"El Misterio De La Casa Aranda" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)Capítulo 10 En los días sucesivos don Alfredo comenzó a preocuparse por su joven compañero. Las visitas vespertinas que éste realizaba al palacete de don Alberto Aldanza parecían haber causado profunda impresión en el joven detective que, a entender de su más veterano compañero, comenzaba a comportarse de manera un tanto extraña. En espera de poder entrevistarse con el agredido, don Donato Aranda, o con su agresora, Aurora, don Alfredo y Víctor no pudieron hacer sino encontrarse con la servidumbre, hacer las preguntas de rigor y poner bajo vigilancia al mayordomo y a don Augusto por haber ocultado, al menos, parte de la verdad. En cuanto al extraño comportamiento de Víctor, don Alfredo quedó impresionado sobremanera cuando a la mañana siguiente de entrevistarse con Gregorio, el mayordomo de la casa, su compañero tomó una barra de hierro y, tras dirigirse a la casa de la calle San Nicolás, estuvo toda la mañana golpeando con ella las paredes de las habitaciones de la planta baja. El joven subinspector atizaba un golpe y a continuación apoyaba la oreja en la pared. Hizo otro tanto recorriendo las habitaciones de la servidumbre en el segundo piso. Don Alfredo supuso que buscaba algún pasadizo a los que, por otra parte, había aludido doña Remedios en su declaración; y, de hecho, al final de la mañana, don Alfredo creyó ver una sonrisa de triunfo en el rostro de su compañero. Pero no quedó ahí la cosa, sino que aquel mismo día, y tras recibir una nota de su amigo el químico Corcoles, Víctor se dirigió a casa de don Augusto y doña Ana. Una vez allí, se hizo conducir por una criada al salón fumador, donde, sin mediar palabra, vació el contenido de un gran cenicero que descansaba junto al sillón favorito del señor. Al parecer se lo llevó a su amigo, el químico. Estos extraños comportamientos suscitaron las quejas de la familia y, en consecuencia, el mismo don Horacio les llamó la atención con el consiguiente disgusto de don Alfredo ante la pasividad y actitud desenfadada de su joven compañero, quien entre risas contestó frívolamente a su superior que «estaban en el buen camino». No agradó aquello al apocado inspector Blázquez. Víctor, por su parte, se hallaba fascinado por aquel extraño caso y por la no menos atrayente personalidad de don Alberto, que día a día se iba convirtiendo en una especie de mentor o consejero. Aprendió a distinguir la edad de un cadáver por el estudio de los huesos de la muñeca, a identificar diferentes tipos de marcas causadas por las armas más inusitadas, a apreciar si una herida había sido infligida por un zurdo o un diestro y a diferenciar el aspecto del hígado de una vaca envenenada con curare, arsénico u otros venenos. Pudo hacerse con unos conocimientos algo rudimentarios pero eficaces de botánica y de geología, sobre todo en tipos de arcillas y areniscas de los suelos de Madrid, y gracias a las enseñanzas del conde del Razes se inició en el mundo de la química lo bastante como para poder utilizar dicha ciencia al servicio de la ley. Le llamó la atención a Víctor que don Alberto no mostrara interés alguno en el caso de la mansión maldita. Hombre moderno y racional, el conde no creía en fenómenos ni cosas paranormales, por lo que cuando Víctor le contaba detalles del sumario le replicaba que aquello debía deberse a «trucos de feriantes». En cambio, don Alberto sí manifestaba un interés desmesurado en el otro caso que el joven subinspector investigaba por su cuenta, el de las tres prostitutas muertas, asunto sobre el que no perdía ocasión de preguntar al joven detective. La verdad era que poco había avanzado. Sólo sabía que una misteriosa mujer mayor con una llamativa verruga en la barbilla y acento extranjero se había encargado de llevar a aquellas desgraciadas hacia una muerte segura. Las tres habían perecido a causa de una supuesta estocada en el costado y en el momento de morir las tres llevaban encima treinta reales. Pero como a nadie le importaba aquello y el caso de la casa de los Aranda era llamativo, Víctor, inconscientemente, se había volcado en el estudio del problema en que se hallaba metida la hermana de su amada. Dos días después de haber llevado a Corcoles el contenido del cenicero de don Augusto, Víctor recibió una nota de su amigo químico. Tras leerla, la guardó en un cajón y dijo: – ¡Vamos! Don Alfredo, que comenzaba a sentirse algo mayor para aquellas aventuras, siguió a su compañero sin saber hacia dónde iban. Tomaron un coche de alquiler y pronto llegaron a la lúgubre casa del Indiano. Víctor llamó enérgicamente a la puerta y, tras preguntar si doña Ana se encontraba en la casa, solicitó que los llevaran a su presencia. Parecía muy seguro de sí mismo, decidido a hacer lo que tuviera en la mente, una mente que, dicho sea de paso, nunca descansaba. Los condujeron a un saloncito del primer piso, donde doña Ana Escurza y su hija Clara aguardaban junto a la habitación de Aurora. Las dos damas estaban bordando en el momento de la llegada de los policías. Doña Ana pareció sorprendida por aquella visita. – ¡Los agentes de la ley! – Señoras… -saludó educado el inspector Ros. Tras hacerles tomar asiento, la madre de Clara dijo: – Íbamos a merendar en este momento; ¿ustedes gustan? Los caballeros asintieron y doña Ana encargó a Nuria chocolate para los cuatro. – Y bien, ¿qué les trae por aquí? Víctor, visiblemente nervioso por la presencia de su amada, dijo: – Mire, doña Ana, necesito hablar con usted a solas. Se trata de un tema delicado que… – Hable, joven, hable, Clara sabe lo mismo que yo de todo este asunto. Víctor pareció algo molesto, así que dijo bruscamente: – Insisto en que hable a solas con nosotros. Es sobre el libro desaparecido. La dama dio un respingo. – ¡Vaya! -exclamó-. Parece que sabe usted más que todos nosotros. – Señora, se lo ruego, hablemos a solas -repitió él con un tono de voz más suave. – Diga lo que tenga que decir, joven -urgió ella muy segura de sí misma. – Bien, como quiera -aceptó Víctor con aire apesadumbrado. En ese momento entró la sirvienta así que todos quedaron en silencio. Al salir la fámula, Víctor tomó la palabra al fin para preguntar: – ¿Sabe su marido lo del libro? No querría tener que decírselo yo mismo. La dama miró con los ojos muy abiertos al detective y dijo: – Augusto no sabe na… – Lo guarda usted en su tocador, ¿no es así? – ¡Es usted un demonio! -gritó la mujer antes de privarse. Clara y don Alfredo corrieron a auxiliar a la dama, mientras Víctor apostillaba impertérrito: – Vaya, nos obsequia usted con una actuación como la del otro día en la biblioteca. La señora abrió los ojos al instante, alzó la cabeza totalmente repuesta y dijo: – Es usted un joven ruin y sin corazón. – Pero, mamá -intervino la joven Clara-, ¿no estabas…? – ¡Qué iba a estar! Era para ablandar a este joven frío y calculador, que parece saberlo todo. – Usted quitó el libro de su sitio y colocó en su lugar unas cenizas de tabaco, ¿verdad? -dijo Víctor mirando divertido a don Alfredo, que, boquiabierto, no salía de su asombro. La mujer asintió. – Y bien -prosiguió el joven-. Antes de tomar otro tipo de medidas he querido hablarlo con usted a solas, pero no me ha dejado otra opción. Doña Ana parecía angustiada. Al ver que su propia hija la miraba con una sombra de temor y duda en el rostro, dijo: – No, esperen. Lo hice por Aurora. Sabía que todo el mundo achacaría el ataque a la influencia del libro, así que tras ordenar a Gregorio que lo pusiera en su sitio se me ocurrió una idea. Pensé que si ese libro demoníaco se volatilizaba, todo el mundo pensaría que había sido algo sobrenatural lo que había empujado a Aurora a cometer la agresión. No quería que mi hijita quedara como una loca o, peor aún, como una asesina. La dama se echó a llorar siendo consolada por su hija. – Señora -dijo muy sincero Víctor poniéndose de pie para marcharse-, no era ni mucho menos mi intención llegar tan lejos con esta comedia. Le pido mis más humildes disculpas y mañana mismo solicitaré a don Horacio que me retire del caso. – No, joven, no -imploró la dama-. Usted ha obrado cuerdamente, quiso hablarlo conmigo en privado y yo me negué, no le dejé alternativa. Soy yo la que le debe una disculpa. Debe usted seguir investigando la causa de esta tragedia. Devuélvame a mi hija, por favor, no quiero verla en la cárcel o en el manicomio. La dama parecía tener sentido común. – No tema, señora, le doy mi palabra. Este asunto quedará aclarado. Pero necesitamos la colaboración de todos ustedes. – No se preocupe. ¿Qué necesita? – Buf. Hablar de una vez con el herido, ver a su hija Aurora, hablar con doña Clara, aquí presente. – Se hará como usted dice, joven, pero no le cuente a mi marido que yo escondí el libro. – No se preocupe, señora. Diremos que había caído detrás de las estanterías. ¿Dónde lo tiene? – Donde usted ha dicho, en mi tocador, en mi casa. – Bien, ha corrido usted un gran riesgo llevándose ese volumen. Sean de otro mundo o de éste, ese libro es la causa de las agresiones. ¿Leyó usted el párrafo maldito? – Sí. – ¿De noche? – Sí. – ¿Y no sintió impulsos de…? – En absoluto. – Interesante, muy interesante -reflexionó el joven detective-. Guarde usted el libro como oro en paño. Mañana por la mañana, tráigalo aquí, ardo en deseos de consultarlo. Y no se preocupe señora, su secreto muere en este momento con nuestro absoluto compromiso de no revelarlo a nadie. Don Alfredo asintió. Tras despedirse educadamente de las damas, salieron del cuarto, no sin que Víctor quisiera adivinar en su amada lo que le pareció una mirada de admiración. Ya en el coche camino de Sol, don Alfredo interrogó con curiosidad a su joven compañero: – ¿Cómo lo supiste? – Fue sencillo, Alfredo. En el mismo momento en que Gregorio advirtió que el libro no estaba en su sitio, supe que todo había sido un ardid. Mira, Blázquez, si el libro maldito hubiera ardido, digamos que por combustión espontánea, habría chamuscado, sin duda, el lomo de los volúmenes que había a su lado, y la observación con la lupa me permitió comprobar que no había ni una sola marca en ellos. Así que, de combustión, nada. Era evidente que alguien había sustraído el libro y dejado aquella ceniza en su lugar, ¿me sigues? – Sí, totalmente. A mí no se me hubiera ocurrido. Es un argumento sencillo, pero demoledor. – No olvides nunca, mi querido amigo, que en lo sencillo está la verdad. Además, comprobé – El desmayo de la dama. – Exacto. Que no logró su propósito, distraerme e impedir que realizase mi tarea. Esa señora es lista, muy lista. Observé por el olor de la estantería y por la ausencia de huellas digitales que debía de haber sido limpiada aquella misma mañana y vi las huellas de unos pies de mujer junto a ella, en la alfombra, así que pensé en la sirvienta, Nuria. – Brillante. – Llevé las cenizas a Corcoles y, entre tanto, Nuria nos hizo saber que la distinguida señora le había ordenado limpiar la estantería aquella mañana antes de nuestra llegada. Era obvio que alguien pretendía que la sirvienta pudiera atestiguar que el libro estaba en su sitio antes de su «sublimación». Entonces todas mis sospechas se dirigieron a doña Ana. Cuando supe por Corcoles que la muestra de ceniza era, en efecto, de tabaco, pensé: «¿Qué cenizas, curiosamente de tabaco, puede usar una dama para un fin como éste?» – Las del tabaco de su marido. – Exacto. Así que acudí a la casa de don Augusto y tomé otra muestra que, según confirmó mi fiel Corcoles, resultó ser idéntica a la que dejaron en la estantería. Me faltaba saber si el caballero estaba implicado, pero usted vio, como yo, que cuando sondeé a la dama al respecto se hizo evidente que él no sabía nada. – ¿Y cómo supiste que lo había escondido en su tocador? – ¿Dónde si no iba a esconder una dama un objeto que nadie sabe que tiene? Fue un farol y tuve suerte, sólo eso. – Ahora que me lo has contado, debo confesar que todo parece muy sencillo, pero la verdad es que me habías dejado asombrado, lo confieso. – Ay, Alfredo, así es la ciencia aplicada a la labor policial, sencilla quizá cuando se conoce, pero efectiva, demoledoramente efectiva -sentenció Víctor mirando por la ventanilla del coche de caballos. Sintió pena por doña Ana. Don Augusto se consumía de remordimientos, era evidente, y quizá se lo merecía por haberse empeñado en condenar a su hija a un matrimonio de conveniencia comprando aquella horrible y traicionera casa, pero doña Ana no tenía culpa de lo ocurrido. La pobre mujer había intentado cargar las culpas sobre el libro para eximir a Aurora. Era obvio que se había visto superada por los acontecimientos. Una dama de noble cuna que asistió a la lenta desaparición del patrimonio de su familia en manos del inútil de su marido. Por si aquello fuera poco, había tenido que acceder a que su primogénita se casara con un burgués, una transacción comercial en la que la mercancía era su propia hija y, además, aquello había causado la locura de Aurora. Era normal que doña Ana Escurza pensara que su mundo se hundía. No parecía mala persona y quizá no se lo merecía. Llegaron a Sol y se encontraron con Abenza, que disfrutaba de un descanso en su despacho y hojeaba La Correspondencia de España. – ¿Qué dice la prensa, Aniceto? -preguntó Blázquez. – Viene bien, viene bien -respondió el inmenso guardia mientras los recién llegados colgaban sus sombreros y bastones-. Se han publicado las cifras de recaudación de los periódicos y, ¿saben? Gana El Imparcial con tres mil trescientas cincuenta y nueve coma cero siete pesetas. – ¡Bien! -exclamó Víctor-. España es liberal. – Le siguen La Correspondencia de España y – ¿Y El Constitucional? Lo dirige mi primo Braulio -terció Blázquez. – Penúltimo. – Vaya, qué mala pata. ¿Y algún suceso de interés? – Sí, hombre, ¿recuerdan la imprenta de falsificación de moneda de las Vascongadas? Pues ayer se detuvo en Madrid a diecinueve cómplices, seis de ellos mujeres. En las calles de Alcalá, Preciados y en el barrio de Pozas. – ¡Bien hecho! -alabó Víctor-. ¿Quién ha llevado el caso? – El teniente Araciles, de la Guardia Civil. – Ese tipo es bueno, muy bueno. O, al menos, eso me han dicho. Víctor apenas pudo terminar la frase, y ni siquiera llegó a tomar asiento porque entró corriendo un agente que les comunicó que tenía un aviso para ellos. Debían acudir de inmediato a Chamberí, pues al parecer había aparecido un cadáver. Los dos policías bajaron al punto de coches de alquiler, eligieron una berlina Clarens y ordenaron al cochero que se dirigiera a dicho barrio porque no querían que se les echara encima la noche. El verano era sofocante y el ambiente estaba sobrecargado y demasiado húmedo, costaba trabajo respirar. Los paisanos pasaban por la calle acalorados y las damas se abanicaban sin cesar, bajo la protección de sus acogedoras sombrillas. Cuando llegaron a la calle Zurbarán, comprobaron que en un solar en el que se realizaba una obra se congregaba una pequeña multitud. Varios agentes uniformados retenían a los curiosos y evitaban que se acercasen a un rincón, donde, según supuso Víctor, debía de hallarse el cuerpo. De inmediato, don Alfredo ordenó a los agentes que dispersaran a aquella gente. Éstos no se anduvieron con remilgos y dando algún que otro porrazo despejaron el solar de miradas indiscretas en un santiamén. Un periodista, con gafas redondas, tocado con bombín y que vestía un corriente traje marrón, permanecía atento a la escena, mirando desde una esquina. Le acompañaba un individuo con una voluminosa caja, que resultó ser un fotógrafo. – Vigiladme a ese fulano. Que no se acerque -ordenó don Alfredo, autoritario. Se entrevistaron entonces con el agente que había dado el aviso, alertado por un comerciante de franelas que requirió al policía alarmado por un macabro descubrimiento. Al parecer, dos chiquillos jugaban en el solar dando patadas a una extraña pelota que resultó ser… ¡una calavera! Sin perder un instante, el tendero avisó al guardia más cercano, quien tras interrogar a los niños pudo constatar que el origen del espeluznante hallazgo era un cadáver casi descompuesto que había sido enterrado bajo un montículo de arena al fondo de aquella finca abandonada. Al parecer, las obras habían provocado el hundimiento de aquel promontorio y dejado al descubierto aquellos restos óseos alrededor de los cuales quedaba una especie de mucílago carnoso cubierto de lustrosos gusanos. – ¡Que nadie toque nada, por amor de Dios! -gritó Víctor. El joven, tras examinar aquellos huesos, reparó de inmediato en que la quinta costilla del costado izquierdo aparecía casi fracturada por un corte limpio y certero. Supo -gracias a sus prácticas con don Alberto- que era de navaja. No había ni rastro de ropa en aquel cuerpo, seguramente se había descompuesto, pero bajo los huesos se adivinaban unas oxidadas monedas que hicieron que Víctor y su compañero cruzaran una mirada cómplice. – No hace falta contarlas para saber que ahí habrá treinta reales -dijo el inspector Blázquez a Víctor Ros. – Agente, avisen a don Alberto Aldanza; éstas son las señas -ordenó Víctor a un uniformado tendiéndole la tarjeta de su ahora amigo y mentor. Cuando el lujoso coche inglés de don Alberto llegó al lugar de los hechos, el revuelo entre los presentes fue considerable. Todos querían ver qué pasaba, así que los agentes de la ley hubieron de emplearse a fondo de nuevo para mantener a los curiosos alejados del ahora concurrido solar. El conde del Razes era cualquier cosa menos discreto, así que su descenso del coche, acompañado de su criado de color, Lucas, portando un enorme maletón en el que se guardaba el instrumental, llamó muchísimo la atención de las comadres, que inventaban ya rumores, dimes y diretes sobre aquel crimen. Se había organizado un alboroto notable. – ¡Atrás todo el mundo! -conminó el aristócrata arrodillándose ante los restos-. Esto es lo que haremos…, hum…, pero ¿qué veo aquí? ¡Fantástico! ¡Great! Lucas, un frasco y las pinzas, rápido -añadió a la vez que se calzaba unos guantes de cuero. Todos los agentes quedaron impresionados ante el comportamiento de aquel excéntrico, un tipo macabro y repugnante que se entretuvo en recoger con unas pinzas, uno a uno, todos los gusanos que devoraban el cadáver. El mismo Víctor se sintió algo cohibido ante sus compañeros por el extraño comportamiento de su amigo, que en aquel momento tendió el frasco a Lucas mientras decía: – ¡Vaya, y eso que vemos ahí deben de ser los treinta reales! ¿Han llamado ya al juez? Tuvieron que esperar a que llegara el magistrado para poder levantar el cadáver. Don Alberto insistió en que fuera trasladado a su «taller» para poder estudiarlo con tranquilidad. Víctor no tuvo problemas para conseguir el permiso necesario. Cuando llegaron al palacete del barrio de Salamanca era ya noche cerrada. Don Alfredo parecía turbado. – Tomemos primero una ligera cena. Los enigmas se resuelven mejor con el estómago lleno -aseveró el conde. Los dos policías y el aristócrata departieron en animada conversación mientras daban cuenta de unas perdices en escabeche y apuraban en repujadas copas de cristal de Bohemia algunos de los excelentes caldos de Aldanza. El mentor de Víctor los fascinó hablándoles de sus largos viajes y relatando sus mil peripecias en el índico, su agitada vida en Chile o su relajante estancia en Alaska. Les contó mucho de Norteamérica, de Nueva York, según dijo, la más excitante y joven ciudad del mundo. También habló sobre Boston y les contó cosas de París, de Praga, describió con detalle su maravilloso crucero por el Danubio y se emocionó al recordar su añorada Moscú. En fin, una vida de ensueño plena de sensaciones y lúdicas experiencias que habían llevado a aquel caballero a destacar de entre la mayoría como un excéntrico pero atractivo bon vívant. Tomaron una copa de jerez en el salón fumador y pasaron al taller para examinar el cadáver. Mientras Víctor y don Alfredo parecían un tanto nerviosos, mirando con algo de asco y desazón lo que quedaba de aquel cuerpo, don Alberto se entregó a aquella tarea con verdadero entusiasmo y devoción; disfrutaba con la realización del trabajo. El joven subinspector pensó con desagrado que había algo macabro en el comportamiento de su nuevo amigo. Sintió asco y repulsión pero no era el momento para dudas estúpidas. A la luz de las lámparas de gas y pese al frescor de la noche y el relajante canto de los grillos, Víctor sintió allí, en aquel cuarto, una opresión en el pecho, quizá algo de miedo ante la profanación del cuerpo de una persona fallecida. Aquello quizá no estaba bien, pero, ¡demonios!, él era un hombre progresista, racional, y lo hacían por el bien de la finada. Había que capturar al culpable. – Veamos qué hay por aquí -dijo el conde examinando el cuerpo con atención-. ¡Voilá! Tome notas, mi buen amigo Víctor, porque lo primero que les diré es que estamos ante un cuerpo de mujer. – ¿Y cómo lo puede saber? Si no es molestia, claro -quiso saber el inspector Blázquez. – Muy sencillo -dijo el otro como quien cuenta una evidencia-. La pelvis. En los varones, el hueco que queda en este hueso tiene forma ovoidea, mientras que en las mujeres es acorazonado. Este hueco es lo que llamamos canal del parto, por ahí debe pasar el feto al nacer. Es más, por el grado de apertura -miren, miren la sínfisis púbica-, me atrevería a afirmar que esta mujer fue madre. – ¿Cómo? -casi gritó Víctor. – Sí, además estaba en edad de ello; mire los huesos de la muñeca, ¿qué edad estima usted que tenía? – Pasó la adolescencia hace tiempo. – Exacto, calcule usted entre veinte y treinta. Aproximadamente. – ¡Vaya! -exclamó Blázquez. – Miren la costilla. Navajazo -continuó el aristócrata-. Bien, bien. ¿Y las monedas? Cuéntelas, don Alfredo. Éste hizo lo que el conde le pidió y dijo al momento: – Treinta. – Como Judas. Treinta monedas de plata -dijo Aldanza. – ¿Qué querrá decir con ello el asesino? -preguntó Don Alfredo. – Alguna traición que esta pobre puta ha pagado caro -contestó Víctor. – Esta mujer sufrió una fractura en el brazo cuando era niña, miren el radio, cerca de la muñeca -prosiguió el conde-. Es un dato a tener en cuenta. Ahora veamos el cráneo. Don Alberto inspeccionó minuciosamente aquella maltratada calavera. Miró las cuencas que antaño contuvieron unos ojos de mujer, quizá hermosos, quizá no. Al mirar la boca exclamó: – ¡Vaya, vaya! Acérqueme ese punzón, por favor, don Alfredo. El aristócrata tomó el estilete al instante y tras introducirlo en la boca de la calavera, hizo palanca con fuerza y, luchando contra la oposición que ofrecía el hueso, consiguió que tras un crujido algo saliera de la cavidad. – Miren, una muela de oro. Y tiene tres más, esperen. Están pegadas al barro seco y a restos de mucílago y cuesta un poco sacarlas. Repitió la operación tres veces. Allí había cuatro muelas de oro macizo. – Interesante -comentó Víctor pensativo. – ¿Qué nos dice esto, mi querido pupilo? – Que esta mujer no era una puta como las otras, era una dama de posibles -contestó muy seguro el joven. – Eso es -aseveró Aldanza-. Además, miren el interior de la boca. Dos muelas rotas por el golpe de un objeto romo, quizá el mango de un bastón o algo así. Es un golpe propinado por un zurdo, ojo con eso. Esta dama fue maltratada antes de su muerte, de eso no cabe duda. Y ahora, miremos las larvas. ¿Podremos datar la fecha del deceso? Espero que si tenemos suerte, así sea. Los tres se encaminaron hacia una mesa de roble en la que don Alberto tenía situada una especie de lupa que descansaba en un soporte. Contaba con dos grandes anillos con sus respectivas lentes. La llamó «lupa binocular». Tomó un libro de una estantería y se lo tendió a Víctor. Guía de Artrópodos se titulaba. – ¿Artrópodos? -dijo extrañado don Alfredo. – Sí, mi querido amigo. Ustedes, la policía, ven a diario que los cadáveres que levantan se encuentran plagados de cientos de gusanos que, por desgracia, ignoran. Esos repugnantes animalillos no son otra cosa que el estado larvario de diferentes tipos de moscas, unos necrófagos que han de proporcionar al entendido una información valiosísima a la hora de determinar la fecha de la muerte del finado. El estudio de la fauna cadavérica es tenido en cuenta cada vez por más y más policías de todo el mundo, por ejemplo, Scotland Yard en el Reino Unido o la propia Securité francesa. Esas moscas son… – ¿Insectos? -preguntó tímidamente Víctor. – Correcto, insectos. El hombre, en su infinita arrogancia y prepotencia, cree haber dominado el planeta, pero no sabemos que este minúsculo trozo de roca perdido en el Universo está dominado por un tipo de ser vivo, por unos seres que habitan todos los lugares por recónditos que éstos sean y que, en número, superan a los humanos en proporciones considerables: me refiero a los artrópodos. Y dentro de los artrópodos, mis queridos amigos -prosiguió a la vez que miraba por la lupa-, tenemos varias familias o grupos: los arácnidos, como la araña o el escorpión, los miriápodos, como el ciempiés o la temida escolopendra y, los más numerosos, los insectos. Por eso, si abre usted, mi querido amigo Víctor -dijo sin dejar de mirar por los binoculares-, ese extenso tratado de artrópodos de mi querido amigo el doctor Willbrought por la página 678, comprobará que en segundo lugar se cita una especie de mosca llamada Calyphora octopunctata. ¿Es así, Víctor? – En efecto. – Bien, hemos tenido suerte de poder observar las larvas pero también algunos adultos que no han podido abandonar el cadáver. Vea, vea, este tipo de mosca se caracteriza porque en el estado larvario presenta ocho puntitos de color escarlata en los segmentos del voraz gusano, puntos que apenas se observan en tenue color verdoso en el tórax del ejemplar adulto. -Los dos policías miraron con la boca abierta por la potente e iluminada lupa-. Y ahora, Víctor, lea en la guía la época de puesta de huevos y eclosión de las larvas. El joven policía tomó el pesado volumen y leyó en voz alta: – «La Calyphora de ocho puntos suele poner sus huevos siempre en cadáveres recientes y en las primeras semanas del mes de julio.» – Un momento. Obviando otras especies que se encuentran presentes en el cadáver y que estudiaré con más detalle en los próximos días y teniendo en cuenta que observo, por su tamaño, al menos dos oleadas de Calyphora en la muerta, puedo afirmar, por esta primera impresión, que esta mujer falleció en las primeras semanas de julio del año pasado. En suma, señores, y por no hacerme pesado, pues supongo que querrán retirarse a descansar, puedo afirmar que nos hallamos ante una mujer de entre veinte y treinta años de edad que fue asesinada en julio del pasado año, que sufrió una fractura en el brazo de niña, de buena familia, que fue madre en su momento y fue maltratada por un hombre zurdo que la mató de un certero navajazo en el costado izquierdo. Los dos policías quedaron boquiabiertos. – Me temo que tenemos mucho trabajo que hacer -dijo don Alfredo. – Y que lo diga, don Alfredo -convino Víctor. Estaba deslumbrado por las posibilidades que apuntaba la medicina forense. Era obvio que la ciencia podía ayudar a resolver multitud de casos, y pese a las objeciones de los más conservadores, él estaba decidido a incorporar esos métodos en su rutina diaria. |
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