"La Isla Bajo El Mar" - читать интересную книгу автора (Allende Isabel)Ave de la nocheViolette Boisier era hija de otra cortesana, una mulata magnífica que murió a los veintinueve años ensartada en el sable de un oficial francés -posiblemente el padre de Violette, aunque eso nunca fue confirmado- desquiciado de celos. La joven empezó a ejercer la profesión a los once años bajo la tutela de su madre; a los trece, cuando ésta fue asesinada, dominaba las artes exquisitas del placer, y a los quince aventajaba a todas sus rivales. Valmorain prefería no pensar con quién retozaba su La joven disponía de una vivienda de tres piezas y un balcón con una reja de hierro de flores de lis en el segundo piso de un edificio cerca de la plaza Clugny, única herencia que le dejó su madre, aparte de algunos vestidos adecuados a su oficio. Allí residía con cierto lujo en compañía de Loula, una esclava africana, gruesa y amachada que ejercía de criada y guardaespaldas. Violette pasaba las horas más calurosas descansando o dedicada a su belleza: masajes con leche de coco, depilación con caramelo, baños de aceite para el cabello, infusiones de hierbas para aclarar la voz y la mirada. En algunos momentos de inspiración preparaba con Loula ungüentos para la piel, jabón de almendra, pastas y polvos de maquillaje que vendía entre sus amistades femeninas. Sus días transcurrían lentos y ociosos. Al atardecer, cuando los debilitados rayos del sol ya no podían mancharle el cutis, salía a pasear a pie, si el clima lo permitía, o en una litera de mano llevada por dos esclavos que alquilaba a una vecina; así evitaba ensuciarse con la bosta de caballo, la basura y el lodo de las calles de Le Cap. Se vestía discretamente para no insultar a otras mujeres: ni blancas ni mulatas toleraban de buen grado tanta competencia. Iba a las tiendas a hacer sus compras y al muelle a conseguir artículos de contrabando de los marineros, visitaba a la modista, al peluquero y a sus amigas. Con la excusa de tomar un jugo de frutas se detenía en el hotel o en algún café, donde nunca faltaba un caballero dispuesto a invitarla a su mesa. Conocía íntimamente a los blancos más poderosos de la colonia, incluso al militar de mayor rango, el gobernador. Después volvía a su casa a ataviarse para el ejercicio de su profesión, tarea complicada que requería un par de horas. Poseía trajes de todos los colores del arco iris en telas vistosas de Europa y el Oriente, zapatillas y bolsos que hacían juego, sombreros emplumados, chales bordados de China, capitas de piel para arrastrar por el suelo, porque el clima no permitía usarlas y un cofre de alhajas de pacotilla. Cada noche, el afortunado amigo de turno -no se llamaba cliente- la llevaba a algún espectáculo y a cenar, luego a una fiesta que duraba hasta la madrugada y por último la acompañaba a su piso, donde ella se sentía segura, porque Loula dormía en un jergón al alcance de su voz y en caso de necesidad podía deshacerse de un hombre violento. Su precio era conocido y no se mencionaba; el dinero se dejaba en una caja de laca en la mesa y de la propina dependía la próxima cita. En un hueco entre dos tablas de la pared que sólo Loula conocía, Violette ocultaba un estuche de gamuza con sus gemas de valor, algunas regaladas por Toulouse Valmorain, de quien se podía decir de todo menos que fuese avaro, y algunas monedas de oro adquiridas poco a poco, sus ahorros para el futuro. Prefería adornos de fantasía, para no tentar a los ladrones ni provocar habladurías, pero se ponía las joyas cuando salía con quien se las había regalado. Siempre usaba un modesto anillo de ópalo de diseño anticuado, que le puso al dedo como señal de compromiso Étienne Relais, un oficial francés. Lo veía muy poco, porque pasaba su existencia a caballo, al mando de su unidad, pero si estaba en Le Cap ella postergaba a otros amigos por atenderlo. Relais era el único con quien podía abandonarse al encanto de ser protegida. Toulouse Valmorain no sospechaba que compartía con ese rudo soldado el honor de pasar la noche entera con Violette. Ella no daba explicaciones y nunca había tenido que escoger, porque los dos no habían coincidido en la ciudad. – ¿Qué voy a hacer con estos hombres que me tratan como a una novia? -le preguntó Violette a Loula en una ocasión. – Estas cosas se resuelven solas -replicó la esclava, aspirando a fondo su cigarrito de tabaco bruto. – O se resuelven con sangre. Acuérdate de mi madre. – Eso no te pasará a ti, mi ángel, porque aquí estoy yo para cuidarte. Loula tenía razón: el tiempo se encargó de eliminar a uno de los pretendientes. Al cabo de un par de años, la relación con Valmorain dio paso a una amistad amorosa que carecía de la pasión de los primeros meses, cuando él era capaz de galopar reventando cabalgaduras para abrazarla. Se espaciaron los regalos caros y a veces él visitaba Le Cap sin hacer amago de verla. Violette no se lo reprochó, porque siempre tuvo claros los límites de aquella relación, pero mantuvo el contacto, que podía beneficiar a los dos. El capitán Étienne Relais tenía fama de incorruptible en un ambiente donde el vicio era la norma, el honor estaba en venta, las leyes se hacían para violarlas y se partía de la base que quien no abusaba del poder, no merecía tenerlo. Su integridad le impidió enriquecerse como otros en una posición similar y ni siquiera la tentación de acumular lo suficiente para retirarse a Francia, como le había prometido a Violette Boisier, logró desviarle de lo que él consideraba rectitud militar. No dudaba en sacrificar a sus hombres en una batalla o torturar a un niño para obtener información de su madre, pero jamás habría puesto la mano en dinero que no había ganado limpiamente. Era puntilloso en su honor y honradez. Deseaba llevarse a Violette donde no los conocieran, donde nadie sospechara que ella se había ganado la vida con prácticas de escasa virtud y no fuera evidente su raza mezclada: había que tener el ojo entrenado en las Antillas para adivinar la sangre africana que corría bajo su piel clara. A Violette no le atraía demasiado la idea de irse a Francia, porque temía más los inviernos helados que las malas lenguas, contra las cuales era inmune, pero había aceptado acompañarlo. Según los cálculos de Relais, si vivía frugalmente, aceptaba misiones de gran riesgo por las que ofrecían recompensa y ascendía rápido en su carrera, podría cumplir su sueño. Esperaba que para entonces Violette hubiera madurado y no llamara tanto la atención con la insolencia de su risa, el brillo demasiado travieso de sus ojos negros y el bamboleo rítmico de su andar. Nunca pasaría inadvertida, pero tal vez podría asumir el papel de esposa de un militar retirado. Había conocido a Violette un par de años antes, en pleno mercado del domingo, en medio del griterío de los vendedores y el apelotonamiento de gente y animales. En un mísero teatro, que consistía sólo en una plataforma techada con un toldo de trapos morados, se pavoneaba un tipo de exagerados bigotes y tatuado de arabescos, mientras un niño pregonaba a grito suelto sus virtudes como el más portentoso mago de Samarcanda. Aquella patética función no habría atraído al capitán sin la luminosa presencia de Violette. Cuando el mago solicitó un voluntario del público, ella se abrió paso entre los mirones y subió al entarimado con entusiasmo infantil, riéndose y saludando con su abanico. Había cumplido recién quince años, pero ya tenía el cuerpo y la actitud de una mujer experimentada, como solía ocurrir en ese clima donde las niñas, como la fruta, maduraban pronto. Obedeciendo las instrucciones del ilusionista, Violette procedió a acurrucarse dentro de un baúl pintarrajeado de símbolos egipcios. El pregonero, un negrito de diez años disfrazado de turco, cerró la tapa con dos candados macizos, y otro espectador fue llamado para comprobar su firmeza. El de Samarcanda hizo algunos pases con su capa y enseguida le entregó dos llaves al voluntario para abrir los candados. Al levantar la tapa del baúl se vio que la chica ya no estaba adentro, pero momentos más tarde un redoble de tambores del negrito anunció su prodigiosa aparición detrás del público. Todos se volvieron para admirar boquiabiertos a la chica que se había materializado de la nada y se abanicaba con una pierna sobre un barril. Desde la primera mirada Étienne Relais supo que no podría arrancarse del alma a esa muchacha de miel y seda. Sintió que algo estallaba en su cuerpo, se le secó la boca y perdió el sentido de orientación. Necesitó hacer un esfuerzo para volver a la realidad y darse cuenta de que estaba en el mercado rodeado de gente. Tratando de controlarse, aspiró a bocanadas la humedad del mediodía y la fetidez de pescados y carnes macerándose al sol, fruta podrida, basura y mierda de animales. No sabía el nombre de la bella, pero supuso que sería fácil averiguarlo, y dedujo que no estaba casada, porque ningún marido le permitiría exponerse con tal desenfado. Era tan espléndida que todos los ojos estaban clavados en ella, de modo que nadie salvo Relais, entrenado para observar hasta el menor detalle, se fijó en el truco del ilusionista. En otras circunstancias tal vez habría desenmascarado el doble fondo del baúl y la trampa en la tarima, por puro afán de precisión, pero supuso que la muchacha participaba como cómplice del mago y prefirió evitarle un mal rato. No se quedó para ver al gitano tatuado sacar un mono de una botella ni decapitar a un voluntario, como anunciaba el niño pregonero. Apartó a la multitud a codazos y partió detrás de la muchacha, que se alejaba deprisa del brazo de un hombre de uniforme, posiblemente un soldado de su regimiento. No la alcanzó, porque lo detuvo en seco una negra de brazos musculosos cubiertos de pulseras ordinarias, que se le plantó al frente y le advirtió que se pusiera en la cola, porque no era el único interesado en su ama, Violette Boisier. Al ver la expresión desconcertada del capitán, se inclinó para susurrarle al oído el monto de la propina necesaria para que ella lo colocara en primer lugar entre los clientes de la semana. Así se enteró de que se había prendado de una de aquellas cortesanas que le daban fama a Le Cap. Relais se presentó por primera vez en el apartamento de Violette Boisier tieso dentro de su uniforme recién planchado, con una botella de champán y un modesto regalo. Depositó el pago donde Loula le indicó y se dispuso a jugarse el futuro en dos horas. Loula desapareció discretamente y se quedó solo, sudando en el aire caliente de la salita atiborrada de muebles, levemente asqueado por el aroma dulzón de los mangos maduros que descansaban en un plato. Violette no se hizo esperar más de un par de minutos. Entró deslizándose silenciosa y le tendió las dos manos, mientras lo estudiaba con los párpados entrecerrados y una vaga sonrisa. Relais tomó esas manos largas y finas entre las suyas sin saber cuál era el paso siguiente. Ella se desprendió, le acarició la cara, halagada de que se hubiese afeitado para ella, y le indicó que abriera la botella. Saltó el corcho y la espuma de champán salió a presión antes de que ella alcanzara a poner la copa, mojándole la muñeca. Se pasó los dedos húmedos por el cuello y Relais sintió el impulso de lamer las gotas que brillaban en esa piel perfecta, pero estaba clavado en su sitio, mudo, desprovisto de voluntad. Ella sirvió la copa y la dejó, sin probarla, sobre una mesita junto al diván, luego se aproximó y con dedos expertos le desabotonó la gruesa casaca del uniforme. «Quítatela, hace calor. Y las botas también», le indicó, alcanzándole una bata china con garzas pintadas. A Relais le pareció impropia, pero se la puso sobre la camisa, lidiando con un enredo de mangas anchas, y luego se sentó en el diván, angustiado. Tenía costumbre de mandar, pero comprendió que entre esas cuatro paredes mandaba Violette. Las rendijas de la persiana dejaban entrar el ruido de la plaza y la última luz del sol, que se colaba en cuchilladas verticales, alumbrando la salita. La joven llevaba una túnica de seda color esmeralda ceñida a la cintura por un cordón dorado, zapatillas turcas y un complicado turbante bordado con mostacillas. Un mechón de cabello negro ondulado le caía sobre la cara. Violette bebió un sorbo de champán y le ofreció la misma copa, que él vació de un trago anhelante, como un náufrago. Ella volvió a llenarla y la sostuvo por el delicado tallo, esperando, hasta que él la llamó a su lado en el diván. Ésa fue la última iniciativa de Relais; a partir de ese momento ella se encargó de conducir el encuentro a su manera. |
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