"Los Coleccionistas" - читать интересную книгу автора (Baldacci David)Capítulo 4 Roger Seagraves miró al otro lado de la mesa de reuniones, al poca cosa de hombre y sus penosos cuatro pelos negros y grasientos que a duras penas le cubrían un cuero cabelludo grande y escamoso. El hombre tenía poca chicha en los hombros y las piernas y mucha grasa en la barriga y el trasero. Aunque no había cumplido los cincuenta, probablemente no fuera capaz de correr más de veinte metros sin caer reventado; y levantar la bolsa de la compra pondría a prueba la resistencia de su torso. «Representa la degradación física de toda la raza masculina en el siglo XXI», pensó Seagraves. Le resultaba desagradable, porque gozar de buena forma física siempre había tenido gran importancia en su vida. Corría siete kilómetros al día y acababa justo antes de que el sol alcanzara el punto más alto en el cielo. Todavía hacía flexiones con una sola mano y press de banca con el doble de su peso. Era capaz de aguantar la respiración bajo el agua durante cuatro minutos y, a veces, se entrenaba con el equipo de rugby del instituto cercano a su casa, en el oeste del condado de Fairfax. Ningún hombre de más de cuarenta años aguantaba el ritmo de los chicos de diecisiete años, pero él nunca se quedaba muy rezagado. En su profesión anterior, esa excelente forma física le había servido para lograr un único objetivo: mantenerse con vida. Centró la atención en el hombre que tenía delante, al otro lado de la mesa. Cada vez que lo veía, una parte de él deseaba pegarle un tiro en la frente y acabar con su miserable letargo. Pero ninguna persona en su sano juicio mataría a su gallina de los huevos de oro o, en este caso, su topo de oro. Aunque Seagraves consideraba que su compañero tenía muchas limitaciones físicas, lo necesitaba. La criatura se llamaba Albert Trent. Seagraves tenía que reconocer que, pese a aquel cuerpo contrahecho el hombre era inteligente. Un elemento importante de su plan, quizás el detalle más importante, había sido idea de Trent. Ese era el motivo principal por el que había aceptado asociarse con él. Los dos hombres hablaron un rato sobre la inminente declaración de los representantes de la CIA ante el Comité Selecto Permanente de Inteligencia del Congreso, al cual pertenecía Albert Trent. A continuación, trataron información clave recogida por el personal de Langley y algunas de las muchas agencias secretas estatales. Esa gente espiaba a la población desde el espacio exterior, por teléfono, fax, correo electrónico y, a veces, en persona. Cuando acabaron, los dos hombres se recostaron en el asiento y se tomaron el café tibio. Seagraves aún no conocía a ningún burócrata capaz de preparar una taza de buen café. Quizá fuera el agua. – Se está levantando viento -dijo Trent con la mirada fija en el informe que tenía delante. Se alisó la corbata roja sobre la barriga prominente y se frotó la nariz. Seagraves miró por la ventana. Bueno, había llegado el momento de hablar en clave, por si alguien más los escuchaba. En los tiempos que corrían nadie estaba a salvo de oídos indiscretos, y menos en el Capitolio. – Se acerca un frente, lo he visto en las noticias. A lo mejor llueve un poco, o a lo mejor no. – He oído que podría caer una tormenta eléctrica. Seagraves se animó al oír aquello. Las referencias a tormentas eléctricas siempre le llamaban la atención. El presidente de la Cámara de Representantes, Bob Bradley, había sido una de esas tormentas eléctricas. Ahora yacía bajo tierra en su Kansas natal, con un puñado de flores marchitas encima. Seagraves se echó a reír. – Ya sabes qué dicen del tiempo: todo el mundo habla de él, pero nadie hace nada al respecto -dijo. Trent también rio. – Aquí todo pinta bien. Como siempre, agradecemos la cooperación de la CIA. – ¿No lo sabías? La C significa «cooperación». – ¿Sigue en pie la declaración del SDO para este viernes? -preguntó, refiriéndose al subdirector de operaciones. – Sí. Y a puerta cerrada podemos ser muy sinceros. Trent asintió. – El nuevo presidente del comité sabe cuáles son las reglas del juego. Ya pasaron lista en la votación para cerrar la vista. – Estamos en guerra contra los terroristas, de manera que el panorama ha cambiado totalmente. Hay enemigos del país en todos los rincones. Tenemos que obrar en consecuencia: matarlos antes de que se nos adelanten. – Sin duda -convino Trent-. Es una nueva época, una nueva lucha. Y totalmente legal. – Por supuesto. -Seagraves reprimió un bostezo. Si había alguien escuchando, esperaba que hubiera disfrutado de ese patriotismo barato. Hacía tiempo que había dejado de importarle su país y, ya puestos, cualquier otro. Ahora sólo le importaba él mismo: el Estado Independiente de Roger Seagraves. Y tenía la capacidad, las agallas y el acceso a elementos de gran valor para hacer algo al respecto-. Bueno, si no hay nada más, me marcho. A estas horas seguro que hay un montón de tráfico. – ¿Y cuándo no? -Trent dio un golpecito al informe mientras decía esto. Seagraves no perdió de vista el libro que había dado al otro hombre, ni siquiera al tomar un archivo que Trent había deslizado hacia su lado. El archivo contenía varias peticiones detalladas de información y aclaración sobre ciertas prácticas de vigilancia de la agencia secreta. El grueso informe que le había dejado a Trent no contenía nada más emocionante que el habitual análisis aburrido y complicado que su agencia proporcionaba al comité de supervisión. Era una obra maestra de cómo no decir absolutamente nada de la forma más confusa posible con un millón de palabras o más. Sin embargo, si se leía entre líneas proverbiales, como Seagraves sabía que Trent haría esa misma noche, las páginas del libro de informes revelaban algo más: los nombres de cuatro agentes secretos estadounidenses muy activos y su actual ubicación en el extranjero, todo ello en clave. El derecho a hacer públicos esos nombres y direcciones ya se había vendido a una organización terrorista bien financiada que llamaría a la puerta de esas personas en tres países de Oriente Medio y les volaría la cabeza. Ya se habían transferido dos millones de dólares por nombre a una cuenta que ningún organismo regulador estadounidense auditaría jamás. Ahora la misión de Trent consistía en pasar los nombres robados al siguiente eslabón de la cadena. El negocio de Seagraves iba viento en popa. A medida que aumentaba la cantidad de enemigos globales de Estados Unidos, él vendía secretos a terroristas musulmanes, comunistas de América del Sur, dictadores asiáticos e incluso miembros de la Unión Europea. – Que disfrutes de la lectura -dijo Trent, refiriéndose al archivo que acababa de entregarle. En él, Seagraves hallaría la identidad encriptada de «tormenta eléctrica» junto con todos los detalles. Más tarde esa misma noche, ya en casa, Seagraves se quedó mirando el nombre y empezó a preparar la misión metódicamente, como de costumbre. La diferencia era que esta vez necesitaría algo mucho más sutil que un rifle y una mira telescópica. En este caso, Trent le había venido como anillo al dedo, con valiosa información sobre el objetivo que simplificaba las cosas sobremanera. Seagraves sabía perfectamente a quién llamar. |
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