"El otoño en Pekín" - читать интересную книгу автора (Vian Boris)UN PRÓLOGO INTERRUMPIDOEl destino de la obra literaria es múltiple como la literatura misma, esa otra vida de la vida. A veces coincide plenamente el destino de la obra con el destino de su autor; a veces, poco; a veces, nada. La obra tiene su propia existencia y, como decía aquel amigo de Boris Vian, hay existencias pero no hay esencias. Encontramos destinos de obras literarias faustos y encontramos destinos infaustos, los hay patéticos y trágicos, ridículos, injustos, pomposos, circunstanciales o eternos, normalitos; por eso, hay historia literaria. Ningún amor (a una mujer o a la libertad) y ninguna muerte son iguales; por eso, hay novelas. La historia de los autores es biografía y no guarda mayor relación con la historia literaria que la hagiografía con la teología. La obra literaria de Boris Vian tuvo un destino de novela, que sólo parcialmente coincidió con la existencia de su autor, quien llevó la vida de señorito inteligente que le correspondía. Es aventurado aceptar la conocida tesis de que a Vian lo mató su obra, pero quizá sí le ayudó a morir. En todo caso, la obra no tuvo el acontecer que le correspondía. La narración literaria, que aquí empieza, sobre la obra literaria de Boris Vian pretende eludir las confluencias subterráneas de ambos destinos, el psicologismo y las cuestiones metodológicas. La Obra Incomprendida De Un Autor Apreciado no sería mal título para contar los hechos y plantear las consabidas interrogantes. – Un momento, un momento… -se oye exigir, en este preciso instante, a una voz vagamente conocida-. ¿Adónde pretende ir usted a parar? La crítica, filológica o estructuralista, ha iluminado en los últimos diez años la obra de Vian con la suficiente suficiencia, eficiencia y luminotecnia, espoleada por un suplemento de mala conciencia. En rigor, que suele ser el talante de la crítica especializada, la obra de Vian no parece ofrecer demasiados problemas formales. Rigurosamente hablando, las ideas de Vian pueden reducirse a cuatro (y tres de prestado), como no podía ser menos tratándose de un novelista de calidad. Pero esto no ha sido obstáculo para que tardíamente intente desmenuzarse una obra que se escurre viscosamente de las pinzas analíticas. Parece, pues, más sensato tratar de llegar a esta literatura tan literaria, tan transparente, relatando los avatares a los que estuvo sujeta. La obra de Vian exige apenas ser descifrada, no necesita incitaciones a su lectura, es una obra fundamentalmente para lectores y, fundamentalmente, plantea misterios a los que poco afectan las respuestas académicas. – Ya le veo a usted engolfándose en la indeterminación -acusa la voz-, regodeándose en la ambigüedad de lo que usted llama literatura (y que deja usted reducida al placer de leer), disponiéndose a una jira anecdótica con la mochila cargada de esas noticias biobibliográficas que el paciente lector puede encontrar en cualquier contracubierta de un libro de Vian. ¡Qué desdichada manera -añade la voz, con admonitoria severidad- de desperdiciar la ocasión que generosamente se nos ha ofrecido de prologar No cabe duda que 1947 fue un año en que la sociedad culta y los medios profesionales de la ciudad de París denotaron una sorprendente falta de olfato y una insensibilidad pasmosa. La guerra estaba muy reciente y debe recordarse a favor de aquellos insensibles que toda postguerra genera el convencimiento de que una nueva era ha comenzado. Esta predisposición mesiánica suele equivocar en cuanto a los signos premonitorios de los nuevos tiempos. Por lo pronto, en este año IX después de Un oscuro secretario (de James Joyce) decide afrancesarse y consigue publicar, – Y ¿qué? Las – Permita una precisión. Esta segunda edición de Antes de 1947 Vian había publicado ya Lo más conocido de su producción teatral, que no fue escasa, siguen siendo – Prolífico y no grafómano, sería más exacto decir -dice la voz, que, por su aspereza y engolamiento, revela la sórdida sabiduría bachillera de quien se ha deteriorado el caletre en la traducción de Como del silogismo literario no se ha de inferir necesariamente una conclusión, lo curioso de esa «peculiaridad» de la escritura de Vian es que correspondía con alguna exactitud a los presupuestos estilísticos y al gusto de aquella década de los 40. La escritura de Vian fue acorde, demasiado acorde, con la recurrente moda estilística que rechaza la escritura elaborada y propugna la -supuesta- autenticidad de la escritura espontánea, descuidada. Pues ni aun así… La explicación, según cánones formales, de la desatención por estas novelas no explica nada e, incluso, lo que hace es espesar la intriga. Pero, modas aparte, lo evidente es que Vian murió a los treinta y nueve años. Lo matase el proverbial desprecio por la letra impresa de la gente del cine, su curiosidad o su corazón, la leyenda narra que siempre tuvo la certidumbre de que no llegaría a cumplir los cuarenta años. – Desde el trampolín de la ambigüedad y la anécdota está usted a punto de zambullirse, de hoz y coz, en la metafísica -advierte el traductor, con el rencor del retórico frustrado-. Engañoso camino el de la leyenda, tratándose de una persona que practicó una actividad legendaria de trompetista, ingeniero, cantante, pintor, sátrapa patafísico, actor, alocado conductor de coches deportivos, obsesivo aficionado a las máquinas y a los mecanismos, obsesión que, por cierto, además de estar patente en sus obras, manifiesta la influencia de Raymond Roussel en… Lo que su obra puede manifestar es una frecuentación muy íntima de la muerte. En En la selva de ingenio, sutilidad, invención y sarcasmo, que explora el lector de Vian, no se tarda mucho en encontrar bajo la maleza, por lo general en medio de una sonrisa o de una carcajada, las sendas del amor y de la muerte. A Vian le hipnotiza horadar miles de galerías, grotescamente enmarañadas, bajo esas apariencias ridículas de la pasión y que son, naturalmente, la sal de la vida. Los personajes de Vian viven determinados por el amor o por la falta de amor, situaciones ambas que no los hacen felices, pero nunca derrotados. Fuera del amor no hay existencia. Dentro, las lúgubres alegrías de la belleza. Contra el amor luchan mediante el trabajo, la ironía o la violencia. Pero también se percibe una lucha tensa y refinada contra la tradición judeo-cristiana que ha fabricado este amor en el que amamos, una lucha desesperanzada de la que se obtiene la única ganancia de no dejarse dramatizar la existencia. La angustia, que sus más lúcidos contemporáneos habían izado como banderín de enganche, parece ser la bestia negra de estos personajes, aun asumiéndola, aun frustrados. Toda pirueta -incluso el más patoso chiste fonético-, cualquier aventura -y cuanto más disparatada, mejor-, un suculento trozo de carne humana o el recuerdo de ella, son las armas útiles, posibles, para vivir. Erotólogos de una perspicacia osada, los personajes significativos de Vian aman todo y sólo odian el aburrimiento que producen los grandes pensadores, los grandes héroes, los grandes guerreros, financieros, salvadores, sermoneadores, los grandes, los serios. De esa menesterosa complacencia en la derrota que es la melancolía se defenderán violentamente, con sadismo, con crueldad, siempre con una energía desfachatada, que obliga simultáneamente a reír y a temblar. – Aprovecho -interrumpe el traductor de esta novela, que se cree con derecho a aprovecharse por haber vertido a una lengua aproximada la intraducible prosa de Vian- esa referencia a la violencia que acaba de hacer usted para significar, en primer lugar, que, en efecto, habrá pocos libros cargados de una violencia más efectiva y espeluznante y, a la vez, más jocosa y como indiferente. Curiosamente ese tratamiento y esa frecuencia del hecho violento, esa ferocidad recuerdan al Pues bien, ¿qué ocurrió para que hasta mediada la década de los 60 no se comenzasen a leer los libros de Boris Vian? ¿Por qué esa obra se ignora paradójicamente en el momento más oportuno para ser estimada? Por supuesto que Boris Vian no fue un escritor malogrado como René Daumal, ni difícil como Marguerite Yourcenar, ni arcaico como Pierre Gasear, ni maldito como tantos de esa condenada especialidad; ha sido en nuestro siglo uno de los escritores más tozudamente ignorados. En 1953 todavía le parece a Queneau Ahora, una vez que el reconocimiento de la obra de Vian se ha producido, parece fácil iluminar esta historieta desdichada mediante el recurso de descubrir en Vian a un contemporáneo nuestro, a uno de esos escritores nacidos antes de tiempo. Sólo en parte y muy matizadamente puede admitirse que la literatura de Vian fuese un producto – Le veo ponerse quevedesco con un desparpajo envidiable. O sea que, según usted, hacia 1947 podía ventearse ya mayo del 68. Aquí radica quizá no sólo el misterio concreto de la obra de Vian, sino ese misterioso poder anticipatorio, premonitorio o no, del arte poético. Este fenómeno no es tan infrecuente en el dominio literario y, aunque indescifrable, no hay que recurrir a milagrerías para admitir que un novelista muy de su época, y en la lengua de su época, práctica e inconscientemente esté escribiendo para lectores de veinte años más tarde. Las variaciones de la sensibilidad pueden ser anticipadas (o acertadas, gracias al azar) siempre que el tema de la condición humana no le sea ajeno al escritor. Boris Vian compuso esas variaciones, de imposible asimilación en su tiempo, sobre la invariante de la condición humana, de su enfermo y jovial corazón. – Le concedo a usted que sin pretenderlo, pero acaba de definir (un poco, en título de canción) lo que se llama obra clásica y de adjudicarle esa etiqueta a la obra de Boris Vian. Nada más incongruente, precipitado y que, dicho sea de paso, menos hubiese agradado al autor. Efectivamente, cabe sospechar que Boris Vian no será un clásico, a menos que lo llegue a ser. Esa tendencia al clasicismo que se advierte en la obra de algunos clásicos (de los menos simpáticos) no aparece ni en cierne en las novelas de Vian, quien detestaba desaforadamente las consolaciones de la eternidad, los plazos largos. Hay clásicos jóvenes, naturalmente, y hay clásicos abuelos, goethianamente. Boris Vian -como Byron, como Shakespeare, como Rosalía de Castro- no encaja en el pedestal de la respetabilidad marmórea; al haber muerto joven, no le queda ya ninguna posibilidad de envejecer. Por otra parte, Vian no transmite esa ingenuidad del pretérito que exhalan tantas lágrimas inmortales. – ¡Alto, que se le va a usted la mano mitificadora…! Reconozco que Vian era muy mítico y muy apropiado para las mitificaciones póstumas. Vaya usted a saber por qué sus novelas se popularizan a partir de 1964 o 1965… Y, encima, sin ampararse en un estricto análisis literario. Temo que, con una frivolidad bastante común a ciertos vianeros, ha medio encubierto usted una sencilla realidad: las novelas de Vian son muy divertidas. Y de Nadie ha dicho aquí que Vian hubiese sido Kafka, aunque el destino de la obra de Vian, que tuvo un destino de novela como ya se dijo, podría cómodamente servir para un relato kafkiano. Los miles de ejemplares de ese modélico Hacia 1947 los personajes de – Resumiendo y si no le he entendido mal, el asunto está en un problema de falta de sincronización, que la Historia resuelve favorablemente para el gusto literario y desfavorablemente para la gente que piensa (que siente, mejor dicho) como usted. De esta manera, Boris Vian sería uno de los más actuales escritores de los que podemos disfrutar y su obra, un prólogo, interrumpido por la muerte del autor, a una nueva sensibilidad, que se impone a partir de mayo de 1968. Que se harta y explota en mayo del 68. Prólogo interrumpido o epílogo profético, nunca fue, desde luego, un prólogo con interrupciones como éste. Al que sólo le queda proponer, como todo prólogo que se precie, tres formas de leer Con perspectiva temporal, atenta al inquietante nudo de significaciones de la novela. Por puro gusto. Como al lector se le ocurra. Las tres son compatibles, recomendables y muy vianescas. Porque maldita la falta que hacen un guía y la impedimenta para atravesar el desierto de Exopotamia, a cuyo final nos encontraremos, con toda certeza, en Pekín y durante el otoño. Siempre que el desierto tenga final. Juan García Hortelano |
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