, comenzar a moverse, convertirse en seres vivos a mi alrededor. ¿Lo imaginas? Volví a la superficie para recuperar el aliento. La tercera vez estuvo a punto de ser la buena. Por fin había visto el llavero. En el fondo del agua, me parecía un anillo borroso, aunque brillante aún, pero cuando estaba a punto de agarrarlo sentí un golpe en la mano derecha, una maligna dentellada, muy violenta, que me abrasó y me hizo huir abandonando el llavero. Dentro de cincuenta años todavía podrá verse esa fea cicatriz en mi dedo. Tócala. Luo estaría fuera un mes. Yo adoraba estar solo de vez en cuando, para hacer lo que me viniera en gana, para comer cuando lo deseara. Habría sido el feliz príncipe reinante de nuestra casa sobre pilotes si la víspera de su partida Luo no me hubiese confiado una misión delicada. – Quisiera pedirte un favor -me había dicho bajando misteriosamente el tono-. Espero que, en mi ausencia, seas el guardia de corps de la Sastrecilla. Según él, la deseaban muchos muchachos de la montaña, incluidos los «jóvenes reeducados». Aprovechando su mes de ausencia, los adversarios potenciales iban a correr hacia la tienda del sastre y librar un combate sin cuartel. «No olvides -me dijo- que es la belleza número uno del Fénix del Cielo.» Mi tarea consistía en asegurar una presencia diaria a su lado, como el guardián de la puerta de su corazón, para no dar a los competidores posibilidad alguna de introducirse en su vida privada, de deslizarse en un dominio que sólo pertenecía a Luo, mi comandante. Acepté la misión sorprendido y halagado. ¡Qué ciega confianza me demostraba Luo al pedirme este favor! Era como si me hubiera confiado un tesoro fabuloso, el botín de su vida, sin sospechar que yo pudiera robárselo. En aquel tiempo, yo tenía sólo un deseo: ser digno de su confianza. Imaginaba ser el general en jefe de un ejército derrotado, encargado de atravesar un inmenso y horrible desierto, para escoltar a la mujer de su mejor amigo, otro general. Cada noche, armado con una pistola y una metralleta, iba a montar guardia ante la tienda de aquella mujer sublime, para hacer retroceder a las atroces fieras que deseaban su carne, con los ojos ardientes de deseo brillando en las sombras como manchas fosforescentes. Un mes más tarde, saldríamos del desierto tras haber conocido las más espantosas pruebas: tormentas de arena, falta de alimento, escasez de agua, motines de mis soldados… Y cuando la mujer corriera, por fin, hacia mi amigo el general, cuando se arrojara el uno en los brazos de la otra, yo me desvanecería de fatiga y deseo, en lo alto de la última duna. Así, a partir del día siguiente de que Luo se marchara, pues había sido llamado a la ciudad por telegrama, un policía de paisano aparecía, cada mañana, en el sendero que llevaba a la aldea de la Sastrecilla. Su rostro era serio y su andar apresurado. Un poli asiduo. Era otoño y el policía avanzaba deprisa, como un velero con el viento de popa. Pero pasada la antigua casa del Cuatrojos, el sendero giraba hacia el norte y el poli se veía obligado a caminar contra el viento, con la espalda doblada, la cabeza gacha, como un excursionista tenaz y experto. En el peligroso paso del que ya he hablado, de treinta centímetros de ancho y flanqueado por dos vertiginosos precipicios, el famoso paso obligado de la peregrinación a la belleza, aminoraba la marcha, aunque sin detenerse ni ponerse a cuatro patas. Ganaba cada día su combate contra el vértigo. Lo atravesaba caminando con ligera vacilación, mirando a los ojos saltones e indiferentes del cuervo de pico rojo, encaramado siempre en la misma roca, al otro lado. Al menor paso en falso, nuestro poli funámbulo podía aplastarse en el fondo de un abismo, el de la izquierda o el de la derecha. ¿Hablaba con el cuervo aquel policía sin uniforme? ¿Le llevaba una migaja de comida? A mi entender, no. Estaba impresionado, sí, e incluso mucho tiempo más tarde conservó en su memoria la mirada indiferente que le echaba el pájaro. Sólo algunas divinidades muestran semejante desinterés. Pero el pájaro no consiguió quebrantar la convicción de nuestro poli, que tenía una sola cosa en la cabeza: su misión. Subrayemos que el cuévano de bambú, que antaño llevaba Luo, estaba ahora en la espalda de nuestro policía. Una novela de Balzac, traducida por Fu Lei, seguía oculta en el fondo, bajo unas hojas, unas verduras, granos de arroz o de maíz. Algunas mañanas, cuando el cielo estaba muy encapotado, mirando de lejos, daba la impresión de que un cuévano de bambú trepaba solo por el sendero y desaparecía en una nube gris. La Sastrecilla ignoraba que yo estaba protegiéndola, y me consideraba sólo un lector sustituto. Sin pretensión alguna, advertí que mi lectura, o mi modo de leer, complacía un poco más a mi oyente que la de mi predecesor. Leer en voz alta una página entera me parecía insoportablemente aburrido, así que decidí hacer una lectura aproximada, es decir, leía primero dos o tres páginas, o un capítulo corto, mientras ella trabajaba en su máquina de coser. Luego, tras rumiarlo un poco, le hacía una pregunta o le pedía que adivinara lo que iba a ocurrir. Cuando había respondido, yo le contaba lo que decía el libro, casi párrafo a párrafo. De vez en cuando, no podía evitar añadir alguna cosa, aquí y allá, pequeñas pinceladas personales, digamos, para que la historia la divirtiera más. Llegaba incluso a inventar situaciones o a introducir el episodio de otra novela, cuando me parecía que el viejo Balzac estaba cansado. Hablemos del fundador de esta dinastía de sastres, del dueño de la tienda familiar. Entre los desplazamientos profesionales a las aldeas de los alrededores, la estancia del viejo sastre en su propia casa se reducía, a menudo, a dos o tres días. Pronto se acostumbró a mis visitas cotidianas. Más aún, al expulsar al enjambre de pretendientes disfrazados de clientes, era el mejor cómplice de mi misión. No había olvidado las nueve noches que pasó en casa, escuchando El conde de Montecristo. La experiencia se repitió en su propia morada. Tal vez algo menos apasionado, aunque muy interesado aún, fue el oyente parcial de Ningún poli del mundo habría puesto más empeño que yo en cumplir una misión. Entre capítulo y capítulo de Aquella domesticación perceptible y enternecedora me llevó a una más íntima aproximación a la feminidad. ¿Les dice algo la balsamina? Es fácil encontrarla en las floristerías y en las ventanas de las casas. Es una flor, amarilla a veces pero sangrienta a menudo, cuyo fruto se hincha, madura y estalla al menor contacto, proyectando sus semillas. Era la emperatriz emblemática de la montaña del Fénix del Cielo pues, en la forma de sus flores, es posible, según dicen, observar la cabeza, las alas, las patas e, incluso, la cola del fénix. Cierta tarde nos encontramos los dos, cara a cara, en la cocina, al abrigo de miradas curiosas. Entonces, el policía, que reunía también los cargos de lector, narrador, cocinero y lavandera, enjuagó cuidadosamente en una jofaina de madera los dedos de la Sastrecilla; luego, suavemente, como una minuciosa esteticista, aplicó en cada una de sus uñas el espeso jugo obtenido de las flores de balsamina machacadas. Sus dedos, que nada tenían que ver con los de las campesinas, no estaban deformados por los trabajos rudos; el dedo corazón de la mano izquierda mostraba una cicatriz rosada, sin duda producida por los colmillos de la serpiente de la poza del torrente. – ¿Dónde aprendiste este truco de muchacha? -me preguntó la Sastrecilla. – Me lo contó mi madre. Según ella, cuando mañana te quites los pequeños pedazos de tela que cubren la punta de tus dedos, tus uñas estarán teñidas de color rojo vivo, como si te las hubieras pintado. – ¿Y durará mucho? – Unos diez días. Hubiera querido pedirle que me concediese el derecho de depositar un beso en sus uñas rojas, a la mañana siguiente, como recompensa por mi pequeña obra maestra, pero la cicatriz aún reciente de su dedo corazón me forzó a respetar las prohibiciones dictadas por mi estatuto y a mantener el compromiso caballeresco que había aceptado de quien me encomendó mi misión. Aquella noche, al salir de su casa llevando El primo Pons en el cuévano de bambú, tomé conciencia de los celos que suscitaba en los jóvenes de la aldea. Apenas hube tomado el sendero cuando un grupo de unos quince campesinos apareció a mi espalda y me siguió en silencio. Volví la cabeza y les lancé una mirada, pero la maligna hostilidad de sus jóvenes rostros me sorprendió. Aceleré el paso. De pronto, tras de mí se alzó una voz que exageraba, ridículamente, el acento de la ciudad: – ¡Ah! Permítame, Sastrecilla, que haga la colada por usted. Me ruboricé y comprendí, sin ambigüedad alguna, que estaban imitándome, parodiándome, que se burlaban de mí. Volví la cabeza para identificar al autor de aquella fea comedia: era el cojo del pueblo, el de más edad del grupo, que agitaba un tirachinas como si fuera una vara de mando. Aparenté no haber oído nada y proseguí mi camino mientras el grupo me rodeaba, me empujaba, gritaba a coro la frase del cojo y soltaba una carcajada lúbrica, ruidosa y salvaje. Muy pronto, la humillación se concretó todavía más en una frase asesina pronunciada por alguien que me puso el dedo bajo la nariz: – ¡Vete a lavar las bragas de la Sastrecilla! ¡Aquello fue un golpe bajo! ¡Y qué precisión por parte de mi adversario! No pude decir palabra, ni disimular mi turbación porque, en efecto, las había lavado. En aquel instante, el cojo se adelantó, me cerró el paso, se quitó el pantalón y los calzoncillos, descubriendo su sexo encogido y enmarañado. – Toma, quiero que laves también los míos -gritó con una risa provocadora, obscena, y un rostro deformado por la excitación. Levantó al aire su calzoncillo amarillento, ennegrecido, remendado y mugriento, y lo agitó por encima de su cabeza. Busqué todos los tacos que conocía, pero estaba tan lleno de cólera, había perdido de tal modo los nervios, que no conseguí «bramar» ni uno solo. Temblaba y tenía ganas de llorar. No recuerdo muy bien lo que siguió. Pero sé que tomé un terrible impulso y, blandiendo mi cuévano, me lancé sobre el cojo. Quería golpearle en plena cara, pero consiguió esquivar el golpe y lo recibió sólo en el hombro derecho. En aquella lucha de uno contra todos, sucumbí a su número y fui dominado por dos jóvenes mocetones. Mi cuévano estalló, cayó, se volcó y vertió por el suelo su contenido, dos huevos aplastados gotearon sobre una hoja de col y mancharon la cubierta de Se hizo de pronto el silencio; mis agresores, es decir, el enjambre de dolidos pretendientes de la Sastrecilla, aunque todos analfabetos, quedaron pasmados ante la aparición de aquel extraño objeto: un libro. Se acercaron y formaron un círculo a su alrededor, a excepción de los dos que me sujetaban los brazos. El cojo sin calzoncillos se agachó, abrió la cubierta y descubrió el retrato de Balzac, en blanco y negro, con larga barba y mostachos plateados. – ¿Es Karl Marx? -preguntó uno al cojo-. Debes de saberlo, has viajado más que nosotros. El cojo vacilaba. – ¿O tal vez sea Lenin? -dijo otro. – O Stalin, sin uniforme. Aprovechando la vacilación general, solté mis brazos en un último respingo y me lancé, como si me zambullera, hacia – No lo toquéis -grité, como si se tratara de una bomba a punto de estallar. Apenas el cojo comprendió lo que ocurría cuando le arranqué el libro de las manos, partí a toda velocidad y me adentré en el sendero. Una granizada de piedras y gritos acompañó mi fuga durante un buen rato. «¡Lavador de bragas! ¡Cobarde! ¡Vamos a reeducarte!» De pronto, un guijarro lanzado por el tirachinas me golpeó la oreja izquierda y un violento dolor me hizo perder, de inmediato, parte de la audición. Por reflejo, llevé la mano a la herida y mis dedos se mancharon de sangre. A mis espaldas, las injurias aumentaban tanto en sonoridad como en obscenidad. Las piedras que golpeaban en las paredes rocosas resonaban en la montaña, se transformaban en amenaza de linchamiento, en advertencia de una nueva emboscada. De pronto, todo se detuvo y reinó la calma. En el camino de regreso, el poli herido decidió, muy a su pesar, abandonar la misión. Aquella noche fue particularmente larga. Nuestra casa sobre pilotes me parecía desierta, húmeda, más sombría que antes. Un olor a casa abandonada flotaba en el ambiente. Un olor fácilmente reconocible: frío, rancio, cargado de moho, perceptible y tenaz. Diríase que nadie vivía allí. Aquella noche, para olvidar el dolor de mi oreja izquierda, volví a leer mi novela preferida, La oreja no sangraba ya, pero estaba magullada, hinchada, seguía doliéndome y me impedía leer. La palpé suavemente y sentí, de nuevo, un fuerte dolor que me puso rabioso. ¡Qué noche! Aún hoy la recuerdo, e incluso tantos años después sigo sin conseguir explicarme mi reacción. Aquella noche, con la oreja dolorida, di vueltas y vueltas en la cama que parecía tapizada de alfileres y, en vez de imaginar cómo vengarme y cortarle las orejas al celoso cojo, me vi de nuevo asaltado por la misma pandilla. Estaba atado a un árbol, me linchaban o me infligían torturas. Los últimos rayos del sol hacían brillar un cuchillo. Éste, blandido por el cojo, no se parecía al tradicional cuchillo de carnicero; su hoja era sorprendentemente larga y puntiaguda. Con la yema de los dedos, el cojo acariciaba suavemente el filo; luego, levantaba el arma y, sin ruido alguno, me cortaba la oreja izquierda. Caía al suelo, rebotaba y volvía a caer, mientras mi verdugo limpiaba la larga hoja salpicada de sangre. La llegada de la Sastrecilla llorando interrumpía el salvaje linchamiento, y la banda del cojo huía. Me veía entonces desatado por aquella muchacha con las uñas de color rojo vivo, teñidas por la balsamina. Ella dejaba que yo metiera sus dedos en mi boca y que los lamiera con la punta de la lengua, sinuosa y ardiente. ¡Ah! El jugo espeso de la balsamina, aquel emblema de nuestra montaña coagulado en sus uñas brillantes, tenía un sabor dulzón y un olor casi almizclado que me procuraban una sensación sugestivamente carnal. En contacto con mi saliva, el rojo del tinte se hacía más fuerte, más vivo, y después se ablandaba, se convertía en lava volcánica, tórrida, que se hinchaba, silbaba, giraba en mi boca hirviente, como un verdadero cráter. Luego el chorro de lava iniciaba libremente un viaje, una búsqueda; corría a lo largo de mi torso magullado, zigzagueaba por aquella llanura continental, rodeaba mis pezones, se deslizaba hacia mi vientre, se detenía en el ombligo, penetraba en su interior empujada por su lengua, la de ella, se perdía en los meandros de mis venas y mis entrañas, y acababa encontrando el camino que la llevaba a la fuente de mi virilidad conmovida, hirviente, anárquica, llegada a la edad de la independencia y que se negaba a obedecer las obligaciones, estrictas e hipócritas, que se había fijado el policía. La última lámpara de petróleo vaciló y se apagó por falta de aceite, dejando al policía boca abajo en la oscuridad, entregándose a una traición nocturna y manchando sus calzones. El despertador de números fosforescentes marcaba la medianoche. – Estoy en un aprieto -me dijo la Sastrecilla. Era al día siguiente de ser agredido por aquel enjambre de lúbricos pretendientes. Estábamos en su casa, en la cocina, envueltos por una humareda a veces verde y a veces amarilla, y por el olor del arroz que se cocía en la cacerola. Ella cortaba verduras y yo me encargaba del fuego, mientras que su padre, que había regresado de una gira, trabajaba en la estancia principal; se escuchaban los ruidos familiares y regulares de la máquina de coser. Al parecer, ni él ni su hija estaban al corriente de mi altercado. Ante mi sorpresa, no advirtieron la magulladura de mi oreja izquierda. Estaba yo tan absorto en la búsqueda de un pretexto para presentar mi dimisión que la Sastrecilla tuvo que repetir la frase para arrancarme de mi contemplación. – Tengo grandes problemas. – ¿Con la pandilla del cojo? – No. – ¿Con Luo? -pregunté, con la esperanza de un rival. – Tampoco -dijo tristemente-. Me lo reprocho, pero es demasiado tarde. – ¿De qué estás hablando? – Tengo náuseas. Esta mañana he vuelto a vomitar. Y entonces vi, con el corazón en un puño, que brotaban lágrimas de sus ojos, le corrían silenciosamente por el rostro y caían, gota a gota, en las hojas de las verduras y en sus manos, cuyas uñas estaban pintadas de roja. – Mi padre matará a Luo si lo sabe -dijo llorando suavemente, sin un sollozo. Desde hacía dos meses no tenía la regla. No se lo había dicho a Luo, quien, sin embargo, era responsable o culpable de aquella disfunción. Cuando se marchó, un mes antes, ella no se preocupaba aún. De momento, aquellas lágrimas inesperadas e insólitas me conmovieron más que el contenido de su confesión. Hubiera querido tomarla en mis brazos para consolarla, sufría al verla sufrir, pero el pedaleo de su padre en la máquina de coser resonó como una llamada de la realidad. Su dolor era difícil de consolar. A pesar de mi ignorancia casi total de las cosas del sexo, comprendía el significado de aquellos dos meses de retraso. Muy pronto, contaminado por su desamparo, yo mismo derramé unas lágrimas sin que me viera, como si se tratara de mi propio hijo, como si fuera yo, y no Luo, quien había hecho el amor con ella bajo el magnífico ginkgo y en el agua límpida de la pequeña poza. Me sentía muy sentimental, muy cerca de ella. Habría dedicado mi vida a ser su protector, estaba dispuesto a morir soltero si eso hubiera podido atenuar su angustia. Me habría casado con ella, si la ley lo hubiera permitido, incluso de blanco, para que pariera legítimamente y con toda tranquilidad el hijo de mi amigo. Lancé una ojeada a su vientre, oculto por un jersey rojo tejido a mano, pero sólo vi las convulsiones, rítmicas y dolorosas, debidas a su respiración difícil y a su llanto silencioso. Cuando una mujer comienza a llorar la ausencia de sus menstruos, es imposible detenerla. El miedo se apoderó de mí, y sentí que el temblor recorría mis piernas. Olvidaba lo principal, es decir, preguntarle si quería ser madre a los dieciocho años. La razón del olvido era muy sencilla: la posibilidad de conservar al niño era nula, y tres veces nula. Ningún hospital, ninguna comadrona de la montaña aceptaría violar la ley trayendo al mundo al hijo de una pareja no casada. Y Luo sólo podría casarse con la Sastrecilla dentro de siete años, pues la ley prohibía el matrimonio antes de los veinticinco. Esta falta de esperanza se veía acentuada por la inexistencia de un lugar que escapara de la ley, hacia el que pudieran huir nuestros Romeo y Julieta encinta, para vivir al modo del viejo Robinson, ayudados por un ex policía reconvertido en Viernes. Cada centímetro cuadrado de este país estaba bajo el estricto control de la «dictadura del proletariado», que cubría toda China como bajo una inmensa red, de la que no faltaba ni la menor malla. Cuando la Sastrecilla se calmó, enumeramos todas las posibilidades factibles de practicar un aborto, y las discutimos varias veces a espaldas de su padre, buscando la solución más discreta, la más tranquilizadora, la que salvara a la pareja de un castigo político y administrativo, y de un escándalo. La perspicaz legislación parecía haberlo previsto todo para atraparlos: no podían tener al niño antes de la boda, y la ley prohibía el aborto. En aquel momento tan importante, no pude evitar admirar la previsión de mi amigo Luo. Afortunadamente, me había confiado una misión de protección, y en el desempeño de mi papel conseguí convencer a su ilegítima mujer de que no recurriera a los herbolarios de la montaña, que no sólo podían envenenarla sino también denunciarla. Luego, esbozándole el sombrío panorama de una lisiadura que la condenara a casarse con el cojo del pueblo, la convencí de que saltar desde el tejado de su casa, con la esperanza de abortar, era una pura idiotez. A la mañana siguiente, tal como habíamos decidido la víspera, partí a explorar Yong Jing, la ciudad del distrito, para sondear las posibilidades del servicio de ginecología del hospital. Yong Jing, sin duda lo recuerdan, es esa ciudad tan pequeña que, cuando la cantina del ayuntamiento sirve buey encebollado, toda la ciudad aspira su olor. En una colina, tras la cancha de baloncesto del instituto donde habíamos asistido a las proyecciones al aire libre, se hallaban los dos edificios del pequeño hospital. El primero, reservado a las consultas externas, estaba al pie de la colina. Decoraba la entrada un inmenso retrato del presidente Mao en uniforme militar, agitando la mano hacia el barullo de enfermos que hacían cola y niños que gritaban y lloraban. El segundo, que se levantaba en la cima de la colina, era un edificio de tres pisos, sin balcones, de ladrillos encalados; servía sólo para las hospitalizaciones. Así pues, cierta mañana, tras dos días de camino y una noche en blanco pasada entre los piojos de una posada, me deslicé con toda la discreción de un espía en el edificio de las consultas. Para confundirme en el anonimato de la muchedumbre campesina, llevaba mi vieja chaqueta de piel de cordero. En cuanto puse los pies en aquel dominio de la medicina que me era familiar desde la infancia, me sentí incómodo y comencé a sudar. En la planta baja, al extremo de un pasillo oscuro, estrecho y húmedo, preñado de un olor subterráneo ligeramente nauseabundo, unas mujeres aguardaban sentadas en dos hileras de bancos dispuestos a lo largo de las paredes; la mayoría tenía el vientre grande, y algunas gemían suavemente de dolor. Allí encontré la palabra «ginecología», escrita con pintura roja en una tabla de madera colgada sobre la puerta de un despacho herméticamente cerrado. Unos minutos más tarde, la puerta se entreabrió para permitir que saliera una paciente muy flaca, con una receta en la mano, y le tocó a la siguiente introducirse en la consulta. Apenas divisé la silueta de un médico con bata blanca, sentado tras una mesa, cuando la puerta se había cerrado ya. La mezquindad de aquella puerta inaccesible me obligó a esperar la próxima apertura. Necesitaba saber cómo era aquel ginecólogo. Pero, cuando volví la cabeza, ¡qué irritadas miradas me lanzaron las mujeres sentadas en los bancos! ¡Eran mujeres encolerizadas, se lo juro! Lo que las sorprendía, me di cuenta, era mi edad. Hubiera debido disfrazarme de mujer y esconder un almohadón sobre mi vientre para simular una preñez, pues el joven de diecinueve años que yo era, con su chaqueta de piel de cordero, de pie en el pasillo de las mujeres, parecía un molesto intruso. Me observaban como a un pervertido sexual o a un mirón que intentaba espiar los secretos femeninos. ¡Qué larga fue mi espera! La puerta no se movía. Tenía calor, mi camisa estaba empapada en sudor. Para que el texto de Balzac que yo había copiado en el reverso de la piel permaneciese intacto, me quité la chaqueta. Las mujeres comenzaron a susurrar entre sí, misteriosamente. En aquel pasillo oscuro, parecían conspiradoras obesas maquinando en una luz crepuscular. Parecía que preparaban un linchamiento. – ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -gritó la voz agresiva de una mujer que me palmeó el hombro. La miré. Tenía el pelo corto, llevaba una chaqueta de hombre y un pantalón, y se tocaba con una gorra militar verde decorada con un medallón rojo con la efigie dorada de Mao, signo exterior de su buena conciencia moral. Pese a su preñez, su rostro estaba casi por completo cubierto de granos, purulentos o cicatrizados. Me compadecí del niño que crecía en su vientre. Decidí hacerme el idiota, sólo para fastidiarla un poco. Seguí mirándola hasta que repitió tontamente su pregunta; luego, poco a poco, como en una película a cámara lenta, coloqué mi mano izquierda detrás de la oreja, con el gesto de un sordomudo. – Tiene la oreja morada e hinchada -dijo una mujer sentada. – ¡Lo de las orejas no es aquí! -rebuznó la mujer de la gorra, como si hablara con un sorderas-. ¡Vete arriba, a oftalmología! ¡Qué desorden! Y mientras ellas discutían sobre quién se encargaba de los oídos, si un oftalmólogo o un otorrino, la puerta se abrió. Esta vez tuve tiempo de grabar en mi memoria los largos cabellos canosos y el rostro anguloso y fatigado del ginecólogo, un hombre de unos cuarenta años con un cigarrillo en la boca. Tras esta primera exploración, di un largo paseo, es decir, que anduve arriba y abajo por la única calle de la ciudad. No sé ya cuántas veces caminé hasta el extremo de la calle, atravesé la cancha de baloncesto y regresé a la entrada del hospital. No dejaba de pensar en aquel médico. Parecía más joven que mi padre. Ignoraba si se conocían. Me habían dicho que en ginecología visitaba los lunes y los jueves, y que, el resto de la semana, se encargaba sucesivamente de cirugía, urología y de enfermedades digestivas. Era posible que conociera a mi padre, al menos de nombre, pues antes de convertirse en un enemigo del pueblo había gozado de cierta reputación en nuestra provincia. Intenté imaginarme a mi padre o mi madre en su lugar, en aquel hospital de distrito, recibiendo a su hijo bienamado y a la Sastrecilla tras la puerta donde estaba escrito «ginecología». Sería, sin duda, la mayor catástrofe de su vida, ¡peor aún que la Revolución cultural! Sin ni siquiera dejarme explicar quién era el autor de la preñez, me pondrían de patitas en la calle, escandalizados, y nunca más volverían a verme. Era difícil de comprender, pero los «intelectuales burgueses», a quienes los comunistas habían infligido tantas desgracias, eran moralmente tan severos como sus perseguidores. Aquel mediodía, comí en el restaurante. Lamenté inmediatamente aquel lujo que reducía de un modo considerable mi bolsa, pero era el único lugar en el que podía hablar con desconocidos. ¿Quién sabe? Tal vez iba a encontrarme con algún pillastre que conociera todos los trucos para abortar. Pedí un plato de gallo salteado con guindillas frescas y un bol de arroz. Mi comida, puesto que la hice durar voluntariamente, fue más larga que la de un vejestorio desdentado. Pero, a medida que la carne disminuía en mi plato, mi esperanza se esfumó. Los pillastres de la ciudad, más pobres o más agarrados que yo, no pusieron los pies en el restaurante. Durante dos días, mi acecho ginecológico resultó infructuoso. El único hombre con el que conseguí hablar del tema fue el vigilante nocturno del hospital, un ex policía de treinta años, expulsado de su profesión un año antes por haberse acostado con dos chicas. Permanecí en su garita hasta medianoche, jugando al ajedrez y contándonos nuestras hazañas de aventureros. Me pidió que le presentara hermosas muchachas reeducadas de mi montaña, de la que yo afirmé ser un buen conocedor, pero se negó a echarle una mano a mi amiga que «tenía problemas con la regla». – No me hables de eso -me dijo con espanto-. Si la dirección del hospital descubriera que me mezclo en este tipo de cosas me acusaría de reincidencia y me mandaría directamente a la cárcel, sin vacilación alguna. Al tercer día, hacia las doce, convencido de que la puerta del ginecólogo era inaccesible, estaba dispuesto a regresar a la montaña cuando, de pronto, el recuerdo de un personaje me vino a la memoria: el pastor de la ciudad. No conocía su nombre pero, cuando habíamos asistido a las proyecciones cinematográficas, sus largos cabellos plateados flotando al viento nos habían gustado. Había en él algo de aristocrático, incluso cuando limpiaba la calle vestido con una gran bata azul de basurero, con una escoba de larguísimo mango de madera, y todo el mundo, incluso los chiquillos de cinco años, lo insultaban, lo golpeaban o le escupían. Desde hacía veinte años, le prohibían ejercer sus funciones religiosas. Cada vez que pienso en él, recuerdo una anécdota que me contaron: cierto día, los guardias rojos registraron su casa y encontraron un libro oculto bajo la almohada, escrito en una lengua extranjera que nadie conocía. La escena no dejaba de parecerse a la de la pandilla del cojo en torno a Ir a consultar al pastor sobre un aborto me parecía una idea descabellada. ¿No estaría perdiendo los papeles por culpa de la Sastrecilla? De pronto, advertí con sorpresa que desde hacía tres días no había visto ni una sola vez la melena plateada del viejo limpiador de calle, con sus gestos mecánicos. Pregunté a un vendedor de cigarrillos si el pastor había terminado con su tarea. – No -me dijo-. Está a dos dedos de la muerte, el pobre. – ¿De qué está enfermo? – Cáncer. Sus dos hijos regresaron de las grandes ciudades donde viven. Lo han ingresado en el hospital del distrito. Corrí sin saber por qué. En vez de atravesar lentamente la ciudad, me lancé a una carrera que me hizo perder el aliento. Llegado a la cima de la colina donde se levantaba el edificio de las hospitalizaciones, decidí probar suerte y arrancarle un consejo al pastor moribundo. En el interior, el olor de los medicamentos mezclado con la hediondez de las letrinas comunes, mal limpiadas y con el humo y la grasa, me subió a la nariz y me asfixió. Aquello parecía un campamento de refugiados de guerra: las habitaciones de los enfermos servían también de cocinas. Cacerolas, tablas para cortar, sartenes, verduras, huevos, botellas de salsa de soja, de vinagre, de sal esparcidos anárquicamente por el suelo junto a las camas de los pacientes, entre los orinales y los trípodes de los que colgaban las botellas de transfusión sanguínea. A la hora de comer, algunos pacientes, inclinados sobre humeantes cacerolas, metían dentro sus palillos y se disputaban los fideos; otros salteaban tortillas, que chisporroteaban y chasqueaban en el aceite hirviendo. Aquel paisaje me desconcertaba. Ignoraba que en el hospital del distrito no hubiese cantina y que los pacientes tuviesen que arreglárselas solos para alimentarse, aunque estuvieran impedidos por sus enfermedades, por no hablar de aquellos cuyos cuerpos estaban quebrantados, deformes, incluso mutilados. Era un espectáculo tumultuoso, sin pies ni cabeza, el que ofrecían aquellos cocineros apayasados, coloreados por los emplastos rojos, verdes o negros, con sus apósitos medio deshechos que flotaban en el vapor sobre el agua hirviendo en las cacerolas. Encontré al pastor agonizante en una habitación de seis camas. Llevaba un gota a gota, y estaba rodeado de sus dos hijos y sus dos nueras, todos de unos cuarenta años, y una mujer anciana que lloraba mientras le preparaba la comida en un hornillo de petróleo. Me deslicé junto a ella y me agaché. – ¿Es usted su mujer? -le pregunté. Inclinó la cabeza afirmativamente. Su mano temblaba tanto que cogí los huevos y los casqué por ella. Sus dos hijos, vestidos con chaquetas Mao azules, abotonadas hasta el cuello, tenían jeta de funcionarios o de empleados de pompas fúnebres, y sin embargo se daban aires de periodista, concentrados en la puesta en marcha de un viejo magnetófono chirriante y oxidado cuya pintura amarilla estaba muy desconchada. «De pronto, un sonido agudo, ensordecedor, brotó del magnetófono, resonó como una alarma y estuvo a punto de hacer caer los boles de los demás pacientes de la habitación, que comían cada cual en su cama. El hijo menor consiguió apagar aquel ruido diabólico, mientras su hermano acercaba un micrófono a los labios del pastor. – Di algo, papá -suplicó el primogénito. El pastor había perdido casi por completo su pelo plateado y su rostro era irreconocible. Había adelgazado tanto que sólo le quedaba la piel sobre los huesos, una piel delgada como una hoja de papel, amarillenta y apagada. Su cuerpo, robusto antaño, se había encogido considerablemente. Acurrucado bajo la manta, luchando contra el sufrimiento, acabó abriendo sus pesados párpados. Aquel signo de vida fue recibido con un asombro lleno de alegría por el entorno. Volvieron a acercarle el micrófono a la boca. La cinta magnética comenzó a girar con un chirrido de cristal roto, pisoteado por unas botas. – Papá, haz un esfuerzo -dijo su hijo-. Grabaremos tu voz por última vez, para tus nietos. – Si pudieras recitar una frase del presidente Mao, sería ideal. Una sola frase o una consigna, ¡vamos! Sabrán que su abuelo ya no es un reaccionario, que su cerebro ha cambiado -gritó el hijo reconvertido en ingeniero de sonido. Un imperceptible temblequeo recorrió los labios del pastor, pero su voz no era audible. Durante un minuto, susurró palabras que nadie captó. Incluso la anciana reconoció, desamparada, su incapacidad para comprenderlo. Luego cayó de nuevo en coma. Su hijo hizo retroceder la cinta y toda la familia escuchó de nuevo el misterioso mensaje. – Es latín -declaró el primogénito-. Ha dicho su última plegaria en latín. – Eso es muy suyo -dijo la anciana, secando con un pañuelo la frente empapada en sudor del pastor. Me levanté y me dirigí hacia la puerta, sin decir una palabra. Por casualidad había descubierto la silueta del ginecólogo, en bata blanca, pasando ante la puerta, semejante a una aparición. Como a cámara lenta, lo había visto aspirar la última bocanada de su cigarrillo, exhalar el humo, arrojar la colilla al suelo y desaparecer. Atravesé precipitadamente la habitación, golpeé una botella de salsa de saja y tropecé con una sartén vacía que estaba en el suelo. Aquel contratiempo me hizo llegar demasiado tarde al pasillo: el médico ya no estaba allí. Lo busqué, puerta tras puerta, preguntando a todos los que se cruzaban conmigo. Por fin, un paciente me señaló con el dedo la puerta de una habitación, al final del pasillo. – Lo he visto entrar allí, en la habitación individual -dijo-. Al parecer, a un obrero de la fábrica de mecánica de la Bandera Roja una máquina le ha cortado cinco dedos. Al acercarme a la habitación, oí los doloridos gritos de un hombre, a pesar de la puerta cerrada. La empujé suavemente y se abrió sin resistencia, con silenciosa discreción. El herido, al que el médico vendaba, estaba sentado en la cama, con el cuello rígido, la cabeza echada hacia atrás, apoyada en la pared. Era un hombre de unos treinta años, con el torso desnudo, musculoso, atezado y el cuello vigoroso. Entré en la habitación y cerré la puerta a mis espaldas. Su mano ensangrentada estaba apenas velada por una primera capa de apósito. La gasa blanca estaba empapada en sangre, que caía en grandes gotas a una jofaina de esmalte, puesta en el suelo junto a la cama, con un ruido de reloj estropeado, tictaqueando entre sus gemidos. El médico tenía el aspecto fatigado de un insomne, como la última vez que lo había visto en su consulta, pero se mostraba menos indiferente, menos «lejano». Desplegó un gran rollo de gasa, con la que vendó la mano del hombre sin prestar atención a mi presencia. Mi chaqueta de piel de cordero no le causó efecto alguno, la urgencia de su trabajo prevalecía. Saqué un cigarrillo y lo encendí. Luego me acerqué a la cama y, con gesto casi desenvuelto, coloqué el cigarrillo en la boca, no, entre los labios del médico, como un eventual salvador de mi amiga. Me miró sin decir palabra y comenzó a fumar mientras seguía vendando. Encendí otro y se lo tendí al herido, que lo tomó con su mano derecha. – Ayúdame -me dijo el médico pasándome un extremo de la venda-. Aprieta fuerte. Cada cual a un lado de la cama, tiramos de la venda, como dos hombres empaquetando un bulto con una cuerda. El flujo de la sangre se hizo más lento y el herido ya no gimió. Dejando caer el cigarrillo al suelo, se durmió de pronto por efecto de la anestesia, según el médico. – ¿Quién eres? -me preguntó mientras enrollaba la venda alrededor de la mano herida. – Soy el hijo de un médico que trabaja en el hospital provincial -le dije-. Bueno, ahora ya no trabaja. – ¿Cómo se llama? Quise decir el nombre del padre de Luo, pero el del mío brotó de mi boca. Un molesto silencio siguió a esta revelación. Tuve la impresión de que no sólo conocía a mi padre, sino también sus sinsabores políticos. – ¿Y qué quieres? -me preguntó. – Es por mi hermana… Tiene un problema… Dificultades con su regla, desde hace casi tres meses. – No es posible -me dijo con frialdad. – ¿Por qué? – Tu padre no tiene hijas. ¡Vete ya, mentiroso! No gritó estas dos últimas frases, no me señaló la puerta con el dedo, pero advertí que estaba realmente enojado; estuvo a punto de tirarme a la cara la colilla del cigarrillo. Con el rostro ruborizado por la vergüenza, me volví hacia él, tras haber dado unos pasos, y me oí diciendo: – Le propongo un pacto: si ayuda usted a mi amiga, ella se lo agradecerá toda su vida y yo le daré un libro de Balzac. Fue una conmoción para él oír este nombre mientras vendaba una mano mutilada en el hospital del distrito, tan alejado, tan lejos del mundo. Acabó abriendo la boca, tras un instante de desconcierto. – Ya te he dicho que eras un mentiroso. ¿Cómo es posible que tengas un libro de Balzac? Sin responder, me quité la chaqueta de piel de cordero, le di la vuelta y le mostré el texto que había copiado en la parte sin pelo; la tinta estaba un poco más pálida que antes, pero seguía siendo legible. Mientras comenzaba su lectura o, más bien, su examen de experto, sacó un paquete de cigarrillos y me tendió uno. Recorrió el texto fumando. – Es una traducción de Fu Lei -murmuró-. Reconozco su estilo. Es como tu padre, el pobre, un enemigo del pueblo. Aquello me hizo llorar. Hubiera querido contenerme, pero no pude. Berreé como un crío. Creo que aquellas lágrimas no eran por la Sastrecilla, ni por mi misión ya cumplida, sino por el traductor de Balzac, a quien yo no conocía. ¿No es ése el mayor homenaje, la mayor gracia que un intelectual puede recibir en este mundo? La emoción que sentía en aquel instante me sorprendió a mí mismo y, en mi memoria, eclipsa casi los acontecimientos que siguieron a aquel encuentro. Una semana más tarde, un jueves, día fijado por el médico polivalente aficionado a la literatura, la Sastrecilla, disfrazada de mujer de treinta años con una cinta blanca en la frente, cruzó el umbral de la sala de operaciones mientras yo, no habiendo regresado aún el autor de la preñez, permanecía tres horas sentado en un pasillo, atento a todos los sonidos detrás de la puerta: ruidos lejanos, difusos, apagados, el chorro de agua del grifo, el grito desgarrador de una mujer desconocida, las voces inaudibles de las enfermeras, unos pasos precipitados… La intervención fue bien. Cuando me autorizaron por fin a entrar en la sala de operaciones, el ginecólogo me aguardaba en una estancia empapada de olor a carbón, al fondo de la cual la Sastrecilla, sentada en una cama, se vestía con la ayuda de una enfermera. – Era una niña, por si quieres saberlo -me susurró el médico. Y, encendiendo una cerilla, comenzó a fumar. Además de lo que habíamos acordado, es decir, Aunque la operada tenía ciertas dificultades para caminar, su alivio al salir del hospital se parecía al de un detenido amenazado con la cadena perpetua y que, reconocido inocente, abandona el tribunal. Negándose a descansar en la posada, la Sastrecilla insistió en ir al cementerio donde el pastor había sido enterrado dos días antes. A su entender, él me había llevado al hospital y había arreglado, con su invisible mano, mi encuentro con el ginecólogo. Con el dinero que nos quedaba, compramos un kilo de mandarinas y las depositamos como ofrenda ante su tumba de cemento, anodina, casi mezquina. Lamentábamos no saber latín para dedicarle una oración fúnebre en esta lengua que había hablado en el momento de su agonía, para orar a su Dios o maldecir su vida de limpiador de calle. Casi juramos, ante su tumba, aprender latín un día u otro y volver para hablarle en esta lengua. Pero, tras una larga discusión, decidimos no hacerlo, pues ignorábamos dónde encontrar un manual (tal vez hubiera sido necesario perpretar un nuevo robo con fractura en casa de los padres del Cuatrojos) y, sobre todo, porque era imposible encontrar un profesor. Salvo él, ningún chino a nuestro alrededor conocía esta lengua. En la losa sepulcral estaban grabados su nombre y dos fechas, sin referencia alguna a su vida ni a su función religiosa. Sólo habían pintado una cruz, en un rojo vulgar, como si hubiera sido farmacéutico o médico. Juramos que, si algún día éramos ricos y las religiones no estaban ya prohibidas, volveríamos para erigir en su tumba un monumento en relieve y de colores, en el que estaría grabado un hombre con los cabellos plateados, coronados de espinas como Jesús, pero no con los brazos en cruz. Sus manos, en vez de tener las palmas clavadas, sujetarían el largo mango de una escoba. La Sastrecilla quiso, después, dirigirse a un templo budista, cerrado y precintado, para lanzar algunos billetes por encima de la cerca, en agradecimiento por la gracia que el Cielo le había concedido. Pero no nos quedaba ni un céntimo. Y ya está. Ha llegado el momento de describirles la escena final de esta historia. La hora de hacerles oír el chasquido de seis cerillas en una noche de invierno. Fue tres meses después del aborto de la Sastrecilla. El débil murmullo del viento y los ruidos de la pocilga circulaban en la oscuridad. Luo había regresado, hacía tres meses, a nuestra montaña. El aire estaba cargado de olor a hielo. El ruido seco del frote de una cerilla chasqueó, resonante y frío. La negra oscuridad de nuestra casa sobre pilotes, petrificada a pocos metros de distancia, se vio turbada por aquel brillo amarillento, y tembló en el manto de la noche. La cerilla estuvo a punto de apagarse a medio camino y ahogarse en su propio humo negro, pero recuperó el aliento, vacilando, y se acercó a Tres cerillas más encendieron, simultáneamente, las hogueras de Precisamente cuando un violín comenzaba a tocar una fúnebre melodía, una ráfaga de viento sorprendió a los libros que ardían; las recientes cenizas de Emma emprendieron el vuelo, se mezclaron con las de sus compatriotas carbonizados y se elevaron, flotando, en el aire. Cenicientas, las crines del arco resbalaban por las brillantes cuerdas, en las que se reflejaba el fuego. El sonido de aquel violín era mío. El violinista era yo. Luo, el incendiario, el hijo del gran dentista, el amante romántico que había reptado a cuatro patas por el peligroso paso, aquel gran admirador de Balzac, estaba ahora ebrio, agachado, con los ojos clavados en el fuego, fascinado, hipnotizado incluso por las llamas en las que palabras y seres que antaño anidaban en nuestros corazones danzaban antes de quedar reducidos a cenizas. Unas veces lloraba, otras se reía a carcajadas. Ningún testigo asistió a nuestro sacrificio. Los aldeanos, acostumbrados al violín, prefirieron sin duda quedarse en sus lechos calientes. Habíamos querido invitar a nuestro amigo, el molinero, para que se uniera a nosotros con su instrumento de tres cuerdas y cantara sus «viejos estribillos» lúbricos, haciendo ondular las innumerables y finas arrugas de su vientre. Pero estaba enfermo. Dos días antes, cuando le habíamos hecho una visita, tenía ya la gripe. El auto de fe prosiguió. El famoso conde de Montecristo, que antaño había conseguido evadirse del calabozo de un castillo situado en medio del mar, se resignó a la locura de Luo. Los demás hombres o mujeres que habían habitado la maleta del Cuatrojos tampoco pudieron escapar. Aunque el jefe del poblado hubiera aparecido ante nosotros en aquel preciso momento, no hubiésemos tenido miedo de él. En nuestra embriaguez, tal vez lo habríamos quemado vivo, como si hubiese sido también un personaje literario. De todos modos no había nadie, salvo nosotros dos. La Sastrecilla se había marchado y nunca regresaría. Su partida, tan súbita como fulminante, había sido una sorpresa total. Habíamos tenido que hurgar durante mucho tiempo en nuestras memorias debilitadas por el impacto para encontrar ciertos presagios, a menudo en su indumentaria, que insinuasen que estaba preparándose un golpe mortal. Unos dos meses antes, Luo me había dicho que ella se había confeccionado un sujetador, de acuerdo con un dibujo que había encontrado en Madame Bovary. Yo le hice observar que aquélla era la primera lencería femenina en la montaña del Fénix del Cielo, digna de entrar en los anales locales. – Su última obsesión es parecerse a una chica de la ciudad -me había dicho Luo-. Fíjate, ahora cuando habla imita nuestro acento. Atribuimos la confección del sujetador a la inocente coquetería de una muchacha, pero no sé cómo pudimos olvidar las otras dos novedades de su guardarropa, ninguna de las cuales podían servirle en aquella montaña. Primero, había recuperado la chaqueta Mao azul, con tres botoncitos dorados en las mangas, que yo había llevado una sola vez, en nuestra visita al viejo molinero. La había retocado, acortado, y la había convertido en una chaqueta de mujer, que conservaba sin embargo cierto estilo masculino, con sus cuatro bolsillos y su pequeño cuello. Una obra encantadora pero que, por aquel entonces, sólo podía ser llevada por una mujer que viviera en la gran ciudad. Luego, le había pedido a su padre que.le comprara en la tienda de Yong Jing un par de zapatillas deportivas blancas, de un blanco inmaculado. Un color incapaz de resistir más de tres días el omnipresente barro de la montaña. Recuerdo también el Año Nuevo occidental de aquella temporada. No era realmente una fiesta, sino un día de descanso nacional. Como de costumbre, Luo y yo habíamos ido a su casa. Estuve a punto de no reconocerla. Al entrar, creí estar viendo a una joven colegiala de la ciudad. Su larga trenza habitual, sujeta por una cinta roja, había sido sustituida por unos cabellos cortos, a ras de oreja, que le daban una belleza distinta, la de una adolescente moderna. Estaba terminando sus retoques a la chaqueta Mao. A Luo le alegró esa transformación que no esperaba. La ceguera de su gozo llegó al colmo durante la sesión de prueba de la deslumbrante obra que ella acababa de concluir: la chaqueta austera y masculina, su nuevo peinado, las zapatillas inmaculadas que sustituían a los modestos zuecos le conferían una extraña sensualidad, un aire elegante que anunciaba la muerte de la hermosa campesina algo torpe. Viéndola así transformada, Luo se zambulló en la felicidad de un artista al contemplar su obra concluida. Susurró a mi oído: – Esos meses de lectura no han sido inútiles. El desenlace de esa transformación, de esa reeducación balzaquiana, resonaba ya inconscientemente en la frase de Luo, pero no nos puso en guardia. ¿Nos adormecía, acaso, la autosuficiencia? ¿Sobreestimábamos las virtudes del amor? ¿O, sencillamente, no habíamos captado lo esencial de las novelas que le habíamos leído? Cierta mañana de febrero, la víspera de la enloquecida noche del auto de fe, Luo y yo, cada cual con un búfalo, labrábamos un campo de maíz recién convertido en arrozal. Hacia las diez, los gritos de los aldeanos interrumpieron nuestros trabajos y nos devolvieron a nuestra casa sobre pilotes, donde nos aguardaba el viejo sastre. Su aparición, sin la máquina de coser, nos pareció ya de mal agüero, pero cuando estuvimos frente a él, su rostro, fruncido y surcado por nuevas arrugas, sus pómulos, que se habían vuelto salientes y duros, y sus enmarañados cabellos nos dieron miedo. – Mi hija se ha marchado esta mañana, al amanecer -nos dijo. – ¿Se ha marchado? -le preguntó Luo-. No comprendo. – Tampoco yo, pero eso es lo que ha hecho. A su entender, su hija había obtenido en secreto del comité director de la comuna todos los papeles y certificados necesarios para emprender un largo viaje. Sólo la víspera le había anunciado su intención de cambiar de vida, para ir a probar suerte en una gran ciudad. – Le pregunté si vosotros dos estabais al corriente -prosiguió-. Me dijo que no y que os escribiría en cuanto se hubiera instalado en alguna parte. – Tendría que haber impedido que se marchara -dijo Luo con voz débil, apenas audible. Estaba hundido. – No había nada que hacer -le respondió el anciano, agotado-. Le dije, incluso, que si se marchaba no quería que volviera a poner aquí los pies. Luo se lanzó entonces a una carrera desenfrenada, desesperada, por los senderos escarpados para atrapar a la Sastrecilla. Al principio, lo seguí de cerca tomando un atajo por los roquedales. La escena recordaba uno de mis sueños en el que la Sastrecilla caía en el precipicio que flanqueaba el paso peligroso. Corríamos ambos, Luo y yo, por un abismo en el que no había ya sendero alguno; nos deslizábamos a lo largo de las paredes rocosas sin preocupamos, ni por un momento, de que pudiéramos hacernos pedazos. Durante unos instantes, no supe ya si corría en mi antiguo sueño o en la realidad, o si corría mientras soñaba. Las rocas tenían, casi todas, el mismo color gris oscuro y estaban cubiertas de musgo húmedo y resbaladizo. Poco a poco, Luo se distanció. A fuerza de correr, de caracolear entre las rocas, de dar brincos de piedra en piedra, el final de mi antiguo sueño me vino a la memoria con detalles precisos. Los funestos gritos de un invisible cuervo de pico rojo, girando por los aires, resonaban en mi cabeza; tenía la sensación de que, en cualquier momento, íbamos a encontrar el cuerpo de la Sastrecilla yaciendo al pie de una roca, con la cabeza doblada sobre el vientre y dos grandes fisuras, exangües, abriéndose hasta su hermosa frente, tan bien dibujada. El movimiento de mis pasos me turbaba la cabeza. No sabía ya qué motivación me mantenía en aquella peligrosa carrera. ¿Mi amistad por Luo? ¿Mi amor por su novia? ¿O era sólo un espectador que no quería perderse el desenlace de una historia? No comprendía por qué, pero el recuerdo de este antiguo sueño me obsesionó a lo largo de todo el camino. Uno de mis zapatos se rompió. Cuando después de tres o cuatro horas de carrera, de galope, de trote, de pasos, de resbalones, de caídas e, incluso, de revolcones, vi aparecer la silueta de la Sastrecilla, sentada en una piedra que dominaba unas tumbas en forma de montículos, me alivió la sensación de ver exorcizado el espectro de mi vieja pesadilla. Reduje el paso y caí al suelo, en el borde del sendero, agotado, con el vientre vacío y rugiente y la cabeza dándome vueltas. El paisaje me era familiar. Allí, pocos meses antes, había conocido a la madre del Cuatrojos. Afortunadamente, me dije, la Sastrecilla había hecho un alto allí. Tal vez había querido, de paso, despedirse de sus antepasados maternos. A Dios gracias, aquello ponía, por fin, término a nuestra carrera antes de que mi corazón estallara o me volviera loco. Me hallaba a unos diez metros por encima de la Sastrecilla, y la posición me permitió contemplar, desde lo alto, la escena del reencuentro, que comenzó cuando ella volvió la cabeza hacia Luo, que se aproximaba. Exactamente como yo, él cayó al suelo sin fuerzas. No podía creer lo que estaba viendo: la imagen se congeló. La muchacha con chaqueta de hombre, cabellos cortos y calzado blanco, sentada en la roca, permaneció inmóvil mientras el muchacho, tendido en el suelo, contemplaba las nubes sobre su cabeza. Yo no tenía la impresión de que estuvieran hablando. Al menos, no oía nada. Me hubiera gustado asistir a una escena violenta, con gritos, acusaciones, explicaciones, llantos, insultos; pero nada. El silencio. Sin el humo del cigarrillo que salía de la boca de Luo, hubiera podido creerse que se habían transformado en estatuas de piedra.. Aunque, en semejantes circunstancias, el furor y el silencio sean, a fin de cuentas, lo mismo, y sea difícil comparar dos estilos de acusación cuyo impacto es distinto, tal vez Luo se equivocara de estrategia o se resignase demasiado pronto a la impotencia de las palabras. Bajo una arista rocosa que sobresalía, encendí una hoguera con ramas y hojas secas. Saqué unas patatas dulces de la pequeña bolsa que había llevado conmigo, y las metí en las cenizas. Secretamente, por primera vez, me enfadé con la Sastrecilla. Aunque limitándome a mi papel de espectador, me sentía tan traicionado como Luo, no ya por su partida, sino por el hecho de que me había ignorado, como si toda la complicidad que habíamos mantenido durante su aborto se hubiera esfumado de su memoria y, para ella, yo sólo hubiera sido, y sólo seguiría siendo, un amigo de su amigo. Con el extremo de una rama, pinché una patata dulce del montón humeante, la palmeé, soplé y la limpié de tierra y cenizas. De pronto, desde abajo, me llegó por fin un rumor de frases pronunciadas por las bocas de las dos estatuas. Hablaban en voz muy baja, pero airada. Escuché vagamente el nombre de Balzac y me pregunté qué tenía él que ver con esta historia. Precisamente cuando me alegraba de la interrupción del silencio, la imagen fija comenzó a moverse: Luo se levantó y ella bajó de un brinco de su roca. Pero en vez de arrojarse en brazos de su desesperado amante, cogió su hatillo y partió, con paso decidido. – Espera -grité blandiendo la patata dulce-. ¡Ven a comer una patata! Las he preparado para ti. Mi primer grito la hizo correr por el sendero, el segundo la propulsó más lejos aún, y el tercero la transformó en un pájaro que emprendió el vuelo sin concederse ni un instante de reposo. Se hizo cada vez más pequeña y desapareció. Luo se reunió conmigo junto al fuego. Se sentó, pálido, sin un lamento ni una protesta. Fue unas horas antes del auto de fe. – Se ha marchado -le dije. – Quiere ir a una gran ciudad -me dijo-. Me ha hablado de Balzac. – ¿Y qué? – Me ha dicho que Balzac le había hecho comprender algo: la belleza de una mujer es un tesoro que no tiene precio. |
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