"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Veintiuno

La sensación de aislamiento de Prue se había vuelto insoportable. Estaba demasiado avergonzada para telefonear a alguna amiga y su hija no respondía a sus llamadas. La soledad la llevó a imaginar que también Jenny había ido a casa de Jack y Belinda, y su resentimiento hacia Eleanor se incrementó. Se la imaginó en casa con Julian, utilizando sus trucos para atarlo a ella, mientras Prue se veía ante un abismo de rechazo y un divorcio.

El foco de su disgusto era aquella a la que llamaba su amiga. Darth Vader existía sólo en la periferia de su razonamiento. Su mente estaba demasiado hundida en la amargura para pensar quién podría ser o qué tipo de relación tenía con su amiga. Entonces, con un estremecimiento de terror levantó la vista y vio en la ventana el rostro de un hombre. Fue una visión momentánea, un destello de piel blanca y unas cuencas oscuras, pero de sus labios brotó un alarido.

Esta vez no dudó en llamar a la policía. El miedo la había vuelto incoherente pero logró dar su dirección. Desde la llegada de los nómadas, la policía sabía que tendrían problemas y despacharon un coche de inmediato para investigar. Mientras tanto, la agente femenina de la comisaría mantenía a Prue en línea para tranquilizarla. ¿Podía dar la señora Weldon una descripción del hombre? ¿Lo había reconocido? Prue detalló lo que parecía la descripción estereotipada de un ladrón o un atracador. «Cara blanca… ojos que me miraban…» Y repetía continuamente que no se trataba de Mark Ankerton ni de James Lockyer-Fox.

La agente le preguntó por qué aludía al coronel Lockyer-Fox o al señor Ankerton, y a cambio recibió un embrollado informe sobre una entrada en su casa a la fuerza, intimidación, incesto, llamadas amenazantes, grabaciones, Darth Vader, el asesinato de un perro y la inocencia de Prue, que no había hecho nada malo.

– Es Eleanor Bartlett, de la casa Shenstead, con quien deben hablar -insistió Prue como si la agente le hubiera telefoneado a ella y no al contrario-. Ella es la que dio pie a todo esto.

La mujer envió la información a un colega que había trabajado en la investigación del caso de Ailsa Lockyer-Fox. Eso podía interesarle, dijo. Y la señora Weldon sugería la existencia de algunos extraños secretos de familia de los Lockyer-Fox.


Lo que hizo que Prue hablara con tanta libertad fue la autocompasión. No había recibido ni una muestra de bondad a lo largo del día y la voz tranquilizadora al otro lado de la línea, seguida por la llegada de dos forzudos uniformados dispuestos a buscar al intruso en la casa y el patio, obtuvieron su rendición de tal modo que ningún interrogatorio hubiera logrado lo mismo en menos tiempo. Las lágrimas se agolparon en sus ojos cuando uno de los agentes le puso en la mano una taza de té y le dijo que no había nada de qué preocuparse. Quienquiera que fuera el mirón, ya no estaba.

Cuando el sargento detective Monroe llegó, media hora después, ella estaba entregada por entero a ayudar a la policía en todo lo que pudiera. Ahora que estaba mejor informada, debido a la visita de James y Mark, hizo una laberíntica exposición de los hechos, terminando con una descripción del hombre que hablaba por teléfono con un distorsionador de voz, el «asesinato» del perro de James y el robo en la mansión del que había hablado Mark.

Monroe frunció el entrecejo.

– ¿Quién es el hombre que telefonea? ¿Lo conoce usted?

– No, pero estoy segura de que Eleanor Bartlett sí -dijo, ansiosa-. Pensé que la información provenía de Elizabeth… al menos, eso fue lo que me dijo Eleanor… pero el señor Ankerton dice que Eleanor se ceñía a un guión, y creo que tiene razón. Cuando se les oye a los dos, al hombre y a ella, uno se da cuenta de todas las repeticiones.

– ¿Qué quiere decir exactamente? ¿Que ese hombre ha escrito el guión?

– Bueno, sí; eso es lo que creo.

– ¿Está diciendo que la señora Bartlett está conspirando con ese hombre para chantajear al coronel Lockyer-Fox?

A Prue no se le había ocurrido aquella idea.

– Oh, no… Sólo pretendía avergonzar a James y hacerlo confesar.

– ¿Confesar qué?

– El asesinato de Ailsa.

– La señora Lockyer-Fox murió por causas naturales.

Prue hizo un gesto de desesperación con la mano.

– Ése fue el veredicto del juez de instrucción… pero nadie lo creyó.

Fue una declaración generalizada que el sargento prefirió ignorar. Hojeó sus notas.

– ¿Y usted asume que el coronel la mató porque el día antes de su muerte su hija dijo a la señora Lockyer-Fox que el hijo era de él? ¿Está totalmente segura de que la señora Lockyer-Fox vio a su hija ese día?

– Ella fue a Londres.

– Londres es una ciudad muy grande, señora Weldon, y, según nuestra información, ella participó en la reunión del comité de una de sus organizaciones caritativas. Además, tanto Elizabeth como Leo Lockyer-Fox dijeron que llevaban seis meses sin ver a su madre. Eso no encaja con lo que usted alega.

– Yo no -dijo ella-. Yo nunca he alegado nada. Cuando llamaba, me mantenía en silencio.

El ceño de Monroe se frunció aún más.

– Pero usted sabía que su amiga sí alegó eso. Entonces, ¿quién la convenció de lo contrario?

– Debe de haber sido Elizabeth -dijo Prue, incómoda.

– ¿Por qué haría eso si nos dijo que no había visto a su madre desde hacía seis meses?

– No lo sé. -Prue se mordió el labio con ansiedad-. Ésta es la primera vez que oigo por boca de ustedes que sabían lo del viaje de Ailsa a Londres. Eleanor asegura que James no les contó nada.

El sargento sonrió levemente.

– Usted no tiene un buen concepto de la policía de Dorset, ¿verdad?

– ¡Oh, no! -le aseguró ella-. Creo que es maravillosa.

La cínica sonrisa del agente se evaporó de inmediato.

– Entonces, ¿por qué cree que no íbamos a comprobar los movimientos de la señora Lockyer-Fox los días previos a su muerte? Hasta que el patólogo llevó a cabo el análisis post mortem estuvimos investigando sobre la causa de su muerte. Durante dos días hablamos con todas las personas que habían tenido contacto con ella.

Prue se abanicó mientras un cálido rubor le subía por el cuello.

– Eleanor dijo que todos ustedes eran francmasones… igual que el patólogo.

Monroe la miró pensativo.

– Su amiga está mal informada, actúa con malicia o es una ignorante -dijo antes de volver a consultar sus notas-. Usted asegura estar convencida de que el relato de la reunión era verdad debido a la discusión que oyó, en la que la señora Lockyer-Fox acusaba a su marido de arruinar la vida de Elizabeth…

– Parecía tan lógico…

El sargento no le prestó atención.

– … pero ahora no está segura de que ella estuviera hablando con el coronel. Además, usted cree que situó los hechos en una secuencia incorrecta y que el señor Ankerton tuvo razón cuando dijo que la muerte del perro del coronel estaba relacionada de alguna manera con el golpe que usted oyó. Él cree que la señora Lockyer-Fox fue testigo de la mutilación deliberada de un zorro.

– Eso fue hace tanto tiempo… En ese momento era lo que yo pensaba… fue algo horrible, sobre todo porque a la mañana siguiente Ailsa estaba muerta… No se me ocurrió que hubiera podido ser otra persona, excepto James.

El detective calló un momento; meditaba sobre algunos datos que había anotado.

– El coronel informó sobre un zorro mutilado en su terraza a principios del verano -dijo de repente-. ¿Sabía algo de eso? ¿O si después hubo otros?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Cree que podría ser su amiga, la señora Bartlett, la responsable de eso?

– ¡No, por Dios! -protestó Prue, profundamente horrorizada-. A Eleanor le gustan los animales.

– Pero supongo que se los come.

– Eso no es justo.

– Creo que hay muy pocas cosas justas -dijo Monroe sin emoción-. Digámoslo de otra manera. Tras la muerte de su esposa, el coronel Lockyer-Fox ha sido víctima de un catálogo de brutalidades. Usted insiste en que la campaña de acoso fue idea de su amiga, entonces ¿por qué desecha la sugerencia de que ella pudiera matar a su perro?

– Porque tiene miedo a los perros -respondió sin mucha convicción-, sobre todo a Henry. Era un gran danés. -Sacudió la cabeza anonadada, tan a ciegas sobre lo ocurrido como el detective-. Es algo tan cruel… no soporto ni siquiera pensar en ello.

– ¿Y no cree que es cruel acusar a un anciano de incesto?

– Ellie dijo que si nada de eso era cierto, él se defendería, pero nunca dijo una sola palabra… se quedó encerrado en su casa e hizo como si nada ocurriera.

Monroe no se mostró impresionado.

– Si él hubiera dicho que no lo hizo, ¿usted lo hubiera creído? En ausencia del niño, era su palabra contra la de su hija, y tanto usted como su amiga habían decidido que la hija decía la verdad.

– ¿Por qué iba a mentir al respecto?

– ¿La conoce usted?

Prue negó con la cabeza.

– Pues yo sí, señora Weldon, y la única razón por la que acepté su declaración de que su madre no la había visitado el día antes fue porque la comprobé con sus vecinos. ¿Hizo eso su amiga?

– No lo sé.

– Claro que no -asintió el detective-. Para haberse proclamado juez, es usted de una ignorancia notable… y da miedo la prontitud con la que cambia sus opiniones cuando alguien las pone en duda. Con anterioridad, usted afirmó haber dicho a la señora Bartlett que no creía que el niño pudiera ser del coronel pero prosiguió con docilidad la campaña de difamación. ¿Por qué? ¿La señora Bartlett le prometió dinero si conspiraba para acabar con el coronel? ¿Se beneficiaría ella de que él tuviera que abandonar su casa?

Prue se llevó las manos a sus mejillas ardientes.

– Por supuesto que no -dijo, alzando la voz-. Es una suposición ultrajante.

– ¿Por qué?

La franqueza de la pregunta la hizo aferrarse con desesperación a un clavo ardiendo.

– Ahora todo parece tan obvio… pero en aquel momento no lo era. Eleanor estaba tan convencida… y yo había oído aquella horrible discusión. Ailsa dijo que la vida de Elizabeth había sido destruida, y sé que recuerdo eso correctamente.

El sargento sonrió con incredulidad. Había participado en demasiados juicios para considerar que la memoria fuera un testigo fiel.

– Entonces, ¿por qué ninguna de sus amigas estuvo de acuerdo con ese plan? Me dijo que se sintió horrorizada al descubrir que la única que participaba era usted. Se sintió embaucada. -Hizo una pausa y como ella no dijo nada, prosiguió-: Suponiendo que la señora Bartlett sea tan crédula como usted, cosa que dudo, entonces el instigador es ese hombre con la voz de Darth Vader. Dígame, ¿quién es él?

Prue mostró la misma ansiedad que se había apoderado de ella cuando Mark le hizo la misma pregunta.

– No lo sé -musitó con desconsuelo-. Ni siquiera sabía de su existencia hasta esta tarde. Eleanor nunca lo mencionó, sólo me dijo que eran las otras chicas las que llamaban… -Se detuvo de repente, mientras su mente se movía a tientas a través de la niebla de confusa vergüenza que la envolvía desde la visita de James-. Estúpida de mí -dijo, con súbita claridad-. Me ha mentido en todo.


Un coche patrulla se detuvo delante de la barrera de cuerda y dos agentes corpulentos salieron de él, dejando encendidos los faros para iluminar el campamento. Cegada, Bella retiró a Wolfie de su regazo y se puso de pie, cubriéndolo con el faldón de su abrigo.

– Buenas noches, agentes -dijo, tapándose la boca con la bufanda-. ¿Puedo ayudarles en algo?

– Una señora que vive carretera arriba avisó que había un intruso en su propiedad -dijo el agente más joven, poniéndose la gorra a medida que se aproximaba. Hizo un gesto a su derecha-. ¿Alguien de aquí ha ido en esa dirección en las últimas dos horas?

Bella percibió los temblores de Wolfie.

– No he visto a nadie, cariño -le dijo alegremente al policía-. Pero estaba de cara a la carretera… y tampoco lo hubiera visto, ¿no?

En su cabeza maldecía a Fox. ¿Por qué ordenaba que nadie abandonara el lugar en cuanto oscureciera y luego infringía sus propias órdenes? A no ser, por supuesto, que lo único que pretendiera con esa regla fuera tener libertad para andar solo por el pueblo. La idea de que se tratara de un vulgar ladrón le resultaba atractiva. Eso lo convertía en algo manejable y se apartaba de lo que sugerían las constantes referencias a la navaja hechas por Wolfie.

El otro agente rió entre dientes mientras se acercaba caminando hacia la luz.

– Ésa debe de ser Bella Preston -dijo-. Para disfrazar ese cuerpo y esa voz hace falta algo más que una bufanda y un abrigo grueso. ¿En qué estás metida ahora? Espero que no estés organizando otro festival musical. Aún nos estamos recuperando del último.

Bella lo reconoció de inmediato como el negociador del festival de Barton Edge. Martin Barker. Uno de los chicos buenos. Alto, de ojos pardos, cuarenta y tantos años, un tío encantador. Se bajó la bufanda con una sonrisa.

– Nooo. Todo legítimo y legal, señor Barker. Esta tierra no tiene dueño, así que la estamos reclamando mediante posesión hostil.

Otra risa entre dientes.

– Has leído demasiadas novelas, Bella.

– Quizá, pero tenemos la intención de quedarnos aquí hasta que alguien muestre un documento que pruebe que le pertenece. Tenemos derecho a intentarlo, cualquiera lo tiene, pero a nosotros se nos ocurrió primero.

– Nada de eso, cariño -dijo el agente, copiando la manera de hablar de la mujer-. Si tenéis suerte, recibiréis una notificación en el plazo habitual de siete días. Pero si estáis aquí dentro de dos semanas me comeré el sombrero. ¿Te parece una buena oferta?

– Sería divertido. ¿Por qué está tan seguro de eso?

– ¿Qué te hace pensar que esta tierra no tiene dueño?

– Nadie la ha escriturado.

– ¿Cómo lo sabes?

Bella pensó que ésa era una buena pregunta. Habían aceptado lo que Fox les había dicho, de la misma manera que habían aceptado su palabra sobre todo lo demás.

– Veámoslo de esta forma -respondió ella-, no parece que haya nadie en el pueblo que quiera encargarse de nosotros. Han pasado algunos por aquí que nos amenazaron con abogados, pero el único abogado que vino no estaba interesado en hablar de los okupas que se han instalado ante la puerta de la vivienda de su cliente.

– Yo no tendría muchas esperanzas -le avisó Barker en tono amistoso-. Se ocuparán de ello en cuanto pasen las fiestas. Hay demasiado dinero invertido en este sitio para dejar que unos individuos hagan caer en picado el precio de las casas. Conoces las reglas tan bien como yo, Bella. Los ricos se vuelven más ricos, los pobres se hacen más pobres y no hay una puñetera mierda que la gente como tú y yo podamos hacer al respecto. -Puso su mano sobre la cuerda-. ¿Nos vas a dejar entrar? Sería útil confirmar que el intruso no es nadie de aquí.

Bella hizo un movimiento con la cabeza a guisa de invitación. No importaba lo que ella dijera, ellos entrarían, aunque fuera por la mera sospecha de perturbar la paz, pero apreciaba la cortesía de Martin al preguntar.

– Seguro. No hemos venido aquí a causar problemas, así que cuanto antes nos descarte, mejor. -Estaba dispuesta a ser guardián del hijo de Fox, pero no a proteger a Fox. Que el cabrón diera sus explicaciones personalmente, pensó mientras empujaba a Wolfie fuera de su abrigo-. Éste es Wolfie, está conmigo y con las niñas mientras su madre está de viaje.

Wolfie temblaba alarmado mientras miraba a los agentes y la confianza depositada en Bella huía de sus rodillas como serrín. ¿Acaso no le había dicho que Fox no estaba allí? ¿Qué harían esos hombres cuando descubrieran el autocar vacío? Bella no debería haberlos dejado entrar… no debería haber mencionado a su madre… ellos buscarían moretones y se lo llevarían…

Martin vio el miedo reflejado en su rostro y se agachó para ponerse al nivel del niño.

– Hola, Wolfie. ¿Quieres oír un chiste?

Wolfie se apretó contra las piernas de Bella.

– ¿Qué animal enviuda cuando se queda cojo?

No hubo respuesta.

– El pato, porque pierde su pata. -Martin estudió el rostro serio de Wolfie-. ¿Ya lo habías oído?

El niño negó con la cabeza.

– ¿No te parece gracioso?

Un leve gesto de asentimiento.

Martin le sostuvo la mirada un instante, después le hizo un guiño y se incorporó. El miedo del niño era palpable, aunque era difícil decir si temía a los policías o a lo que encontrarían si registraban el campamento. Había una sola cosa clara: si Bella hubiera estado cuidando de él no hubiera llevado aquella ropa tan poco adecuada para una noche de invierno, ni su aspecto sería el de alguien muerto de hambre.

– Bien -dijo-, ¿quieres presentarnos a tus amigos, Bella? Mi colega es el agente de policía Sean Wyatt, y quizá quieras dejar bien claro que no estamos interesados en nada que no sea el intruso de la granja Shenstead.

Bella asintió, cogiendo con firmeza la mano de Wolfie con la suya.

– Por lo que yo sé no va a encontrar nada, señor Barker -dijo, con toda la convicción de que pudo hacer acopio-. Somos varias familias y nos embarcamos en este proyecto para hacer lo que le dijimos… conforme a la ley, para que la gente de los alrededores no tenga nada de qué quejarse. Puede que haya un poco de droga escondida por ahí, pero nada más.

El agente se echó a un lado para que ella los guiara; se dio cuenta de que Bella había elegido comenzar por el autocar situado a la derecha del semicírculo, el más distante, del que la luz salía por grietas en torno a las cortinas de las ventanas. Él, por supuesto, estaba más interesado en el autocar de la izquierda, que atraía los ojos de Wolfie como un imán y parecía estar en completa oscuridad.


El sargento detective Monroe pasó por delante del campamento en su camino hacia la casa Shenstead y vio varias figuras serrando madera delante de los autocares, sus perfiles resaltados por los faros delanteros del coche de sus colegas. Era razonable creer que el rostro asomado a la ventana pertenecía a un nómada recién llegado, pero tenía la intención de aprovechar la insistencia de la señora Weldon de que su amiga se había vuelto «peculiar» después de visitar el campamento. Era una excusa para entrevistar a la señora Bartlett porque no había nada más que investigar. No se había formulado ninguna queja contra ella y el caso Lockyer-Fox llevaba varios meses cerrado.

De todos modos, Monroe sentía curiosidad. La muerte de Ailsa seguía dando vueltas en su cabeza a pesar del veredicto del juez de instrucción. Había sido el primero en llegar a la escena del crimen y la impresión que le causó ver el cuerpo pequeño y triste recostado contra el reloj solar, vestido con una fina bata de noche, una bata masculina de punto y un par de botas Wellington, fue impactante. No importa cuál fuera la conclusión final, a Monroe le parecía un caso de asesinato. Las manchas de sangre a noventa centímetros del cuerpo, la incongruencia de las delgadas ropas de dormir y las sólidas botas Wellington, la conclusión inevitable de que algo había perturbado el sueño de la mujer y que ella había salido fuera para investigar…

Le había quitado importancia a la histérica conclusión de Prue de que la «peculiaridad» de Eleanor significaba que el rostro en la ventana pertenecía a Darth Vader -«Usted tiene el hábito de sumar dos y dos y que den cinco, señora Weldon»-, pero a él le interesaba la coincidencia entre la llegada de los nómadas y la ruptura entre las dos mujeres. Tenía demasiada experiencia para negarse a establecer una conexión sin pruebas, pero la mera posibilidad de que la hubiera permanecía agazapada en un rincón de su cerebro.

Se detuvo junto a la entrada de la mansión Shenstead, sin decidir aún si quería conversar con el coronel Lockyer-Fox antes de hablar con la señora Bartlett. Eso ayudaría a saber qué había dicho exactamente la mujer, pero si el coronel se negaba a cooperar, entonces las ya limitadas excusas de Monroe para interrogar a la mujer se esfumarían. Necesitaba una queja oficial, un hecho que el abogado del coronel destacara con certeza, suponiendo que fuera él quien le hubiera aconsejado mostrarse reticente.

Lo que de veras intrigaba a Monroe era esa reticencia. La idea que se había alojado en su mente -reforzada por la necesidad de un distorsionador de voz y por el comentario hecho por el abogado a la señora Weldon de que aquel hombre sabía demasiadas cosas de la familia- guardaba relación con el hecho de que Darth Vader era pariente cercano del coronel.

Y seguía recordando que en las horas posteriores a la muerte de su esposa, el coronel había acusado a su hijo de asesinarla…


Fue Julian quien acudió a la llamada. Echó un vistazo a la identificación de Monroe, oyó su solicitud de entrevistarse con la señora Bartlett y después se encogió de hombros y abrió la puerta de par en par.

– Está ahí dentro -dijo mientras lo hacía entrar en un salón-. La policía quiere hablar contigo -dijo con indiferencia-. Me voy a mi estudio.

Monroe vio la alarma en el rostro de la mujer, que de inmediato se transformó en alivio cuando su marido anunció su intención de marcharse. Se movió para impedir la salida de Julian.

– Preferiría que no lo hiciera, señor. Lo que tengo que decir afecta a todos los que viven en esta casa.

– A mí no -replicó Julian con frialdad.

– ¿Cómo lo sabe, señor?

– Porque me he enterado este mediodía de lo de esas malditas llamadas telefónicas. -Miró el rostro inexpresivo del sargento-. Ésa es la razón por la que está aquí, ¿no es así?

Monroe echó un vistazo a Eleanor.

– No; no, exactamente. La señora Weldon nos informó de la presencia de un intruso en la granja Shenstead y ella parece creer que su esposa sabe de quién se trata. Eso ocurrió poco después de que el coronel Lockyer-Fox y su abogado la hicieran escuchar varias cintas en las que se oyen las voces de la señora Bartlett y un hombre, que hacen las mismas acusaciones contra el coronel, y la señora Weldon cree que ese individuo es el intruso. Tengo la esperanza de que la señora Bartlett pueda aclararnos algo al respecto.

Eleanor tenía el aspecto de alguien sometido a amenazas.

– No sé de qué habla -logró decir.

– Lo siento. No me he explicado bien. La señora Weldon cree que su intruso es el hombre que está detrás de la campaña contra el coronel Lockyer-Fox. Además, considera que es uno de los individuos que han acampado en el bosquecillo más allá del pueblo… y dice que usted debe de haber conversado con él esta mañana, ya que desde entonces se ha comportado de forma muy extraña. Usa un distorsionador de voz para ocultarse, pero ella asegura que usted sabe quién es.

La boca de Eleanor se curvó, formando una fea herradura.

– Eso es ridículo -espetó-. Prue es una fantasiosa… siempre lo ha sido. Personalmente creo que debe poner en duda la existencia de un intruso porque ella se prestaría a inventar uno para conseguir que alguien le preste atención. Supongo que sabe que tuvo una disputa con su marido y que éste pretende pedir el divorcio.

Monroe no lo sabía, pero no estaba dispuesto a admitirlo.

– Está asustada -dijo-. Según lo que relató, ese hombre mutiló al perro del coronel y lo dejó fuera para que su dueño lo encontrara.

Los ojos de la mujer se movieron con nerviosismo hacia donde se hallaba su marido.

– No sé nada de eso.

– Usted sabía que el perro estaba muerto, señora Bartlett. La señora Weldon dice que usted se sintió complacida por eso -hizo una pausa para enfatizar-, y dijo algo así como: «Si escupes al cielo, en la cara te caerá».

– Eso no es verdad.

La reacción de Julian fue echarla a los lobos.

– Eso es muy propio de ti -dijo-. Nunca te gustó el pobrecito Henry. -Se volvió hacia Monroe-. Siéntese, sargento -lo invitó, indicando un butacón y acomodándose él en otro-. No me había dado cuenta de que había algo más allá de esta historia -hizo un gesto de disgusto- humillante de las llamadas telefónicas de mi mujer y Prue Weldon. Parece que me equivocaba. ¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente?

Monroe contempló el rostro de Eleanor mientras se sentaba en el otro butacón. Era un animal diferente de su amiga obesa, más fuerte y más duro, pero en sus ojos la catástrofe se anunciaba tan claramente como se había anunciado en los de Prue.