"Los Coleccionistas" - читать интересную книгу автора (Baldacci David)Capítulo 16 Cuando el avión aterrizó en Newark, llovía y hacía frío. Ahora Annabelle llevaba el pelo castaño, los labios color cereza, unas elegantes gafas de sol, ropa moderna y zapatos de plataforma. Sus tres compañeros llevaban traje de dos piezas sin corbata. No salieron juntos del aeropuerto. Se dirigieron al sur y se encontraron en un apartamento de alquiler de Atlantic City. Al volver a la ciudad después de tantos años, Annabelle notó que estaba más tensa. La última vez, le había faltado demasiado poco para morir. Pero ahora esa misma tensión podía acabar con su vida. Tendría que templar los nervios y capear el temporal. Se había preparado durante casi veinte años para este momento y no pensaba desperdiciarlo. A lo largo de la semana anterior, había sacado los fondos de los cheques falsificados de las cuentas corporativas. Había transferido esas cantidades más el alijo de la estafa de los cajeros automáticos a una cuenta en el extranjero que no estaba regulada por ninguna entidad bancaria estadounidense. Con tres millones de dólares como capital inicial, los hombres estaban ansiosos por conocer el plan del gran golpe de Annabelle. No obstante, ella no estaba preparada para contárselo. Pasó buena parte del primer día caminando por la ciudad, observando los casinos y hablando con ciertas personas anónimas. Los hombres pasaron el rato jugando a las cartas y charlando. Leo y Freddy entretuvieron al joven Tony con historias de viejas estafas, adornadas y pulidas como suele suceder con los recuerdos del pasado. Al final, Annabelle los convocó. – Mi plan es convertir nuestros tres millones en mucho más, en relativamente poco tiempo -les informó. – Me encanta tu estilo, Annabelle -dijo Leo. – En concreto, quiero convertir nuestros tres millones en, por lo menos, treinta y tres millones. Yo me quedo con trece y medio, y vosotros os repartís el resto entre tres. Seis y medio por barba. ¿Alguien tiene algún inconveniente? Los hombres se quedaron de piedra unos minutos. Al final, Leo respondió por ellos: – Joder, vaya mierda. Annabelle alzó una mano a modo de advertencia. – Si la estafa fracasa, podríamos perder parte del capital inicial, pero no todo. ¿Estáis todos de acuerdo en tirar los dados? -Todos asintieron-. La cantidad de dinero de la que estamos hablando exigirá correr ciertos riesgos en la etapa final. – Traducción -dijo Leo-: aquel a quien desplumemos nunca dejará de buscarnos. -Encendió un cigarrillo-. Y ahora creo que ha llegado el momento de que nos digas quién es. Annabelle se recostó en el asiento e introdujo las manos en los bolsillos. No apartó ni un momento la mirada de Leo, que tampoco le quitaba ojo. – ¿Tan peligroso es? -preguntó al final, nervioso. – Vamos a desplumar a Jerry Bagger y el Pompeii Casino -anunció. – ¡Virgen santa! -gritó Leo. Se le cayó el cigarrillo de la boca. Fue a pararle en la pierna y le hizo un pequeño agujero en los pantalones. Se sacudió la quemadura, enfadado, y señaló a Annabelle con dedo tembloroso-. ¡Lo sabía! ¡Sabía que nos la ibas a jugar! Tony los miró uno a uno. – ¿Quién es Jerry Bagger? – El peor hijo de puta con el que esperas no cruzarte jamás, chico, ése es -sentenció Leo. – Venga ya, Leo; mi misión es convencerle de dar el golpe -bromeó Annabelle-. No lo olvides, quizá quiera hacerse a la idea de quién es Jerry él sólito. – No pienso enfrentarme al cabrón de Jerry Bagger ni por tres millones, ni por treinta tres ni por trescientos treinta y tres mil millones porque no viviré para disfrutarlos. – Pero has venido con nosotros. Y, como bien has dicho, sabías que iba a ir a por él. Lo sabías, Leo. -Annabelle se puso en pie, rodeó la mesa y le pasó el brazo por los hombros-. Y lo cierto es que estás esperando la oportunidad de trincar a ese cerdo desde hace veinte años. Reconócelo. De repente Leo se sintió incómodo, encendió otro Winston y exhaló el humo hacia el techo con nerviosismo. – Cualquiera que haya tratado con ese cabrón quiere matarlo. ¿Y qué? – Yo no quiero matarlo, Leo. Sólo quiero robarle tanto dinero que le hiera donde más duele. Podríamos cargarnos a su familia entera y no le dolería tanto como saber que alguien se ha quedado con la fortuna que lleva amasando gracias a los pobres lelos que desfilan constantemente por su casino. – Suena genial -reconoció Tony, mientras que Freddy seguía dubitativo. Leo observó enfurecido al joven. – ¿Genial? ¿Te parece genial? Voy a decirte una cosa, ignorante de mierda. La cagas delante de Jerry Bagger como hiciste en el banco, y no quedará ni un solo pedazo de tu cuerpo que poner en un sobre para mandar a tu madre para que te entierre. -Leo se giró y señaló a Annabelle-. Quiero dejar una cosa muy clara aquí y ahora. No pienso ir a por Jerry Bagger. Pero lo que de verdad no pienso hacer es ir a por Jerry Bagger con este inútil. – Oye, cometí un error. ¿Tú nunca te has equivocado o qué? -protestó Tony. Leo no respondió. Él y Annabelle se miraron a los ojos durante unos instantes. – El papel de Tony se limita a lo que mejor se le da -dijo ella con voz queda-. No ha tenido ningún contacto con Jerry. -Miró a Freddy-. Y Freddy permanecerá en la sombra todo el tiempo. Sólo tiene que fabricar un papel que dé el pego. El éxito del golpe depende de ti. Y de mí. Así que, a no ser que pienses que no «somos» suficientemente buenos, no creo que sea una objeción válida. – Nos conocen, Annabelle. Ya hemos estado aquí antes. Annabelle rodeó la mesa y abrió una carpeta de papel manila que había en la mesa, delante de su silla. Mostró dos fotografías en papel satinado; una de un hombre y otra de una mujer. – ¿Quién es ése? -preguntó Freddy, sorprendido. Leo respondió a regañadientes mientras observaba las fotos. – Annabelle y yo, hace tiempo. En Atlantic City-soltó. – ¿De dónde has sacado las fotos? -preguntó Tony. – Los casinos tienen un banco de caras, lo que ellos llaman el libro negro, de las personas que han intentado estafarlos, y comparten esa información con el resto de los casinos -explicó Annabelle-. Tú nunca has intentado desplumar un casino, Tony, y Freddy tampoco; es uno de los motivos por los que os busqué. Todavía tengo algunos contactos en esta ciudad, de ahí he sacado las fotos. En realidad, nunca llegaron a pillarnos y fotografiarnos. Estas son combinaciones basadas en descripciones nuestras. Si tuvieran fotos auténticas, no sé si estaría aquí. – Pero ahora ya no os parecéis en nada -dijo Tony-. Por si os sirve de algo saberlo -añadió con una mueca. Annabelle sacó otras dos fotos de la carpeta, más parecidas a ellos. – Al igual que hace la policía con los niños desaparecidos, los casinos contratan a expertos que alteren digitalmente las fotografías para tener en cuenta el envejecimiento natural. Las introducen en su libro negro y también en el sistema de vigilancia electrónico, que incorpora un – Yo no voy a desplumar a Jerry -gruñó Leo. – Venga ya, Leo, será divertido -dijo Tony. – No me toques los huevos, mocoso -espetó Leo-. ¡Como si me hicieran falta excusas para odiarte! – Vamos a dar un paseo, Leo -dijo Annabelle. Levantó una mano cuando Tony y Freddy se pusieron en pie para seguirlos-. Quedaos aquí. Ahora volvemos -dijo. En el exterior, el sol asomaba tras unos oscuros nubarrones. Annabelle se puso una capucha y gafas de sol. Leo se encasquetó una gorra de béisbol y también se puso gafas de sol. Caminaron por el paseo marítimo, que discurría entre los casinos de la calle principal y la ancha playa, y pasaron junto a las parejas que contemplaban el océano sentadas en los bancos. – Han arreglado la ciudad desde la última vez que estuvimos aquí -dijo Annabelle. Los casinos habían irrumpido en la ciudad a finales de la década de los setenta, dejando caer palacios de juegos multimillonarios cuando este destino turístico estaba en plena decadencia. Durante varios años, la gente no quería alejarse demasiado de la zona de casinos porque el resto de la ciudad no era un lugar seguro. Las autoridades llevaban tiempo prometiendo hacer una limpieza general de la zona y, cuando los casinos empezaron a dar montones de dinero y puestos de trabajo, pareció que por fin se cumplía la promesa. Se pararon a observar una grúa enorme que levantaba vigas de acero sobre una estructura cuyo cartel anunciaba la construcción de apartamentos de lujo. Por todas partes veían edificios nuevos y obras de rehabilitación de los ya existentes. Leo giró hacia la playa. Se paró para quitarse los zapatos y los calcetines mientras Annabelle hacía lo mismo con sus zapatos planos y se remangaba los pantalones. Caminaron por la orilla. Al final, Leo se agachó, cogió una concha y la lanzó hacia una ola que venía. – ¿Estás preparado para hablar del tema? -preguntó ella, mirándolo fijamente. – ¿Por qué haces esto? – ¿Hacer qué? ¿Planear un golpe? Es lo que he hecho toda la vida. Y tú deberías saberlo mejor que nadie, Leo. – No, me refiero a por qué viniste a buscarme a mí, a Freddy y al chico. Podías haber elegido a cualquier otro para esto. – No quería a cualquiera. Hace tiempo que nos conocemos, Leo. Y pensé que querrías intentarlo de nuevo con Jerry. ¿Me equivoco? Leo lanzó otra concha al agua y observó cómo desaparecía. – Es la historia de mi vida, Annabelle. Lanzo conchas a las olas y siguen viniendo. – No te pongas a filosofar conmigo. La miró de reojo. – ¿Es por tu viejo? – Tampoco me hagas de psiquiatra. -Se apartó ligeramente de él, se cruzó de brazos y se quedó mirando el mar, en cuyo horizonte un barco avanzaba despacio hacia algún lugar-. Con trece millones de dólares, podría comprarme un barco lo suficientemente grande para cruzar el océano, ¿verdad? -preguntó ella. Leo se encogió de hombros. – No lo sé. Supongo. Nunca he tenido motivos para comparar precios. -Se miró los pies descalzos y removió la arena que tenía entre los dedos-. Annabelle, siempre has sido sensata con el dinero, mucho más sensata que yo. Después de todas las estafas que has hecho, sé que no necesitas el dinero. – ¿Quién se conforma con el dinero que tiene? -repuso ella, sin apartar la mirada del barco en movimiento. Leo cogió otra concha y la lanzó. – Tienes muchas ganas de hacer esto, ¿verdad? – Una parte de mí no quiere. La parte de mí a la que escucho sabe que tengo que hacerlo. – ¿El chico no abre la boca? – El chico no abre la boca. – Si esto sale mal, no quiero ni pensar qué será de nosotros. – Entonces no dejes que salga mal. – ¿Tienes un solo nervio en el cuerpo? – No, que yo sepa. -Annabelle recogió una concha y la lanzó a una ola que rompía, y luego dejó que el océano le bañara los pies y los tobillos-. ¿Seguimos adelante? – Sí, seguimos adelante -respondió Leo asintiendo lentamente. – ¿Se acabó el ponerte hecho una furia conmigo? Leo sonrió. – Eso no puedo prometérselo a ninguna mujer. – Hace tiempo que no sé nada de tu madre -le dijo él de regreso al apartamento-. ¿Cómo está Tammy? – No muy bien. – ¿Tu viejo está vivo? – ¡Y yo qué sé! -respondió Annabelle. |
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