"Los Coleccionistas" - читать интересную книгу автора (Baldacci David)Capítulo 14 Dos pares de prismáticos enfocaban a los miembros del Camel Club cuando abandonaban la casa de DeHaven. Unos estaban en la ventana alta de una casa situada frente a la de DeHaven; y los otros pertenecían a un hombre que estaba sentado en la parte trasera de una furgoneta, aparcada en la calle, cuyo lateral rezaba: OBRAS PÚBLICAS DE WASHINGTON D.C. Cuando la motocicleta y el Nova se marcharon, la furgoneta los siguió. Al desaparecer los vehículos, los prismáticos de la ventana alta de la casa de Good Fellow Street siguieron escudriñando la zona. Tal como había calculado Caleb, tardaron veinte minutos en llegar a la librería de Vincent Pearl. En la fachada no había ningún nombre, sólo un cartel que decía: HORARIO: 20.00 H – 24.00 H, DE LUNES A SÁBADO. Caleb se acercó a la puerta y llamó al timbre. Reuben observó la puerta maciza y la ventana enrejada. – Parece que la publicidad no es lo suyo. – Cualquier coleccionista serio sabe exactamente dónde encontrar a Vincent Pearl -repuso Caleb con total naturalidad. – ¿Lo conoces bien? -preguntó Stone. – Oh, no. Yo no me muevo al nivel de Vincent Pearl. De hecho, en los últimos diez años sólo he tratado con él personalmente en dos ocasiones, y las dos aquí, en la librería. De todos modos, he asistido a alguna de sus conferencias. Es un hombre difícil de olvidar. Hacia el oeste se veía la cúpula iluminada del Capitolio. Estaban en un barrio lleno de adosados de obra vista con la fachada cubierta de musgo y piedra, así como otras viviendas que en el pasado habían sido el centro de la floreciente capital. – ¿Seguro que es aquí? -preguntó Milton, justo cuando una voz grave preguntaba con tono exigente: «¿Quién es?»Milton se sobresaltó, pero Caleb habló por un pequeño altavoz que apenas se veía entre la hiedra que cubría el lateral de la puerta. – Señor Pearl, soy Caleb Shaw. De la Biblioteca del Congreso. – ¿Quién? Caleb estaba un poco nervioso y empezó a hablar aceleradamente: – Caleb Shaw. Trabajo en la sala de lectura de Libros Raros. Nos vimos por última vez hace varios años, cuando un coleccionista de objetos relacionados con Lincoln vino a la biblioteca y yo lo traje aquí. – No tiene cita para esta noche -dijo, con cierto fastidio. Al parecer, Pearl no agradecía el cliente que Caleb le había llevado. – No, pero es algo urgente. Si pudiera dedicarme unos minutos… Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió. Cuando los demás entraron, Stone notó un ligero reflejo procedente de arriba. La pequeña cámara de vigilancia los observaba, disimulada ingeniosamente como pajarera. El reflejo procedía de la farola que daba en el objetivo. A la mayoría de la gente le habría pasado desapercibido; pero Oliver Stone no era como los demás, sobre todo en lo referente a dispositivos de espionaje. Al entrar en la tienda, Stone también se fijó en dos cosas. La puerta parecía de madera vieja, aunque en realidad era de acero reforzado, con un marco también de acero; y la cerradura, a juzgar por la mirada experta de Stone, parecía imposible de manipular. Además, la ventana enrejada tenía un vidrio de policarbonato de unos ocho centímetros de grosor. El interior de la librería sorprendió a Stone. Se esperaba un local revuelto, con libros polvorientos en estantes arqueados y viejos pergaminos y tomos a la venta por todos los rincones. Sin embargo, era un local limpio, organizado y muy bien ordenado. El edificio tenía dos plantas. Todas las paredes estaban forradas de estanterías altas y ornamentadas, y los libros que albergaban estaban protegidos por unas puertas correderas de cristal. Había una escalera móvil sobre un largo raíl, acoplada a la parte superior de los estantes de casi tres metros. En medio de aquella larga y estrecha estancia, había tres mesas de lectura ovales de madera de cerezo con sillas a juego. Del techo colgaba un trío de arañas de luces de bronce que proporcionaban una luz sorprendentemente tenue. «Deben de tener reguladores de intensidad», pensó Stone. Una escalera de caracol de metro ochenta de ancho conducía al nivel superior, que estaba parcialmente abierto a la planta en la que se hallaban. Allá arriba, Stone veía más estantes, con una barandilla estilo Chippendale que recorría la abertura hacia la primera planta. Al final de la sala principal, había un mostrador largo de madera con más estantes detrás. Lo que Stone no veía era lo que lo sorprendía. No había ordenadores, ni siquiera una caja registradora. – En este sitio apetece fumarse un puro y tomarse un par de chupitos de whisky -dijo Reuben. – Oh, no, Reuben -dijo Caleb, consternado-. El humo es nefasto para los libros antiguos. Y una gota de líquido puede estropear un tesoro antiquísimo. Reuben se disponía a decir algo cuando se abrió una puerta tallada de detrás del mostrador y apareció un anciano. Todos menos Caleb se quedaron anonadados al ver que la barba plateada del hombre le llegaba hasta el pecho y la melena blanca le caía más allá de los hombros. La indumentaria todavía llamaba más la atención. Era alto y panzudo, y llevaba una túnica color lila hasta los pies con rayas doradas horizontales en las mangas. Las gafas ovaladas sin montura iban apoyadas en una frente larga y arrugada, donde se mezclaban con los mechones de pelo entrecano sin orden ni concierto. Tenía los ojos… sí, negros, decidió Stone, a no ser que la escasa luz le estuviera jugando una mala pasada. – ¿Es monje? -le susurró Reuben a Caleb. – ¡Chitón! -susurró Caleb cuando el hombre se les acercó. – ¿Y bien? -dijo Pearl, mirando a Caleb con aire expectante-. ¿Es usted Shaw? – Sí. – ¿Cuál es el asunto urgente? -De repente, Pearl miró a los demás-. ¿Y quién es esta gente? Caleb los presentó rápidamente, dándole sólo los nombres de pila. Pearl se quedó mirando a Stone. – A usted lo he visto en Lafayette Park, ¿verdad que sí? ¿En una tienda, señor? -preguntó con excesiva formalidad. – Sí -repuso Stone. – Si mal no recuerdo, su cartel reza: QUIERO LA VERDAD. ¿La ha encontrado? – No puedo decir que la haya encontrado. – Bueno, si yo quisiera encontrar la verdad, no creo que empezara a buscar delante de la Casa Blanca -declaró Pearl, antes de dirigirse a Caleb-. ¿A qué ha venido, caballero? -preguntó, yendo al grano. Caleb explicó rápidamente que había sido nombrado albacea literario de DeHaven y que quería hacer una tasación. – Sí, la verdad es que lo de DeHaven ha sido una tragedia -dijo Pearl con solemnidad-. Y resulta que lo han nombrado a usted albacea literario, ¿no es así? -añadió, sorprendido. – Ayudé a Jonathan a reunir su colección, y trabajábamos juntos en la biblioteca -respondió él, a la defensiva. – Entiendo -repuso Pearl con sequedad-. Pero, aun así, es obvio que necesita la opinión de un experto. Caleb se sonrojó levemente. – Pues… sí. Tenemos un inventario de la colección en el portátil de Milton. – Prefiero mil veces trabajar con papel -replicó Pearl con firmeza. – Si tiene impresora, podemos imprimir la lista -sugirió Milton. Pearl negó con la cabeza. – Tengo una imprenta, pero es del siglo XVI y dudo que sea compatible con su artilugio. – No, no lo es -musitó Milton, sorprendido. Como amante devoto de la tecnología, le asombraba el poco interés de Pearl por ella. – Bueno, podemos imprimir la lista y traérsela mañana -propuso Caleb. Vaciló, antes de añadir-: Señor Pearl, más vale que no me ande con rodeos. Jonathan tiene una primera edición del Pearl se colocó las gafas delante de los ojos. – Perdone, ¿qué ha dicho? – Que Jonathan tiene un – No es posible. – Lo he tocado. – No, no puede ser. – Sí-insistió Caleb. Pearl hizo un gesto de desdén con la mano. – Entonces debe de ser una edición posterior. Poco extraordinario. – No tiene música. La música empezó a incluirse en la novena edición, en 1698. Pearl observó a Caleb con severidad. – No le sorprenderá que eso ya lo sepa. Pero, como bien dice, existen otras siete ediciones sin música. – Es la edición de 1640. El año está impreso en la portada. – En ese caso, mi querido señor, o es un facsímil o una falsificación. La gente es muy lista. Un tipo ambicioso recreó – Pues yo pensaba que el – Lo es -respondió Pearl con impaciencia-. El – ¿Y era falso? -inquirió Stone. – Lo irónico del caso es que el falsificador utilizó un facsímil del – Hace más de diez años que trabajo en el Departamento de Libros Raros -declaró Caleb-. He examinado el Pearl miró a Caleb con suspicacia. – ¿Cómo ha dicho que se llama? Caleb se había sonrojado, pero entonces se puso rojo como un tomate. – ¡Caleb Shaw! -exclamó. – Pues bien, Shaw, ¿le ha hecho las pruebas estándares de autentificación al libro? – No; pero lo he mirado, lo he tocado y lo he olido. – Por Dios, no puede estar tan convencido con un examen tan rudimentario. DeHaven no tenía una pieza como ésa en su colección. Un – Entonces, ¿de dónde sacó Jonathan el libro? -preguntó Caleb. Pearl meneó la cabeza. – ¿Y yo qué sé? -Miró a los demás-. Como supongo que les ha contado su amigo, de la tirada original sólo quedan once ejemplares del Mientras Stone contemplaba los luminosos ojos negros que parecían sobresalir de las profundas cuencas como petróleo que brota de la tierra, le quedó claro que un diagnóstico espiritual de Vincent Pearl revelaría sin duda alguna que también padecía bibliomanía. El librero se dirigió de nuevo a Caleb: – Y, como los once están localizados, no me entra en la cabeza que uno acabara en la colección de Jonathan DeHaven. – ¿Entonces por qué iba a guardar una falsificación en una caja fuerte? -replicó Caleb. – Quizá pensara que era auténtico. – ¿El director del Departamento de Libros Raros engañado por un libro falso? -dijo Caleb con desprecio-. Lo dudo seriamente. Pearl seguía impertérrito: – Como he dicho, estuvieron a punto de estafar a los expertos de la biblioteca con un – Tal vez sería mejor que pasara por casa de Jonathan para ver con sus propios ojos que el – Creo que mañana por la tarde tengo un rato -repuso Pearl, sin mostrar el menor interés. – Iría bien -dijo Caleb, tendiéndole una tarjeta-. Éste es mi número de la biblioteca, llame para confirmar. ¿Tiene la dirección de Jonathan? – Sí, en mis archivos. – Sería preferible no mencionar la existencia del – Apenas menciono nada a nadie -respondió Pearl-. Sobre todo, cosas que no son ciertas. Caleb volvió a ponerse rojo como un tomate mientras Pearl los acompañaba rápidamente a la salida. – Bueno -dijo Reuben en el exterior, poniéndose el casco de la motocicleta-, creo que acabamos de conocer al profesor Dumbledore. – ¿A quién? -exclamó Caleb, que seguía enfadado por el último comentario hiriente de Pearl. – Dumbledore. De Harry Potter, ya sabes. – No, no lo sé -espetó Caleb. – Maldito – Bueno, está claro que Pearl no se cree que el – Pues por cómo has contestado a Pearl ahí dentro, más vale que tengas razón -espetó Reuben. Caleb se ruborizó. – No sé por qué he actuado así. Me refiero a que él es famoso en el mundillo de los libros. Y yo no soy más que un bibliotecario del Gobierno. – Un bibliotecario de primera en uno de los mejores organismos del mundo -añadió Stone. – Será todo lo bueno que quieras en su campo, pero necesita comprarse un ordenador. Y una impresora que no sea del siglo XVI -sentenció Milton. El Nova se puso en marcha. Cuando Reuben arrancó la Indian accionando el pedal, Stone, fingiendo acomodar su cuerpo alto en el sidecar, miró hacia atrás. Se pusieron en marcha, con la furgoneta a la zaga. En cuanto el Chevy Nova y la motocicleta se separaron, la furgoneta siguió a esta última. |
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