"Lucharon Por La Patria" - читать интересную книгу автора (Shólojov Mijail)4En las aguas estancadas flotaban nenúfares amarillos. Dominaba un olor a cieno y a humedad. Nikolai se lavó la guerrera y los calcetines. Cuando hubo terminado se sentó en el suelo y se agarró las rodillas con las manos. A su vera se sentó Lopajin. – Nikolai, te noto melancólico. – ¿Acaso tengo algún motivo para estar contento? Por lo menos, yo no lo veo. – ¿Para qué quieres motivos? ¡Estás vivo, alégrate! ¿No has visto el día que hace? Mira el sol, el río, los nenúfares flotando… ¡Qué hermoso es todo! Es raro, eres un veterano, llevas más de un año combatiendo y sin embargo reaccionas ante cualquier sufrimiento como un soldado bisoño. ¿Qué te parece a ti? Ahora nos han dado un descanso. ¿Crees tú que eso significa que todo ha terminado? ¿Que ha llegado el fin del mundo? ¿El final de la guerra? Nikolai hizo un gesto de mal humor y repuso con tono enojado: – ¿Cómo que el final de la guerra? Yo ni pienso en eso; pero tampoco dejo de lado todo lo que ha sucedido hasta el momento. No soy yo, eres tú el que se porta como si no hubiera sucedido nada importante. Yo veo claramente que hemos padecido una catástrofe. Tanto yo como tú ignoramos el alcance de esta catástrofe, pero algo podemos imaginar. Hace ya cinco días que marchamos; pronto llegaremos al Don y luego a Stalingrado. Nuestro regimiento está destrozado. ¿Qué habrá pasado con los demás? ¿Qué habrá pasado con el Ejército Rojo? Desde luego, han roto el frente por varios sitios. Tenemos a los alemanes pegados a los talones. Hasta ayer no hemos podido separarnos ni un poco de ellos. No hacemos más que patalear sin saber cuándo se afianzarán nuestras posiciones. ¿No es triste seguir así, sin saber nada? ¿Y con qué ojos nos miran los civiles? ¡Es como para volverse loco! Nikolai rechinó los dientes y se dio la vuelta. Guardó silencio durante un minuto, como para vencer la agitación que le invadía, y luego continuó hablando, ya más tranquilo y con un tono de voz más bajo: – Encima de que aún se me parte el alma con todo esto, tú te pones a predicar: «¡Alégrate, hombre, estás vivo, los nenúfares flotan…!» ¡Al infierno tú y tus nenúfares, da asco mirarlos! Pareces el animador de una obra barata, hasta te las has arreglado para pasar por el batallón médico-sanitario. Lopajin se desperezó con un crujido, diciendo: – Lástima que no hayas venido conmigo, Kolia; allí hay una doctora de tercera clase que, sólo al verla, me entran ganas de que me hieran en combate. ¡ No es una doctora sino algo mucho mejor, te lo aseguro! – Escucha, ¡vete al demonio! – ¡No, va en serio! Es una mujer tan bella que pone los pelos de punta. No es una doctora, es un mortero de seis cañones, e incluso más peligrosa que un arma de ésas para nuestro hermano soldado, y, desde luego, para los mandos. Nikolai contemplaba en silencio y con aire taciturno una nubecita blanca reflejada en el agua. Lopajin prosiguió con toda calma, maliciosamente: – Yo no veo motivo para meter el rabo entre las piernas, siguiendo la costumbre de los perros. ¿Nos atacan? Por algo será. ¡Luchad, hijos de perra! Agarraos con los dientes a cada palmo de vuestra propia tierra, combatid contra el enemigo de tal manera que le hagáis sentir hasta el espasmo de la muerte. Y si no podéis luchar, no os ofendáis si os llenan la cara de sangre y los civiles os miran mal. ¿Cómo iban a recibirnos con el pan y la sal? Ya puedes dar gracias de que no nos escupan a la cara. A ver, tú que no eres animador explícame esto: ¿ por qué el alemán se mete en un pueblo y aunque sea pequeñísimo cuesta un trabajo enorme sacarlo de allí, y, en cambio, nosotros entregamos ciudades enteras huyendo continuamente? ¿Hemos de apropiarnos nosotros de ellas o lo hará otro en nuestro lugar? Pero esto ocurre, «excelencia», porque tú y yo no hemos aprendido a luchar como debemos y nos falta odio auténtico. Cuando sepamos entrar en combate de modo que la espuma de la rabia hierva en nuestros labios, entonces los alemanes darán la espalda al este, ¿comprendes? Yo, por ejemplo, he llegado a odiar tanto que cuando escupo la saliva me hierve. Por eso me siento alegre, por eso mantengo el rabo en alto. ¡Soy terriblemente cruel! Pero tú das vueltas con el rabo entre piernas y bañado en lágrimas: «¡Ay, que han destrozado nuestro regimiento! ¡ Ay, que el ejército está deshecho! ¡ Ay, cómo han avanzado los alemanes!» ¡Matemos al maldito alemán! Meterse ya se han metido, pero ¿quién los va a sacar de aquí cuando reunamos fuerzas para dar el golpe? Si ahora combatimos retirándonos, cuando se produzca la invasión será diez veces más difícil enfrentarnos a ellos. Nosotros nos retiramos y ellos no necesitan retroceder; pero ¿qué pasará? En cuanto se sitúen de espaldas al este les daremos en la cresta a esos hijos de perra, dondequiera que la tengan, para que no puedan seguir destruyendo nuestra tierra. Eso es lo que pienso, y aún te diré más: cuando yo esté delante, haz el favor de no llorar; yo no voy a enjugar tus lágrimas. La guerra me ha endurecido las manos e incluso podría sacudirte. – No necesito que me consueles, idiota, no desaproveches tu facilidad de palabra -replicó Nikolai-. Prefiero que me digas cuándo aprenderemos a combatir o cuándo llegaremos a Siberia. – ¿A Si-be-ria? -exclamó Lopajin guiñando sin cesar sus ojos claros -. No, «excelencia», ¡esa escuela no es de aquí! Aprenderemos aquí, en estas mismas estepas, ¿entiendes? Por ahora a Siberia la borramos del mapa. Ayer mi ayudante Sacha me dijo: «Llegaremos hasta los Urales, y allí, en las montañas, en seguida daremos cuenta de los alemanes.» Y yo le contesté: «¡Sapo asqueroso, si vuelves a hablarme de los Urales no ahorraré un cartucho para tirarte esa estúpida pelota de encima de los hombros! ¡Te arreglaré con el mosquetón y mi puntería!» Él entonces se echó para atrás y me dijo que sólo era una broma. Y le contesté que yo también bromeaba. ¿Acaso por una estupidez se van a malgastar los cartuchos de un magnífico fusil antitanque como éste? Bueno, pues así terminamos la agradable conversación. Lopajin se arrastró hasta acercarse al agua, se lavó los pies y luego pasó un buen rato frotándose las plantas con arena gruesa. Después volvió el rostro hacia Nikolai. – Recuerdo, Kolia, las palabras de Rusaiev, un instructor político ya fallecido, unas palabras que, según creo, las pronunció un general famoso: «Si cada componente del Ejército Rojo hubiera matado a un alemán, haría tiempo que la guerra habría terminado.» ¿Querría decir con eso que matamos a pocos de esos canallas? Nikolai se sentía aburrido y respondió con irritación: – Esa aritmética es bastante simple… Si cada uno de nuestros generales hubiera ganado una batalla, la guerra habría terminado más rápidamente aún. Lopajin dejó por un momento de frotarse los pies y soltó una carcajada. – ¡Bobo! ¿Cómo iban a ganar batallas los generales sin nosotros? Además, intenta ganar una batalla con soldados como mi Sacha. Todavía no ha llegado al Don y ya piensa en los Urales. Yo creo que un general sin ejército o con un mal ejército es como un novio sin miembro viril; y nosotros sin general somos como una boda sin novio. Desde luego, hay generales como Sacha. A algún pobre desgraciado los alemanes le han cascado desde la frontera, y aún continúan cascándole. Y, claro está, está tan agotado que ya no piensa en cómo vencer al alemán, sino en cómo arreglárselas para que no sigan zurrándole. Pero hay pocos de ésos y no serán ellos los que inclinen la balanza. A nosotros nos ha pasado lo siguiente: apenas nos llega la noticia de un fracaso en el frente, aparecen las murmuraciones contra los generales; que si son unos tales y unos cuales, que no saben combatir… Se les atribuyen alegremente todos los males. Si se hiciera justicia al hablar, no siempre resultarían culpables; no se les debe censurar tanto, los generales son las personas más desgraciadas de la tierra. Oye, ¿por qué te quedas ante mí como un carnero quieto ante una valla? Es como te lo digo. Antes yo era tan estúpido que envidiaba la graduación de general. «¡Vaya -pensaba -, qué vida más tranquila! Presumiendo por ahí como un pavo real, no cava trincheras, no tiene que ensuciarse la barriga arrastrándose…» Pero luego, pensándolo un poco mejor, me he desengañado. «Entonces yo era tirador, aún no me habían hecho fusilero anticarro, y de pronto lanzaron la línea de vanguardia al ataque. La verdad es que yo me quedé atrás; el fuego era muy intenso y no tenía ganas de despegarme del suelo, pero el comandante de la sección vino corriendo hacia mí, me amenazó con el revólver y me chilló: "¡Levántate!" Pasamos al ataque y en aquellos momentos pensé: "Está bien, soy un soldado más y he recibido una bronca por mi mal comportamiento; yo sólo respondo de mí mismo, mientras que el comandante de la sección es responsable de millares de personas. Si fuera él quien hiciera lo que no debía, ¿cuántas broncas le caerían? ¿Y al general que manda el ejército?" Empecé a calcular y me asustaron las proporciones que podía alcanzar el asunto. ¡No, no! ¡Prefiero ser soldado raso! «Imagínate la escena, Nikolai: el general pasa noches enteras con el jefe de estado mayor preparando el asalto, sin comer ni dormir, con una sola idea fija; tiene los párpados inflamados por sus difíciles reflexiones y hace tantas cábalas que la cabeza le da vueltas; tiene que preverlo y adivinarlo todo… Conduce los regimientos al asalto y resulta que el asalto fracasa. ¿Por qué? ¡Quién sabe por qué motivo…! Supongamos que depositó su confianza en Pietia Lopajin como si fuera su propio padre, pero Pietia se acobardó y se fugó, y tras él Kolia Streltsof y tras Streltsof otros soldados igualmente cobardes. ¡Se acabó el baile! Los que han muerto, desde luego, ya no pueden criticar al general, pero los que respiran tranquilos después de haber huido dejan al general que no hay por dónde cogerlo. Le censuran porque creen con toda sinceridad que el general es responsable de todo, como si ellos no contaran para nada. De acuerdo con el reglamento, naturalmente, todos se echan mutuamente las culpas, pero ¿acaso es así mejor para el general? Él permanece en su tienda con la cabeza entre las manos, rodeado de voces invisibles que le injurian, miles de voces como mariposillas nocturnas revoloteando en torno a una lámpara. Y además suena el teléfono: llamada para el pobre general desde Moscú por la línea directa. Los pelos de la cabeza levantan la bonita gorra del general, que coge el auricular y piensa: "Por qué mi pobre madre me habrá parido general, precisamente." Por teléfono no le insultan ni le mientan a la madre, en Moscú viven personas educadas; pero supongamos que le hablaran así: "¿Qué clase de persona es usted, Iván Ivanovich, que batalla tan desastrosamente? Hemos gastado en usted dinero del presupuesto del Estado, le hemos dado estudios, se le ha vestido y calzado, se le ha alimentado… ¿Y nos hace usted esto? A un niño de pecho se le perdona que ensucie los pañales, para eso es un niño de pecho, pero usted ya no es una criatura y, sin embargo, no son unos pañales lo que ha ensuciado, sino una operación de asalto entera. ¿ Cómo ha podido suceder? ¡ Intente explicarse!" Es una voz amable la que habla, pero consigue que el general se ahogue y el sudor le empiece a correr por la espalda como un arroyo. »No, Kolia, piensa lo que quieras, pero no deseo ser general. A pesar de todo mi orgullo, no deseo ser general. Y si de pronto me llamaran al Kremlin para decirme: "Camarada Lopajin, acepte el mando de la división tal", temblaría de pies a cabeza y seguro que me negaría en redondo. Y si insistieran saldría de allí, treparía por la muralla del Kremlin y desde allí me arrojaría al Moscova. ¡Así!» Lopajin juntó las manos sobre la cabeza, dio un gran salto y se dejó caer como una piedra en las verdes y densas aguas. Salió a la superficie en medio del río, lanzó un resoplido y mirando a su compañero, gritó: – ¡Échate pronto si no quieres que te ahogue! Nikolai cogió carrerilla y se tiró al agua aullando al notar en su cuerpo el frío punzante; sacó sus largos brazos y se dirigió a nado hacia Lopajin. – ¡Ahora verás cómo te vas a zambullir, demonio patizambo! -exclamó riéndose; y ya se disponía a coger a Lopajin cuando éste, haciendo una mueca de susto, se volvió a hundir. Por un instante dejó ver sus nalgas morenas y brillantes y después empezó a mover las piernas con mucha rapidez. Nikolai se sintió aliviado gracias al baño. Se disiparon el dolor de cabeza y el cansancio. Miraba de otra manera, con brillantes ojos, el mundo que le rodeaba, invadido por aquel sol cegador del mediodía. – ¡Qué bien me encuentros ¡Es como si hubiera renacido! – dijo a Lopajin. – Después de un baño así lo bueno sería beber un vasito y luego comerse unas buenas schi caseras. Pero ese maldito Lisichenko ha vuelto a calentar gachas. ¡Que se le indigesten, eso le deseo! -exclamó Lopajin irritado, mientras saltaba sobre una pierna e intentaba meter la otra en los pantalones que sostenía abiertos -. ¿No podríamos ir a pedir unas schi a alguna vieja? – Resulta algo embarazoso. – ¿Crees tú que nos las daría? – Quizá nos las diera, pero no por ello dejaría de resultar embarazoso. – ¡Ah, qué diablos! ¿Y si no tuviéramos cocina? ¡Qué embarazoso ni qué niño muerto! ¡Vamos! Mira que no encontrar unas schi en nuestra propia región… – No somos peregrinos ni mendigos -dijo Nikolai con indecisión. Dos soldados a quienes conocían salieron de la represa. Uno de ellos, alto y seco, de ojos descoloridos y boca pequeña, llevaba en la mano un hatillo mojado mientras el otro iba a la zaga abrochándose los botones de la guerrera al tiempo que caminaba. Su rostro, azul como el de un ahogado, se contraía de frío y los labios le temblaban. Los soldados se acercaron a Lopajin y éste, alargando el cuello como un ave de rapiña, inquirió: – ¿Qué lleváis en el hatillo, pajarracos? – Cangrejos -repuso el más alto a regañadientes. – ¡Vaya! ¿Dónde los habéis encontrado? – Cerca de la represa. Hay un manantial allí. ¡El agua está terriblemente tria! – ¿Cómo no se nos habrá ocurrido a nosotros? -exclamó Lopajin con gesto airado mirando a Nikolai; y luego, con aire de hombre de negocios, se dirigió al alto-: ¿Cuántos lleváis en el hato? – Cerca de cien, pero no son muy grandes. – Es lo mismo, para dos es demasiado -dijo Lopajin con decisión -. Iremos con vosotros. Yo conseguiré un cubo y sal para cocerlos. ¿De acuerdo? – Id a buscarlos vosotros mismos, éstos son nuestros. – ¡Venga, hombre, si no nos da tiempo! Invita, no te hagas de rogar; en cuanto tomemos Berlín te convidaré a cerveza. ¡Palabra de fusilero anticarro! El soldado alto puso sus labios como la boquilla de una trompeta y silbó burlonamente. – ¡Eso me consuela poco! Estaba claro que Lopajin tenía muchas ganas de comer los cangrejos cocidos. Después de haber pensado un instante, dijo: – Además tengo algo de vodka; quizá llegue a un vasito por barba; la guardaba por si caía herido pero ahora habrá que bebería con los cangrejos. – ¡Entonces, vamos! -dijo en seguida el alto; sus ojos brillaron alegremente. |
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