"Muerte en el Exilio" - читать интересную книгу автора (Mina Denise)

4. Trabajo

La mañana se hizo tan larga como el entierro de un desconocido. Maureen se vio recordando todo lo que Winnie había dicho, buscando alguna pista sobre su familia, intentando averiguar qué es lo que realmente quiso decir. Liam le había dicho que Una estaba embarazada, pero Maureen no estaba preocupada: sabía que el bebé estaría a salvo de Michael porque Alistair, el marido de Una, tenía muy mal carácter y siempre había creído a Maureen en lo de los abusos. Lo que la ponía más nerviosa era la imagen de Winnie intentando escucharla. Douglas solía decir que Maureen estaba excesivamente alerta con su familia, siempre buscando señales, pistas acerca de lo que iba a ocurrir a continuación, porque todo era impredecible. Decía que era una característica común en el comportamiento de los niños con un historial de problemas emocionales.

Ya no podía recordar perfectamente la cara de Douglas. Sólo recordaba sus ojos cuando él le sonreía y pestañeaba, un resquicio de memoria flotando en el vacío, como un pedazo de un retrato robot animado. Maureen miró a Jan al otro lado de la mesa.

Jan era alta, rubia y con la cintura ancha. Tenía la inexplicable manía de combinar el verde y el violeta y eso le hacía gracia, como si fuera algo extraordinario, único. Vivía en casa de sus padres en la zona sur pero le molestaba vivir en su cálida casa y comer de su despensa. Sus padres se habían jubilado hacía poco y se pasaban el día dando vueltas por la casa y discutiendo por minucias. Jan siguió intentando que Maureen participase en sus aburridas historias preguntándole acerca de sus padres: ¿se peleaban, eran felices, quién sacaba la basura? Maureen se inventó la historia de una familia de dos miembros muy unida con una madre adorable que era muy religiosa. Su padre las había abandonado cuando ella era pequeña. No se acordaba de él pero sabía que era un marinero con tendencia al juego y que llevaba barba. Cuando Maureen veía la imagen de su padre ficticio en su cabeza, siempre se lo imaginaba al mando de un barco pesquero, con un suéter amarillo y con unas gafas de plástico con unos ojos saltarines en un extremo de los muelles.

– ¿Un cigarro? -dijo Jan.

– Dos minutos -dijo Maureen, y volvió a centrarse en el capítulo de la Ley de Viviendas Subvencionadas del libro.

No tenía sentido. Una reglamentación había importado una doble negativa a la legislación. Se había atascado ahí. Cuando le dieron el trabajo fue gracias a Leslie y a los pósteres, y no porque hubiera demostrado ninguna capacidad para planificar la Legislación de las Viviendas Subvencionadas o para redactar sumarios. Los pocos informes que había entregado habían sido discretamente devueltos para una revisión del comité y ella era consciente de que su fe ciega en ella era cada vez menor. Como anticipo del recorte presupuestario, las Casas de Acogida Hogar Seguro se habían trasladado a una oficina mucho más barata en el centro de Glasgow. Era una habitación fea, gris y sin ventanas. El recorte presupuestario se había aplazado por la campaña de los pósteres pero las Casas de Acogida Hogar Seguro seguían ahí, ahorrando todo lo que podían y preparándose para los tiempos difíciles que vendrían.

La campaña de los pósteres era una de las pocas cosas desinteresadas que Maureen había hecho con el dinero de Douglas. Leslie no comunicó al comité que iban a hacerla. Empapelaron la ciudad con pósteres en una sola y larga noche, trabajando de este a oeste y terminando al amanecer. No llamó mucha gente al número del comité que figuraba al pie del póster para protestar. La foto era un poco oscura y la mayoría de gente no sabía de qué iba todo eso pero, aun así, el recorte presupuestario se había aplazado seis meses. Todos en la oficina especularon sobre los pósteres después de anunciarse la decisión; llamaron a Leslie para una reunión y ella admitió ser la responsable. Reconoció que su amiga había ideado el plan, lo había pagado de su bolsillo y que ahora le gustaría trabajar para ellos como voluntaria si le podían dar un empleo. Vieron un potencial en Maureen y le dieron la plaza de las viviendas subvencionadas. Dos meses atrás era una heroína, todos en la oficina querían hablar con ella. La mesa que compartía con Jan estaba junto a la puerta y casi no podía trabajar durante una hora seguida porque las chicas no hacían más que pararse junto a ella para charlar. Ahora tenía mucho más tiempo libre.

La oficina estaba a diez minutos a pie de su casa. Odiaba esa oficina tan fea, el río infinito de mujeres que tenían que rechazar y sus ocasionales y tensos roces con Leslie. Había uno o dos momentos al día en que Maureen quería levantarse e irse pero se reprimía. Decepcionaría a Leslie si se iba y estaba haciendo algo que valía la pena. Se quedaría una temporada, hasta que se les acabara el dinero. Así que pasaba los días intentando no llorar delante de Jan, evitando a Leslie y redactando informes sobre la reglamentación de la Ley de Viviendas Subvencionadas con una incompetencia excepcional.

Jan se levantó de la silla y cogió el abrigo.

– ¿Un Benny Hedgehog? -dijo, cogiendo el paquete de tabaco.

– No -dijo Maureen, cogiendo un cigarro de su paquete-. Me fumaré un Light.

Se aseguraron de llevarse un encendedor y se dirigieron escaleras abajo hacia la calle.

Los trabajadores tenían prohibido fumar en la oficina gris diáfana. El aire acondicionado no funcionaba muy bien así que el comité había decidido que sólo podían fumar las mujeres que estaban esperando en la cola. Jan y Maureen se pasaban gran parte del día en la calle pensando en algo que decirse. Los grupos de fumadores exiliados normalmente son íntimos y agradables, están juntos mientras comparten los diez minutos de camaradería de adictos. En las Casas de Acogida Hogar Seguro, Maureen se vio pasando el rato con Jan y otras mujeres que no le interesaban en absoluto, tratando de participar en las conversaciones sin llorar, buscando la respuesta adecuada cuando Jan utilizaba un tono amistoso con confidencias en voz baja.

– ¿Estás bien? -preguntó Jan, cuando bajaban el primer tramo de escaleras-. Hoy estás un poco pálida.

– Necesito un cigarro

– Creo que estás incubando una gripe -Jan bajó la voz-. ¿Te has enterado de lo de Ann?

– ¿Ann? -dijo Maureen.

– Ann Harris, ¿recuerdas? Acudió a nosotros, iba llena de cortes y moretones y no quiso ir a Casualty. Se trasladó a la casa de acogida de Leslie.

Maureen recordaba a Ann por sus peculiares colores. Su piel rosada desentonaba con el pelo rubio, haciendo que pareciera enfadada o avergonzada o a punto de vomitar. Llevaba un nomeolvides de oro enorme que acentuaba el contraste, como si quisiera disimularlo con la pulsera. Maureen se había dado cuenta de que llevar joyas grandes era una característica de los muy ricos y de los muy pobres por las mismas razones. Sin embargo, se acordaba perfectamente de Ann porque muy pocas mujeres acudían a ellos tras una paliza. Para la mayoría, la decisión de marcharse era un proceso largo y lento.

Ann había llegado con los ojos llenos de rabia y con el cuerpo apaleado, oliendo como si se hubiera ido de juerga con latas de cerveza barata, pidiendo que le hicieran las fotos incluso antes de asegurarle una plaza en una casa de acogida. Los fotógrafos del Consejo de Compensación Criminal siempre estaban a disposición de las mujeres. Les proporcionaban las pruebas para las denuncias y los juicios por causa criminal. Normalmente, las mujeres no querían pruebas, sólo querían huir y sentirse a salvo, pero Ann sí que las quería. No quería ir a juicio, dijo, sólo quería que hubiera constancia de aquello, por si acaso. Se sentó en una silla de plástico junto a Maureen, esperando para la entrevista, y luego esperando otra vez a que Katia tuviera lista la cámara. Se sentó mirando al suelo, aceptaba los cigarros que Maureen le ofrecía, evitando que el cigarro le tocase el corte que tenía en el labio inferior. La hinchazón era tan gruesa como un dedo, como un implante de colágeno localizado.

– Bien -continuó Jan-, pues Ann ha desaparecido.

Parecía impactada, como si el final de la historia la hubiese cogido por sorpresa.

– Posiblemente esté borracha por algún sitio -dijo Maureen.

– No -dijo Jan-. Ha vaciado su taquilla y se ha ido.

– Bueno, pues entonces se ha marchado -dijo Maureen-. ¿Qué tiene eso de raro? Muchas mujeres se van sin decir nada.

Alguien le había contado la historia a Jan y las dos se habían quedado muy sorprendidas. No recordaba por qué pero sabía que les había chocado. Abrió la puerta de cristal y salió a la calle, con la certeza de que había olvidado parte de la historia.

El pelo rojo chillón de Katia apareció por la entrada y a Maureen le vinieron ganas de dar media vuelta y volver a la oficina.

– ¡Uy! Hola -dijo Katia, inclinándose-. ¿Cómo estáis?

Katia era muy guapa con una figura perfecta y un pelo rojo chillón, recogido con coletas.

– Bastante bien -dijo Jan, arrimándose a ella.

La entrada a cubierto era el mejor sitio para fumar en invierno. Por un respiradero que había detrás de ellas salía aire caliente de la panadería, con olor a pan recién hecho. Allí sólo cabían dos personas, y Maureen tuvo que quedarse en la fría y húmeda calle, arrimando su cara a ellas para poder encender el cigarro en ese espacio resguardado del viento.

– Hola, Maureen -dijo Katia-. ¿No me dices nada?

Maureen apretó los dientes.

– Creo que está incubando la gripe -dijo Jan, amablemente-. Mi padre la tiene.

– Sí. -Katia soltó una risa tonta y tocó la mejilla de Maureen-. Estás muy pálida.

Maureen encendió su cigarro de repente, como si esperase quemar la mano de Katia e inspiró toda la rabia hacia dentro, alejándola de su boca.

– Joder, vaya frío -dijo Jan, asintiendo y golpeando el suelo con los pies.

– Sí -dijo Katia, subiéndose la capucha de pelo de la parka, mirando todo el rato a Maureen-. Vaya frío.

Un camión dio marcha atrás delante de ellas, dejándolas sordas con un toque de claxon, y Maureen dio una calada a su cigarro.

– ¿Y cómo está el encantador Vikram? -preguntó Katia, cuando el camión hubo parado.

– Bien -dio Maureen.

– Genial -dijo Katia, cortante. Vio que la conversación no iba a ninguna parte así que inhaló lo poco que quedaba de su cigarro y tiró la colilla a la calle-. Vale, pues os veo luego.

Ni Jan ni Maureen le contestaron. Katia volvió dentro.

– No sé por qué -dijo Jan, sintiéndose culpable-, pero no me cae demasiado bien.

Maureen se acercó a ella en la calma de la entrada.

– A mí tampoco.

Había estado acumulando un resentimiento mordaz hacia Katia desde que el grupo de Vik había actuado en el local Nice and Sleazy. Katia y Maureen se habían cruzado en la oficina, no se conocían de nada. Vik sentó a Maureen en la mesa donde estaban las novias de los otros miembros del grupo y Katia la reconoció desde la barra. Se escurrió ágilmente entre las mesas, se sentó a su lado y le dijo en medio del ruido de la música que no esperaba verla allí, que si le gustaba el grupo. Sí, a Maureen le gustaban. Con indirectas y referencias a otras noches brillantes, Katia dejó claro que hacía poco había estado saliendo con Vik y que le sorprendía que Maureen se lo hubiese ligado. Cuando, al final, Vik se acercó a la mesa Katia empezó a darle besos y a abrazarlo. Maureen estaba sentada, apretando el abrigo a su alrededor, forzada a entrar en una competición degradante por un novio al que conocía desde hacía un minuto y medio.

– Pero es cierto que estás pálida, Maureen -dijo Jan.

– Estoy bien, de verdad.

– Es posible que tengas la gripe.

– Sinceramente, Jan, estoy bien.

– Mi padre está medio muerto -dijo Jan-. Es un virus muy malo.

– Sí, necesito otro cigarro. ¿Has bajado los tuyos?

Jan le dio uno y observó cómo le temblaba la mano mientras lo encendía.

– Creo que tienes razón -dijo Maureen-. Creo que tengo la gripe.

– Puede que debas tomarte unos días libres.

Los peatones pasaban de largo, llevando bolsas de la compra, corriendo hacia el trabajo, y Maureen miró hacia la calle. Cada cara era potencialmente la de Michael. Ahora no lo reconocería; lo único que recordaba de él era que medía el doble que los demás. El sí que la reconocería. Habría visto la foto de su graduación colgada en la pared en casa de Winnie. Se imaginó caminando por las calles de Ruchill, intentando averiguar dónde lo habían colocado los de las viviendas sociales. Veía la torre desde la ventana de su habitación. El hospital era un centro de enfermedades de transmisión sexual donde se intercambiaban jeringuillas en la caseta del guardián. Maureen había estado una vez en ese hospital para hacerse la prueba del VIH, con un resultado negativo, y la enfermera le había explicado que lo habían construido en esa colina aislada mirando a la ciudad porque en otros tiempos se habían tratado enfermos de fiebres infecciosas. Durante la expansión de una epidemia, se habían metido cien pacientes en las salas a la vez, dijo, y los tenían ahí en las camas, muertos varias horas antes de que pudiesen retirarlos y limpiar las camas. Ruchill era una zona calcinada y vallada sin comercios y con un bar de mala reputación construido con bloques de cemento, pintado de negro y con unas ventanas altas y escasas. Parecía un nido de ratas y supuso que Michael iría allí a beber.

Maureen y Jan habían acabado sus cigarros pero seguían ahí de pie en el frío, calentándose la nuca en el respiradero de la panadería, mirando pasar los coches.

– Hoy no puedo enfadarme por eso -musitó Maureen.

– Sé a lo que te refieres -dijo Jan.

Se fueron de la entrada, subiendo la escalera despacio y quitándose los abrigos.


Ya era tarde, unos minutos antes de la hora en que estaba prevista la reunión de los directivos de viviendas subvencionadas, y Leslie entró con un aire arrogante por la puerta de doble hoja con su traje de cuero y el casco en la mano. Leslie tenía el pelo corto, sucio y tieso como un hámster despeinado. Tenía la piel amarillenta, unos ojos negros grandes y ovalados y siempre la hacían más alta de lo que era. Caminaba por las salas como si hubiese venido a llevarse el dinero.

– ¿Todo bien, Mauri? -dijo, moviendo la cabeza, sorprendida y aparentemente contenta de verla.

– ¿Y tú, todo bien? -contestó Maureen.

Leslie miró a Jan. Se inclinó sobre la mesa de Maureen y le dijo:

– ¿Qué haces luego?

– Nada

– ¿Quieres venir a comer algo?

– Vale -dijo Maureen, sonrojándose de alegría.

– Vayamos a Finneston -dijo Leslie, y se incorporó-. Te recogeré cuando haya acabado. ¿Te has enterado de lo de Ann Harris?

– Sí, ya lo sé.

Leslie iba a decir algo pero se dio cuenta de que Jan la estaba mirando y se calló.

– Te veré en la salida -dijo, y se fue corriendo a la reunión.

Jan dibujó una sonrisa incómoda sentada en su mesa, furiosa porque Leslie la había excluido. Maureen podía haber explicado que Leslie no pretendía ser maleducada, que sencillamente lo era, pero Jan hubiera ido a su mesa a charlar, así que no dijo nada. Jan intentó ofrecer una sonrisa alegre.

– Leslie siempre se ha tomado como algo personal todo lo relacionado con Ann Harris, ¿no crees?

– Bueno, sí -dijo Maureen, revolviendo entre sus papeles.

– He oído que pidió al comité que colocaran a Ann en su casa de acogida. ¿Sabes si es cierto?

Las Casas de Acogida Hogar Seguro estaban arruinadas y los directivos trabajaban para conseguir nuevos presupuestos. Nadie pedía nuevos residentes: intentaban quitárselos de encima y pasárselos entre ellos.

– No lo sé -dijo Maureen, desconcertada-. No sé nada de eso.

Bajó al lavabo para fumarse un cigarro a solas y pensar.