"B De Bestias" - читать интересную книгу автора (Grafton Sue)Aún no había amanecido cuando el avión aterrizó en Miami; era las cinco menos cuarto. Había poca gente en el aeropuerto a aquella hora y tanta luz como en una funeraria. En la recogida de equipajes, las maletas abandonadas se guardaban en taquillas sombrías de puerta de vidrio. Todas las tiendas del aeropuerto estaban cerradas. Algunos viajeros dormían en las sillas de plástico duro, con la cabeza apoyada en hinchadas bolsas de lona y con la chaqueta echada sobre los hombros. Los altavoces llamaron a un viajero al teléfono de las oficinas del aeropuerto, pero el nombre se oyó confuso y creo que no acudió nadie. En el avión sólo había podido dormir una hora y me sentía hecha un asco. Recogí el coche que había alquilado, me hice con un plano sencillo y hacia las cinco y cuarto estaba en la Nacional 1, rumbo al norte. Treinta kilómetros hasta Fort Lauderdale, otros veintidós hasta Boca Ratón. El amanecer volvía el cielo de un gris perla translúcido y las nubes se amontonaban como coliflores en un tenderete de carretera. El terreno era llano a ambos lados de la autopista, hasta cuyos bordes llegaba la arena. En el horizonte se perfilaban los campos de ciperáceas y cipreses enanos, y el curujey colgaba de los árboles como jirones de tela puestos a secar. El aire se notaba ya húmedo y perfumado, y las franjas anaranjadas del sol naciente anunciaban un día caluroso. Para hacer tiempo me detuve en un puesto de comida y me tomé unas sustancias marrones y amarillas que acompañé con un tetrabrik de zumo de naranja. Me supo todo a comida de astronauta. Eran casi las siete cuando llegué a la comunidad donde Elaine Boldt tenía el piso, y las rociaderas mecánicas escupían chorritos de agua sobre la hierba cortada casi a ras del suelo. Había seis o siete edificios de hormigón, de tres pisos cada uno y con la bien perfilada estructura inferior jalonada de miradores. Los hibiscos daban al conjunto una pincelada rosa y carmín. Rodeé la zona avanzando a escasa velocidad por las amplias calzadas que giraban en redondo al llegar a las canchas de tenis. Cada edificio parecía tener piscina propia y algunos vecinos se bronceaban estirados en sus tumbonas de plástico. Encontré el número de la calle que buscaba y estacioné el coche en el pequeño aparcamiento que había delante. El administrador vivía en la planta baja, la puerta principal estaba abierta, pero no el cancel, que se cerraba para impedir las invasiones de los gigantescos insectos de Florida que ya lanzaban chillidos de advertencia desde la hierba. Golpeé la jamba de aluminio. – Estoy aquí -dijo una voz de mujer, desconcertantemente próxima. Me llevé las manos a las sienes para protegerme los ojos y ver quién había contestado del otro lado del cancel. – ¿Está el señor Makowski? La mujer pareció materializarse al otro lado, con la cara a la altura de mis rodillas. – Un momento, por favor. He estado haciendo flexiones y aún no puedo levantarme. ¡Señor, cómo duele! -Se incorporó poniéndose de rodillas y sujetándose al brazo de un sillón-. Makowski no está, ha ido a arreglar el lavabo del 208. ¿Qué puedo hacer por usted? – Quiero localizar a Elaine Boldt. ¿Sabe dónde puede estar? – ¿Es usted la investigadora que llamó desde California? – En efecto. Pensé que sería conveniente hablar con alguien de aquí por si podía darme alguna pista. ¿Dejó alguna dirección la señora Boldt? – No. Ya me gustaría ayudarla, pero me temo que no sé más que usted. Pero entre, no se quede ahí. -Se puso en pie por fin y abrió el cancel-. Soy Charmine Makowski o lo que queda de ella. ¿Hace usted ejercicio? – Bueno, corro un poco, pero nada más -dije. – Mejor para usted. No haga nunca abdominales. Se lo aconsejo. Yo hago cien flexiones diarias y acabo hecha polvo. -Jadeaba todavía, las mejillas teñidas de rosa a causa del esfuerzo. Le faltaría poco para cumplir los cincuenta, llevaba un chándal amarillo chillón y se le notaba la hinchazón del embarazo. Parecía un pomelo maduro-. Lo ha adivinado -añadió-. Otra broma de la vida. Pensé que era un tumor hasta que noté las patadas. ¿Sabe qué es esto? -Se señaló un bulto que tenía inmediatamente debajo de la cintura-. Un ombligo al revés. Da hormiguilla, ¿verdad? Makowski y yo creíamos que no podíamos tener hijos. Tengo casi cincuenta años y él tiene sesenta y cinco. Bueno, diantre, ¿qué importa? Es más divertido que la menopausia, supongo. ¿Ha hablado con la mujer del 315? Se llama Pat Usher, aunque probablemente ya lo sabe usted. Dice que Elaine le alquiló el piso, pero yo no me lo creo. – ¿Y cómo es eso? ¿Es que la señora Boldt no les dijo nada a ustedes? – Ni una palabra. Sólo sé que la tal Usher se presentó hace unos meses y se instaló en el piso. Nadie dijo nada al principio porque todos pensamos que se trataba de una visita de un par de semanas o algo por el estilo. Los vecinos tienen derecho a hospedar a quien se les antoje durante un tiempo relativamente breve, pero el contrato de venta prohíbe los arrendamientos. Los compradores en perspectiva están rigurosamente prohibidos y, si permitiéramos que los pisos se alquilasen y realquilasen, todo el mundo andaría aquí como Pedro por su casa. La comunidad empezaría a deteriorarse. El caso es que al cabo de un mes subió Makowski para tener unas palabritas con la señora, y ella dijo que había pagado a Elaine por seis meses y que no tenía intención de marcharse. Makowski está a punto de perder la paciencia. – ¿Tiene esta mujer algún contrato firmado? – Sólo tiene un recibo que demuestra que ha dado dinero a Elaine, pero no dice a cambio de qué. Makowski le entregó una orden de desalojo, pero la buena mujer cree que tiene todo el tiempo del mundo para cumplirla. Deduzco que no la conoce usted. – Acabo de llegar. ¿Sabe si está en casa? – Es probable. No sale mucho, salvo para ir a broncearse a la piscina. Dele el ultimátum de parte de los administradores. El apartamento 315 se encontraba en la segunda planta, en el recodo del edificio en forma de ele. Antes incluso de pulsar el timbre tuve la sensación de que me espiaban por la mirilla situada en el centro de la puerta. Se abrió ésta al cabo de unos instantes hasta donde lo permitió la cadena de seguridad, pero no apareció ninguna cara. – ¿Pat Usher? – Sí. – Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora, de California. Estoy buscando a Elaine Boldt. – ¿Para qué? -Hablaba con tono neutral, reservado, sin inflexiones ni cordialidad. – Su hermana la necesita para que firme unos documentos. ¿Puede usted decirme dónde está? Hubo un momento de silencio preventivo. – ¿Ha venido para entregarme algún papel? – No. -Saqué la fotocopia de mi carnet de detective y se la di por la ranura. La fotocopia desapareció con fluidez, sin un tirón, igual que una tarjeta de crédito cuando el cajero automático se la traga. Me la devolvió al cabo de un momento. – Aguarde. Voy a ver si encuentro su dirección. Dejó la puerta entornada, sin soltar la cadena de seguridad. Sentí un brote de esperanza. A lo mejor conseguía algo. Si en un par de días localizaba a Elaine, mi confianza profesional subiría muchos puntos, sensación que vale tanto como el dinero, sea cual fuere el caso en que se trabaje. Esperé con los ojos puestos en el felpudo. La letra B, esculpida en pelo oscuro, destacaba del pelo restante, que era de un matiz más claro. ¿Había en Florida barro suficiente para necesitar un felpudo como aquél? Era de pelo tan áspero que podía cortar la suela de los zapatos. Miré a mi izquierda. Por el balcón entreví las palmeras cuya copa parecía adornada por faldillas de abalorios. Volvió Pat Usher, pero siguió hablándome por la ranura. – Parece que la he tirado. Lo último que supe es que estaba en Sarasota. Estaba ya harta de hablar con la puerta y sufrí un acceso de ira. – ¿Le importaría dejarme pasar? Se trata de una herencia. Elaine Boldt podría obtener dos o tres mil dólares si firmase el papel. -Hay que tentar a la avaricia, me dije. Provocar el deseo secreto de un pellizco inesperado. Es una estratagema que utilizo a veces, cuando voy tras un moroso que no quiere pagar. Y como en la presente ocasión no había truco, la voz me salía con un maravilloso dejo de sinceridad. – ¿La ha enviado el administrador? – Oiga, ¿le importaría aparcar un rato la paranoia? Yo busco a Elaine y quiero hablar con usted. Según parece, usted es la única persona que puede saber dónde está. Silencio. Meditaba las respuestas como si se tratase de un test de inteligencia y pudiera modificar los resultados. Tuve que esforzarme por contener la mala uva. Era la única pista que tenía y no quería perderla. – De acuerdo -dijo de mala gana-, pero tendrá que esperar a que me vista. Cuando por fin abrió la puerta, llevaba puesta una saya, uno de esos vestidos de tejido fino y estampado que se meten por la cabeza cuando no hay ganas de ponerse bragas. Una tirita le cruzaba la nariz. Tenía los ojos hinchados y rodeados de cardenales azulencos que se estaban volviendo verdes. Se había puesto tiritas también en los pómulos, y el bronceado se le había vuelto de un matiz tan cetrino que parecía aquejada de hepatitis. – Tuve un accidente de tráfico y me rompí la nariz -dijo-. No me gusta que me vean en este estado. Se apartó de la puerta y la saya se le hinchó por detrás como si soplara la brisa. Cerré a mis espaldas y fui tras ella. El piso era una mezcla de junco de Indias y colores suaves, y olía un poco a moho. La puerta vítrea de corredera que había a un lado de la sala de estar daba a un mirador por el que sólo alcancé a ver lujuriantes y verdes copas de árboles y nubes que se apelotonaban como pompas de jabón en la bañera. Cogió un cigarrillo de una caja de cristal que había en la mesita del servicio y lo encendió con un encendedor de mesa que hacía juego y que encima funcionaba. Tomó asiento en el sofá y apoyó los pies en el borde de la mesita. Tenía de color gris la planta de los pies. – Puede sentarse, si quiere. Sus ojos eran de un verde irreal y electrizante, a causa de las lentillas coloreadas, supuse. Tenía el pelo cobrizo y con un brillo que yo jamás había podido dar al mío. Me observaba ahora con interés y con una actitud un tanto divertida. – ¿De quién es la herencia? Hacía las preguntas sin ninguna inflexión al final de la frase, pidiendo información mediante afirmaciones taxativas a las que al parecer tenía que responder yo. Resultaba raro. Me entraron recelos y me puse a pensar las cosas antes de decirlas. – De un primo, creo. De Ohio. – ¿No es un poco drástico contratar a una investigadora privada por tres billetes? – Es que hay más herederos por medio -dije. – Y usted tiene un papel que quiere que ella firme. – Quisiera hablar con ella antes. Los demás están preocupados porque no han tenido noticias de ella. Me gustaría incluir en mi informe algún detalle relacionado con su paradero. – ¡Dios mío, si hay informe y todo! Elaine estaba inquieta. Ha estado viajando. Eso es todo. – ¿Puedo preguntarle qué relación tiene con ella? – Claro que puede. Somos amigas. Hace años que la conozco. Vino a Florida en cierto momento y quiso tener compañía. – ¿Cuándo fue eso? – A mediados de enero. Aproximadamente. -Hizo una pausa y se quedó mirando la ceniza del cigarrillo. Volvió a mirarme a los ojos con expresión distante. – ¿Y vive usted aquí desde entonces? – Claro, ¿por qué no? Acababa de vencer el contrato de mi casa y me dijo que podía instalarme en la suya. – ¿Por qué se marchó? – Eso tendrá que preguntárselo a ella. – ¿Cuándo tuvo noticias suyas por última vez? – Hace dos semanas, aproximadamente. – ¿Estaba entonces en Sarasota? – Exacto. Con unas personas, unos conocidos. – ¿Sabe quiénes son? – Oiga, ella quería que le hiciera compañía, no que fuese su niñera. Saber con quién está o deja de estar no es asunto mío, por lo tanto no me dedico a hacer preguntas. Tuve la impresión de participar en un juego de salón en el que yo tenía muy pocas probabilidades de ganar. Además, Pat Usher se lo estaba pasando bomba y no me gustaba mi situación. Volví a la carga. ¿Estaba el mayordomo detrás de la puerta de la biblioteca con la soga? – ¿Puede decirme alguna otra cosa de interés? – Ignoraba que le estuviese contando cosas interesantes -dijo con sonrisa afectada. – Trataba de entrar por la puerta del optimismo -le espeté. Se encogió de hombros. – Siento eclipsarle su débil rayo de esperanza. Le he dicho todo lo que sé. – Será cuestión de dejar las cosas en este punto. Voy a dejarle mi tarjeta. Si vuelve a llamar, ¿querrá decirle que se ponga en contacto conmigo? – Por supuesto. No hay motivo para sufrir. Saqué una tarjeta de la billetera y al levantarme la dejé sobre la mesita. – Tengo entendido que tiene usted problemas con la comunidad de propietarios. – ¿Y usted se lo ha creído? Vamos, pregunto si tan importante es para ellos. He pagado por mi hospedaje, no organizo fiestas, no pongo la música alta. Pero tiendo la ropa fuera y el administrador pierde los papeles. Le dio un ataque de nervios. No lo entiendo. -Se puso en pie y me acompañó a la puerta. La saya hinchada la hacía parecer más gruesa de lo que era. Al pasar ante la puerta de la cocina vi cajas de cartón amontonadas junto al fregadero. Se volvió y captó la dirección de mi mirada-. Supongo que encontraré un motel por aquí si las cosas se ponen difíciles. Sólo me falta ya que venga el sheriff a buscarme. Ahora que lo pienso, creí que usted lo era. En la actualidad nombran – Algo he oído por ahí. – ¿Y usted? -preguntó-. ¿Por qué se hizo detective? Es una forma muy rara de ganarse la vida, ¿no? Ahora que estaba a punto de marcharme se volvía locuaz. Me pregunté si podría sonsacarle más información. Parecía deseosa de prolongar la velada, como quien ha estado contendiendo demasiado tiempo con una reata de niños de guardería. – En cierto modo, no tuve más remedio -dije-, pero es mejor que vender zapatos. ¿Usted no trabaja? – Ni por asomo. Ya he pasado la edad de la jubilación. No pienso volver a trabajar en mi vida. – Tiene usted suerte. Yo no tengo tantas alternativas. Si no trabajo, no como. Sonrió por primera vez. – A mí se me fue la vida esperando la oportunidad de mejorarla. Entonces descubrí que la propia suerte depende de una misma, ¿sabe lo que quiero decir? Nadie regala nada en este mundo, joven. Fingí estar de acuerdo y miré hacia el aparcamiento. – Será mejor que me vaya -dije-. ¿Puedo hacerle una última pregunta? – ¿Cuál? – ¿Conoce a otras amistades de Elaine? Alguien tiene que saber cómo ponerse en contacto con ella, ¿no cree? – Soy la persona menos indicada -dijo-. Cuando yo vivía en Lauderdale, solía visitarme, pero no conozco a ninguna de sus amistades de aquí. – ¿Y cómo la localizó? Según me han dicho, venía a Florida cuando se le ocurría, sin avisar. Pareció confusa durante un segundo, pero recuperó la compostura. – Pues sí, es verdad. Me llamó desde el aeropuerto de Miami y pasó a buscarme de camino. – ¿En un coche alquilado? – Sí. En un Oldsmobile Cutlass. Blanco. – ¿Cuánto tiempo se quedó? Volvió a encogerse de hombros. – No lo sé. Mucho no. Un par de días, quizá. – ¿Parecía nerviosa o alterada? Al oír aquello se puso un poco intransigente. – Un momento. ¿Qué anda buscando? Si conociera sus intenciones, a lo mejor se me ocurriría algo. – Es que no estoy segura -dije con amabilidad-. Estoy todavía tanteando y esforzándome por adivinar qué es lo que ocurre. Los que la conocen en Santa Teresa opinan que es insólito que haya desaparecido sin avisar. – Pues a mí me avisó. Ya se lo he dicho. ¿Qué pasa? ¿La consideran acaso una niña que tiene que llamar a casa continuamente para decir dónde está y a qué hora va a volver? ¿Cuál es el problema? – No hay ningún problema. Su hermana quiere localizarla. Ahí acaba la cosa. – Muy bien. Mire, de vez en cuando me pongo algo quisquillosa. He estado sometida a mucha tensión y no quiero desahogarme con usted. Elaine llamará en cualquier momento y yo le daré su nombre y su teléfono, ¿le parece bien? – Me parece genial. Se lo agradezco mucho. Le di la mano y me la estrechó con rapidez. Tenía los dedos secos y fríos. – Ha sido un placer hablar con usted -dije. – Lo mismo digo -replicó. Titubeé y me volví para mirarla. – Si se traslada a un motel, ¿qué hará Elaine para localizarla? Volvió a esbozar la sonrisa de afectación, pero con un brillo distinto en los ojos. – ¿Le parece bien que le deje una dirección a Makowski, el cordial administrador que vive en la planta baja? Así también usted podrá localizarme. ¿Le basta la sutil maniobra? – Supongo que sí. Muchas gracias. |
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