"Campo De Sangre" - читать интересную книгу автора (Mina Denise)IIIba sentada en la plataforma de arriba, desde donde contemplaba el bullicio de la calle mientras masticaba su tercer huevo duro consecutivo. Era una dieta asquerosa, y no estaba muy segura de que le estuviera funcionando. Fuera, los transeúntes iban bien abrigados, y en su rostro se reflejaba el frío causado por el viento punzante que se les colaba a través de las bufandas, las medias y los ojales. En los tramos abiertos de carretera, el viento golpeaba a rachas la parte más alta del autobús de dos pisos, y eso hacía que los pasajeros se sujetaran con fuerza al respaldo del asiento de enfrente y sonrieran mansamente cuando la sensación de peligro había pasado. Richards la había irritado. No dejaba de repasar mentalmente la conversación, de pensar en réplicas mejores y más rápidas, de rehacer su discurso para que contestara mejor al del hombre. Pensó que había dejado clara su postura, aunque el comentario final de Terry Hewit parecía haber arruinado totalmente su efecto. Clásico error de papista fracasado. Esa frase le retumbaba en la cabeza, no dejaba de darle vueltas y más vueltas, y se repetía con el rumor rítmico del autobús. Sabía perfectamente en qué consistía eso de sustituir el texto de base. Al menos, la sustitución que había hecho Richards lo había convertido en alguien más útil para el mundo. Ella no podía hablar con ninguno de sus seres queridos del agujero negro que tenía en el corazón de su fe. No podía contárselo a Sean, su novio, ni a su hermana favorita, Mary Ann, y sus padres jamás deberían saberlo, puesto que les rompería el corazón. Al doblar por la curva cerrada de Rutherglen Main Street, y acelerar para aprovechar el semáforo en verde, el autobús se inclinó. Paddy se levantó y bajó las escaleras. De nuevo, dispuesta a perjurar, se dirigía al rezo del rosario en casa de la abuela muerta de Sean. La abuela Annie acababa de morir a los ochenta y cuatro años. No había sido una mujer cálida, ni especialmente agradable. Cuando Sean lloró por ella, Paddy adivinó que, en realidad, lloraba por su padre, que había muerto de un infarto cuatro años atrás. A pesar de su espalda ancha y de su voz grave, con dieciocho años seguía siendo un niño que todavía almorzaba los bocadillos hechos por su madre y que se ponía los calzoncillos preparados por ella la noche anterior. En Rutherglen, la muerte de la anciana era un gran acontecimiento. Algunas noches, el rosario se llenaba tanto que una parte de los dolientes tenían que permanecer en la calle con los abrigos puestos y rezar de cara a la casa. Cuando decían sus plegarias por el reposo del alma de Annie, los jóvenes mantenían la voz baja, mientras que los más mayores suspiraban con acento irlandés, como les habían enseñado sus párrocos. Annie Ogilvy había llegado a Eastfield en un carrito de bebé en los últimos años del siglo XIX. La familia de Paddy, los Meehan, llegó el mismo año procedente de Donegal, y conservaba su amistad con los Ogilvy desde entonces: los deberes religiosos y las extrañas costumbres de inmigrantes mantuvieron el vínculo entre las familias; de igual modo, la escasez de oportunidades laborales que tenían los católicos conllevaba que la mayoría de hombres acabaran siendo compañeros en las minas o en las fundiciones. Annie creció en Glasgow pero siempre arrastró un acento irlandés, como se esperaba de las chicas inmigrantes de su época. Con los años, su acento se fue haciendo más pronunciado, de manera que avanzaba unas cuantas millas al año, desde el suave acento de Dublín hasta la especie de gárgara estrangulada del Ulster. Ya de mayor, sus hijos la llevaron a una excursión en autobús por Irlanda y descubrieron que allí tampoco nadie era capaz de entenderla. Sus gustos, sus canciones y su manera de cocinar, aunque mantenían cierta relación con referentes irlandeses, no se reproducían en ninguna parte. Annie había añorado toda su vida el recuerdo de un hogar entrañable que jamás existió. A Paddy, la presencia del cadáver en la casa le puso los pelos de punta y se mantuvo a distancia de él. Cuando empezaba la oración, se sentaba en el suelo de la sala de delante, de cara al sofá, mirando cada noche una configuración distinta de piernas hinchadas embutidas en medias ortopédicas, de piel blancuzca manchada de venas azulosas, divididas por el elástico del calcetín. El autobús se acercaba al final de Main Street. Era un autobús con la parte trasera descubierta, y la noche fría y ventosa mantenía un duro cuerpo a cuerpo con la calefacción de la cabina del vehículo. Paddy colocó un pie a cada lado del poste, apoyó la pelvis en él y dejó que su peso la hiciera balancearse por el tramo descubierto del autobús, colgando sobre el vacío ventoso. Ráfagas cruzadas le azotaron la corta melena, despeinándola todavía más. Desde allí, ya empezaba a divisar la muchedumbre que se concentraba frente a la pequeña casa de protección oficial del otro lado de la calle. Todavía no había cruzado la puerta del jardín cuando alguien la agarró de un brazo. Era Matt Sinclair: un hombre bajito, de cincuenta años y que solía llevar unas gafas de cristales oscuros. – Aquí está mi amiguita -dijo, a la vez que se cambiaba el cigarrillo de mano y tomaba la mano de Paddy, dándole un fuerte apretón-. Justo ahora estaba hablando de ti. -Se volvió y se dirigió a otro hombre, también bajito y fumador, que estaba detrás de él-. Desi, ésta es la pequeña Paddy Meehan de la que te he hablado. – Oh, Dios -dijo Desi-. Entonces querrás conocerme: yo conozco al verdadero Paddy Meehan. – Soy yo, la verdadera Paddy Meehan -dijo Paddy tranquilamente, avanzando hacia la casa, con ganas de entrar y ver a Sean antes de que empezara la plegaria. – Así es; yo antes vivía en los apartamentos de los Gorbals y la esposa de Paddy Mechan, Betty, vivía en el mismo rellano. -Asintió con firmeza con un gesto de la cabeza, como si ella le hubiera expresado desconfianza-. Sí, y conocía a su colega, Griffiths. – ¿Y quién es ése? -preguntó Matt. – Griffiths era el loco del rifle, el tirador. – ¿Y también era espía? Desi se ruborizó, enojado repentinamente. – Por el amor de Dios, Meehan no fue nunca espía. No era más que un maldito matón de los Gorbals. Matt se quedó con los labios apretados y en voz baja, sin dejar de mirar a la gente a su alrededor, dijo: – Vamos, cuidado con lo que dices. Estamos en medio de un rosario. – Disculpa. -Desi miró a Paddy-. Lo siento, querida, pero no era un espía soviético: es de los Gorbals. – Los espías no tienen por qué ser gente encopetada, ¿no? -preguntó Paddy, tratando de ser respetuosa, aunque le estuviera corrigiendo. – Bueno, necesitan una formación. Tienen que hablar varios idiomas. – Al fin y al cabo -dijo Matt, al tiempo que la miraba-, el Desi volvió a ruborizarse y estalló indignado: – Repetían las palabras de Meehan y, de todos modos, nadie le cree. -Levantó la voz enojado-. ¿Qué tendría que decirles un vulgar ladrón a los soviéticos? Paddy lo sabía. – Bueno, les facilitó los planos de la mayoría de cárceles británicas, ¿no es cierto? Fue así como ayudó a escapar a sus espías. Matt parecía interesado. – ¿Así que era un espía? Paddy volvió a encogerse de hombros. – Puede que les soplara secretos a los soviéticos, pero creo que la investigación del caso Ross fue sencillamente incompleta. No creo que una cosa tuviera que ver con la otra. Abandonando todo argumento razonable, Desi levantó la voz: – El tipo era famoso por sus mentiras. – Cierto. -Matt miró a Paddy de manera inexpresiva, y ella tuvo la sensación de que deseaba no haberle presentado nunca a su imprevisible amigo-. Bueno, he oído que vuelve a vivir en Glasgow. Ella asintió con la cabeza. – Está dándose la gran vida en el Carlton y tomando copas por la ciudad. Ella volvió a asentir. Más tranquilo, Desi trató de recuperar su participación en la conversación: – ¿Y cómo es que acabaste llevando el mismo nombre que él? -Miró a Matt para rematar su pregunta-. ¿Es que tus padres te odian? Matt Sinclair intentó reírse, pero la flema de sus pulmones le hizo toser. – Desi -dijo con solemnidad, cuando se hubo recuperado-, eres muy gracioso. – Cuando el otro Paddy Meehan fue arrestado, yo tenía seis años -dijo Paddy-, y a mi madre todo el mundo la llama Trisha. Una vez reconciliados, Matt y Desi asintieron al unísono. – Así pues, ¿te quedaste con «Paddy»? – Sí. – ¿Y cómo es que no te rebautizaste «Pat»? – Porque no me gusta -dijo rápidamente. A partir de un chiste muy famoso sobre el homosexual irlandés Pat McGroin, algunos de los chicos mayores del colegio la llamaban Pat MacHind [1]; era un nombre que ella odiaba y cuyas veladas connotaciones sexuales temía tanto como el rubor incontrolado que le subía al rostro cuando la llamaban a gritos así. – ¿Y – Humm -exclamó, esperando que no soltaran ningún comentario sobre los morenitos-, creo que ahora este nombre significa otra cosa. – Es cierto -explicó Matt, haciéndose el listo-, ahora Desi asintió, interesado en esa útil información. – Llamar a alguien así es de mala educación -dijo Paddy. – Big Mo, el encargado de la lavandería -explicó Matt-, es – En realidad, no -dijo Paddy, incómoda-. Se lo pregunté y es de Bombay, así que es indio. – Eso es. -Matt asintió y miró a Desi, para ver si eso había aclarado algo las cosas. – Pero los indios y los paquistaníes no son exactamente lo mismo… -dijo Paddy, con una fingida inseguridad-. Porque, ¿no se enfrentaron en una gran guerra, los indios y los pakistaníes? Creo que eso sería como decir que una persona del Ulster es lo mismo que un republicano. Los hombres asintieron, pero ella notó que habían dejado de escucharla. Desi se aclaró la garganta: – En fin -dijo, sin haber captado para nada su punto de vista-, todo se complica cuando intervienen los morenitos, ¿eh? Paddy sintió vergüenza ajena. – Este comentario no tiene gracia -dijo. Los hombres pusieron cara de perplejidad mientras ella se dejaba arrastrar hacia el interior de la casa por la oleada de dolientes. Sintió sus miradas clavadas en la espalda, que la juzgaban y la tomaban por una pequeña arpía arrogante. |
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