"La estancia azul" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)Capítulo 00000001 / Uno Esa furgoneta cochambrosa la había dejado intranquila. Lara Gibson estaba sentada en el bar del Vesta's Grill de De Anza en Cupertino, California, donde asía su fría copa de martini mientras ignoraba a dos jóvenes informáticos que se encontraban de pie cerca de ella, y que le lanzaban miradas de coqueteo. Volvió a echar una ojeada fuera, hacia el sirimiri cerrado, y no vio por ninguna parte la Ecoline que, según ella, la había seguido desde su casa, unos kilómetros más allá, hasta el restaurante. Lara se bajó del taburete, fue hacia la ventana y echó un vistazo. La furgoneta no estaba en el aparcamiento del restaurante. Tampoco estaba en el aparcamiento de Apple Computer al otro lado de la calle ni en el contiguo, que pertenecía a Sun Microsystems. Cualquiera de ellos habría sido un buen emplazamiento para observarla -si el conductor hubiera estado persiguiéndola. No, decidió que la furgoneta era sólo una coincidencia -una coincidencia agravada por un punto de paranoia. Volvió al bar y echó un vistazo a los dos chicos que, alternativamente, la ignoraban y le lanzaban sonrisas insinuantes. Como casi todos los jóvenes que estaban allí en la A los treinta y dos años, Lara Gibson era seguramente cinco años mayor que sus dos admiradores. Y, al tratarse de una mujer empresaria que trabajaba por su cuenta y no de una geek -un geek es un loco por los ordenadores que está vinculado a empresas de informática-, también debía de ser cinco veces más pobre. Pero eso no les importaba a esos dos hombres fascinados por su rostro exótico, intenso, y por esa melena azabache, esos botines, esa falda gitana en rojo y naranja y esa camiseta negra sin mangas que mostraba unos bíceps ganados a pulso. Se imaginó que uno de los chicos se acercaría a ella en dos minutos, pero su cálculo falló por diez segundos. El joven le brindó una variante de la frase que ella había oído con anterioridad no menos de una docena de veces: «Perdona no pretendo interrumpir pero hey te gustaría que le rompiera la rodilla a tu novio por hacer esperar sola en un bar a una chica tan guapa por cierto ¿te puedo invitar a algo mientras decides qué rodilla quieres que le rompa?». Otra mujer se habría enfurecido, otra mujer se habría quedado cortada, se habría sentido incómoda o le habría seguido el juego y le habría permitido que la convidara a una copa no deseada al no tener los recursos necesarios para afrontar la situación. Pero esas mujeres eran más débiles que ella. Lara Gibson era «la reina de la protección urbana», tal como la había apodado el – Ahora mismo no deseo compañía. Así de fácil. Fin de la charla. Su franqueza lo dejó perplejo y él evitó su mirada directa y volvió con su amigo. Poder…, todo se basaba en el poder. Bebió un sorbo. De hecho, esa maldita furgoneta blanca le había traído a la memoria todas las reglas que ella había desarrollado para enseñar a las mujeres a defenderse en la sociedad actual. Camino del restaurante, había mirado por el espejo retrovisor en repetidas ocasiones y había advertido la presencia de la furgoneta a unos seis u ocho metros. La conducía un chico. Era blanco pero tenía el pelo lleno de trenzas, como un rastafari. Llevaba ropas de camuflaje y, a pesar del sirimiri, gafas de sol. Pero, por supuesto, esto era Silicon Valley, morada de slackers y de hackers, donde no era infrecuente que a uno, si se paraba en un café Starbucks para tomar un vente latte con leche desnatada, lo atendiera un quinceañero educado, con una docena de piercings, la cabeza rapada y vestido como si fuera un rapero. En cualquier caso, el conductor la había mirado con una hostilidad sostenida y espeluznante. Abstraída, Lara echó mano del spray antiagresores que guardaba en el bolso. Otra ojeada por la ventana. Sólo había coches elegantes comprados con dinero del punto-com. Una mirada a la sala. Sólo geeks inofensivos. «Tranquila», se dijo a sí misma, y echó un trago de su potente martini. Miró el reloj de pared. Las siete y cuarto. Sandy llevaba quince minutos de retraso. No como ella. Lara sacó el móvil pero en la pantalla se leía: «Fuera de servicio». Estaba a punto de buscar un teléfono público cuando alzó la vista y vio que un joven entraba en el bar y que le hacía señas. Lo conocía de algún sitio pero no sabía decir de dónde. Le sonaban su cabello, largo aunque bien cortado, y su perilla. Vestía vaqueros blancos y una arrugada camisa de faena azul. Su única concesión a la América empresarial era la corbata; su dibujo no era de rayas ni de flores diseñadas por Jerry García, como se estila en los hombres de negocios de Silicon Valley, sino de dibujos del canario Piolín. – Hola, Lara -se acercó, le dio la mano y se apoyó en la barra-. ¿Te acuerdas de mí? Soy Will Randolph. El primo de Sandy. Cheryl y yo te conocimos en Nantucket, en la boda de Fred y de Mary. Sí, de eso le sonaba. Su esposa y él habían compartido mesa con ella y con su novio, Hank. – Claro, ¿cómo estás? – Bien. Mucho trabajo. Pero ¿quién no anda igual por aquí? Su pase colgado del cuello decía: «Xerox Corporation PARC». Estaba impresionada. Incluso los que no eran geeks conocían el legendario Centro de Investigación de Xerox en Palo Alto, a unos siete u ocho kilómetros al norte de donde se encontraban. Will hizo una seña al camarero y pidió una cerveza light. – ¿Cómo está Hank? -preguntó él-. Sandy dijo que estaba intentando conseguir un puesto en la Wells Fargo. – Sí, lo obtuvo. Ahora mismo está en Los Ángeles, en el curso de orientación. Llegó la cerveza y Will echó un trago. – Felicidades. Un destello blanco en el aparcamiento. Alarmada, Lara miró rápidamente en esa dirección. Pero el vehículo resultó ser un Ford Explorer blanco con una pareja sentada en los asientos delanteros. Sus ojos dejaron el Ford y escrutaron de nuevo la calle y los aparcamientos; recordó que había visto un costado de la furgoneta al adentrarse en los estacionamientos del restaurante. En ese costado había una mancha de algo oscuro y rojizo, barro, lo más probable, pero ella había pensado que parecía sangre. – ¿Estás bien? -le preguntó Will. – Claro. Perdona. Se volvió hacia Will, encantada de contar con un aliado. Otra de sus reglas de protección urbana era: «Dos personas son siempre mejor que una». Lara hizo una modificación al añadir, ahora, «incluso si una de ellas es un geek delgado que no llega a metro ochenta». Will prosiguió: – Sandy me ha llamado cuando me iba a casa para pedirme que viniera a darte un recado. Ha tratado de llamarte al teléfono móvil pero no había línea. Se le ha hecho tarde y se pregunta si podríais encontraros en ese garito cerca de su oficina, ¿Ciro's?, adonde fuisteis el mes pasado. En Mountain View. Ha hecho una reserva para las ocho. – No tendrías que haberte molestado. Ella podría haber llamado al camarero. – Ella quería que te diera las fotos que tomé en la boda. Así, las dos podéis echarles un vistazo durante la cena y decirme si queréis copias de alguna. Will vio a un amigo al otro lado del bar y saludó -por mucha extensión que tenga, Silicon Valley es un sitio muy pequeño. Le dijo a Lara: – Cheryl y yo íbamos a llevar las fotos este fin de semana a la casa de Sandy en Santa Bárbara… – Sí, vamos a ir allí el viernes. Will se quedó quieto un instante y sonrió como si quisiera compartir un gran secreto. Sacó la cartera y la abrió para mostrar una foto en la que se le veía en compañía de su esposa y un bebé muy pequeño y rubicundo. – La semana pasada -comentó con orgullo-. Rudy. – Oh, es adorable -susurró Lara. Pensó por un momento en que Hank había comentado en la boda de Mary que no estaba seguro de querer tener niños. Bueno, nunca se sabe… – A partir de ahora vamos a pasar mucho tiempo en casa. – ¿Qué tal está Cheryl? – Bien. El niño está bien. No hay nada como eso… Pero ser padre le cambia a uno la vida por completo. – Estoy segura de que es así. Lara volvió a mirar el reloj. Las siete y media. A esta hora de la noche había una carrera de media hora hasta Ciro's. – Será mejor que me vaya. Entonces saltó una alarma dentro de ella y recordó la furgoneta y a su conductor. Las greñas rasta. La mancha oxidada en la puerta abollada. Will pidió la cuenta y pagó. – No tienes por qué pagar -dijo ella-. Ya me encargo yo. Él se rió. – Ya lo has hecho. – ¿Qué? – Los fondos de inversión de los que me hablaste en la boda. Aquellos que acababas de comprar. Lara recordó haber alardeado sin reparos sobre unas acciones de biotecnología que el año pasado habían subido un sesenta por ciento. – Cuando regresé de Nantucket, compré una burrada de ellos… Así que… Muchas gracias -ladeó la cerveza hacia ella. Luego se levantó-. ¿Estás lista? – Siempre lo estoy -Lara miraba la puerta con desasosiego mientras se encaminaban hacia ella. Se dijo que todo eso era una paranoia. Por un momento pensó que debía buscarse un trabajo serio, como toda esa gente del bar. Que no debía estar tan metida en el mundo de la violencia. Eso, todo era una paranoia… Pero, aunque así fuera, ¿por qué había acelerado el joven de las trenzas rastafaris cuando ella se había introducido en el aparcamiento y lo había mirado? Will salió y abrió su paraguas, colocándolo de tal forma que los cubriera a los dos. Lara recordó otra regla para la protección urbana: «Nunca seas demasiado orgullosa ni demasiado vergonzosa a la hora de solicitar ayuda». Y, no obstante, cuando Lara estaba a punto de pedirle que la acompañara hasta su coche tras haber recogido las fotos, pensó que si el chaval de la furgoneta fuera de verdad una amenaza, ¿no sería egoísta por su parte pedirle a él que se pusiera en peligro? Al fin y al cabo estaba casado y acababa de ser padre, tenía gente que dependía de él. Parecía injusto hacerle… – ¿Algo va mal? -preguntó Will. – No, de verdad. – ¿Estas segura? -insistió él. – Bueno, creo que alguien me ha seguido hasta el restaurante. Un muchacho. Will miró a su alrededor. – ¿Lo ves por algún lado? – Ahora no. Él preguntó: – Tienes una página web, ¿no? Para ayudar a las mujeres a protegerse solas. – Sí, así es. – ¿Crees que él la conoce? Quizá te esté acosando. – Podría ser. Te sorprendería la cantidad de correo lleno de odio que me llega. Él sacó el teléfono móvil. – ¿Quieres llamar a la policía? Ella lo sopesó. – No, no. Sólo que… ¿te importaría acompañarme hasta mi coche cuando me hayas dado las fotos? Will sonrió. – Claro que no. No es que sepa kárate, pero a la hora de pedir auxilio puedo gritar como el que más. Ella rió. – Gracias. Caminaron por la acera del restaurante y ella comprobó los coches. Como en cualquier otro aparcamiento de Silicon Valley, había docenas de automóviles Saab, BMW y Lexus. No obstante, no se veían furgonetas. No había chavales. No había manchas de sangre. Will señaló el lugar donde había aparcado, en el espacio de atrás. Dijo: – ¿Lo has visto? – No. Fueron por el callejón hasta su coche, un Jaguar inmaculado. Dios, ¿es que en Silicon Valley tenían que estar forrados todos salvo ella? El sacó las llaves del bolsillo. Caminaron hasta el maletero. – Sólo saqué dos rollos en la boda. Pero algunas fotos son muy buenas -abrió el maletero, se detuvo y miró alrededor. Ella hizo lo mismo. Estaba completamente desierto. Ahí no había ningún coche aparte del suyo. Will la miró. – Seguro que andabas pensando en las greñas. – ¿Greñas? – Sí -dijo él-. Las greñas de rastafari. Su voz era distinta, más grave, abstraída. Él aún sonreía pero ahora su rostro era distinto. Parecía hambriento. – ¿Qué es lo que quieres decir? -apuntó Lara con calma, aunque el miedo se había apoderado de ella. Se fijó en que una cadena bloqueaba el acceso al aparcamiento. Y supo que él la había amarrado después de haber aparcado su coche: de esta manera, nadie más podía aparcar ahí. – Era una peluca. «Dios mío, Dios mío», pensó Lara Gibson, que no había rezado en veinte años. Él la miró a los ojos, rastreando su miedo. – Hace ya rato que aparqué el Jaguar aquí. Después, robé la furgoneta y te seguí desde tu casa. Con la ropa de camuflaje y la peluca puesta. Ya sabes, para que estuvieras nerviosa y paranoica y quisieras tenerme cerca… Conozco tus reglas, todo eso de la protección urbana. Nunca vayas a un aparcamiento vacío con un hombre. Un hombre casado es más seguro que un hombre soltero. ¿Y qué opinas de mi retrato de familia? -hizo un gesto señalando su billetera-: Bajé una foto de la revista Padres y la retoqué un poquito. – ¿Tú no eres…? -susurró ella desesperada. – ¿El primo de Sandy? Ni siquiera lo conozco. Escogí a Will Randolph porque es alguien a quien tú conoces de refilón y que se me parece algo, o esa impresión me dio, al menos. Y ya puedes sacar esa mano del bolso. Él sostenía un tubo de spray antiagresores. – Lo tomé mientras salíamos. – Pero… -ahora gimoteaba con desesperación, con los hombros caídos-. ¿Quién eres? Ni siquiera me conoces… – Eso no es cierto, Lara -susurró él, que estudiaba su angustia de la misma manera que un maestro tiránico de ajedrez examina el rostro de su vencido oponente-. Lo sé todo sobre ti. Todo, todo, todo. |
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