"La Isla Bajo El Mar" - читать интересную книгу автора (Allende Isabel)La casa del amoA finales de noviembre Toulouse Valmorain regresó a Saint-Domingue a preparar la llegada de su futura esposa. Como todas las plantaciones, Saint-Lazare contaba con la «casa grande», que en este caso era poco más que una barraca rectangular de madera y ladrillos, sostenida por pilares a tres metros sobre el nivel del terreno para impedir inundaciones en la estación de huracanes y defenderse en una revuelta de esclavos. Contaba con una serie de dormitorios oscuros, varios de ellos con las tablas podridas, y con un salón y un comedor amplios, provistos de ventanas opuestas para que circulara la brisa y un sistema de abanicos de lona colgados del techo, que los esclavos accionaban tirando de una cuerda. Con el vaivén de los ventiladores se desprendía una tenue nube de polvo y alas secas de mosquitos, que se depositaba como caspa en la ropa. Las ventanas no tenían vidrios sino papel encerado y los muebles eran toscos, propios de la morada provisoria de un hombre solo. En el techo anidaban murciélagos, en los rincones solían encontrarse sabandijas y por la noche se oían pasitos de ratones en los cuartos. Una galería o terraza techada, con estropeados muebles de mimbre, envolvía la casa por tres costados. Alrededor había un descuidado huerto de hortalizas y apolillados árboles frutales, varios patios donde picoteaban gallinas confundidas por el calor, un establo para los caballos finos, las perreras y una cochera, más allá el rugiente océano de los cañaverales y como telón de fondo las montañas color violeta perfiladas contra un cielo caprichoso. Tal vez antes hubo un jardín, pero no quedaba ni el recuerdo. Los trapiches, las cabañas y barracas de los esclavos no se veían desde la casa. Toulouse Valmorain recorrió todo con ojo crítico, notando por primera vez su precariedad y ordinariez. Comparada con la vivienda de Sancho era un palacio, pero frente a las mansiones de otros Violette Boisier recibió la noticia del matrimonio de su cliente con filosófico buen humor. Loula, que todo lo averiguaba, le comentó que Valmorain tenía una prometida en Cuba. «Te echará de menos, mi ángel, y te aseguro que volverá», dijo. Así fue. Poco después Valmorain llamó a la puerta del piso, pero no en busca de los servicios habituales sino para que su antigua amante lo ayudara a recibir a su mujer como era debido. No sabía por dónde empezar y no se le ocurrió otra persona a quien pedirle ese favor. – ¿Es cierto que las españolas duermen con un camisón de monja con un ojal adelante para hacer el amor? -le preguntó Violette. – ¿Cómo voy a saberlo? Todavía no me he casado, pero si ése es el caso, se lo arrancaré de cuajo -se rió el novio. – No, hombre. Me traes el camisón y aquí con Loula le abrimos otro ojal por atrás -dijo ella. La joven Violette regresó a Le Cap con una lista de compras. «No gastes demasiado, esta casa es temporal. Apenas tenga un buen administrador general, nos iremos a Francia», le dijo Valmorain, entregándole una suma que le pareció justa. Ella no hizo caso de la advertencia, porque nada le gustaba tanto como comprar. Por el puerto de Le Cap salía el tesoro inacabable de la colonia y entraban los productos legales y el contrabando. Una muchedumbre variopinta se codeaba en las calles embarradas, regateando en muchas lenguas entre carretones, mulas, caballos y jaurías de perros sin dueño que se alimentaban de basura. Allí se vendía desde lujos de París y chinerías del Oriente hasta el botín de los piratas, y cada día, menos el domingo, se remataban esclavos para suplir la demanda: entre veinte y treinta mil al año nada más que para mantener el número estable, porque duraban poco. Violette gastó la bolsa y siguió adquiriendo a crédito con la garantía del nombre de Valmorain. A pesar de su juventud, escogía con gran aplomo porque la vida mundana la había fogueado y le había pulido el gusto. A un capitán de barco que hacía la travesía entre las islas le encargó cubiertos de plata, cristalería y un servicio de porcelana para visitas. La novia debía aportar sábanas y manteles que sin duda había bordado desde la infancia, así es que de eso no se ocupó. Consiguió muebles de Francia para el salón, una pesada mesa americana con dieciocho sillas destinada a durar varias generaciones, tapices holandeses, biombos lacados, arcones españoles para la ropa, un exceso de candelabros de hierro y lámparas de aceite, porque sostenía que no se puede vivir a oscuras, loza de Portugal para el uso diario y un surtido de adornos, pero nada de alfombras, porque se pudrían con la humedad. Los – Menos a mí -apuntó Valmorain. – ¿Quieres que te ayude o no? – Está bien, le ordenaré a Prosper Cambray que entrene a algunos esclavos. – ¡No, hombre! ¡En esto no puedes ahorrar! Los del campo no sirven, están embrutecidos. Yo misma me encargaré de buscarte los domésticos -decidió Violette. Zarité iba a cumplir nueve años cuando Violette se la compró a madame Delphine, una francesa de rizos algodonosos y pechuga de pavo, ya madura pero bien conservada, considerando los estragos que causaba el clima. Delphine Pascal era viuda de un modesto funcionario civil francés, pero se daba aires de persona encumbrada por sus relaciones con los Madame Delphine recibió a Violette en una sala diminuta, en la que el clavicordio parecía del tamaño de un paquidermo. Se sentaron en frágiles sillas de patas curvas a tomar café en tazas para enanos pintadas de flores y conversar de todo y de nada, como habían hecho otras veces. Después de algunos rodeos Violette planteó el motivo de su visita. La viuda se sorprendió de que alguien se fijara en la insignificante Tété, pero era rápida y olió de inmediato la posibilidad de una ganancia. – No había pensado vender a Tété, pero por tratarse de usted, una amiga tan querida… – Espero que la chica sea sana. Está muy flaca -la interrumpió Violette. – ¡No es por falta de comida! -exclamó la viuda, ofendida. Sirvió más café y pronto hablaron del precio, que a Violette le pareció exagerado. Mientras más pagara, mayor sería su comisión, pero no podía estafar a Valmorain con demasiado descaro; todo el mundo conocía los precios de los esclavos, especialmente los plantadores, que siempre estaban comprando. Una mocosa escuálida no era un artículo de valor, sino más bien algo que se regala para retribuir una atención. – Me da pena desprenderme de Tété -suspiró madame Delphine, secándose una lágrima invisible, después de que acordaron la cifra-. Es una buena chica, no roba y habla francés como se debe. Nunca le he permitido que se dirija a mí en la jerigonza de los negros. En mi casa nadie destroza la bella lengua de Moliere. – No sé para qué le va a servir eso -comentó Violette, divertida. – ¡Cómo que para qué! Una doncella que habla francés es muy elegante. Tété le servirá bien, se lo aseguro. Eso sí, mademoiselle, le confieso que me costó algunas palizas quitarle la pésima costumbre de escaparse. – ¡Eso es grave! Dicen que no tiene remedio… – Así es con algunos bozales, que eran libres antes, pero Tété nació esclava. ¡Libertad! ¡Qué soberbia! -exclamó la viuda, clavando sus ojitos de gallina en la chiquilla, que esperaba de pie junto a la puerta-. Pero no se preocupe, mademoiselle, no volverá a intentarlo. La última vez anduvo perdida varios días y cuando me la trajeron estaba mordida por un perro y volada de fiebre. No sabe el trabajo que me dio curarla ¡pero no se libró del castigo! – ¿Cuándo fue eso? -preguntó Violette, tomando nota del silencio hostil de la esclava. – Hace un año. Ahora no se le ocurriría una tontería semejante, pero de todos modos vigílela. Tiene la sangre maldita de su madre. No sea blanda con ella, necesita mano dura. – ¿Qué me dijo de la madre? – Era una reina. Todas dicen que eran reinas allá en África -se burló la viuda-. Llegó preñada; siempre es así, son como perras en celo. – La – Esa mujer estuvo a punto de matar a su hija. ¡Imagínese! Tuvieron que quitársela de las manos. Monsieur Pascal, mi esposo, que Dios lo tenga en su gloria, me trajo a la chiquilla de regalo. – ¿Qué edad tenía entonces? – Un par de meses, no recuerdo. Honoré, mi otro esclavo, le puso ese nombre tan raro, Zarité, y la crió con leche de burra; por eso es fuerte y trabajadora, aunque también terca. Le he enseñado todas las labores domésticas. Vale más de lo que estoy pidiéndole por ella, mademoiselle Boisier. Sólo se la vendo porque pienso regresar pronto a Marsella, todavía puedo rehacer mi vida ¿no cree? – Seguramente, madame -replicó Violette examinando la cara empolvada de la mujer. Se llevó a Tété ese mismo día, sin más bienes que los harapos que vestía y una tosca muñeca de palo de las que usaban los esclavos para sus ceremonias vudú. «No sé de dónde sacó esa porquería», comentó madame Delphine haciendo ademán de quitársela, pero la niña se aferró a su único tesoro con tal desesperación que Violette intervino. Honoré se despidió llorando de Tété y le prometió que iría a visitarla si se lo permitían. Toulouse Valmorain no pudo evitar una exclamación de desagrado cuando Violette le mostró a quién había escogido para criada de su mujer. Esperaba alguien mayor, con mejor aspecto y experiencia, no esa criatura desgreñada, marcada por golpes, que se encogió como un caracol cuando él le preguntó el nombre, pero Violette le aseguró que su esposa iba a estar muy satisfecha una vez que ella la preparara como era debido. – Y eso ¿cuánto me va a costar? – Lo que acordemos, una vez que Tété esté lista. Tres días más tarde Tété sacó la voz por primera vez para preguntar si ese señor iba a ser su amo; creía que Violette la había comprado para ella. «No hagas preguntas y no pienses en el futuro. Para los esclavos sólo cuenta el día de hoy», le advirtió Loula. La admiración que Tété sentía por Violette barrió su resistencia y pronto se entregó entusiasmada al ritmo de la casa. Comía con la voracidad de quien ha vivido con hambre y a las pocas semanas lucía un poco de carne sobre el esqueleto. Estaba ávida de aprender. Seguía a Violette como un perro, devorándola con los ojos, mientras alimentaba en lo más secreto del corazón el deseo imposible de llegar a ser como ella, así de bonita y elegante, pero más que nada, libre. Violette le enseñó a hacer los elaborados peinados de moda, a dar masajes, almidonar y planchar ropa fina y lo demás que su futura ama podía exigirle. Según Loula, no era necesario afanarse tanto, porque las españolas carecían del refinamiento de las francesas, eran muy burdas. Ella misma rapó el inmundo cabello a Tété y la obligaba a bañarse con frecuencia, hábito desconocido para la chica, porque según madame Delphine el agua debilita; ella sólo se pasaba un trapo húmedo por las partes escondidas y se rociaba con perfume. Loula se sentía invadida por la chiquilla, apenas cabían las dos en el cuartito que compartían de noche. La agobiaba con órdenes e insultos, más por hábito que por maldad, y solía propinarle coscorrones cuando Violette estaba ausente, pero no le escatimaba comida. «Cuanto antes engordes, antes te irás», le decía. Por contraste, era de una amabilidad exquisita con el viejo Honoré cuando aparecía tímidamente de visita. Lo instalaba en la sala en el mejor sillón, le servía ron de calidad y lo escuchaba embobada hablar de tambores y artritis. «Este Honoré es un verdadero señor. ¡Cómo quisiéramos que alguno de tus amigos fuera tan fino como él!», le comentaba después a Violette. |
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