"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)5. EL HOMBRE QUE DIJO «NO»El primer ministro Metaxas se dejó caer tristemente en su butaca favorita de Villa Kifisia y reflexionó amargamente sobre los dos problemas imponderables de su vida: «¿Qué voy a hacer con Mussolini?» y «¿Qué voy a hacer con Lulu?». Sería difícil decidir cuál de los dos le causaba mayor congoja y azoramiento, pues ambos eran, a partes desiguales, personales y políticos. Metaxas cogió su diario y escribió: «Esta mañana he intentado llegar a un acuerdo con Lulu. Hasta cierto momento la cosa fue bastante bien, pero luego empezamos a discutir otra vez. Es que ella no me comprende. Sé muy bien quién es el que la está incitando y defraudando a la vez. Incluso olvidé acudir a mi entrevista con el ministro británico. Estuve con Lulu hasta el mediodía. Me sabe muy mal por ella. Es una muchacha tan trágica… Lulu, Lulu, hija mía del alma. Acabamos abrazándonos y llorando juntos por nuestros destinos.» Con Lulu nunca sabía a qué atenerse; al parecer, Atenas era un hervidero de leyendas sobre ella, tanto o más improbables que las que se contaban de Zeus en tiempos antiguos. Había lo del agente de policía que había perdido los pantalones y la gorra, posteriormente halladas en lo alto de una farola. Había lo del joven del Bugatti y los turbulentos viajes a El Pireo, y luego eso de que ella jugaba a las «sardinas», un juego inglés parecido al escondite en el que buscadores y escondidos debían meterse bien apretados en el mismo sitio; por lo visto, habían encontrado a Lulu inextricablemente entrelazada con un joven dentro de un armario. Se decía que fumaba opio y que cogía unas borracheras devastadoras. La chica conocía todos aquellos disolutos bailes americanos como el tango (tan poco elegante, vulgar, presuntamente salido de los burdeles de Buenos Aires) el fox-trot, la samba y otros bailes con nombres estúpidos e intraducibles, como el jitterbug, que consistía en palmearse frenéticamente las piernas. Todo ello apestaba a indecencia e intemperancia. La gente joven era muy impresionable, muy propensa a las modas de civilizaciones inmaduras como la americana, muy remisa a la disciplina y la dignidad que acompaña a un sentido natural del amour propre. ¿Qué podía hacer uno? Ella siempre lo negaba todo, o peor aún, desdeñaba la inquietud de él con una risa y un gesto de la mano. Dios sabe que sólo se es joven una vez, pero en su caso eso ocurría demasiado a menudo. Y encima desaprobaba y rebatía en público su programa político. Era como el beso de judas. Esto era lo que más le dolía, la exhibición de deslealtad filial. Ella decía que le quería. Efectivamente, él sabía que era así, pero entonces ¿por qué ridiculizaba su Organización Nacional de juventudes? ¿Por qué reía los chistes a costa de su corta estatura? ¿Por qué era tan condenadamente individualista? ¿No se daba cuenta de que ser una especie de playboy femenino ponía en cuestión todo aquello que él deseaba para Grecia? ¿Cómo iba él a censurar a los plutócratas cuando su propia hija se asociaba y retozaba con los peores? ¿Cómo podía él ensalzar la disciplina y el autosacrificio? A Dios gracias mantenía a la prensa bien amordazada, porque no había periodista que no tuviera su chisme favorito sobre Lulu. Afortunadamente sus ministros eran lo bastante discretos para no mencionarlo y afortunadamente él no había perdido aún el respeto por contagio. Pero eso no impedía que gente como Grazzi sonriese zalamera y preguntara: «¿Y cómo le va a su hija Lulu? Me he enterado de que es una criatura muy traviesa. ¡Ah, lo que hemos de sufrir los padres!» Sí, claro que oía las risitas y los cuchicheos; que dominaba toda Grecia pero no podía dominar a su propia hija. Parecía que hasta la policía secreta tenía reparos a la hora de informar de las andanzas de Lulu con todo detalle. Se decía que la gente que organizaba fiestas solía implorar a sus invitados: «No traigáis a Lulu.» Costaba soportar tanta pena y tanta vergüenza. Fuera, la tranquilidad de los pinos y el blanco fulgor de los proyectores conspiraban para exacerbar su sensación de haberse convertido en prisionero en su propia residencia; había cumplido con los requisitos de la tragedia clásica al crear las circunstancias de la caída en su propia trampa. Toda Grecia se había reducido a aquella modesta villa seudobizantina y su mobiliario burgués, por la sencilla razón de que él tenía en sus manos el destino y el honor de su querido país. Se miró las manos y contempló el hecho de que fueran pequeñas, como todo él. Por un instante deseó haberse retirado con una pensión de coronel al tranquilo anonimato de algún lugar apartado donde vivir y morir libre de culpa. La muerte le preocupaba mucho últimamente, pues se daba cuenta de que el cuerpo empezaba a fallarle. No era nada concreto, no había una lista de síntomas reveladores, era sólo que se sentía lo bastante extenuado como para morir. Sabía que a los que están a las puertas de la muerte les sobreviene una especie de congoja pasiva e impersonal, una resignada serenidad, y era este desapego y esta serenidad lo que estaba naciendo en su interior al tiempo que las circunstancias le obligaban a hacer acopio de fuerza, determinación y nobleza como nunca antes había necesitado. A veces sentía ganas de pasar a otras manos las riendas del poder, pero sabía que el destino le había escogido como protagonista de la tragedia y que su única alternativa era empuñar la espada y desenvainarla. «Hay tantas cosas que debería haber hecho», pensaba, y de repente empezó a comprender que la vida podría haber sido otra cosa de haber sabido él treinta años atrás los resultados de los análisis médicos en aquel remoto punto del futuro que se había acercado lenta pero maliciosamente hasta convertirse en el ineludible, arduo e insoportable presente. «Si yo hubiese vivido en la conciencia de esta muerte, todo habría sido distinto.» Rememoró las imposibles vicisitudes de su carrera y se preguntó si la historia sería caritativa con él. Había sido un largo trayecto desde la Academia Militar Prusiana en Berlín; se diría que fue en otra vida cuando aprendió a admirar el sentido teutónico del orden, la disciplina y la seriedad, exactamente las cualidades que había procurado inculcar en su tierra natal. Incluso había implantado en las escuelas la primera gramática de la lengua demótica obligatoria, basándose en la hipótesis de que aprender gramática estimula el carácter lógico y de ese modo lograría doblegar el cerril e irresponsable individualismo de los griegos. Recordó el fiasco de la Gran Guerra, cuando Venizelos quiso unirse a los aliados y el rey permanecer neutral; cómo había sostenido él que si Grecia entraba en guerra en el bando aliado Bulgaria aprovecharía la ocasión para invadirles; con qué nobleza había dimitido de su puesto en el estado mayor, con qué nobleza había aceptado el exilio. Del intento de golpe en 1923 mejor olvidarse. Y ahora parecía como si Bulgaria pudiera efectivamente invadirlos, aprovechando las oportunidades concedidas esta vez por Italia en sus intentos de llenar el vacío dejado por los turcos. Recordó su victoria sobre los trabajadores del tabaco en huelga; doce muertos en Salónica. A raíz de aquellos desórdenes había convencido al rey de que suspendiera la constitución al objeto de bloquear a los comunistas; había convencido al rey de que le nombrara primer ministro aun cuando él era el líder del partido derechista con menos votantes en todo el país. ¿Por qué lo había hecho? «Metaxas -se dijo a sí mismo-, la historia dirá que fue oportunismo, que por la vía democrática no hubieras ganado. Nadie dirá la verdad en tu favor, pero la verdad es que había una crisis y que nuestra democracia era demasiado afeminada como para hacerle frente. Es fácil decir lo que debería haber sido, más duro es reconocer la fuerza inexorable de la necesidad. Tú fuiste la personificación de la necesidad, eso es todo. Si no hubieras sido tú, habría sido otro cualquiera. Al menos no permitiste la injerencia alemana, aunque bien sabe Dios que casi dominaban nuestra economía. Al menos mantuviste los vínculos con Gran Bretaña, al menos intentaste combinar el esplendor de las civilizaciones antigua y medieval para crear una nueva fuerza. Nadie podrá decir que actuaste sin tomar en consideración a Grecia. Grecia ha sido tu única y verdadera esposa. La historia tal vez te recordará como el hombre que prohibió la lectura de la oración fúnebre de Pericles y que se ganó la antipatía del campesinado por poner límites al número de cabras que asolan nuestros bosques. Oh Dios, quién sabe si no has sido más que un hombrecillo ridículo. »Pero tú has hecho todo cuanto estaba en tu mano para prepararte para esta guerra que aún tratas de evitar. Has construido ferrocarriles y fortificaciones, has convocado a los reservistas, has preparado al pueblo mediante discursos, has acosado a la diplomacia hasta ponerte en evidencia. La historia dirá que fuiste el hombre que hizo todo lo posible por salvar a su país. Todo acaba con la muerte.» Pero no había duda de que le había obsesionado más de la cuenta la idea de que había sido elegido para cumplir una misión mesiánica. Había llegado a pensar que él era el único hombre capaz de coger a la nación griega del pescuezo y arrastrarla, a puntapiés y recriminaciones, hacia su legítima meta histórica. Se había sentido como el médico que inflige un dolor necesario al paciente sabiendo que, pasados los insultos y las protestas de éste, llegará el momento en que se verá coronado con las flores de la gratitud. Siempre había hecho lo que consideraba correcto, pero puede que al final fuera la vanidad lo que le impulsaba, algo tan simple e ignominioso como la megalomanía. Su espíritu era ya pasto de las llamas y él sabía que su humor estaba siendo puesto a prueba en los hornos del destino. ¿Sería él el salvador de Grecia?, ¿o el que pudo salvar a Grecia pero falló?, ¿el hombre que no pudiendo haber salvado a Grecia batalló con todos los medios para salvar el honor de su patria? Exacto; se trataba sobre todo de una cuestión de honor personal y nacional, pues lo importante era que Grecia saliera de esa prueba sin la menor imputación de ruindad. Cuando mueren los soldados, cuando un país está devastado, es el honor lo que sobrevive y perdura. Es el honor lo que insufla vida en el cadáver cuando vienen tiempos mejores. ¿Acaso no era una forma de ironía que el destino se mofara así de él? ¿No había escogido él mismo su papel como «primer campesino», «primer obrero» y «padre de la nación»? ¿No se había rodeado de los pomposos arreos de un fascista moderno? ¿Un «régimen del Cuatro de Agosto de 1936»? ¿Una Tercera Civilización helénica con resonancias del Tercer Reich hitleriano? ¿Una Organización Nacional de juventudes que montaba desfiles y hacía ondear banderas como las juventudes Hitlerianas? ¿No despreciaba a liberales, comunistas y parlamentaristas igual que hacían Franco, Salazar, Hitler y Mussolini? ¿No había sembrado la discordia entre la izquierda según los libros de texto? ¿Qué otra cosa habría sido más fácil, dado el ridículo sectarismo de la izquierda y su afán de traicionarse unos a otros con cualquier excusa de entre una plétora de impurezas ideológicas? ¿No denunciaba él la plutocracia? ¿Acaso no sabía la policía secreta el aroma exacto y la exacta composición química de todo pedo subversivo soltado en Grecia? Entonces ¿por qué lo habían abandonado sus hermanos internacionales? ¿Por qué le enviaba Ribbentrop anodinas garantías que no se creía nadie? ¿Por qué Mussolini inventaba incidentes fronterizos y deslices diplomáticos? ¿Qué había salido mal? ¿Cómo había ocurrido que tras elevarse a semejantes alturas acogiéndose al tenor de los tiempos se hubiera visto enfrentado a la peor crisis en la historia moderna de la patria, una crisis fraguada por las mismas personas que él había tomado como ejemplo y mentor? ¿No era paradójico que ahora tuviera que confiar en los británicos, los parlamentaristas, liberales, democráticos y plutócratas británicos? El primer ministro Metaxas escribió en un papelito las diferencias entre él y los otros. Él no era racista. No es gran cosa. De pronto se le ocurrió algo que parecía evidente: los otros querían forjar imperios y estaban en ello, mientras que él nunca había querido otra cosa que la unión de todos los pueblos de Grecia. Él quería Macedonia, Chipre, el Dodecaneso y, por la gracia de Dios, Constantinopla. Él no quería el norte de África, como Mussolini, ni el mundo entero, como Hitler. A lo mejor los otros consideraban que le faltaba ambición, que carecía del instinto de grandeza, que ello indicaba la ausencia de aquel ansia de poder propia de los Übermensch, que era como un perrito en medio de lobos. En el mundo nuevo donde el más fuerte tenía derecho a mandar porque era el más fuerte, donde la fuerza era indicio de superioridad innata, donde la superioridad innata proporcionaba el derecho moral a someter a otras naciones y castas inferiores, él era una anomalía. Él sólo quería una cosa: su país. Grecia era el blanco natural. Metaxas apuntó la palabra «perrito» y luego la tachó. Miró las dos palabras, «racismo» e «Imperio». «Ellos creen que somos inferiores -musitó-. Quieren someternos.» Era repugnante y vejatorio: exasperante. Encerró ambas palabras entre paréntesis y escribió la palabra «NO» al lado. Se puso en pie y se acercó a la ventana para echar un vistazo al apacible pinar. Se apoyó contra el alféizar y meditó sobre la sublime ignorancia de aquellos árboles soñolientos que la luna bañaba de plata. Se estremeció y se irguió. Había tomado una decisión; habría unas segundas Termópilas. Si trescientos espartanos habían conseguido contener a cinco millones de valientes persas, qué no iba a conseguir él con veinte divisiones contra los italianos. Ah, si fuera tan fácil prepararse para la terrible e infinita soledad de la muerte. Si fuera tan sencillo tratar con Lulu. |
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