"La Cuarta Cripta" - читать интересную книгу автора (Doherty Robert)Capítulo 2 – Sprechen Sie Deutsch?. Mike Turcotte se volvió con el rostro mudado hacia el hombre que le había hablado. – ¿Cómo dice? El otro hombre se rió entre dientes. – Sabía que venías del grupo antiterrorista de élite de Alemania. Me ha gustado esa respuesta. No sé nada, no procedo de ningún sitio. Está bien. Encajarás bien aquí. El nombre de aquel hombre era Prague o, por lo menos, así es como se había presentado a Turcotte esa tarde, cuando se conocieron en el aeropuerto McCarren. Durante el encuentro Turcotte calibró físicamente al otro hombre. Prague era alto, delgado, tenía los ojos negros y un rostro tranquilo e inexpresivo. Su constitución contrastaba con la de Turcotte, que era de estatura media, de aproximadamente un metro setenta. El cuerpo de Turcotte no estaba constituido por músculos protuberantes, pero era sólido y fibroso de nacimiento y él nunca había dejado de cuidarlo, sometiéndolo durante años a ejercicio constante. Tenía la piel oscura, propia de su origen medio canadiense, medio indio. Se había criado en los bosques de la parte norte de Maine, donde los mejores negocios eran la madera y la bebida fuerte. El tiro de salida de su ciudad fue una beca de rugby de la Universidad de Maine en Orono. Pero aquel sueño se desvaneció en el transcurso de un partido cuando era estudiante del segundo año por culpa de un par de espaldas defensivas de la Universidad de New Hampshire. Su rodilla fue reconstruida, pero su beca de estudios terminó. Ante la perspectiva de tener que regresar a los campos de explotación forestal, Turcotte se alistó como auxiliar del teniente coronel al frente del programa ROTC2, (Cuerpo de entrenamiento de los oficiales de reserva), de la universidad. Un médico muy amable pasó por alto el problema de su rodilla y el ejército tomó el relevo en el punto en que el equipo de rugby lo dejó. Turcotte se licenció en ciencias forestales y se graduó como oficial del ejército. Su primer destino fue en la Décima División de la infantería de montaña. La paz de Fort Drum resultó excesiva para él y, en cuanto tuvo la ocasión, se presentó voluntario para el programa del cuerpo de élite. Cuando el brigada encargado de la revisión médica para las fuerzas especiales vio las cicatrices de la rodilla, dio el visto bueno pensando que alguien suficientemente loco para querer entrar en el cuerpo de élite no dejaría que algo tan insignificante como una rodilla reconstruida lo detuviera. No obstante, casi lo consigue. En el transcurso de las duras pruebas de selección y evaluación, la rodilla se hinchó y empezó a doler mucho. Sin embargo, Turcotte continuó adelante y llevó a cabo largas marchas en tierra con una mochila pesada a la espalda tan rápido como podía mientras sus compañeros iban cayendo. De los doscientos cuarenta hombres que habían comenzado el entrenamiento, al final sólo quedaron unos cien y Turcotte estaba entre ellos. A Turcotte le gustó estar en el cuerpo de élite y tuvo varios destinos hasta el último, que en su opinión, no resultó tan bien. Ahora lo habían escogido para esta unidad de la que no sabía nada, excepto que era extremamente confidencial y se llamaba Operaciones Delta, un nombre que hizo que Turcotte se preguntara si lo habrían escogido expresamente para que se confundiera con fuerza Delta, el cuerpo de élite antiterrorista de Fort Bragg con el que había trabajado en ocasiones cuando estuvo destinado en el destacamento A de Berlín: una unidad especial secreta encargada del control del terrorismo en Europa. Jamás había oído nada sobre operaciones Delta, algo asombroso dada la pequeña comunidad que integraba las operaciones especiales. Esto podía significar dos cosas: o bien que nadie era destinado fuera de Operaciones Delta y, por consiguiente, no podía haber ningún rumor, o bien que los destinados fuera de allí mantenían su boca cerrada por completo, lo cual era lo más probable. Turcotte sabía que, aunque a los civiles les costara creerlo, la mayoría de los militares con los que había trabajado creían en la promesa de confidencialidad que hacían. Sin embargo, lo que preocupaba a Turcotte era que esta misión tenía dos niveles. En lo referente a Prague y a Operaciones Delta, simplemente sabía que era un hombre acreditado y con experiencia en operaciones especiales. Sin embargo, al regresar a Nevada procedente de Europa, el comandante de DETA le había ordenado verbalmente detenerse en Washington. En el aeropuerto fue recibido por una pareja de agentes del servicio secreto y escoltado a una sala privada de la terminal. Allí, mientras los agentes hacían guardia tras la puerta, se entrevistó con la doctora Lisa Duncan, una mujer que se identificó como asesora presidencial en temas científicos de algo llamado Majic12. Ésta le explicó que el cometido verdadero era infiltrarse en Operaciones Delta, una fuerza encargada de proporcionar seguridad a Majic12. Además le proporcionó un número de teléfono al que debía llamar para informar de lo que ocurriera. Duncan fue evasiva a todas las preguntas de Turcotte. No podía decirle lo que se esperaba que hallara. Esto generó recelo en Turcotte, puesto que ella estaba en el consejo de Majic12. Ni siquiera supo decirle por qué lo habían escogido a él. Turcotte se preguntó si eso tendría que ver con lo ocurrido en Alemania. Además de esas dudas, su desconfianza natural, que había cultivado en los años de trabajo en Operaciones Especiales, lo llevó a preguntarse si Lisa Duncan sería realmente quien decía ser, independientemente de su decorativa tarjeta de identificación. Podía tratarse de una prueba de lealtad por parte de las mismas Operaciones Delta. Duncan le había dicho que no informara a nadie sobre aquel encuentro. Esto lo puso en un aprieto al encontrarse con Prague en el aeropuerto. No mencionar esa información significaba entrar en un sutil conflicto con su nuevo cuerpo, lo cual era, ciertamente, un buen comienzo. Turcotte no sabía qué era real y qué no. En el vuelo de Washington a Las Vegas decidió hacer lo que Duncan le había dicho, abrir bien los ojos y aguzar el oído, cerrar la boca y dejarse llevar por esa especie de montaña rusa en la que se había visto envuelto hasta formarse una opinión propia. Turcotte creía que lo conducirían directamente a la base aérea de Nellis desde el aeropuerto. De hecho, eso era lo que decían sus órdenes. Pero, ante su asombro, tomaron un taxi hacia la ciudad y se registraron en un hotel. A decir verdad, no hubo tal registro, puesto que pasaron por delante de la recepción, tomaron el ascensor y se encaminaron directamente a una habitación que, en lugar de la cerradura habitual, tenía un teclado numérico. Prague tecleó el código. Una vez hubieron entrado en la habitación, que estaba profusamente decorada, Turcotte expresó su inquietud por no haberse presentado en Nellis, pero Prague se limitó a encogerse de hombros. – No te preocupes. Te llevaremos mañana. Por cierto, no vas a ir a Nellis. Ya lo verás, carnaza. – ¿Y qué hay de esta habitación? -preguntó Turcotte pensando en que lo había llamado «carnaza». Ese nombre se utilizaba para los reemplazos de las unidades de combate que habían sufrido bajas. No resultaba adecuado para la situación en que se encontraba, por lo menos eso creía. El término también podía interpretarse como un insulto. Turcotte no sabía por qué Prague haría algo así, a no ser que quisiera comprobar su grado de tolerancia, una práctica muy común en los cuerpos de élite. La diferencia estaba en que normalmente ello implicaba pruebas de capacitación física o mental, no insultos. Por supuesto, Turcotte era consciente de que podía haber otra razón que explicase la actitud de Prague: tal vez supiera del encuentro en Washington y aquello había sido una prueba. O tal vez esa Duncan existía realmente y Prague sabía que Turcotte era un infiltrado. Al cabo de tanto pensar en móviles de móviles, Turcotte sintió dolor de cabeza. Prague se tendió en el sofá. – Tenemos todas estas habitaciones de forma permanente para descansar cuando venimos a la ciudad. Realmente nos cuidan bien siempre y cuando no la jodamos. Prohibido beber. Ni siquiera estando fuera de servicio. Tenemos que estar siempre dispuestos. – ¿Para qué? -preguntó Turcotte mientras dejaba caer al suelo su petate y se dirigía a la ventana para contemplar el panorama de neón de Las Vegas. – Para lo que sea, carnaza -repuso Prague sin más-. Mañana por la mañana partiremos de McCarren con Janet. – ¿Janet? -preguntó Turcotte. – Un 737. Va cada mañana al Área con los trabajadores civiles y nosotros. – ¿En qué consiste exactamente mi trabajo y…? -Turcotte se interrumpió cuando el aire se llenó de un pitido agudo y Prague sacó de su cinturón un buscapersonas, desactivó la alarma y miró el pequeño visor. – Parece que estás a punto de saberlo -contestó Prague poniéndose en pie-. En marcha. Volvemos al aeropuerto. Adelante. – Cómo será su factura de electricidad -susurró Simmons mientras contemplaba el lecho vacío del lago y el complejo iluminado en la falda de la Groom Mountain. Ayudado por los binoculares deslizó su vista por los hangares, las torres y las antenas, todo dispuesto a lo largo de una extensa pista de aterrizaje. – Parece que ha venido en una buena noche -comentó Franklin mientras se sentaba reclinando su espalda en un peñasco. Hacía diez minutos que habían llegado a la cima de la White Sides Mountain y se habían apostado en la parte más alta de la montaña para observar desde arriba el lecho del lago. – Puede que sólo sea por los C130 -comentó Simmons. Los aviones de transporte estaban aparcados junto a un hangar especialmente grande y en ellos había bastante actividad. Enfocó los prismáticos. – No están descargando -dijo-. Están cargando algo en los aviones, parece ser un par de helicópteros – ¿Helicópteros? -repitió Franklin-. Déjeme ver. -Tomó los binoculares y observó durante unos minutos-. Ya había visto este tipo de máquinas antes. Son de color negro. El grande es un Blackhawk UH60. Los pequeños no sé qué son. Los UH60 vuelan por aquí para seguridad. Un día, con la camioneta, en el camino del Buzón uno me siguió. – ¿Adonde cree que los llevan? -preguntó Simmons tomando de nuevo los binoculares. -No lo sé. -Algo está pasando -dijo Simmons. El 737 no llevaba otro distintivo que una amplia banda roja pintada en el exterior. Estaba aparcado tras una cerca que tenía unas tiras de color verde en los eslabones de la cadena para desanimar a los curiosos. Turcotte llevó su petate hasta el avión después de que Prague bromeara diciendo que en aquel vuelo podían llevar lo que quisieran porque no había control de equipaje. En lugar de la azafata, en el interior del avión los esperaba un hombre de rostro duro vestido con un traje de tres piezas que controlaba el personal a medida que iban entrando. – ¿Quién es? -preguntó señalando a Turcotte. – Carnaza -repuso Prague -. Lo he ido a recoger esta tarde. – Permítame su identificación -pidió el hombre. Turcotte sacó su tarjeta militar de identificación y el hombre escrutó la fotografía. – Espere aquí. El hombre se dirigió a lo que habría sido la cocina delantera y activó un pequeño teléfono móvil. Tras hablar durante un minuto, lo cerró y salió. – He verificado sus órdenes. Está limpio. Aunque su expresión no cambió, Turcotte relajó lentamente la mano derecha y pasó los dedos por la cicatriz que tenía en la palma. El hombre le mostró un pequeño aparato. – Sople. Turcotte miró a Prague, quien cogió el aparato y sopló en él. El hombre comprobó la lectura, cambió rápidamente la tobera y se lo dio a Turcote, que hizo lo mismo. Tras mirar la lectura, el hombre hizo un gesto con el teléfono señalando el final del avión. Prague dio un golpe fuerte en la espalda a Turcotte y lo condujo por el pasillo. Turcotte miró a los demás hombres que había a bordo. Todos tenían el mismo aspecto: duros, profesionales y competentes. Era el porte de todos los hombres con los que Turcotte había trabajado durante años en Operaciones Especiales. En cuanto Prague estuvo aposentado junto a él y la puerta del avión se cerró, Turcotte decidió intentar averiguar qué estaba ocurriendo, especialmente ahora que parecía que estaban en alerta. – ¿Adonde nos llevan? – preguntó. – Al Área 51 -respondió Prague-. Es una instalación de las Fuerzas Aéreas. Bueno, está en el terreno de las Fuerzas Aéreas, pero en realidad está controlada por una organización llamada Organización de Reconocimiento Nacional u ORN, que se encarga de todas las imágenes captadas desde el cielo. Turcotte sabía que la ORN era una extensa organización que controlaba todas las operaciones de los satélites y los aviones espía y que tenía un presupuesto de varios miles de millones. Él mismo había participado en algunas misiones en las que la ORN había colaborado. – ¿Exactamente de qué nos encargamos? -preguntó Turcotte mientras apoyaba las manos contra el respaldo del asiento que tenía delante y empujaba para destensar los hombros. – Seguridad -contestó Prague-. Las Fuerzas Aéreas se encargan del perímetro externo, y nosotros hacemos el trabajo interno pues estamos acreditados por completo. De hecho -aclaró-, Operaciones Delta consta de dos unidades. Una recibe el nombre de Landscape y la otra es Nightscape. Landscape se encarga de la seguridad en tierra de las instalaciones del Área 51 y de controlar a las personas que hay allí. Nightscape, de la que ahora ya formas parte… -Prague se interrumpió-. Bueno, pronto lo sabrás, carnaza. Turcotte había estado en suficientes unidades secretas como para saber cuándo debía dejar de hacer preguntas, así que calló y escuchó el ruido de los motores mientras se dirigían hacia el norte en dirección a su nuevo destino. Simmons cogió su mochila, sacó un estuche de plástico y lo abrió. – ¿Qué es eso?- preguntó Franklin. – Son prismáticos de visión nocturna -respondió Simmons. – ¿De verdad? -dijo Franklin-. Los he visto en fotografía. Los camuflados de aquí los utilizan. Los llevan puestos mientras circulan por ahí sin luces. Te pueden dar un susto de muerte si se presentan en medio de la oscuridad con eso puesto y tú crees que estás solo en el camino. Simmons activó el interruptor, y el interior del prismático se iluminó con una luz verde. Empezó a examinar evitando exponer el prismático a la iluminación intensa de la instalación, algo que podría sobrecargar el amplificador computarizado que llevaba incorporado. Inspeccionó la larga pista de aterrizaje. Con una longitud superior a cuatro kilómetros y medio, tenía fama de ser la más larga del mundo, aunque el gobierno negaba su existencia. Observó luego el resto del lecho del lago por si había algo de interés. Captó un leve destello con los prismáticos y Simmons se volvió para saber qué lo había provocado. Miró hacia abajo y a la derecha y de nuevo advirtió un destello. Un par de vehículos todoterreno con tracción en las cuatro ruedas circulaba por la carretera llena de baches a unos siete kilómetros de allí. El destello era el reflejo de la luz de la luna en los faros apagados. Cada uno de los conductores llevaba unos prismáticos incorporados al casco. Simmons dio una palmadita en la espalda de Franklin y le pasó los prismáticos. – Ahí. ¿Ve esos dos tipos en los todoterreno? – Sí. Ya los veo -asintió Franklin. – ¿Son los camuflados de los que me había hablado? – Nunca los había visto conducir un todoterreno -repuso Franklin-, pero sí, son ellos. Y, por cierto, nunca los había visto en la parte interior de la montaña. Hasta ahora siempre llegaban desde el otro lado. -Le devolvió los prismáticos-. No pueden subir hasta aquí con estos vehículos. Lo más cerca que pueden llegar es a un kilómetro y medio. – ¿Había desconectado alguna vez los sensores del camino? -preguntó Simmons de repente. Franklin no respondió y volvió a echar un vistazo a los dos todoterreno que se acercaban, luego apagó los prismáticos – Nunca habías jugado con los sensores ¿verdad? Franklin asintió de mala gana. – Generalmente los chicos de seguridad externa nos detenían abajo. Venía el sheriff y nos confiscaba las fotografías. Luego, la mayoría de las veces nos permitía subir aquí arriba. – ¿La mayoría de las veces? -preguntó Simmons. – Sí. A veces, quizás en tres o cuatro ocasiones, nos mandaba a casa. – Pensaba que habías dicho que esto era terreno público -replicó Simmons. – Y lo es. – Entonces ¿Por qué os marchabais? – El sheriff nos dijo que si proseguíamos no podía responder de nuestra seguridad. -Franklin parecía muy molesto. Había una especie de código entre él y yo. Yo sabía que entonces debía regresar al Buzón y observar. – ¿Y qué ocurría durante esas noches? -preguntó Simmons. Como Franklin no respondía siguió hablando-: Eran las noches en que veías luces extrañas haciendo maniobras inexplicables en el aire al otro lado de la cima de la montaña. De esta montaña -dijo Simmons en un tono algo acalorado. – Sí. – Así pues, ésta es la primera vez que estás aquí arriba y ellos no lo saben. Podría ser que fuera una de esas noches en las que deberías regresar al Buzón. – Sí. Aquello explicaba por qué Franklin llevaba la única cámara. Si los descubrían, Franklin lo utilizaría como excusa, con la esperanza de que la profesión de Simmons lo beneficiaría ante las autoridades. Simmons tomó aire varias veces mientras valoraba las alternativas. Era peligroso pero existía la posibilidad de una gran historia. – Bueno, será mejor ver qué ocurre. Ambos giraron la cabeza al oír de nuevo el estruendo de los motores de avión a lo lejos. – Es Janet -explicó Franklin al ver descender el 737 sobre sus cabezas y aterrizar en la pista. Parecía preocupado-. Es pronto. Normalmente no está aquí hasta las cinco cuarenta y cinco de la mañana. Simmons miró por los prismáticos. Los dos todoterreno habían dado la vuelta y se marchaban. Pensó que aquello era incluso más extraño que el hecho de que el 737 llegara ahí más temprano. El 737 se detuvo a unos quinientos metros de los dos C130. Turcotte bajó detrás de Prague y se dirigió a un pequeño edificio contiguo al hangar. En la parte superior, contra la base de una gran montaña, había un grupo de edificios, varios hangares, lo que parecía ser un par de barracones y la torre de control de la pista. – Pon tu petate ahí, carnaza -ordenó Prague. Los demás hombres abrieron unas consignas que había en la pared, sacaron unos monos negros y empezaron a ponérselos. Prague acompañó a Turcotte a una sala anexa y empezó a darle el equipo. Lo primero fue un mono, luego un chaleco de combate, un pasamontañas negro, unos guantes negros de aviador y un juego de primásticos de visión nocturna, unos ANPVS9, el modelo más moderno del mercado. Prague abrió un estuche metálico y extrajo un arma de aspecto sofisticado. Turcotte asintió en señal de reconocimiento. La ORN dotaba a sus muchachos con un equipo excelente. Turcotte cogió el arma y la comprobó. Era una metralleta Calicó de 9 mm de empuñadura telescópica, con silenciador incorporado, recámara cilíndrica de cien balas y un visor láser incorporado. – Hasta cien metros apunta el láser en trayectoria plana -le informó Prague-. A partir de ahí obtienes dos centímetros y medio por cada cincuenta metros. -Prague lo miró-. Supongo que llevas tu arma propia. – Una Browning High Power -asintió Turcotte. – Puedes llevarla, pero úsala sólo para emergencias. Nos gusta trabajar en silencio -explicó Prague mientras le daba unos auriculares con un micrófono incorporado-. Se activa con la voz. Tiene presintonizada la frecuencia de mi mando. Tenlo siempre activado y cargado -ordenó-. Si no puedo hablar contigo preferirás estar muerto a volver a verme u oírme. Turcotte asintió y se lo puso mientras deslizaba la batería principal y el cable por el cuello. Prague le dio un golpe en la espalda más fuerte de lo necesario. – Cámbiate y en marcha. Turcotte cerró la cremallera del mono, se colocó el chaleco de combate y llenó los bolsillos con recámaras extra para la Calicó. Cogió también algunas granadas de explosión y destello, dos mini granadas muy explosivas, dos granadas CS y se las colocó también en los bolsillos. Sacó la Browning del petate y la colocó en la pistolera que llevaba en el muslo, debajo del chaleco. Para mayor seguridad tomó también algunos objetos que llevaba en el petate: una funda de cuero con tres cuchillos perfectamente equilibrados y muy afilados, hechos a mano para él por un artesano de Maine, que se ciñó en el hombro derecho, dentro del mono; una porra de alambre de acero enrollado, que encajaba perfectamente en el bolsillo del traje, y un machete afilado y de doble filo en funda, que deslizó por la parte exterior del extremo superior de su bota derecha. Cuando se sintió completamente vestido para cualquier eventualidad que pudiera ocurrir, Turcotte se reunió con los demás hombres en las puertas del hangar. Eran veintidós hombres, y Prague parecía estar al mando. – Esta noche vendrás conmigo, carnaza -anunció Prague señalando a Turcotte-. Harás lo que yo te diga. No hagas nada que no se te haya ordenado hacer. Vas a ver algunas cosas raras. No te preocupes. Está todo controlado. «Si lo tenemos todo controlado, ¿para qué las armas?», se preguntó Turcotte, pero no dijo nada y miró lo que hacían los demás hombres en el exterior. Un helicóptero Blackhawk UH60, con las palas abatidas, ya había sido colocado en el primer C130. Dos helicópteros de ataque AH6, que los pilotos llamaban «pajaritos», se estaban cargando en el segundo avión. El AH6 era un helicóptero pequeño de cuatro plazas, con una mini metralleta montada en el patín derecho. Turcotte sólo conocía una unidad que emplease los AH6: la Fuerza Operativa 160, una unidad secreta de helicópteros del ejército. – Equipo alfa, en marcha -ordenó Prague. Cuatro hombres con paracaídas colgados en la espalda se encaminaron por el asfalto hacia un Osprey V22 que los esperaba y que hasta entonces había permanecido en la sombra, al abrigo de aquel gran hangar. Otra sorpresa. Turcotte había oído decir que el contrato gubernamental de los Osprey había expirado, pero esa máquina parecía muy operativa, especialmente cuando las grandes hélices empezaron a girar. Las hélices se hallaban al final de las alas, las cuales estaban dobladas hacia arriba, lo cual permitía al avión despegar como un helicóptero y luego, en cuanto las alas se doblaban hacia adelante, volar como un avión. El Osprey ya se estaba moviendo incluso antes de que la rampa posterior se hubiera cerrado y luego se elevó. Turcotte sintió cómo le subía la adrenalina. El olor del carburante JP4, el gas de los motores de los aviones, el ruido, las armas… todo le invadía los sentidos y le devolvía recuerdos, algunos buenos, otros malos, pero todos ellos ciertamente excitantes. – ¡En marcha! -ordenó Prague. Turcotte siguió a los demás hombres a bordo del C130 que iba a la cabeza. En su interior habrían cabido perfectamente cuatro coches. A los lados del avión, había una fila de asientos abatibles de lona roja dirigida hacia dentro. El fuselaje del avión no estaba aislado y el ruido de los cuatro motores de turbohélice reverberaba en el interior con una vibración que hacía castañear los dientes. Unas ventanillas situadas a la altura del pecho, pequeñas y redondeadas, eran las únicas ventanas al mundo exterior. Turcotte observó que había varios paquetes de material fuertemente atados en la parte central de la nave de carga. A bordo había otros hombres, unos vestidos con monos grises, y otros, con el típico traje verde del ejército. – Los de gris son los intelectuales -le chilló Prague al oído-. Nosotros somos sus canguros mientras ellos hacen su trabajo. Los de verde son pilotos de helicóptero. La rampa del C130 se levantó lentamente y se cerró y se encendieron las luces rojas del interior para permitir a la tripulación la visión nocturna habitual. Turcotte miró el campo de aviación a través una de las ventanillas. Advirtió que el V22 ya estaba fuera del alcance de la vista. Se preguntó dónde saltarían aquellos cuatro hombres. Con el rabillo del ojo vio un objeto grande y redondo que se desplazaba a unos diez metros por encima de la zona de vuelo, entre ellos y la montaña. Turcotte pestañeó. – ¿Qué cono…? – Mantén la atención en el interior-ordenó Prague mientras lo cogía por el hombro-. ¿Tienes el equipo dispuesto? Turcotte miró a su jefe y luego cerró los ojos. La imagen de lo que acababa de ver estaba todavía en su mente pero ésta ya la estaba cuestionando. – Sí, señor. – Bien. Como te dije, esta vez, por ser la primera, tendrás que aguantarme. Y no dejes que nada de lo que veas te sorprenda. El avión dio una sacudida y luego empezó a moverse más lentamente. Turcotte asió la metralleta Calicó y la colocó entre sus rodillas. Desmontó rápidamente sus componentes, levantó el martillo y lo revisó para asegurarse de que la boquilla no estuviera limada. Luego volvió a montar el arma y comprobó cuidadosamente cada parte para cerciorarse de su funcionamiento. – ¿Qué cree que está ocurriendo? -preguntó Simmons nervioso, deseando tener una cámara. El primer C130 se desplazaba pesadamente hacia el final de la pista. El otro avión, más pequeño, había despegado como si fuera un helicóptero y había desaparecido en dirección norte. – ¡Mierda! -exclamó Franklin-. ¡Mira! Simmons se volvió y quedó petrificado ante la visión que se le ofrecía. Franklin se había incorporado y corría, tropezando con las rocas, en dirección al camino por el que habían llegado. Simmons cogió la pequeña cámara Instamatic que se había guardado en secreto dentro de la camiseta y entonces el cielo de la noche se iluminó durante unos segundos y Simmons dejó de ver y sentir. Cuando el morro se levantó y el avión despegó, Turcotte permaneció sentado, cogido a la red. Vio el fulgor de una luz intensa en un punto de las montañas. Miró a Prague y vio que tenía sus ojos negros e inexpresivos clavados en él. Turcotte le devolvió la mirada con tranquilidad. Conocía ese tipo de personas. Prague era un hombre duro entre hombres que se consideran a sí mismos duros. Pensó que la mirada de Prague intimidaría a hombres con menos experiencia; sin embargo, Turcotte conocía algo que también Prague conocía: el poder de la muerte. Había sentido ese poder en la punta de los dedos, al arrojar un objeto que sólo pesaba un kilo y sabía lo fácil que era. En ese momento no importaba cuan duro uno se creyera. Turcotte cerró los ojos e intentó relajarse. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que no lo conseguiría. Hicieran lo que hiciesen ya lo sabría al llegar. Y lo que fuera que se esperase de él cuando llegaran, lo sabría cuando se lo dijeran. Ciertamente era un modo complicado de organizar una misión. O Prague era un incompetente, o prefería deliberadamente no explicar nada a Turcotte. Y éste sabía que lo primero no era. El Osprey V22 describió un círculo por la orilla sur del lago Lewis and Clark a unos tres mil metros de altura. Atrás, el jefe del equipo oía por sus auriculares la radio por satélite que le informaba de la última orden procedente del Cubo. – Phoenix Advance, aquí Nightscape Seis. Lecturas térmicas de personas negativas en PAM. Proceda. Corto. El jefe del grupo se quitó los auriculares y se volvió hacia los tres miembros de su equipo. – Vamos -ordenó y levantó el pulgar hacia al jefe de la tripulación. Entonces la rampa posterior se abrió lentamente al brillante cielo nocturno. Cuando estuvo completamente abierta, el jefe de la tripulación hizo un gesto. El jefe de grupo se dirigió al borde y se dejó caer seguido de cerca por los demás hombres. Una vez que adquirió estabilidad con los brazos y las piernas flexionados, se tiró rápidamente de su cabo de desgarre. Miró el paracaídas cuadrado desplegado sobre su cabeza para comprobar que funcionara correctamente. A continuación deslizó los prismáticos de visión nocturna del casco y los activó. Miró hacia arriba, más allá de su paracaídas, y vio a los otros tres miembros de su equipo suspendidos encima de él y en perfecta formación. Satisfecho, el jefe del equipo miró hacia abajo y se orientó. El punto de destino se distinguía fácilmente. Era una sección larga de orilla no iluminada. Mientras descendía comprobó el estado del terreno con los prismáticos y empezó a captar más detalles. Identificó un objeto sobresaliente, un telesilla abandonado, y en cuanto lo tuvo a la vista, tiró de las anillas para terminar rápidamente con el trayecto. Había un pequeño campo abierto donde años atrás los esquiadores novatos tropezaban al apearse del telesilla. Al tirar de las dos anillas a menos de seis metros del suelo, el jefe de grupo retardó su descenso, de modo que cuando sus botas tocaron tierra no hubo más impacto que si hubiera bajado una acera. El paracaídas cayó detrás de él a la vez que él soltaba su metralleta. Los demás hombres aterrizaron, todos a seis metros. Aseguraron sus paracaídas y luego tomaron posición debajo del poste principal del telesilla, en el trozo de tierra más elevado en un área de seis kilómetros. Desde donde estaban podían controlar el kilómetro de terreno que había entre ellos y el lago. A la zona se la denominaba Nido del Diablo y se decía que un siglo antes Jesse James [1] la había utilizado como guarida. Los hombres se encontraban exactamente en la zona donde la planicie de Nebraska se convierte de golpe en colina y montañas abruptas, la cual se prolonga hasta el final del lago artificial, resultado de la construcción de presas en el río Missouri unos seis kilómetros más abajo. Diez años antes, un promotor inmobiliario había intentado convertir la zona en un lugar turístico -de lo que daba prueba el telesilla-, pero la idea fue un fracaso. Sin embargo, aquellos hombres no estaban interesados en la maquinaria oxidada. Su preocupación residía en el centro de la zona, discurría por la cima de una montaña y se dirigía al lago. El jefe de grupo cogió el auricular que le ofreció el hombre encargado de telecomunicaciones. – Nightscape Seis Dos, aquí Phoenix Advance. La zona de aterrizaje está despejada. Zona despejada. Cambio. – Aquí Seis Dos. Roger. Se espera a Phoenix en tres minutos. Corto. En el aire Turcotte observó a Prague mientras hablaba a través de la radio por satélite y sus palabras se perdían en el barullo de los motores. Percibía el cambio de la presión a medida que el C130 descendía. Al mirar al exterior vio agua y luego una línea de costa. Los neumáticos del C130 tocaron tierra y el avión empezó a circular. Se detuvo a una distancia sorprendentemente corta para un avión de su clase y, en cuanto el avión se giró para colocarse frente a la pista, se abrió la rampa trasera. – ¡Vamos! -gritó Prague-. A descargarlo todo. Turcotte echó una mano para sacar los helicópteros y colocarlos al abrigo de unos árboles cercanos. Quedó impresionado ante la habilidad de los pilotos. La pista era poco menos que una expansión plana de hierba peligrosamente escoltada a cada lado por líneas de árboles. En cuanto se hubo descargado el helicóptero y el equipo, el avión se deslizó de nuevo por la pista y, con la rampa todavía no cerrada del todo, el avión se elevó en el cielo de la noche. Al cabo de un minuto, el segundo avión aterrizó y el proceso se repitió. Unos minutos más tarde estaban en tierra los tres helicópteros y el personal. En cuanto el ruido del segundo avión quedó amortiguado por la distancia, Prague empezó a dar órdenes. – ¡Quiero redes de camuflaje encima y todo bien cubierto! ¡Rápido, gente! ¡En marcha! |
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