"La estancia azul" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)

Capítulo 00000100 / Cuatro

Wyatt Gillette llevaba ya media hora atroz sentado en esa celda fría y medieval y negándose a especular en verdad si sucedería: si lo soltarían. No quería permitirse el menor soplo de esperanza: lo primero que muere en una cárcel son las ilusiones.

Luego, se abrió la puerta de la celda con un ruido casi imperceptible, y entraron los policías.

Anderson miró a Gillette, quien se fijó en que el hombre lucía el punto marrón en el lóbulo de la oreja de un agujero de pendiente que hubiera cerrado tiempo atrás.

– Un magistrado ha firmado la orden de excarcelación temporal.

Gillette suspiró tranquilo. Cayó en la cuenta de que tenía los dientes apretados y los hombros tensos y hechos un nudo debido a la espera. Comenzó a relajarse.

– Tienes dos opciones: o bien te dejamos las esposas puestas durante todo el rato, o bien te colocamos una tobillera de detección y localización electrónica.

Gillette se lo pensó:

– La tobillera.

– Es un modelo nuevo -dijo Anderson-. De titanio. Sólo pueden ponértela y quitártela con una llave especial. Nadie ha sido capaz de despojarse de ella.

– Bueno, hubo un tipo que lo hizo -añadió Bob Shelton-, pero después de haberse arrancado el pie. Y sólo pudo avanzar kilómetro y medio antes de desangrarse por completo.

A Gillette ese policía corpulento le hacía tanta gracia como odio parecía sentir el agente contra él.

– Te localiza en un radio de noventa kilómetros y emite a través del metal -prosiguió Anderson.

– Ha quedado claro -le contestó Gillette. Y al alcaide-: Necesito traer unas cuantas cosas de mi celda.

– ¿Qué cosas? -se rió aquel hombre-. No te vas por tanto tiempo, Gillette. No es necesario que hagas las maletas.

– Necesito llevar algunos libros y cuadernos -comentó Gillette a Anderson-. Y muchos recortes. De Wired y 2600.

El policía de la UCC, que estaba suscrito a ambas publicaciones, dijo:

– Sí, pueden ser de utilidad -y al alcaide-: No hay problema.

Cerca sonó un aullido electrónico muy estridente. Gillette se sobresaltó al oírlo. Le llevó un minuto reconocer lo que era ese sonido que nunca había oído en San Ho. Frank Bishop contestó la llamada de su móvil.

El policía flacucho se llevó el teléfono a la oreja y escuchó durante un rato mientras se acariciaba las patillas. «Sí, señor… Capitán… ¿Y?» Hubo una larga pausa durante la cual las comisuras de sus labios se endurecieron. «¿Nada que pueda hacer?… Bien, señor.»

Colgó.

Anderson levantó una ceja en su dirección. El detective de homicidios dijo:

– Era el capitán Bernstein. La emisora ha difundido nuevas noticias sobre el caso MARINKILL. Han divisado a los sospechosos cerca de Walnut Creek. Es de suponer que vienen hacia aquí -lanzó una mirada a Gillette tan vaga como si oteara una mancha sobre el banco y se dirigió a Anderson-: Creo que debo decírselo: solicité que me sacaran de este caso y me pusieran a trabajar en ése. Se han negado. El capitán Bernstein piensa que aquí puedo ser de más ayuda.

– Gracias por indicármelo -respondió Anderson. No obstante, a Gillette no le dio la impresión de que el policía de la UCC estuviera especialmente agradecido por la ratificación de que el detective no se sintiera del todo involucrado en el caso. Miró a Shelton.

– ¿Usted también aspiraba a unirse al MARINKILL?

– No. Reclamé estar en éste. A esa muchacha la asesinaron en mi patio, como quien dice. Quiero asegurarme de que no volverá a ocurrir una cosa así.

Anderson miró su reloj. Gillette advirtió que eran las 9.15.

– Deberíamos volver a la UCC.

El alcaide llamó al musculoso guardia y le dio instrucciones. El hombre condujo a Gillette de vuelta a su celda.

Cinco minutos después había seleccionado todo lo que necesitaba, usado el baño y se había puesto una chaqueta encima. Caminó delante del guardia hasta la zona central de San Ho.

Dejó atrás una puerta, otra, el área de visitas donde había visto a un amigo hacía un mes; la sala de abogados, donde había pasado demasiadas horas con aquel hombre que se llevó hasta el último céntimo que Ellie y él tenían.

Por fin, respirando fuerte a medida que la excitación lo embargaba, Gillette llegó al penúltimo pasillo: a la zona sin puertas de seguridad donde estaban las oficinas y las garitas de los guardas. Allí le esperaban los policías.

Anderson hizo una seña al guardia, quien le quitó las esposas. El guardia volvió por donde había venido y Gillette se encontró, por primera vez en dos años, libre de la dominación del sistema de prisiones. Había conseguido una pequeña parcela de libertad.

Se frotó la piel de las muñecas y caminó hacia la salida: dos puertas de madera con un cristal con enrejado contra incendios, a través de las cuales Gillette podía ver el cielo gris y encapotado. «Le pondremos la tobillera afuera», dijo Anderson.

Shelton se le acercó furtivamente y le susurró al oído:

– Quiero comentarte una cosa, Gillette. Quizá pienses que ahora que tienes las manos libres vas a poder robar un arma. Mira, si te veo una mirada rara o sospecho algo, te vas a acordar de mí, ¿me sigues? No tendré reparos en acabar contigo.

– Me metí en un ordenador -dijo Gillette, harto-. Es mi único crimen. Nunca he hecho daño a nadie.

– Recuerda lo que te he dicho -dijo Shelton, y volvió a colocarse a su espalda. Gillette caminó más aprisa, hasta alcanzar a Anderson:

– ¿Dónde vamos?

– A las oficinas de la UCC, la Unidad de Crímenes Computarizados, que se encuentran en San José. En una base apartada. Nosotros…

Sonó una alarma y una luz roja se encendió en el detector de metales por el que pasaban. Como salían de la prisión y no al contrario, el guardia encargado apagó la alarma y les hizo una seña para que continuaran.

Pero justo cuando Anderson ponía la mano en la puerta para abrirla, una voz dijo:

– Un momento -era Frank Bishop y estaba señalando a Gillette-: Pásale el escáner.

Gillette se detuvo.

– Esto es estúpido. Salgo, no entro. ¿Quién se dedicaría a sacar algo de la cárcel?

Anderson no dijo nada pero Bishop hizo un gesto al guardia para que se acercara. Pasó la varilla del detector por el cuerpo de Gillette. La varilla se aproximó al bolsillo derecho de sus pantalones flojos y emitió un chirrido estridente.

El guardia metió la mano en el bolsillo y sacó una placa de circuitos, llena de cables.

– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Shelton.

Anderson lo examinó de cerca. «¿Una caja roja?», preguntó a Gillette, quien miraba frustrado al techo:

– Sí.

– Existe un montón de cajas de circuitos que los phreaks telefónicos usan para engañar a las compañías de teléfonos: para tener servicio gratis, pinchar líneas o evitar que se las pinchen a ellos… Se conocen por los distintos colores. Ya no se ven más de este tipo, como esta caja roja. Reproduce el sonido de las monedas cayendo por la cabina. Puedes llamar a donde quieras en todo el mundo y lo único que necesitas es seguir dándole al botón de 25 centavos para pagar la llamada -miró a Gillette-. ¿Qué es lo que ibas a hacer con esto?

– Pensé que igual me perdía y necesitaba llamar a alguien.

– También podías vendérsela en la calle a cualquier phreak por, pongamos, unos doscientos dólares. En el caso de que, por ejemplo, quisieras escapar y necesitaras algo de dinero.

– Supongo que alguien podría hacer eso. Pero yo no.

Anderson echó una ojeada a la placa de circuitos:

– El cableado está muy bien.

– Gracias.

– Apuesto a que echaste en falta un soldador, ¿no?

– No lo sabe bien -contestó Gillette, afirmando con la cabeza.

– Vuelve a sacar algo así y regresas ahí dentro tan pronto como tarde en traerte de vuelta el coche patrulla, ¿entendido?

– Entendido.

– No ha estado mal -le susurró Bob Shelton-. Pero, qué putada, la vida es una decepción tras otra, ¿no?

«No», pensó Gillette, «la vida es un hack tras otro».


* * *

En el extremo este de Silicon Valley, un estudiante regordete de quince años tecleaba con furia mientras observaba con atención la pantalla en la sala de ordenadores de la Academia St. Francis, un viejo colegio privado masculino de San José.

Aunque llamar sala a eso no era hacer justicia, la verdad. Es cierto que contenía ordenadores. Pero lo de «sala» era ya algo más inseguro, como opinaban todos los estudiantes sin excepción. Se encontraba en el subsuelo, tenía barras en las ventanas y no sólo parecía una celda sino que antiguamente lo había sido: esa ala del edificio tenía 250 años. Se decía que fray Junípero Serra, el famoso misionero de la vieja California que daba nombre a la Interestatal 280, había difundido la Palabra de Dios en esta habitación donde desnudaba a los indios hasta la cintura y los flagelaba hasta que aceptasen a Jesús. Según la versión que los estudiantes veteranos contaban a los más jóvenes, algunos de esos indios no habían podido sobrevivir a su conversión y sus fantasmas seguían vagando por celdas, bueno, por salas, como ésta.

Jamie Turner, el más joven de quienes ahora ignoraban a los espíritus y tecleaban a la velocidad de la luz, era un desmañado estudiante moreno de segundo año. Nunca sacaba nada más bajo que un notable alto y, a pesar de que aún quedaban dos meses para el final del semestre, ya había cumplido con las lecturas obligatorias (y con la mayor parte de los trabajos) para todas sus clases. Él solo poseía el doble de libros que cualquier estudiante de St. Francis y se había leído cada novela de Harry Potter cinco veces; El señor de los anillos, ocho veces, y cada palabra que hubiese sido escrita por William Gibson, el escritor visionario de informática-ficción, más veces de las que sea posible recordar.

El sonido de sus dedos sobre el teclado se extendía por la sala como disparos de metralleta con silenciador. Oyó un ruido detrás de él. Se dio la vuelta. Nada.

Otro ruido.

Nada.

«Malditos fantasmas… Siempre jodiendo. Volvamos al trabajo.»

Jamie Turner empujó sus gruesas gafas nariz arriba y retornó a su tarea. La luz cenicienta de ese día lluvioso sangraba a través de las ventanas llenas de barrotes. Fuera, en el campo de fútbol, sus compañeros corrían, reían, metían goles y trotaban adelante y atrás. Acababa de empezar la clase de educación física de las 9.30. Se suponía que Jamie estaba con ellos: a Booty no le haría ninguna gracia saber que él se encontraba ahí, en la sala de ordenadores, y no en el campo de juego.

Pero Booty no lo sabía.

No es que Jamie aborreciera al rector del internado. En absoluto. Resultaba muy difícil aborrecer a alguien que se preocupaba por él. (No como, pongamos por caso, ¿hola?, sus padres. «Nos vemos el veintitrés, hijo… No, espera, tu madre y yo estaremos en Mallorca. Volvemos para el uno o el siete. Entonces nos podemos ver. Te queremos, adiós.»)

Jamie sabía que Booty hacía algunas cosas que resultan ineludibles cuando uno está al cargo de un internado de trescientos muchachos: imponer castigos si los chavales decían palabrotas o se acostaban tarde o tenían revistas guarras. ¿Qué se podía esperar en esos casos? Formaba parte del juego. Pero es que la paranoia de este hombre rayaba en lo estrafalario. Conllevaba encerrarlos por las noches con todas esas alarmas y seguridad, y estar encima de ellos a cada rato.

Y también, por ejemplo, negarse a dejar que los chicos fueran a conciertos de rock inofensivos en compañía de sus muy responsables hermanos mayores, hasta que sus padres no hubiesen firmado la hoja de permiso, cuando quién iba a saber dónde se encontraban sus padres, por no hablar de lo imposible que resultaría hacerles perder unos preciosos minutos en firmar algo y mandarlo por fax a tiempo, por muy importante que fuera eso para uno.

Te queremos, adiós…

Pero ahora había tomado cartas en el asunto. Jamie golpeaba feliz las teclas de su ordenador mientras flotaba en celestiales nubes de bytes. Se ajustó las gafas que siempre usaba (con pesados cristales de seguridad) y guiñó los ojos mientras contemplaba la pantalla.

Pensaba en lo absoluto de su dicha: estaba trabajando de lleno en una Tarea que reunía no sólo afanarse con el ordenador sino también encontrarse con su hermano, que era el ingeniero de sonido de un concierto que tendría lugar esa misma noche en Oakland. Mark le había dicho a su hermano menor que si podía escaparse de St. Francis lo llevaría al concierto de Santana y, lo más seguro, con un par de pases de backstage de acceso ilimitado.

No le importunaba que la Tarea (agenciarse de forma clandestina la clave de Herr Mein Fuhrer Booty, perdón, del Doctor y Licenciado Mr. Willem Cargill Boethe) fuese ilícita, ni le restaba interés: muy al contrario, lo convertía en algo mucho más excitante.

En cualquier caso, Jamie Turner debía rebasar más de un obstáculo. Si no salía del colegio para las seis y media, su hermano tendría que irse solo para no llegar tarde al trabajo. Y esa hora límite era un problema. Porque salir de St. Francis no era nada fácil, no era descolgarse por la ventana usando una cuerda hecha de sábanas anudadas, como hacen los chavales cuando se escapan en las viejas películas. St. Francis podía tener la apariencia de un viejo castillo español pero, en cuanto a seguridad se refiere, todo era alta tecnología.

Por supuesto que Jamie podía salir de su habitación: las puertas no se cerraban, ni siquiera de noche (St. Francis no era exactamente una prisión). Y podía salir del mismo edificio por la puerta de incendios, en el caso de que llegara a desconectar la alarma de humos. Pero todo eso no le llevaría más allá del patio del colegio. Y éste estaba rodeado por un muro de tres metros y medio de alto, coronado además por una alambrada. No había manera de pasar por ahí (al menos para un empollón regordete como él que odiaba las alturas) salvo que pudiera agenciarse el código de acceso de una de las puertas que daban a la calle.

Así que se había metido en los archivos del ordenador de Booty y entonces había descargado el archivo que contenía la clave (con el conveniente nombre de «códigos de seguridad». ¡Muy sutil, Booty!). Ese archivo contenía, por supuesto, una versión encriptada de la clave que Jamie debía decodificar si quería hacer uso de ella. Pero el ordenador enclenque y clónico de Jamie tardaría días en hacerlo, así que Jamie se había metido en una página de Internet para encontrar una máquina capaz de descubrir el código a tiempo para la mágica hora límite.

Jamie estaba al corriente de que se había creado un extenso circuito académico de redes en Internet con el fin de facilitar el intercambio de investigaciones, para no guardar la información en secreto. Las que fueran las primeras instituciones en estar unidas por la red (en su mayor parte universidades) tenían aun hoy sistemas de seguridad peores que los de las agencias gubernamentales y las corporaciones que habían accedido mucho más tarde a Internet.

Llamó, metafóricamente hablando, a la puerta del laboratorio informático de la Facultad de Ingeniería y Tecnología de la Universidad del Norte de California y le respondieron así:

¿Nombre de Usuario?


Jamie respondió: Usuario.

¿Contraseña?


Su respuesta: Usuario. Y apareció este mensaje:


Bienvenido, Usuario.


«Vaya, ¿qué tal un muy deficiente en seguridad?», pensó Jamie retorcidamente antes de empezar a navegar por el directorio raíz -el principal- hasta que se topó con un superordenador, un viejo Cray, lo más seguro, en el network de la facultad. En ese momento calculaba la edad del universo. Algo interesante, sí, pero no tan importante como un concierto de Santana. Jamie empujó a un rincón el proyecto de astronomía y cargó un programa llamado Cracker, que él mismo había escrito y que empezó a llevar a cabo la laboriosa tarea de extraer de los ficheros de Booty la clave que buscaba. Él…

– Mierda, joder -exclamó en un lenguaje muy poco al estilo de Booty. Su ordenador se había vuelto a quedar colgado.

Esto le había ocurrido unas cuantas veces en los últimos días y le enfurecía no conocer la causa. Sabía de ordenadores y no lograba encontrar ninguna explicación para este tipo de atascos. Y no tenía tiempo para estas cosas, hoy no, no cuando tenía una hora límite a las seis y media. En cualquier caso, el muchacho anotó lo ocurrido en su cuaderno de hacker, como haría cualquier programador inteligente, reinició el sistema y volvió a enchufarse a la red.

Comprobó el Cray y vio que el ordenador de la Facultad había seguido trabajando, pasando el Crack-er por los ficheros de Booty incluso cuando él estaba desconectado.

Podría…

– Señor Turner, señor Turner -dijo una voz muy cerca de él-. ¿Qué es lo que hace aquí?

Esas palabras le helaron la sangre hasta niveles insospechados. Pero no lo sobresaltaron tanto como para olvidarse de pulsar Alt-F6 en el ordenador justo antes de que el rector Booty avanzara con suavidad sobre sus zapatos con suelas de goma entre las terminales de ordenadores.

En la pantalla, un texto sobre el maltrecho estado de la selva amazónica sustituía al informe del estado de su programa ilegal.

– Hola, señor Boethe -dijo Jamie.

– Ah -dijo el hombre alto y delgado, inclinándose para observar la pantalla-. He pensado que quizá se dedicaba a observar imágenes indecentes.

– No, señor -respondió Jamie-. Yo nunca haría eso.

– Así que estudia el Medio Ambiente y anda preocupado por el mal que le hemos infligido a nuestra pobre Madre Tierra, ¿eh? Está bien, está muy bien. Pero debo recordarle que es hora de su clase de Educación Física. Por lo tanto, usted debería estar disfrutando de la Madre Tierra de primera mano. Ahí fuera, en los campos. Respirando el aire puro de California. Corra y salga a meter goles. Es usted muy listo, señor Turner, y deseamos que siga así, pero lo que es bueno para el cuerpo es bueno para la mente.

– ¿No está lloviendo? -señaló Jamie.

– Yo lo llamaría sirimiri. Además, jugar al fútbol bajo la lluvia afianza el carácter. Ahora salga, señor Turner. Los verdes están jugando con uno menos. -El señor Lochnell giró a la derecha mientras su tobillo iba en sentido contrario-. Vaya en su ayuda. Su equipo le necesita.

– Tengo que apagar el sistema, señor. Me llevará unos minutos.

El rector salió por la puerta y dijo:

– Quiero verlo vestido ahí fuera en un cuarto de hora.

– Sí, señor -respondió Jamie Turner, sin demostrar su desilusión por tener que trocar su ordenador por un pedazo de césped lleno de barro, la compañía de una docena de lerdos condiscípulos y -peor aún- el hecho de que fuera a quedar en ridículo, como sucedía siempre que practicaba cualquier tipo de deporte.

Alt-F6 expulsó la página sobre la selva amazónica y Jamie empezó a teclear un informe de Estado para ver cómo iba su Crack-er con relación a la clave. Luego hizo una pausa, pues guiñando ambos ojos ante la pantalla había visto algo extraño. La imagen del monitor parecía estar algo más borrosa de lo normal y los caracteres escritos titilaban.

Y había algo más, encontró que las teclas reaccionaban con torpeza cuando las pulsaba.

Nunca antes había experimentado este tipo de fallo imprevisto y se preguntó cuál podría ser el problema. Había escrito varios programas de diagnóstico y decidió pasar uno o dos de ellos cuando hubiera conseguido la clave. Quizá le dijeran lo que andaba mal.

Intuyó que el fallo estaba en un defecto en la sub-carpeta del sistema, tal vez una complicación en el acelerador de gráficos. Examinaría eso primero.

Pero, por un segundo, Jamie Turner pensó algo ridículo: que las letras borrosas y el lento tiempo de respuesta de las teclas al pulsarlas no se debían a ningún problema del sistema operativo. Que obedecían a las órdenes del fantasma de un antiguo indio que flotaba entre Jamie y su ordenador, enfadado por la interferencia humana cuando sus dedos, fríos y espectrales, tecleaban un mensaje desesperado pidiendo ayuda.