"La caza del Diablo" - читать интересную книгу автора (Doherty Paul C.)

Capítulo I

El proscrito, de pie en la carreta que hacía de cadalso, movió la cabeza mientras la cuerda que le apretaba el cuello le abrasaba la piel. Carraspeó, escupió y lanzó una mirada desafiadora a sir Hugo Corbett, antiguo escribano y guardián del Sello Secreto, así como dueño del poderoso feudo de Leighton, en Essex. A su lado se encontraba el hombre que había dado caza al criminal, le había atrapado y traído al tribunal de la corte de sir Hugo Corbett: Ranulfo-atte-Newgate, también antiguo escribano de la cancillería del Sello Verde, guardaespaldas, administrador y secretario de confianza de Corbett. El proscrito se humedeció los labios agrietados y miró con odio a Ranulfo.

– ¡Vamos, venga, bastardo pelirrojo! -gritó-. ¡Colgadme o dejadme ir!

Corbett adelantó su caballo.

– Boso Deverell, sois un proscrito, un forajido, un ladrón y un asesino. Habéis sido juzgado culpable, y sentenciado a la horca.

– ¡Al diablo! -contestó Boso.

Corbett se pasó los dedos por el cabello: miró al padre Luke, el capellán del pueblo, que permanecía de pie al lado de la carreta.

– ¿Le habéis bendecido, padre?

– No ha querido -replicó con la cara cubierta de polvo y una mirada dura, llena de rabia.

El padre Luke alzó la vista hacia el señor del feudo, estudió el rostro cetrino y recién afeitado de Corbett, su cabello negro surcado por algunas canas, la nariz afilada encima de los labios, y sostuvo su mirada: conocía a aquel escribano, sabía que era duro por fuera pero blando por dentro.

– ¿Vais a perdonarle, sir Hugo? -le susurró-, ¿o a rebajar su castigo? -El cura había agarrado las riendas del ruano de Corbett-. Mató a dos mujeres -añadió en voz baja-. Las violó y luego las abrió en canal como si fueran gallinas.

Corbett asintió y tragó saliva.

– Y eso sólo es el principio -continuó el cura implacable-. También es responsable de otras muertes. -El padre Luke señaló a los pocos ciudadanos que se habían reunido justo después del amanecer para ser testigos de que se hacía real justicia-. Si mostráis piedad -declaró el padre, su mano en la rodilla de Corbett-, todos los forajidos -señaló con dramatismo hacia el bosque-, todos los forajidos lo sabrán. -Los ojos del cura se llenaron de lágrimas-. No quiero enterrar a ningún otro miembro de mi congregación. No quiero volver a comunicar a maridos, padres o amantes que sus mujeres han sido violadas antes de que les abrieran la garganta. ¡Colgadlo!

– ¿Tanto deseáis su muerte? -preguntó Corbett sin apartar la mirada de la de Boso.

– El Señor la desea -el padre Luke se volvió hacia el proscrito-. ¿Estáis preparado para morir, Boso?

El proscrito tosió, echó la cabeza hacia atrás y acto seguido soltó un escupitajo que le alcanzó al padre en la mejilla. Ranulfo adelantó su caballo.

– ¿A cuántos habéis matado, Boso?

– A más de los que vos nunca sabréis. -Deverell clavó su mirada esta vez en Corbett-. Es una pena que estuvierais en casa, señor de las tierras. De otro modo, me hubiera acercado a hacerle una visita a esa mujer de cabellos dorados que tenéis.

Corbett levantó la cabeza de su caballo. Echó una ojeada a los ciudadanos, a sus rostros bronceados y mugrientos de expresión pasiva; sus secretarios y administradores se mantenían un tanto alejados de ellos. Corbett desenvainó la espada y la sostuvo en alto, agarrando con fuerza la guarda.

– Yo, sir Hugo Corbett, súbdito leal de su majestad el rey, señor del feudo de Leighton, por el poder que se me ha concedido del hacha, la cuerda y la carreta os sentencio a vos, Boso Deverell, a morir en la horca por los diversos y horribles crímenes de asesinato, violación y hurto que habéis cometido.

A medida que Corbett pronunciaba la sentencia de muerte, un extraño silencio descendió sobre la encrucijada; incluso los pájaros en los árboles y los grajos revoloteando en las horcas se quedaron en silencio. Corbett miró al padre.

– Padre, rezad una oración. ¡Ranulfo, colgadlo!

Corbett hizo avanzar a su caballo, tomó el camino de vuelta y esperó en la curva detrás de una hilera de árboles. Cerró los ojos, agarrando con fuerza el pomo de su montura. Escuchó el crujido de las ruedas y el murmullo aprobatorio que lo siguió.

– ¡Que Dios se apiade de él! -susurró Corbett.

¡Odiaba los ahorcamientos! Sabía que Boso tenía que morir, pero le traían malos recuerdos: los bosques empapados de lluvia de Escocia repletos de cadáveres colgando mientras las tropas aplastaban a los rebeldes escoceses guiados por Wallace; campos devorados por las llamas; pueblos cubiertos por una espesa cortina de humo; pozos obturados por cadáveres; mujeres y niños muriendo en los fosos…

– ¡Gracias a Dios! -suspiró Corbett-. Gracias a Dios que no estoy allí.

– Ya está.

Corbett abrió los ojos y vio a Ranulfo-atte-Newgate con el cabello largo y pelirrojo oculto en una capucha. Su rostro pálido y solemne reflejaba a través de sus ojos verdes el fin de una tarea bien hecha.

– Se acabó, amo. Boso se ha ido al infierno. El padre Luke está contento y también los ciudadanos. -Ranulfo se enderezó en su montura y escudriñó entre las ramas que sobresalían de los árboles-. Al anochecer las noticias volarán por todo Epping. Los otros forajidos aprenderán a dejar Leighton en paz. Pero, vos, ¿mantendréis vuestra promesa, amo?

Corbett cogió los guanteletes de su cinturón y se los puso.

– Sí, mantendré mi promesa, Ranulfo. Dentro de una semana enviaré a una comisión de Array. Podrás atrapar a todo hombre que viva oculto en los bosques y dar caza a los seguidores de Boso.

Ranulfo sonrió.

– ¿Estás aburrido? -le preguntó Corbett.

La sonrisa desapareció del rostro de Ranulfo.

– Amo, ya han pasado tres meses desde que dejasteis el servicio real. El rey os ha escrito cinco veces -Ranulfo vio el parpadeo de preocupación en el rostro de su amo-. Pero sí, me aburro -añadió sin dilación-. Me gusta ser escribano real, amo, y estar ocupado en los asuntos de su majestad.

– ¿Como en Escocia? -preguntó Corbett con severidad.

– Se trataba de una guerra, de luchar contra los enemigos del rey por tierra y mar. Hicimos un juramento.

Corbett estudió a Ranulfo, su fiel secuaz había dejado de ser un joven imberbe para convertirse en un escribano muy ambicioso. Sacado de los barrios bajos de Londres, Ranulfo se había reformado y ahora sabía francés, latín y conocía el arte de redactar y sellar correspondencia. En realidad, Ranulfo odiaba el campo, aborrecía la vida rural y se encontraba cada vez más descontento. Corbett acabó de ponerse los guantes con cuidado.

– Podría escribir algunas cartas -se ofreció-. El Rey volverá a admitir tus servicios. Podrías ostentar el alto oficio, Ranulfo.

– ¡No digáis estupideces!

Corbett sonrió. Se inclinó y agarró a Ranulfo por la muñeca.

– Cuando las tropas del rey saquearon Dundee -añadió-, vi el cadáver de una mujer con un niño entre sus brazos que no tendría más de tres años. ¡Por el amor de Dios, Ranulfo!, ¿cómo iban a ser enemigos del rey?

– Entonces, ¿pensáis que el rey debería retirarse y abandonar su lucha por Escocia? -Ranulfo se echó hacia atrás la capucha y se rascó la cabeza-. Algunos de los justicieros del rey podrían considerar vuestras palabras traición.

– Sólo creo que existe un camino mejor -replicó Corbett-. La guerra ha dejado secas las arcas. Wallace todavía está al frente de la rebelión: el rey debería sentarse a negociar.

– ¿Y por qué no se lo decís al rey? -propuso Ranulfo-. ¿Por qué no volvéis a su servicio? Dejadle claro que haríais lo que fuera menos librar una guerra contra Escocia.

– Ahora el que dice estupideces eres tú -Corbett agarró las riendas de su caballo-. Ya sabes, Ranulfo, que donde va el rey, va su escribano de confianza y no hay más que hablar.

Corbett animó a su caballo a continuar. Ranulfo maldijo por lo bajo, se volvió a colocar la capucha y le siguió.

Apenas estaban llegando a las puertas de entrada del feudo cuando Corbett presintió que algo no andaba bien. Un techador, con un puñado de paja en la espalda, apareció en un lado del camino dando gritos y señalando el sendero que llevaba a la casa. Corbett aceleró el trote. De repente apareció de la nada una figura dando brincos y haciendo señas con la mano. Corbett tiró en seco de las riendas y se quedó mirando al señor de los caballos, Ralph Maltote, que lo sabía todo acerca de esos animales pero muy poco sobre la naturaleza humana. El rostro redondo y aniñado de Maltote se veía acalorado y sudoroso. Respiró hondo y agarró las riendas del caballo de Corbett.

– Oh, no me digas que está pariendo otra yegua -refunfuñó Ranulfo-. Es lo único que consigue emocionarte, Maltote.

– Es el rey. -Maltote se limpió la boca con la palma de la mano-. Sir Hugo, es el rey. Está aquí con los condes de Surrey y Lincoln y otros. Lady Maeve los está entreteniendo. Ella me envió a buscaros.

Corbett se inclinó y le dio unas palmaditas en el hombro.

– Bueno, por lo menos no se trata de una yegua pariendo, Maltote. Eso sería demasiada emoción para un solo día.

Corbett se adelantó al galope, con Maltote corriendo detrás de él. Doblaron la curva del camino y se detuvieron: el amplio sendero de guijarros que llevaba a la puerta principal del feudo estaba abarrotado de soldados, criados, caballeros con banderas, todos vestidos con los trajes llamativos del rey Eduardo de Inglaterra. Los caballos no hacían más que moverse bajo las ondulantes banderas y pendones con la insignia de los feroces leopardos dorados de los Plantagenet, cuartelados para exhibir las armas de Inglaterra, Francia, Escocia e Irlanda. Chambelanes y oficiales de la casa real daban voces intentando imponer orden. Los caballos de carga estaban sin trabar; las carretas y carros cubiertos, arrinconados en cualquier parte.

– Allí donde va el rey Eduardo -suspiró Corbett- se implanta el caos. -Desmontó, pasándole las riendas de su caballo a Maltote-. Ranulfo, será mejor que te unas a nosotros.

Se dirigió hacia la casa, abriéndose paso entre la bulliciosa multitud. De vez en cuando alguno de los caballeros le miraba y le saludaba, y Corbett le respondía. Subió las escaleras y atravesó la puerta medio abierta. Su hija pequeña Eleanor estaba allí, dando brincos como un saltamontes. Era la viva imagen de Maeve, con sus cabellos dorados recogidos en trenzas sobre los hombros. El rostro de la pequeña resplandecía de alegría mientras agarraba una muñeca con fuerza entre los brazos, un regalo del rey.

– ¡Mira, mira! -Se acercó bailando al lado de Corbett-. ¡Mira, una muneca!

Corbett se arrodilló.

– Eleanor, estate quieta.

Pero la niña no dejaba de saltar de alegría entre sus brazos apretujando la carita pegajosa y acalorada contra la suya.

– ¡Es una muneca, es una muneca!

Corbett contempló el costoso juguete ataviado con suave tafetán.

– Sí, tienes razón -suspiró cogiendo la mano de su hija-. Es una muneca y me recuerda a las damas de la corte del rey Eduardo. -Alzó la vista hacia la niñera, que permanecía inmóvil cerca de ellos-. Llevadla a un sitio seguro -le susurró-. Y tened cuidado con los soldados. -Sonrió ante la perplejidad del rostro bronceado de la joven-. Más de uno podría ofrecerse a besaros, Beatriz -le murmuró-, pero si habéis sobrevivido a Ranulfo…

Corbett reconoció esta vez la expresión de los ojos de la joven, que lanzó una mirada furibunda a Ranulfo.

– Sí, ahora sí creo que me habéis entendido -afirmó Corbett-. ¿Y lady Maeve?

Beatriz señaló la puerta, ahora resguardada por dos soldados con las espadas desenvainadas. Corbett se dirigió al encuentro de su esposa; los soldados abrieron la puerta y entró en el salón principal. Justo al otro lado de la puerta se apiñaba un grupo de caballeros y oficiales reales. Corbett se detuvo a saludarlos.

– Sir Hugo.

Un escribano de cabellos despeinados y con manchas de tinta se abrió paso hasta llegar a él. Corbett estrechó la mano de Simón, uno de los escribanos de confianza del rey. Simón movió la cabeza hacia el estrado donde estaban sentados el rey y dos condes que, sin percatarse de su llegada, seguían haciendo la corte a lady Maeve.

– Me alegro de veros, sir Hugo. -Simón se humedeció los labios-. El rey está de buen humor: le han llegado buenas noticias de Escocia. Pero la pierna le duele y todavía se resiente del golpe que se dio al romperse una costilla. Su humor es tan variable como el tiempo.

– Entonces, por lo que veo, no ha cambiado mucho.

Corbett se abrió paso hasta llegar al otro lado del salón. En la mesa que había sobre el estrado, tres hombres de cabellos grises vestidos con ropas sucias tras el viaje, con sus capas colgando de forma arrogante a su alrededor, sólo tenían ojos para Maeve. Ella permanecía sentada como una reina en la silla de Corbett. Llevaba el cabello recogido con elegancia bajo un griñón de incrustaciones; su rostro, pálido como el marfil, se había ruborizado ligeramente mientras escuchaba algunas de las historias de Henry de Lacey, conde de Lincoln. A su otro lado, el rey Eduardo animaba a de Lacey a continuar.

– ¡Vamos, Henry! -instó el rey aporreando la mesa-. ¡Contadle lo que le dijo el fraile a la abadesa!

– ¡Señor! -gritó Corbett-. Supongo que no estaréis corrompiendo a mi esposa con una de vuestras batallitas.

El rey se volvió; Maeve alzó la mirada.

«Es tan hermosa», pensó Corbett. Vio cómo la mano de su mujer reposaba en su vientre en estado; sus dedos recorrían el cordón dorado que apretaba su cintura.

– ¡Hugo! -exclamó, e hizo el ademán de levantarse, pero el rey le forzó amablemente a sentarse de nuevo.

– Deberíais haber estado aquí, Corbett.

El rey se levantó y estiró su cuerpo enorme y rollizo, apartándose los mechones canosos que le caían por la cara.

«Parece más viejo», apreció Corbett. El rostro del rey se había vuelto gris, como cubierto por una película de polvo; tenía la barba y el bigote descuidados. Los ojos, de párpados pesados, parecían colgarle todavía más, como si el rey quisiera proteger su alma de cualquier hombre que le mirara de frente. Corbett le hizo una reverencia.

– Señor, si hubiera sabido que veníais…

– Envié a un maldito mensajero -declaró el rey echando una ojeada a sus criados al fondo de la sala.

– Señor, nunca llegó.

– Entonces el muy bastardo se debe de haber perdido -el rey se limpió las manos en su toga-, o tal vez esté en alguna taberna con cualquier mujerzuela. Como vos, ¿eh, Ranulfo? -El rey forzó una sonrisa y el joven se acercó a la mesa-. He estado flirteando con vuestra esposa, Corbett. Si no estuviera casada, os mataría y la convertiría en la mía.

– Entonces dos buenos hombres morirían violentamente -replicó Maeve con frialdad detrás de él.

El rey Eduardo se limitó a sonreír maliciosamente y le tendió la mano a Corbett para que se la besara. Hugo se arrodilló y el rey apretó la mano contra su boca, arañando así los labios del escribano.

– No había ninguna necesidad de hacer eso -musitó Corbett mientras se levantaba.

– Os he echado de menos -siseó el rey, inclinándose sobre él-. ¡Ranulfo!

De nuevo tendió la mano. Ranulfo besó el anillo con rapidez y dio un paso hacia atrás antes de que el rey pudiera hacerle daño. El rey observó la rabia en los ojos de Corbett. Se bajó del estrado y le rodeó con el brazo, forzándole a caminar por la sala.

– Os he echado de menos, Corbett. -Su brazo le rodeó con más fuerza, apretujando todavía más a Hugo, que pudo notar el olor nauseabundo a sudor y piel de las ropas del rey-. Os he enviado algunas cartas, pero no habéis contestado. Os invito a reuniones del consejo pero no asistís a ninguna. Sois un bastardo testarudo. -Los dedos del rey Eduardo se clavaron en los hombros de Corbett.

– ¿Qué vais a hacer, majestad? -preguntó su escribano de mayor confianza-, ¿hablar conmigo o estrangularme?

El rey Eduardo esbozó una sonrisa y dejó caer la mano. Se disponía a hablar justo en el momento en que se abrió la puerta de par en par y el tío Morgan ap Llewellyn, vestido de un ridículo verde Lincoln, con una capa marrón militar arremolinada a su alrededor, hizo acto de presencia en la estancia, haciendo resonar las espuelas de sus botas en el suelo. Una de las espuelas se enganchó en las esteras. El tío Morgan se tropezó y Corbett tuvo que morderse los labios para no estallar de risa.

– ¡Malditas esteras! -exclamó Morgan, y acto seguido empezó a dar puntapiés a la alfombra. Tenía la cara sucia y los lamparones de sudor se dibujaban claramente en su camiseta a la altura del pecho. Se quitó la capa y la arrojó sobre la mesa-. Hugo, ¿no podéis permitiros esas alfombras turcas…?

Morgan de repente se dio cuenta de quién estaba en la sala. A punto estuvo de arrojarse encima del rey cuando se arrodilló echándose hacia atrás su cabello empapado de sudor.

– Señor, no sabía que estabais aquí -se disculpó el galés-. Estaba fuera, de caza…

El rey Eduardo cogió la mano de Morgan, le hizo ponerse en pie y le abrazó.

– Me hubiera gustado acompañaros. -El rey besó a Morgan en las mejillas; luego lo apartó-. Estos perros jóvenes no son tan buenos cazadores como nosotros, Morgan. ¡Son cada vez más blandos!

Corbett cerró los ojos y se armó de paciencia. El rey, como era habitual, era amable con quienes necesitaba serlo. Ahora daría pie a que Morgan se pusiera a hablar y empezara con su famosa cantinela sobre lo blando que Corbett y el resto de la gente se habían vuelto.

– Eso es lo que yo digo, señor -Morgan levantó un dedo. Su rostro rubicundo y alegre esbozó su sonrisa habitual-. Demasiado blandos, no como en Gales, ¿eh, señor? Cuando nos dábamos caza el uno al otro.

«Por favor, Dios mío -rezó Corbett-. Por favor, no dejes que empiece de nuevo.»

– Escuchad -dijo el rey cogiendo a Morgan afectuosamente y guiñándole un ojo a Corbett-. Mi séquito está ahí fuera. La mayoría es un hatajo de holgazanes: aseguraos de que tienen algo de comer y beber y enseñadles un poco de disciplina.

El tío de Maeve se levantó, hinchado como un gallito de corral, con la cabeza echada hacia atrás, emocionado por la responsabilidad que acababan de delegarle. Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta con el paso de un lebrel.

– El bueno de Morgan -añadió el rey con un suspiro.

– El bueno de Morgan -repitió Corbett- es un incordio. Por el día no para de sermonearme; por la noche empieza a beber y a contar a todo el mundo la historia de su vida. -Corbett miró por encima de su hombro, esperando que Maeve no hubiera escuchado su comentario-. Pero es un buen hombre -añadió-. Adora a Maeve y a Eleanor, aunque él y Ranulfo no pueden estarse quietos.

El rey Eduardo pasó su brazo por los hombros de Corbett obligándole a caminar por la sala.

– También es un buen soldado -añadió el rey-, y muy astuto. Luchó con todas sus fuerzas durante muchos años antes de obtener la absolución real. ¡Como tantos otros! Pero ya no queda ninguno -se lamentó-. ¡Ya no queda ninguno, Hugo! Burnell, Peckham, mi hermano, Edmundo…

«Ahora empezará a derramar lágrimas -pensó Corbett-. Se las secará con aflicción y me cogerá del brazo.»

– Estoy solo -se quejó el rey con voz ronca-. Os echo de menos, Hugo.

Se secó las lágrimas y agarró a Corbett por el brazo.

– Tenéis a otros escribanos -replicó Corbett-. Majestad, no podría ir a la guerra otra vez. Todavía tengo pesadillas: tierras convertidas en un mar de fuego, ciudades repletas de mujeres y niños chillando…

Corbett quería pagar al rey con su misma moneda, pero en cambio los ojos del monarca brillaron de alegría.

– La guerra se ha terminado, Hugo. Hemos capturado a Wallace. Los lores escoceses están solicitando la paz. No quiero que vayáis a Escocia: os quiero en Oxford. -El rey se volvió y levantó la vista hacia Warrene y De Lacey, que seguían flirteando con Maeve-. ¿Habéis escuchado las noticias?

– Sí -replicó Corbett-. Un viajero vino la semana pasada trayendo consigo pergamino y vitela. Supongo que os referís a los cadáveres que se han encontrado, a esas traidoras proclamas de alguien que se hace llamar el Campanero.

– Mendigos -interrumpió el rey-, pobres almas caritativas. Muchos de ellos se encuentran en el hospital de San Osyth, cerca de Carfax. Cuatro fueron encontrados decapitados: sus cabezas colgaban como manzanas de las ramas de los árboles.

– ¿En la ciudad?

– No, en las afueras. A veces al norte, a veces al oeste.

– ¿Por qué querría alguien matar a un pobre mendigo? -preguntó Corbett.

Se dio cuenta de que Ranulfo, a petición de Maeve, se había unido al grupo del estrado. Corbett rezó por lo bajo: a Ranulfo le atraía picar a De Warrene como a una abeja la miel, y el viejo conde no era precisamente conocido por sus miradas inocentes o su paciencia.

– No lo sé -replicó el rey-. Aunque la última víctima fue Adam Brakespeare. ¿Os acordáis de Adam, Hugo?

El rey invitó con un gesto a Corbett a que se sentase con él en un banco. El escribano recordó a un hombre delgado como un lebrel, de cabellos leonados y rostro bronceado. Todo un soldado que había luchado con él en Gales. En una ocasión, cuando los esquivos galeses les habían preparado una emboscada, Brakespeare sacó a Corbett de un pantano infernal en medio de una lluvia de flechas.

– Adam era un buen soldado -añadió Corbett mientras jugaba con el anillo de su dedo-. Era uno de vuestros preferidos. Llegaron a correr rumores de que lo nombraríais caballero.

– Cuando la armada galesa se disolvió -replicó el rey-, Adam regresó a casa. Empezó a jugar a lo tonto y lo perdió todo. Se vino abajo, se quedó sin tierras, hasta que se puso enfermo y solicitó la ayuda de la cancillería. Cuando me llegó su petición, Brakespeare acababa de morir. Fue el tercer cadáver que se encontró en las afueras de Oxford.

– ¿Y el Campanero? -preguntó Corbett.

El rostro del rey Eduardo se tensó.

– Ah, sí, el Campanero. -Los labios del rey se fruncieron como los de un perro enojado-. Todo un escritor, nuestro querido Campanero. Emite esas proclamas y cartas suyas desde Sparrow Hall invocando al fantasma de De Montfort. -Elevó su tono de voz, acallando así el parloteo del fondo de la sala.

Corbett se alejó lentamente mientras el rey se recreaba en su propia pesadilla.

– ¡De Montfort! ¡De Montfort! -El puño del monarca aporreó con fuerza la mesa-. ¡Siempre el maldito De Montfort! ¡Pero si está muerto! ¿No pueden entenderlo? Le capturé en Evesham, Hugo. Le corté el brazo en pedacitos. Le vi morir. -Al rey le brotaba espuma de la boca-. No quedó ni rastro de él. -Volvió sus ojos llenos de cólera hacia Hugo-. Le maté, Corbett, a él y a toda su familia de traidores. Hice picadillo su cuerpo y se lo eché a los perros. Y ahora ese bastardo ha vuelto. -Se metió la mano en la toga, sacó un rollo de pergamino y se lo pasó a Corbett-. He amenazado a todo Sparrow Hall -añadió-, a pesar de que fuera fundado por mi buen amigo Braose. O ponen orden en esa casa o yo mismo la cerraré. Envié una carta a Copsale, el regente de la universidad, pero murió mientras dormía. Luego le hice llegar una petición parecida a Ascham, el librero y archivista, y fue asesinado. ¡Acabaré por quemar ese maldito lugar! -juró el rey.

Corbett se entretenía jugando con el pergamino.

– No lo hagáis, majestad -le aconsejó-. No castiguéis sin motivo. Oxford tiene su propia forma de venganza. Creerán que estáis asustado, que intentáis ocultar algo. Además, a pesar de que el Campanero dice que habita en Sparrow Hall, vos no sabéis si es verdad.

El rey agarró la mano de Corbett.

– Volved a ese lugar, Hugo -le suplicó-. Sois mi mejor perro de caza. Id allí y encontradle. Vengad la muerte de Brakespeare. Encontradme al Campanero.

– He abandonado los servicios reales.

El rey sacó de su bolsillo los sellos secretos y el anillo de oficio y los colocó en la mano de Corbett.

– Ahora tenéis una nueva misión. Hacedlo por mí, Hugo. Seré el padrino de vuestro próximo hijo.

Corbett sabía que no podía negarse. El rey había dejado de actuar. Se lo estaba suplicando, y si se negaba, podía volverse vengativo. El tío Morgan, Maeve, Eleanor, Ranulfo y Maltote podrían ser objeto de toda su furia.

– Iré.

– Bien -se pronunció el rey, y colocó su mano pesadamente sobre el hombro de Corbett-. Éste es mi perro de caza, mi mastín avezado. Así es como os llaman, Corbett. ¿Lo sabíais? -La repentina alegría del rey Eduardo se tiñó de un tono malicioso-. Os llaman el perro del rey.

– Soy un súbdito leal del rey -apuntó Corbett.

El rey acercó su cara a la de él. Corbett pudo oler su aliento a vino.

– Lo sé, Hugo. No hay nada de malo en ser un mastín entre un hatajo de perros callejeros. Eso fue lo que les dije. Dirigíos a Oxford y descubrid quién mató a esos pobres mendigos. Recordad, quiero al Campanero. Quiero colgarlo con mis propias manos. -El rey se puso en pie-. Yo me marcharé dentro de una hora, pero Simón se quedará. Ahora sólo espero que el mal nacido de De Warranne no haya acabado de contar mi chiste. ¿Lo conocéis, Hugo? El de la abadesa, el fraile y la caja de higos…

El rey se fue al cabo de una hora entre abrazos, besos y promesas de favores reales. El destacamento real montó a caballo y salió al galope levantando nubes de polvo mientras el rey gritaba que se alojaría en su palacio de Woodstock, «para estudiar de cerca algunos asuntos».

Corbett suspiró aliviado y abrazó a Maeve. Regresaron al salón y pudo romper su ayuno. Luego ordenó que despejaran la sala y se quedaran sólo Maeve, Ranulfo y un Simón de mirada ansiosa.

– ¿Te vas a marchar a Oxford? -preguntó Maeve con aspereza.

– Eso parece.

Simón sonrió con languidez.

– ¡Oh! ¡Gracias a Dios, sir Hugo! Si os hubierais negado, el rey habría montado en cólera. Ayer se pasó todo el día sacando a los escribanos de sus casillas por la más mínima tontería.

– Entonces ¿has aceptado el sello y el anillo? -insistió Maeve-. ¿Eso es lo que quieres? -Maeve apretó los labios en señal de preocupación, pero acabó soltando una sonora carcajada-. No soy tonta, Hugo. Si desobedeces al rey en esta ocasión…

– ¿Quieres que vaya? -Corbett se inclinó sobre ella y le dio unas suaves palmaditas en el vientre.

– Sí, quiero -replicó Maeve. Asintió con la cabeza mirando a Ranulfo, que permanecía callado como un gato-. Para empezar, estaría bien ver una sonrisa en la cara de Ranulfo, y tú también estás aburrido, Hugo. Después de todo, como dijo Ranulfo, una oveja siempre tiende a parecerse a otra.

Corbett le apretó la mano. Desenrolló el pergamino que el rey le había dado. Lo desató con cuidado y estudió la caligrafía del escribano.

– Está escrito con la caligrafía de la cancillería -murmuró-, con lo que podría ser la pluma de cualquier escribano debidamente formado.

– Si se trata de un escribano real -replicó Simón taciturnamente-, será colgado, arrastrado y descuartizado. Leedlo, sir Hugo.


A la atención del Señor Alcalde, burgueses, Canciller de la Universidad de Oxford y Regente de las Universidades. El Campanero envía sus saludos más cordiales. Una vez más elevo mi voz para denunciar los abusos de nuestro rey y de su consejo de nobles:

Punto 1: Debería celebrarse un parlamento por lo menos una vez al año, en el cual el rey tendría que escuchar las peticiones de sus buenos burgueses y ciudadanos.

Punto 2: La santa Iglesia no debería fijar unos impuestos, ni sus beneficios deberían verse modificados sin el previo acuerdo de una convocación del clero.

Punto 3: El rey ha derrochado toda su riqueza en una guerra absurda contra los escoceses, haciendo caso omiso de los múltiples abusos que han tenido lugar entre los oficiales de su propia casa.

Punto 4: El rey debe confirmar las cláusulas de Carta Magna y los privilegios de la universidad…


Las proclamas continuaban, enumerando toda una serie de abusos reales o supuestos, pero el final del párrafo fue lo que a Corbett le llamó la atención.


Recordad en vuestras oraciones al santo Simón de Montfort, conde de Leicester, brutalmente asesinado por el propio rey. Las medidas del conde, publicadas en la ciudad de Oxford, habrían establecido un buen gobierno para este reino. Entregado en Sparrow Hall en la festividad de Santa Buenaventura el 15 de julio de 1503 con el fin de que sea divulgado por toda la ciudad y Universidad de Oxford, firmado,

El Campanero de Oxford


Corbett estudió el manuscrito de cerca. La vitela era de buena calidad y tenía los márgenes cortados con gran precisión; la tinta era de color malva, la caligrafía estaba bien trazada y las frases, bien ordenadas. No llevaba otra marca que la del signo de una campana en la parte superior, con un agujero que indicaba que el papel había sido colgado con un clavo en la puerta de alguna iglesia.

Corbett pasó el manuscrito a Maeve. Ésta lo examinó y luego se lo dio a Ranulfo.

– ¿Qué significa todo esto? -preguntó Maeve.

– Hace casi cuarenta años -empezó a decir Corbett-, Simón de Montfort, conde de Leicester, lideró una rebelión contra el actual rey y su padre. De Montfort era un líder muy inteligente y carismático. Le traía sin cuidado la nobleza, pero no los burgueses ni los habitantes de ciudades como Oxford y Londres. Consiguió ganarse su apoyo, así como el de gran parte del clero que se sentaba en su propio parlamento llamado Convocación. De Montfort fue el primero en exponer su teoría sobre un parlamento donde los comunes y los nobles pudieran reunirse en sesiones separadas para presentar sus peticiones al rey, así como para alcanzar un acuerdo antes de que fueran impuestas.

Maeve se encogió de hombros.

– Pero eso es justo -exclamó levantando la mirada-. ¿No dijo uno de los jueces del rey Eduardo que lo que afecta a todos debe ser aprobado por todos?

– ¡Oh! El rey, por supuesto, lo aceptó, pero a su manera. De hecho, los parlamentos se convocan regularmente, aunque no se les concede la misma importancia que De Montfort quiso darles. -Corbett se puso a jugar con la jarra de cerveza que un criado le acababa de servir-. Lo que De Montfort quería -continuó- era que el parlamento controlara al rey y a sus oficiales, y, sobre todo, quería ser él mismo quien controlase el parlamento.

– Pero ¿por qué está tan asustado el rey ante tal idea, la de un hombre que murió hace casi cuarenta años? -preguntó Maeve.

Corbett se encogió de hombros.

– Porque De Montfort estuvo a punto de salirse con la suya y si lo hubiera logrado…

– Si lo hubiera logrado -interrumpió Ranulfo-, De Montfort se habría convertido en rey y el rey Eduardo…

– El rey Eduardo -Corbett terminó la frase por él- habría desaparecido en algún castillo en el que habría sufrido un trágico accidente. Con lo que ahora no quedaría ningún descendiente real. Ésa es la pesadilla que todavía atormenta a la Corona.