"Vercoquin y el plancton" - читать интересную книгу автора (Vian Boris)

Capítulo II

(Es solamente el capítulo II porque las aventuras del Mayor empezaron en el capítulo precedente con la llegada de Zizanie)

Impresionado, pues, el Mayor bajó algunos escalones, estrechó la mano de los dos recién llegados y los introdujo en el gran salón adornado con parejas que jadeaban al son de Keep my wife until I come back to my old country home in the beautiful pines, down the Mississippi river that runs across the screen with Ida Lupino, el último ritmo a la moda. Era un bluz de once medidas punteadas en el que el compositor hábilmente había introducido algunos pasajes de vals swing. Un disco de comienzos de surprise-party, no muy lento, arrastrado, haciendo suficiente ruido para cubrir los rumores de conversación y de pies agitados. El Mayor, ignorando bruscamente la presencia de Fromental, tomó a Zizanie por el talle, con las dos manos, y le dijo: "¿Baila conmigo?". Ella contestó: "Pero sí…". Y él deslizó su mano derecha cerca del cuello, mientras que, con su izquierda, apretaba los dedos de la criatura rubia, apoyados en su hombro musculoso.

El Mayor tenía una manera muy personal de bailar, un poco desconcertante al principio, pero a la cual uno se acostumbraba bastante rápido. Cada tanto, parándose sobre el pie derecho, levantaba la pierna izquierda de manera que el fémur hiciera con el cuerpo, vertical, un ángulo de 90°. La tibia continuaba paralela al cuerpo, después se separaba ligeramente en un movimiento espasmódico, el pie se mantenía perfectamente horizontal durante todo ese tiempo. Vuelta la tibia a su posición vertical, el Mayor bajaba el fémur, después seguía como si tal cosa. Evitaba los grandes pasos, que son fatigosos, y siempre estaba sensiblemente en el primer lugar, con una sonrisa bobalicona en los labios.

Sin embargo su espíritu le sugería una original entrada en materia.

– ¿Le gusta bailar, señorita?

– ¡Oh!, sí -respondió Zizanie.

– ¿Baila a menudo?

– Eh… sí -respondió Zizanie.

– ¿Qué prefiere? ¿El swing?

– ¡Ah!, sí -respondió Zizanie.

– ¿Hace mucho que baila el swing?

– Pero… sí -respondió Zizanie con asombro.

Esta pregunta le parecía superflua.

– No piense ni por un instante -continuó el Mayor- que le pregunto esto porque me parezca que baila mal. Ciertamente sería falso. Usted baila como quien tiene la costumbre de bailar a menudo. Pero eso podría ser un don, y podría ser que usted bailara desde hace muy poco…

Rió tontamente. Zizanie también rió.

– En suma -prosiguió-, ¿baila a menudo?

– Sí -respondió Zizanie con convicción.

En ese momento el disco se detuvo y Antioche se dirigió al instrumento para separar a los fastidiosos. El pick-up era automático y nadie tenía por qué acercarse. Pero una tal Janine, bastante peligrosa para los discos, estaba allí, y Antioche quería evitar toda complicación.

Sin embargo, el Mayor dijo:

– Gracias, señorita -y se quedó.

Entonces Zizanie dijo:

– Gracias, señor -y se separó ligeramente, buscando a alguien con los ojos. Entonces Fromental de Vercoquin surgió y se apoderó de Zizanie. En ese preciso momento sonaron los primeros compases de Until my green rabbit eats hot soup like a gentleman, y el Mayor sintió su corazón mordido por el aguijón de una pulga que estaba encajada entre su camisa y su epidermis.

Y Fromental, que, a pesar de las apariencias, y aunque la hubiera traído en su coche, conocía bastante poco a Zizanie, encontrada ocho días antes en lo de amigos comunes, se sintió en el deber de hablarle durante el baile.

– ¿Nunca había venido a lo del Mayor?

– ¡Oh!, no -respondió Zizanie.

– Uno no se aburre aquí -dijo Fromental.

– No… -respondió Zizanie.

– ¿Nunca había visto al Mayor?

– No, no -dijo Zizanie.

– ¿Se acuerda del tipo que vimos la semana pasada en lo de los Popeye? El grande, con cabellos castaños oscuros ondulados… ¿Sabe? Es un habitué… ¿Ve?

– No… -dijo Zizanie.

– ¿No le gustan los valses? -dijo para cambiar de tema.

– No -dijo Zizanie con convicción.

– No crea -dijo Fromental- que le pregunto esto porque me parezca que baila mal el swing. Por el contrario creo que baila maravillosamente. Tiene una manera de seguir… es "al pelo". Uno juraría que tomó lecciones con profesionales.

– No… -respondió Zizanie.

– ¿No hace mucho que baila, en suma?

– No… -respondió Zizanie.

– Es una lástima… -repitió Fromental-; ¿y sin embargo, sus padres la dejan salir fácilmente?

– No -respondió Zizanie.

El baile terminó con el disco. Había durado un poco más que con el Mayor porque cuando aquél había atraído a la bella a su órbita, el ritmo precedente ya había empezado.

Fromental dijo:

– Gracias, señorita -y Zizanie dijo:

– Gracias, señor -después Antioche que pasaba por allí y que tenía modales familiares deslizó su brazo alrededor del talle de la doncella, descuidadamente, y la arrastró hacia el bar.

– ¿Usted se llama Zizanie? -dijo.

– Sí, ¿y usted?

– Antioche -respondió Antioche que, en efecto, se llamaba Antioche, era innegable.

– Es gracioso, Antioche… ¡Eh, bueno! Antioche, déme de beber.

– ¿Qué quiere beber? -preguntó Antioche-. ¿Vitriolo o cianuro?

– Una mezcla -respondió Zizanie-. Me pongo en sus manos.

El Mayor miraba a Antioche con aire sombrío mientras el tercer disco, Toddlin´ with some skeletons desgranaba sus arpegios liminares.

– ¿Cómo encuentra al Mayor? -preguntó Antioche.

– Muy simpá… -respondió Zizanie.

– Y su amigo Fromental -dijo Antioche-, ¿qué hace?

– No sé -dijo Zizanie-, es idiota. No tiene conversación. Pero desde hace ocho días me fastidia con el pretexto de que sus padres conocen a los míos.

– ¿Ah? -dijo Antioche-. Mire… beba esto, rubia criatura. Y no tenga miedo, hay más.

– ¿Cierto?

Ella bebió. Y sus ojos empezaron a brillar.

– Es extrañamente bueno… Usted, usted es un tipo con altura.

– ¡Espero! -accedió Antioche, que tenía un metro ochenta y cinco, no menos, y todos sus dientes.

– ¿Baila conmigo? -preguntó Zizanie, coqueta.

Antioche, que había notado la forma cómoda de su vestido, cuyo corsage estaba formado por un drapeado bastante flojo que se anudaba sobre los riñones después de cruzarse en los senos, la llevó hacia el medio de la sala. El Mayor, con aire ausente, bailaba con una gorda castaña que seguramente olía a sobaco y bailaba con las piernas separadas. Probablemente para secarse más rápido.

Antioche empezó la conversación.

– ¿Nunca pensó que es una cosa cómoda poseer un permiso para conducir?

– Sí -dijo Zizanie-. Por otra parte tengo el mío desde hace quince días.

– ¡Ah! ¡ah! -dijo Antioche-. ¿Cuándo me va a dar lecciones?

– Pues… cuando usted quiera, mi querido amigo.

– ¿Y cuál es su opinión sincera sobre los caracoles?

– ¡Muy buenos! -dijo-. Con vino blanco en las narices.

– Bueno -dijo Antioche-, usted me dará una lección la semana próxima.

– ¿No tiene permiso? -dijo Zizanie.

– ¡Sí! ¿pero eso qué importa?

– Usted se burla de mí.

– Mi querida -dijo Antioche-, no me lo permitiría.

La apretó contra él un poco más estrechamente, y en conclusión, ella lo dejó hacer. Pero él aflojó rápidamente su abrazo porque ella abandonó su mejilla contra la de Antioche y éste tenía la impresión muy clara de que su slip no resistiría el golpe.

Nuevamente, la música se detuvo y Antioche logró salvar las apariencias poniendo discretamente la mano derecha en el bolsillo de su pantalón. Aprovechando que Zizanie había encontrado a una amiga, se reunió con el Mayor en un rincón.

– ¡Cochino! -dijo el Mayor-. ¡Me la vuelas!

– ¡No está mal!… -respondió Antioche-. ¿Tienes intenciones?

– ¡La amo! -dijo el Mayor.