"Me Muero Por Ir Al Cielo" - читать интересную книгу автора (Flagg Fannie)

Irene Goodnight

11h 20m de la mañana

Tras colgar el teléfono, Irene tuvo náuseas. Vio el tarro de jalea con el pequeño ramo de narcisos amarillos que Elner le había traído hacía unos días. Sintió que la embargaba la tristeza al darse cuenta de que sólo faltaban unas semanas para la Pascua y que este año Elner no estaría, mejor dicho…, no estaría nunca más. Hasta donde alcanzaban sus recuerdos, todas las Pascuas ella había llevado a sus hijos, y luego a sus nietos, al patio de Elner a buscar huevos escondidos. Cada año sin falta, Elner había pintado más de doscientos huevos y los había ocultado por el patio. Siempre organizaba esa fiesta para todos los niños del barrio. Un año fueron las nietas gemelas de cinco años de Irene, Bessie y Ada Goodnight, quienes encontraron el huevo de oro. ¿Qué harían este año los padres y los niños sin Elner? ¿Qué pasaría con el Club de la Puesta de Sol? ¿Qué iba a hacer ella sin Elner? La conocía desde que era pequeña, y recordaba cuando Elner criaba gallinas en el patio trasero. La madre de Irene solía mandarla a la casa de Elner a por huevos, y siempre se llevaba también una bolsa de higos. Una vez Elner le dijo: «Dile a tu madre que últimamente mis gallinas han estado poniendo huevos de dos yemas, así que ojo», y seguro que de una docena hubo cinco de dos yemas. Cuando Irene era más joven, para ella Elner era la señora de los huevos y los higos; a medida que se fue haciendo mayor y pasó más tiempo con ella, llegó a conocerla como señora Elner sin más. Y la señora Elner siempre tenía historias divertidas que contar, principalmente sobre sí misma. Recordaba aquella en que explicaba lo sucedido en la tormenta de nieve de las primeras navidades que pasó en la ciudad tras llegar del campo. Estaba esperando que el esposo de Norma pasara a recogerla y la llevara a casa para la cena de Nochebuena, y al ver un coche verde que aminoraba la marcha pensó que era Macky y corrió y se subió al asiento delantero. El caso es que era un completo desconocido que iba conduciendo en busca del tercer cinturón y que de pronto vio que una mujer gorda abría de golpe la puerta y se subía de un salto. Elner explicaba que el hombre se asustó tanto que casi estrella el coche. Aquella historia las hacía reír de tal manera que les corrían las lágrimas por las mejillas. Pequeñas historias tontas, como aquella en que su esposo, Will, vio un botón de nácar que ella había dejado sobre la mesilla de noche y se lo tragó al confundirlo con una aspirina. Por lo visto, nunca le había contado la verdad. Por muy deprimida que estuviera Irene, Elner siempre conseguía hacerla reír. Sería triste pasar por la vieja casa de la Primera Avenida Norte y no verla en el porche saludando, y saber que nunca más estaría allí. Pero, con los años, Irene había descubierto que, por desgracia, la vida era así: algo está aquí durante años, y de pronto deja de estar. Hoy Elner está en el porche, y mañana hay sólo una mecedora vacía, una silla vacía, otra casa vacía esperando a las próximas personas que la habitarán y empezarán de nuevo. Irene se preguntaba si las casas echaban de menos a las personas cuando éstas se marchaban, o si los muebles se enteraban de algo. ¿Sabría la silla que era una persona distinta la que se sentaba ahí? ¿Y la cama? Suspiró. «La muerte… ¿en qué consiste? Ojalá lo supiera.»