"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Veintidós

Una idea similar albergaba la mente de Martin Barker mientras Bella intentaba demostrar que la razón por la que en su autocar no había una cama para Wolfie era porque el niño prefería descansar en un saco de dormir sobre el banco.

– Este Wolfie es un auténtico nómada -dijo ella con fingida confianza, mientras la preocupación le sembraba la frente de arrugas-. No le gustan mucho las camas, ¿no es verdad, cariño?

Los ojos del niño se abrieron aún más. El terror parecía ser su eterno compañero, que lo acechaba con mayor insistencia a medida que se acercaban al autocar a oscuras. Bella había intentado varias veces dejarlo atrás en los otros vehículos pero él se agarraba a los faldones de su abrigo y se negaba a separarse de ella. Barker fingía no darse cuenta de ello, pero estaba muy interesado en la posible relación existente entre el niño y aquel autocar.

Bella pasó un brazo desesperado en torno a los hombros de Wolfie y lo hizo volverse hacia ella. «Anímate, niño -rogaba para sus adentros-. Si sigues temblando te vas a desmayar.» Era como arrastrar un anuncio de neón cuyos destellos anunciaran: «Claro que tenemos algo que ocultar». «Somos los estúpidos señuelos, mientras el cabrón que nos trajo aquí anda rondando por el pueblo.»

Estaba cabreada con Fox y no sólo por haber llamado la atención de la policía. Nadie debería aterrorizar a un niño hasta el extremo de quedarse atontado al ver un uniforme. Quería hacer un aparte con el señor Barker y contarle todas sus preocupaciones -la madre desaparecida, el hermano desaparecido, el niño decía que tenía moretones-, pero de qué valía todo eso si Wolfie iba a negarlo. Porque sabía que el niño lo haría. Su miedo a la autoridad era mucho mayor que su miedo a Fox. En la mente de cualquier niño, un mal padre era mejor que ningún padre.

En lo más profundo de su mente también anidaba la preocupación de que sólo tenía la palabra de Wolfie de que Fox había salido del campo. ¿Y si estaba equivocado? ¿Y si Fox había regresado y la estaba vigilando desde su autocar? ¿Entonces, qué? ¿No sería entonces cien veces peor la situación del niño? ¿Y no sería eso lo que temía en realidad? ¿Que Bella hiciera o dijera algo que enojara a Fox?

– Él no sabe qué quiere decir la palabra «nómada» -explicó a Barker-. Cree que es algo malo. -Le dio al niño un pellizco reconfortante-. ¿Por qué no te quedas con las niñas, cariño, mientras yo acompaño a estos señores al último autocar? Fox dijo que custodiaría la barrera esta noche, acuérdate, así que seguro que está durmiendo. Se cabreará y mucho cuando lo despierten… y no hay ninguna razón para que lo oigas maldecir sólo porque está de mal humor.

La curiosidad de Barker se intensificó. ¿Fox? ¿Cuáles eran las posibilidades de que hubiera una relación entre un Fox y un Wolfie en una comunidad tan pequeña como ésa? Revolvió los cabellos de Wolfie.

– ¿Es tu padre? -preguntó, amistoso, mirando a Bella y enarcando una ceja inquisitiva.

No hubo respuesta.

Bella asintió con un gesto breve.

– Fox apenas sabe cocinar… Por eso, el niño no se alimenta de manera adecuada. -Miraba a Barker como si quisiera decirle algo-. Ésa es la razón por la que está conmigo de momento.

Barker asintió.

– ¿Dónde está su madre?

– Wolfie no está muy…

De repente, el niño se apartó del brazo de Bella. Sospechó de ella desde el momento en que dijo que su madre no estaba, ya que sabía que el policía iba a hacer aquella pregunta.

– Está en Devon -dijo de un tirón.

Barker rió entre dientes.

– Así que tienes voz.

Wolfie miró al suelo, desconfiando de la forma que tenía aquel hombre de mirar a la gente, como si pudiera leer sus pensamientos. Respondió en frases cortas.

– Mi madre está de vacaciones con mi hermanito. Están en casa de unos amigos. Yo dije que prefería ir con mi padre. Él está muy ocupado porque es el que organiza este proyecto. Por eso Bella me hace la comida. No es caridad, papá le paga. Mamá y el Cachorro se reunirán con nosotros dentro de poco. A Fox le gustan las familias. Por eso las escogió para levantar esta comunidad.

No se sabía quién había quedado más impresionado, si Martin Barker debido a la complejidad del discurso de Wolfie cuando finalmente abrió la boca -como Bella, le había echado menos edad de la que tenía-, o Bella, por la imitación que había hecho Wolfie del estilo culto de su padre. La mujer sonrió levemente mientras el policía frunció el ceño. Lo siguiente será que la acusen a ella de secuestro…

– Ve demasiada televisión. -Recordó el título de una película-. Probablemente cree ser, cómo se llama, Mark Lester en Oliver. -Acarició el cabello rubio de Wolfie-. Hasta se parece a él, aunque se crea uno de los componentes de The Artful Dodger [16].

Barker, divertido, levantó las cejas.

– Y supongo que eso la convierte a usted en Nancy, ¿no? La fulana cuyo corazón estaba en la guarida de ladrones de Fagin.

Bella respondió con una mueca risueña.

– Salvo que yo no soy una fulana, esto no es una guarida de ladrones y no tengo ningún plan para que Bill Sikes acabe conmigo.

– Umm… ¿Quién es Bill Sikes?

– El personaje que interpreta Oliver Reed -dijo con firmeza, deseando haber elegido la película con más tino-. La puñetera película tiene muchos Oliver.

Barker se inclinó para mirar hacia el último autocar a través del parabrisas del vehículo de Bella.

– ¿Y qué hay de Fox?

– Nada de nada -dijo, pasando junto al policía para indicar el camino de salida mientras Wolfie tironeaba de su abrigo detrás suyo-. Elegí Oliver por casualidad, así que no haga interpretaciones freudianas. El chico imita voces. Hubiera podido elegir El pequeño lord Fauntleroy.

– O Greystoke… la leyenda de Tarzán -apuntó él.

– Seguro. ¿Por qué no? Es un buen imitador.

Barker se dejó caer pesadamente al suelo detrás de Bella.

– Todas esas películas tratan sobre niños huérfanos que son rescatados por sus abuelos, Bella.

– ¿Y…?

Barker miró por encima de la cabeza rubia de Wolfie, buscando entre los árboles las luces de la mansión Shenstead.

– Una curiosa coincidencia.


James negó con la cabeza cuando Mark comenzó a explicarle la coartada de Leo.

– No necesito detalles -murmuró cortésmente-. Entiendo. Me preguntaba por qué se puso de parte de la policía cuando acusé a Leo. Ahora lo sé. Debe de haber sido muy duro para usted. -Hizo una pausa-. ¿Sigue siendo una coartada sólida?

Mark pensó en las vacilaciones de Becky. Extendió la mano con la palma hacia abajo y la balanceó.

– Creía que la señora Weldon había oído a Leo esa noche -dijo James en tono de disculpa-. La gente nos confundía por teléfono con mucha frecuencia.

El abogado meditó un momento.

– Becky dijo que la última vez que había visto a Elizabeth, su cerebro estaba embotado… Contó una historia, al parecer Leo tuvo que rescatarla de una comisaría porque ella había olvidado dónde vivía.

James se tomó con calma el cambio de enfoque.

– Herencia familiar. El padre de Ailsa siguió el mismo camino: el abuso de alcohol le llevó a la locura cuando cumplió setenta años.

– Debe de estar muy mal si no puede recordar su dirección. Apenas tiene cuarenta y pocos. -Revisó de nuevo el archivo de Elizabeth, buscando detalles en la correspondencia-. Por lo que veo, no he tenido noticias de ella desde junio, cuando acusó recibo de las cincuenta mil de Ailsa… y la última vez que Becky la vio fue en julio, y dijo que estaba como una cuba. ¿Cuántas veces le ha telefoneado?

– Diez… doce. Dejé de hacerlo cuando vi que no me devolvía las llamadas.

– ¿Cuándo fue eso?

– Poco tiempo después de que comenzaran las amenazas. No creí que tuviera sentido insistir porque suponía que ella era cómplice de todo aquello.

– Entonces ¿fue a mediados de noviembre?

– Más o menos.

– Pero ¿ella no ha devuelto ninguna llamada desde marzo?

– No.

– ¿Y siempre pudo dejarle un mensaje? ¿Nunca fue rechazado por un buzón de voz lleno?

James negó con la cabeza.

– Bien, al menos sabemos que alguien los borraba. ¿Y Leo? ¿Cuándo fue la última vez que habló con él?

Hubo una pausa.

– La semana pasada.

Mark lo miró sorprendido.

– ¿Y…?

El anciano emitió una risa apagada.

– Yo hablaba… él escuchaba… finalmente colgó. Fue más bien un monólogo.

– ¿Qué le dijo?

– Casi nada. Perdí los estribos cuando comenzó a reírse.

– ¿Lo acusó de ser Darth Vader?

– Entre otras cosas.

– ¿Y no dijo nada?

– No, simplemente se rió.

– Antes de eso, ¿cuántas veces habló con él?

– ¿Quiere decir desde la muerte de Ailsa? Una sola… la noche del funeral. -La voz se le quebró varias veces, como si sus emociones no estuvieran tan controladas como él intentaba demostrar-. Me… llamó a eso de las once de la noche, para decirme que era un canalla por darle su nombre a la policía. Dijo que me merecía todo lo que me pasara… y esperaba que alguien encontrara cómo endosarme esa muerte. Fue muy desagradable.

Mark lo miró con curiosidad.

– ¿Mencionó a Ailsa?

– No. Su único interés era arremeter contra mí. Era la habitual repetición de la historia en la que el culpable era siempre yo… y no él.

Mark retrocedió mentalmente a los dos días en los que James había sido interrogado.

– ¿Cómo supo Leo que había sido usted quien mencionó su nombre?

– Me imagino que se lo dijo la policía.

– No lo creo. Era algo que me preocupaba en ese momento; usted estaba delante cuando lo mencioné y nos aseguraron que no informarían a Leo ni a Elizabeth del nombre de la fuente. El sargento Monroe explicó que siempre interrogan a los parientes cercanos cuando hay indicios de que la muerte no se ha producido por causas naturales, por lo que la pregunta no tendría sentido.

James vaciló.

– Es obvio que no cumplieron su palabra.

– Entonces, ¿por qué Leo no lo llamó la primera vez que la policía lo visitó? Parece como si alguien hubiera dicho algo en el funeral y él se hubiese cabreado mientras volvía a su casa.

James frunció el ceño.

– No habló con nadie. Elizabeth y él entraron como una tromba y se marcharon como una tromba. Eso hizo que algunos empezaran a hacer comentarios al respecto.

Mark volvió a revisar su libreta de direcciones.

– Voy a telefonearlo, James, y aplicaré las mismas reglas de antes. O sale del coche, o mantiene la boca cerrada. ¿Está de acuerdo?

El mentón del anciano tembló de enojo.

– No. Si va a ofrecerle dinero, no.

– Quizá tenga que hacerlo… así que es mejor que decida ahora si quiere saber quién es Darth Vader.

– Es una pérdida de tiempo -dijo con terquedad-. No lo admitirá.

Mark suspiró con impaciencia.

– Magnífico. Explíqueme algunos detalles. Para comenzar, ¿cómo se puso en contacto la señora Bartlett con Elizabeth? Aunque tuviera su número de teléfono, cosa que dudo porque no aparece en la guía, ¿por qué iba Elizabeth a responder, si no contesta ninguna llamada? ¿Sabe acaso quién es esa mujer? ¿La ha visto alguna vez? No puedo imaginarme a Ailsa presentándolas. Ella aborrecía a la señora Bartlett y, con toda seguridad, no hubiera querido que esa cotilla descubriera los trapos sucios de Elizabeth por temor a que los difundiera por todo el condado. ¿Fue usted quien las presentó?

James miró por la ventanilla.

– No.

– Muy bien. El mismo argumento con respecto a Leo. Por lo que sé, él no ha vuelto a Shenstead desde que usted pagó su deuda, lo más cerca que ha estado fue en el funeral en Dorchester, así que ¿cuándo conoció a la señora Bartlett? Su número tampoco aparece en la guía, entonces ¿cómo consiguió ella su teléfono? ¿Cómo pudo escribirle si no sabe su dirección?

– Usted dijo que había hablado con alguien en el funeral.

– No fui tan preciso… el día del funeral. Eso no tiene sentido, James. -Mark siguió adelante sin prisa, clasificando las ideas en su cabeza-. Si Leo es Darth Vader, ¿cómo supo que la señora Bartlett era la persona con la que debía hablar? No se puede llamar en frío a alguien y preguntarle si está interesado en tomar parte en una campaña de difamación. La señora Weldon hubiera sido una opción más obvia. Al menos, en el informe aporta pruebas contra usted… pero si dice la verdad, nadie habló con ella… -Y calló.

– ¿Y bien?

Mark volvió a coger el teléfono y marcó el número del móvil de Leo.

– Pues no sé -dijo, irritado-, salvo que es usted un idiota por dejar que esto haya llegado tan lejos. Una parte de mí se pregunta si esta campaña de difamación no es una distracción para que usted mire en la dirección equivocada. -Apuntó a su cliente con un dedo agresivo-. Es usted tan malo como Leo. Los dos quieren la capitulación total, pero para dar inicio a un combate se necesitan dos, James, y dos para obtener una paz honorable.


Mensaje de Nancy

Su teléfono comunica. Estoy en la mansión. ¿Dónde están?


Bob Dawson se enfureció cuando su mujer entró sigilosamente en la cocina y lo interrumpió mientras escuchaba la radio. Ésa era la única habitación que podía llamar propia porque era la que Vera evitaba habitualmente. La demencia la había convencido de que la cocina guardaba relación con el trabajo monótono y sólo la visitaba cuando el hambre la obligaba a alejarse del televisor.

Al cruzar el umbral echó un vistazo a su marido mientras su boca fruncida mascullaba imprecaciones que él no podía oír.

– ¿Qué pasa? -preguntó Bob molesto.

– ¿Dónde está mi té?

– Prepáratelo tú misma -dijo él, soltando el cuchillo y el tenedor y apartando su plato a un lado-. No soy tu maldito esclavo.

La relación que mantenían rezumaba odio. Dos personas solitarias bajo un único techo que sólo podían comunicarse mediante la agresión. Siempre había sido así. Bob la controlaba mediante el castigo físico. Vera sirviéndose del rencor. Los ojos de la mujer refulgieron en un destello malévolo, como si hubiera percibido un eco de su martirologio tantas veces repetido.

– Me has vuelto a robar de nuevo -dijo ella entre dientes, aventurándose por otro carril bien conocido-. ¿Dónde está mi dinero? ¿Qué has hecho con él?

– Está donde lo escondiste, zorra imbécil.

La boca de Vera se torció y tembló en un esfuerzo por traducir en palabras el pensamiento caótico.

– No está donde debería. Devuélvemelo, ¿me oyes?

Bob, que ni en sus mejores tiempos había sido el más paciente de los hombres, apretó un puño y lo sacudió frente a ella.

– No te atrevas a venir aquí a acusarme de robar. Tú eres la ladrona de la familia. Siempre lo fuiste, y lo seguirás siendo.

– No fui yo -dijo ella con obstinación, como si una mentira repetida con suficiente frecuencia adquiriera el marchamo de la verdad.

Las respuestas de él eran tan predecibles como las de ella.

– Si lo has vuelto a hacer tras la muerte de la señora te echaré de la casa -la amenazó-. No me importa lo senil que estés, no voy a perder mi hogar sólo porque no puedas mantener los dedos quietos.

– No tendrías que preocuparte si fueras el propietario, ¿no es así? Un hombre de verdad hubiera comprado su propia casa.

Bob dio un puñetazo sobre la mesa.

– Mide tus palabras.

– Medio hombre, eso es lo que eres, Bob Dawson. En público, duro como el hierro. En la cama, blando como la gelatina.

– Cállate.

– No.

– ¿Quieres probar el dorso de mi mano? -preguntó con enojo.

Esperó que retrocediera, como hacía siempre; pero en lugar de eso, los ojos de la mujer brillaron con una sonrisa taimada.

¡Oh, Dios mío! Debió de haber sabido que las amenazas no funcionarían por sí solas. Se puso de pie haciendo que la silla se cayera al suelo.

– Te lo advertí -le gritó-. «Mantente lejos de él», te dije. ¿Dónde está? ¿Aquí? ¿Ésa es la razón por la que hay gitanos en el Soto?

– No es asunto tuyo -escupió Vera-. No puedes decirme con quién puedo hablar. Tengo mis derechos.

Bob le asestó una feroz bofetada.

– ¿Dónde está? -rugió.

Ella se agachó, apartándose de él con los ojos brillantes de odio y malicia.

– Él acabará contigo primero. Ya lo verás. Eres un anciano y no te tiene miedo. No le tiene miedo a nadie.

Bob estiró la mano y cogió su chaqueta, que colgaba de un gancho junto al fregadero.

– Será un idiota perdido -fue lo único que dijo antes de salir y cerrar la puerta de un tirón a sus espaldas.

Fueron unas palabras magníficas pero la realidad de la noche se burló de ellas. El viento de poniente había cubierto la luna de nubes y, sin una linterna, Bob estaba virtualmente ciego. Se volvió hacia la mansión con la intención de guiarse por las luces del salón, y tuvo tiempo de sorprenderse de que la mansión estuviera a oscuras antes de que un martillo le golpeara el cráneo y la negra noche lo devorara.