"Los Coleccionistas" - читать интересную книгу автора (Baldacci David)Capítulo 21 El Camel Club convocó una reunión de urgencia en la casita de Stone, en el cementerio, la mañana después de la visita a la casa de De-Haven. Stone explicó a Milton y a Caleb lo sucedido la noche anterior con todo lujo de detalles. – Ahora mismo podrían estar observándonos -dijo Caleb, asustado, mientras miraba por la ventana. – Lo que me sorprendería es que no estuvieran espiándonos -repuso Stone con toda tranquilidad. La casa era pequeña y tenía pocos muebles: una cama vieja; un escritorio grande y desvencijado lleno de papeles y periódicos; estanterías con libros en distintos idiomas, todos los que Stone hablaba; una pequeña cocina con una mesa destartalada; un cuarto de baño diminuto y varias sillas desparejadas dispuestas alrededor de la gran chimenea que era la principal fuente de calor de la vivienda. – ¿Y eso no te preocupa? -preguntó Milton. – Me habría preocupado mucho más que hubieran intentado matarme, lo cual no les habría costado nada pese a la heroicidad de Reuben. – ¿Y ahora, qué? -preguntó Reuben. Estaba de pie ante la chimenea, intentando quitarse el frío de encima. Consultó la hora-. Tengo que ir al trabajo. – Yo también -añadió Caleb. – Caleb, necesito entrar en la cámara acorazada de la biblioteca. ¿Es posible? Caleb vaciló: – Pues, en condiciones normales, sí sería posible. Me refiero a que tengo autoridad suficiente para permitir la entrada a las cámaras, pero me pedirán razones. No les gusta que la gente lleve a la familia y amigos sin previo aviso. Y, tras la muerte de Jonathan, hay más restricciones. – ¿Y si el visitante fuera un investigador extranjero? -planteó Stone. – Eso es distinto, por supuesto. -Miró a Stone-. ¿A qué investigador extranjero conoces tú? – Creo que está hablando de sí mismo -intervino Reuben. Caleb miró a su amigo con expresión severa. – ¡Oliver! ¡Habrase visto! No pretenderás que colabore en perpetrar un fraude contra la Biblioteca del Congreso. – En momentos de desesperación, hay que tomar medidas desesperadas. Creo que estamos en el punto de mira de personas muy peligrosas por nuestra relación con Jonathan DeHaven. Así que tenemos que descubrir si murió por causas naturales o no. Y examinar el lugar de su muerte podría servir para determinarlo. – Bueno, ya sabemos cómo murió -replicó Caleb. Los demás lo miraron sorprendido-. Me he enterado esta mañana -dijo rápidamente-. Un amigo de la biblioteca me ha llamado a casa. Jonathan murió a consecuencia de un paro cardiorrespiratorio, eso es lo que se ha descubierto con la autopsia. – De eso es de lo que se muere todo el mundo -apuntó Milton-. Sólo significa que el corazón le dejó de funcionar. Stone se paró a pensar. – Milton tiene razón. Y eso también significa que, en realidad, el forense no sabe de qué murió DeHaven. -Se levantó y miró a Caleb-. Quiero entrar en la cámara hoy por la mañana. – Oliver, no puedes presentarte de repente diciendo que eres investigador. – ¿Por qué no? – Porque esto no funciona así. Hay protocolos, debe seguirse un proceso. – Diré que he venido a la ciudad de visita con la familia y que tengo muchas ganas de ver la mejor colección de libros del mundo; algo improvisado. – Bueno, podría funcionar -reconoció Caleb, a su pesar-. Pero ¿y si te hacen alguna pregunta cuya respuesta desconoces? – No hay nada más fácil que hacerse pasar por erudito, Caleb -le aseguró Stone. Dio la impresión de que a Caleb le ofendía el comentario, pero Stone no hizo caso del enfado de su amigo y añadió-: Iré a la biblioteca a las once. -Anotó una cosa en un trozo de papel y se lo dio a Caleb-. Seré éste. Caleb leyó lo que ponía en el papel y luego alzó la mirada sorprendido. Después se levantó la sesión, aunque Stone se llevó a Milton a un lado para hablarle en voz baja. Al cabo de unas horas, Caleb entró en la biblioteca y tendió un libro a Norman Janklow, un hombre ya mayor y asiduo de la sala de lectura. – Toma, Norman. -Le tendió un ejemplar de – Me encantaría ser dueño de este libro, Caleb -afirmó Janklow. – Lo sé, Norman, a mí también. -Caleb sabía que una primera edición firmada por Hemingway se vendería por 35.000 dólares, como mínimo. Fuera del alcance de su economía y, probablemente, también de la de Janklow-. Pero, al menos, lo puedes tocar. – He empezado a escribir la biografía de Ernest. – Qué bien. -En realidad, Janklow llevaba los dos últimos años «empezando» a escribir la biografía de Hemingway. De todos modos, la idea parecía hacerle feliz y Caleb no tenía ningún inconveniente en seguirle el juego. Janklow palpó el volumen con cuidado. – Han restaurado la tapa -dijo, enfadado. – Sí. Muchas de nuestras primeras ediciones de obras maestras estadounidenses estaban guardadas en malas condiciones antes de que el Departamento de Libros Raros se modernizara. Hace años que tenemos trabajo atrasado. Hace tiempo que este ejemplar tenía que haberse restaurado; fue un error administrativo, supongo. Eso es lo que pasa cuando se tiene casi un millón de volúmenes bajo un mismo techo. – Ojalá los mantuvieran en su estado original. – Nuestro principal objetivo es la conservación. Por eso puedes disfrutar de este libro, porque lo hemos conservado. – Llegué a conocer a Hemingway. – Sí, ya me lo habías dicho. -«Más de cien veces.»-Menudo elemento. Nos emborrachamos juntos en un bar de Cuba. – Ya. Me acuerdo muy bien de la historia. Te dejo que sigas con tu investigación. Janklow se puso las gafas de leer, extrajo unos folios y un lápiz y se quedó absorto en el mundo surgido de la imaginación prodigiosa y prosa sobria de Ernest Hemingway. A las once en punto, Oliver Stone apareció en la sala de lectura de Libros Raros vestido con un traje de Cuando una de las recepcionistas se acercó a Stone, Caleb salió rápidamente a su encuentro. – Yo me ocuparé de él, Dorothy. Co… conozco a este caballero. Stone hizo una floritura para sacar una tarjeta de visita de color blanco. – Tal como prometí, Cuando Dorothy, la recepcionista, lo miró con curiosidad, Caleb dijo: – Es el doctor Aust. Nos conocimos hace años en un congreso bibliográfico en… Fráncfort, ¿no? – No, Maguncia -corrigió Stone-. Lo recuerdo perfectamente porque era la temporada de Entonces entró otro hombre en la sala de lectura. – Caleb, quiero hablar contigo un momento. Caleb empalideció ligeramente. – Oh, hola, Kevin. Kevin, te presento al doctor Aust, de Alemania. Doctor Aust, Kevin Philips. Es el director en funciones del Departamento de Libros Raros. Después de que Jonathan… – Ah, sí, la muerte tan prematura de – ¿Conocía a Jonathan? -preguntó Philips. – Sólo de nombre. Considero que su artículo sobre la traducción métrica que James Logan hizo de los Philips se sintió un tanto abochornado. – Tengo que confesar que no lo he leído. – Es un análisis de la primera traducción que Logan hizo de los clásicos hecha en Norteamérica, vale la pena leerlo -aconsejó Stone amablemente. – Me aseguraré de añadirlo a mi lista -dijo Philips-. Por irónico que resulte, a veces los bibliotecarios no tenemos mucho tiempo para leer. – Entonces no lo agobiaré con ejemplares de mis libros -dijo Stone con una sonrisa-. De todos modos, están en alemán -añadió, riendo entre dientes. – Invité al doctor Aust a visitar las cámaras acorazadas mientras está de visita en la ciudad -explicó Caleb-. Fue una propuesta improvisada. – Por supuesto -dijo Philips-. Será un honor para nosotros. -Bajó la voz-. Caleb, ¿estás al corriente del informe sobre Jonathan? – Sí. – ¿Entonces eso significa que tuvo un ataque al corazón? Caleb miró a Stone, quien le dedicó un ligero asentimiento de cabeza cuando Philips no lo veía. – Sí, creo que eso es exactamente lo que significa. Philips negó con la cabeza. – Cielos, era más joven que yo. Da que pensar, ¿verdad? -Miró a Stone-. Doctor Aust, ¿quiere que lo acompañe en la visita? Stone sonrió y se apoyó con fuerza en el bastón. – No, Philips rio por lo bajo. – Está bien ver que los hombres eruditos conservan su sentido del humor. – Lo intento, señor, lo intento -repuso Stone con una ligera inclinación de cabeza. Cuando Philips los dejó, Caleb y Stone entraron en la cámara. – ¿Cómo te has enterado de lo del artículo de Jonathan? -preguntó Caleb en cuanto estuvieron solos. – Le pedí a Milton que investigara. Lo localizó en Internet y me trajo una copia. Lo escaneé por si aparecía alguien como Philips, para demostrar mi categoría como investigador. -Caleb estaba contrariado-. ¿Qué ocurre? -preguntó Stone. – Pues que resulta un poco decepcionante ver lo fácil que es fingir ser un erudito. – Estoy seguro de que la validación que has hecho de mi maestría ha sido determinante para tu jefe. Caleb se animó. – Bueno, supongo que, en parte, ha contribuido al éxito -reconoció con modestia. – Muy bien, repitamos con exactitud los movimientos de ese día. Caleb hizo lo que su amigo le dijo, y ambos acabaron en la última planta. Señaló un lugar. – Ahí estaba el cadáver. -Caleb se estremeció-. ¡Cielos, fue horrible! Stone miró a su alrededor, se paró y señaló una cosa en la pared. – ¿Qué es eso? Caleb miró lo que le señalaba. – Oh, es la boquilla del sistema antiincendios. – ¿Usáis agua con todos estos libros? – Oh, no. Es un sistema de halón 1301. – ¿Halón 1301? -preguntó Stone. – Es un gas, aunque líquido; pero, cuando sale disparado de la boquilla, se convierte en gas. Ahoga el fuego sin dañar los libros. Stone se emocionó. – ¡Ahoga! ¡Dios mío! -Su amigo lo miró con curiosidad-. Caleb, ¿no te das cuenta? De repente, Caleb comprendió la insinuación de Stone. – ¿Ahogar? Oh, no, Oliver, no. Es imposible que eso fuera la causa de la muerte de Jonathan. – ¿Porqué? – Porque cualquier persona tendría varios minutos para abandonar la zona antes de empezar a notar los efectos. Por eso utilizan halón en lugares donde hay gente. Y, antes de descargar el gas, se oye una sirena de advertencia. De hecho, ahora estamos cambiando el sistema; pero no porque sea peligroso. – ¿Entonces, por qué? – El halón reduce de forma significativa la capa de ozono. Aunque todavía puede usarse en nuestro país y reciclarse para nuevas aplicaciones, la fabricación de halón 1301 está prohibida en Estados Unidos desde mediados de los años noventa. No obstante, el Gobierno federal sigue siendo su mayor usuario. – Pues sí que sabes cosas sobre el halón. – Es que a todos los trabajadores nos impartieron un cursillo sobre el sistema cuando lo instalaron. Y, además, yo me informé por mi cuenta. – ¿Por qué? – ¡Porque vengo mucho a esta cámara y no quería morir de forma horrible! -espetó-. Ya sabes que soy un miedica. Stone observó la boquilla. – ¿Dónde se almacena el gas? – En algún lugar del sótano del edificio, y llega aquí mediante tuberías. – ¿Dices que se almacena como líquido y que sale en forma de gas? – Sí. La velocidad con la que es expulsado por la boquilla lo convierte en gas. – Debe de estar muy frío. – De hecho, si te quedas en pie delante de la boquilla, te congelas. – ¿Algo más? – Bueno, si permaneces en la sala el tiempo suficiente, supongo que podrías morir asfixiado. Por regla general, si no hay suficiente oxígeno para un incendio, no hay oxígeno suficiente para mantenerse con vida. – ¿El gas podría provocar un ataque al corazón? – No lo sé. Pero no importa. El sistema no se puso en marcha. La sirena se oye en todo el edificio. La única posibilidad de que Jonathan no la oyera es que ya estuviera muerto. – ¿Y si desconectaron la sirena? – ¿Quién iba a hacerlo? -preguntó Caleb con escepticismo. – No lo sé. Mientras hablaba, Stone observaba un gran conducto empotrado en una de las columnas que sostenía una estantería. – ¿Eso es un respiradero para el sistema de ventilación? -preguntó. Caleb asintió-. Se le debe de haber caído algo -dijo Stone, señalando dos rejillas que estaban torcidas. – Suele pasar cuando la gente entra y saca libros en el carro. – Le diré a Milton que investigue lo del sistema de halón para ver si hay que saber algo más -dijo Stone-. Y Reuben tiene amigos en el Departamento de Homicidios y en el FBI de su época, los servicios de inteligencia militar. Le diré que los llame para ver si descubre algo sobre la investigación. – Esta noche hemos quedado con Vincent Pearl en casa de Jonathan. En vista de los últimos acontecimientos, ¿no crees que sería mejor cancelar la visita? Stone negó con la cabeza. – No. Esos hombres saben cómo encontrarnos estemos donde estemos, Caleb. Si corremos peligro, prefiero intentar descubrir la verdad yo mismo en vez de quedarme esperando el golpe de brazos cruzados. – ¿Por qué no me haría socio de un aburrido club de lectores, por ejemplo? -se preguntó Caleb, cuando se marchaban de la cámara. |
||
|