"El Misterio De La Casa Aranda" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)

Capítulo 16

Eran aproximadamente las once de la mañana siguiente cuando don Víctor recibió una inesperada nota de don Horacio Buendía en la que éste le instaba a que acudiera sin demora a su despacho. Allí, el joven subinspector se encontró con una sorpresa: don Cosme de Pelayo y una señora, que resulto ser doña Alejandra, su esposa, aguardaban sentados frente a la mesita de café en que el comisario Buendía recibía a sus más distinguidas visitas.

– Pase, pase, don Víctor -dijo don Horacio de muy buen humor.

A continuación el comisario aclaró que, tras hablar con el ministro, don Cosme y su esposa habían decidido colaborar, charlando de manera confidencial con el detective que llevaba el caso. La mujer parecía afectada, tenía los ojos rojos y el rostro pálido, y unas acentuadas ojeras delataban que no había dormido mucho.

El joven policía tomó asiento y sacó su bloc para tomar nota de aquella conversación.

– Nada de notas -exigió el gigantón don Cosme.

Víctor miró al comisario y éste ratificó:

– Haga lo que le dice, joven.

– Bien, hablemos entonces -repuso el detective-. Como ya le dijimos, don Cosme, tememos que los restos a que nos referíamos en nuestra conversación pertenecen a su hija María de los Ángeles. Necesitamos hablar con ustedes al respecto; cualquier detalle puede ser esencial para capturar al malnacido que mató a su hija. Sé que algunas de las preguntas que pueda hacerles sonarán mal a sus oídos, pero es imprescindible que sean sinceros. Si hacen lo que yo les diga, les doy mi palabra de capturar a ese bastardo para que ustedes y su hija descansen sabiendo que se hace justicia.

La señora miró al detective con expresión bondadosa y dijo:

– Pregunte lo que quiera, joven. Le ayudaremos en lo que podamos.

– Bien. Su hija tuvo un hijo, ¿no? -preguntó Víctor.

Los dos se miraron con temor. Ella hizo un gesto al marido y éste comenzó a hablar:

– Sí. Tuvo un hijo. Fue lejos de aquí, porque cuando descubrimos que estaba embarazada la enviamos a París, con mi cuñada. Tuvo una niña, que fue llevada por manos amigas a un convento.

– ¿Y su hija, María de los Ángeles?

– La enviamos a un internado inglés. Cerca de York. Al año de aquello volvió a Madrid. Quisimos evitar el escándalo. Un año más tarde desapareció. No hemos tenido noticias hasta ahora. Yo pensaba que se había fugado de casa; desde que la enviamos al extranjero no había vuelto a ser la misma. Nunca nos lo perdonó.

– ¿Con quién pensaban ustedes que se había fugado?

– Con ese rufián -masculló el padre entre dientes-. Él la llevó a la perdición.

– ¿Quién?

– Gerardo de La Calle. Así se llama el hombre que arruinó la vida de mi hija y la nuestra propia. Un degenerado -espetó doña Alejandra muy indignada.

– Perdonen, pero su relato está resultando algo desordenado. Veamos: deduzco que ese tal Gerardo de La Calle es el hombre que dejó embarazada a María de los Ángeles.

– El mismo -asintió sulfurado don Cosme-. El muy canalla se aprovechó de que tenía entrada franca en mi casa y se fue haciendo poco a poco con el dominio de la voluntad de mi hija. Su padre, Bernabé, y yo éramos amigos y en otro tiempo fuimos socios. ¡Si hasta nos llamaba tíos! Ese desalmado no se conformó con deshonrar a mi única hija, sino que luego la dejó tirada como un trapo sucio. Ella sólo quería morir, y encima ¡preñada de un tipo de su calaña! Me consta que ha dado muchos, pero que muchos disgustos al pobre Bernabé, que nunca ha podido con él. Ha tenido siempre que ir arreglando con su dinero las fechorías que hacía el hijo. ¡Menudo crápula!

Víctor y don Horacio cruzaron una mirada de complicidad.

– ¿Debo entender que ese tal Gerardo rompió relaciones con su hija al saber que esperaba un hijo suyo? -preguntó el detective.

– Así fue.

– Y entonces, cuando su hija desapareció, ¿por qué pensaban que podía haberse fugado con él?

El ofendido padre respondió:

– Porque después de que ella volvió del extranjero y una vez que habíamos evitado el escándalo, ese sinvergüenza apareció de nuevo en la vida de mi Mari Ángeles. Comenzó a vérsele merodeando por nuestra calle y no descansó hasta que volvió a conquistarla. No debió de costarle mucho trabajo, porque mi niña no lo había olvidado. El servicio nos alertó de lo que ocurría y tomamos medidas urgentemente. Ella, al principio, lo negó todo, pero luego se puso como una fiera diciendo que no volveríamos a separarla de «su Gerardo» ni a arrancarle de sus entrañas otro hijo del hombre al que quería. La pobre no recordaba -o no quería recordar- que ese bergante se había desentendido de ella y de su retoño. Discutimos y cruzamos palabras duras. Ella con nosotros y nosotros con ella. Hizo una maleta con algo de ropa y salió por la puerta. Hablé con mi amigo Bernabé. Incluso tuvimos una entrevista con ese degenerado, con Gerardo, pero al parecer mi hija no había aparecido por su casa. Pensamos que nuestra niña había decidido cambiar de aires y malvivir por esos mundos como una perdida, así que tratamos de enterrarla como si hubiera muerto.

– ¿Y no volvieron a tener noticias de ella?

– Sólo sabemos que una de nuestras criadas la vio cerca de la calle Mayor en compañía de una anciana de aspecto aristocrático. Nada más.

Víctor miró a su superior y comentó:

– Tenemos que hablar con ese Gerardo; puede que sepa algo más de esta historia.

– No le quepa duda, don Víctor -dijo don Cosme levantándose junto con su esposa.

Antes de que los afligidos padres abandonaran el despacho de don Horacio, Víctor se dirigió a ellos y dijo:

– Quiero agradecerles sobremanera su testimonio. Don Cosme, el otro día…, quiero decir que… que comprendo su reacción. Tuve que presionarle un poco, y sepa que lo siento si le molesté, pero es mi trabajo.

El gigantón se giró antes de salir y mirando fijamente al policía repuso:

– No se preocupe, joven. Es usted bueno, muy bueno. Céntrese en cazar a ese hijo de puta, lo quiero ver en el garrote.


Víctor dedicó la tarde a revisar sus notas. Esperaba que algo ocurriera, por eso había quemado el libro. Necesitaba saber si aquel era un negocio extraterrenal o una estratagema urdida por alguien para conseguir sus inconfesables propósitos. Pensó en lo que don Alberto le había dicho: el máximo beneficiado de aquel crimen habría sido, sin duda, don Augusto. ¿Podría alguien ser tan mezquino como para utilizar a la propia hija en una trama como aquella? Si así era, lo sentía por Aurora y, sobre todo, por Clara. Menudo padre. Había visto de todo en este mundo pese a su juventud y es que la profesión de policía hacía que uno vislumbrara lo peor de la condición humana, y por eso se negaba a creer que aquel caso fuera cuestión de espíritus o santería; allí había algo más. Todo esto se decía Víctor con objeto de acallar las reticencias de una parte de su atribulada mente que, a pesar de su racionalidad, se empeñaba en sembrar sobre el caso una sensación de irrealidad, de fatalismo sobrenatural que hacía que el subinspector temiera enfrentarse a un enemigo de naturaleza no humana. ¿Existían las maldiciones?


Se fue al teatro Apolo, pues tenía una localidad para ver El sí de las niñas. Salió con el ánimo un tanto bajo por el argumento de la obra. Amores imposibles, casamientos a la fuerza… ¡Qué mundo! Ya en la pensión, pasó el resto de la velada leyendo a fin de descansar su pensamiento del asunto de los Aranda o de la investigación sobre el asesino de prostitutas. A pesar de que intentaba no pensar en ello, no pudo evitar recordar el testimonio de los De Pelayo. Tenía que hablar con el tal De La Calle, un mal elemento, sin duda. Algo tenía que aportar al caso.

Se durmió sentado en su sillón, con un ejemplar de El Quijote que le regalara don Armando y que de vez en cuando leía y releía con verdadera devoción. Se adormiló con un mal presentimiento y tuvo un sueño inquieto y desapacible, como el de quien intuye que algo malo va a ocurrir sin saber exactamente qué.

A eso de las cuatro y media de la madrugada lo despertó su casera, doña Patro. Había llegado un aviso urgente para don Víctor Ros, y un coche enviado por don Horacio lo esperaba en la calle: ¡Aurora había vuelto a intentarlo!

El joven policía gritó al cochero que volara por las desiertas calles de Madrid, pero el trayecto hasta casa de los Aranda se le hizo eterno. Cuando llegó se encontró con que había luces en la casa y don Alfredo le esperaba en la puerta.

– Don Horacio está dentro -dijo su compañero por todo saludo-. La joven ha vuelto a intentar matar a su marido.

– ¿Cómo?

– Sí, al parecer se levantó de la cama aprovechando que su doncella se había quedado dormida, bajó a la cocina, tomó un cuchillo y se dirigió a la habitación de don Donato. La criada despertó a tiempo y llamó a gritos a los demás. La joven no llegó a entrar en la habitación que ocupaba su marido. Don Donato está bien, al menos físicamente, porque dice que se va de aquí en cuanto amanezca.

– Y si la joven ha estado con fiebre cerebral todos estos días, ¿cómo pudo saber en qué dormitorio estaba el herido?

– Ni idea.

– Por lo menos, ahora nadie le echará la culpa al libro -dijo resuelto Víctor.

– Verás, en cuanto a eso…

– ¡No! -gritó el joven policía.

Corrió al interior de la casa y se dirigió a la biblioteca. Cuando entró en el cuarto, miró hacia la fatídica estantería y comprobó que, en efecto, el libro había vuelto del más allá para cumplir su maléfica misión.

– Vaya, vaya… -murmuró con una sonrisa nerviosa.

– No nos hemos atrevido a tocarlo -explicó Gregorio, el mayordomo.

– ¿Y los demás? -preguntó Víctor.

– Doña Ana y doña Clara están con el doctor y con don Horacio en la habitación de Aurora, ambas pasaban la noche en esta casa -dijo don Alfredo.

– ¿Y don Augusto? -preguntó el subinspector.

– Mandamos aviso a su casa antes que a nadie, es raro que no haya llegado aún -contestó el mayordomo.

Víctor y don Alfredo se miraron.

– Bueno -dijo el más joven sacando su lupa-, veamos este libro.

Tras tomar el texto maldito, Víctor se acercó a una lámpara de gas que brillaba en el tétrico vestíbulo. Examinó el volumen con atención y al instante su rostro se iluminó con una amplia sonrisa de alivio.

– Buf -exclamó-, por un momento he temido que nos enfrentáramos a fuerzas sobrenaturales.

– ¿Cómo? -se extrañó don Alfredo.

– Sí, querido amigo. Debo decirte que en este momento puedo concluir que nos enfrentamos a un caso que se sale de lo normal, extraordinario si se quiere, pero en modo alguno sobrenatural. Desecho sin ningún género de duda la hipótesis de la maldición, y les aseguro a todos que hacemos frente a rivales muy, pero que muy humanos.

– ¿Rivales? -repitió el mayordomo.

– Sí, Gregorio, sí. Para este tinglado hacen falta al menos dos personas. Pero no hablemos de ello ahora y envíe otro aviso a don Augusto; díganle que se presente aquí cuanto antes o su tardanza resultará altamente sospechosa. Y ahora, Alfredo, subamos a ver a la agresora; no creo que nos nieguen la entrada en estos momentos.

El mayordomo salió al patio y los dos policías subieron las lúgubres escaleras jalonadas de horripilantes retratos de épocas pasadas que ponían los pelos de punta hasta al racional subinspector. Hallaron a Clara sollozando, sentada en un pequeño diván situado en el recibidor que daba acceso al dormitorio principal de la casa. Parecía afectadísima. Un agente uniformado hacía guardia junto a ella. La joven, al ver a Víctor, se abrazó a él gimoteando.

– Tranquila, tranquila. Todo ha pasado, Clara. No tema -dijo quedamente el detective, mientras la chica lloraba y lloraba-. Sé que es difícil en un momento como éste, Clara, pero confíe en mí. Estamos mucho más cerca de echar el guante a quienes están utilizando a su hermana como medio para sembrar el dolor en esta casa.

Alarmado por los sollozos acudió don Horacio, quien, tras pedir a doña Ana que se hiciera cargo de su hija, indicó a Víctor que entrara en el dormitorio de matrimonio. Allí era donde se había producido el primer ataque. Aquel era el cuarto donde don Diego Vicente Reinosa había sido asesinado por su propia mujer. Allí se había producido diez años antes otra tentativa de homicidio, y ahora, Aurora había vuelto a reproducir esos sucesos hasta por partida doble. Víctor sintió un escalofrío en la espalda.

La joven permanecía como ida en la cama, murmurando incoherencias. Junto a ella, un médico le tomaba el pulso y su doncella sollozaba inconsolable. Las idas y venidas de los criados eran constantes en aquellos confusos momentos. Ahora traían un poco de agua hervida, un poco después alguien pedía unos paños y más tarde, la señora ordenaba que trajeran agua de azahar. Los murmullos y la tensión eran generales, aumentando aún más el nerviosismo y la sensación de desconcierto que reinaban en aquella maldita casa.

La chica estaba medio dormida, aunque, de pronto, como delirando, parecía despertar y observaba a los presentes con unos ojos enrojecidos y malignos que atemorizaban al más valiente. Parecía presa del odio. Luego deliraba unos segundos y volvía a dormirse. Víctor sintió que la pena le embargaba, una joven como aquella, hermosa y con toda la vida por delante, era presa de la demencia más absoluta.

– Mírela, don Víctor, es imposible sacar nada en claro de ella, se ha vuelto loca. Como la mujer del empresario santanderino hace diez años, doña Milagros. ¿Qué haremos ahora? -gimió don Horacio.

– Por lo pronto, hay que localizar a Fernando Hernández. Debemos comprobar si tiene coartada.

Mientras lo decía, el subinspector Ros contemplaba con atención el inmenso dosel que caía sobre aquella amplia cama. Luego, el joven policía paseó por la habitación echando un vistazo aquí y allá y golpeó en varias ocasiones la pared, para sorpresa de los presentes. Por unos instantes inspeccionó la mesita en la que Aurora dejara el ejemplar de La Divina Comedia antes de atentar contra su marido por primera vez. Luego se acercó a la joven enferma, la miró por unos segundos y se limitó a comentar:

– Tiene las pupilas muy dilatadas.

En ese momento entró el mayordomo. Hizo un aparte con don Horacio, don Víctor y don Alfredo y dijo entre susurros:

– El cochero acaba de llegar.

– ¿Qué cochero? -preguntó don Horacio.

– El de la casa, lo envié a avisar a don Augusto -contestó Gregorio.

– ¿Y?

– Me temo que el señor se ha pegado un tiro en la sien durante el trayecto -contestó el mayordomo en voz baja-. Está abajo, en el coche. El cochero no sabía qué hacer, escuchó el disparo poco antes de llegar.

Los tres policías se miraron. Aquello se les iba de las manos. No contaban con semejante sorpresa.

– Es fundamental que las damas no sepan nada ahora. No es el momento. Bajemos con disimulo al coche a ver si podemos hacer algo -ordenó don Horacio.

Gregorio ladeó la cabeza como diciendo que no había nada que hacer. Don Horacio farfulló una excusa a doña Ana que entraba en el cuarto en ese momento y los tres policías bajaron al patio. Era una noche aciaga para aquella desventurada familia. Junto al coche de caballos hallaron a los criados, muy alterados con aquella desgraciada concatenación de desdichados sucesos. Don Horacio puso algo de orden, mientras Víctor y don Alfredo se asomaban al interior del coche. Echado hacia un lado, como si durmiera, descansaba para siempre el atormentado don Augusto. Tenía la boca abierta y la lengua fuera, ladeada. Un tremendo boquete en el hueso temporal izquierdo demostraba que por allí había salido la fatídica bala; el interior del vehículo estaba sembrado de fragmentos de cráneo, sangre y sesos.

– Es un espectáculo desagradable -resumió Víctor muy serio.

– Sí, uno no se acostumbra nunca -asintió su veterano compañero.

Dispusieron que el cochero encerrara el coche en las caballerizas para que las damas no lo vieran y mandaron avisar al juez. Gregorio informó que doña Ana Escurza tenía un primo en la capital con quien tenía bastante confianza, así que decidieron que se le informase con objeto de que pudiera darle la fatídica noticia del fallecimiento de don Augusto.

A continuación, los tres policías se reunieron en la biblioteca con objeto de afrontar con garantías aquella crisis que, de no ser bien encarada, podía provocar más víctimas en aquella familia. Al poco llegó muy alterado el primo de doña Ana, de nombre Eusebio, un ex militar alto y delgado que, al parecer, disfrutaba de buenas rentas. Tras explicarle lo sucedido, Víctor indicó que era preciso sacar cuanto antes a Aurora de aquella maldita casa, por lo que resolvieron que la joven fuese trasladada a una villa de recreo que don Eusebio poseía en Palencia, en el campo, lejos del ajetreo de Madrid y, sobre todo, de miradas y oídos indiscretos.

Después de tomar tan comprometida decisión, don Horacio y don Eusebio se reunieron con doña Ana y con Clara para explicarles lo sucedido. Víctor dio gracias al cielo por no tener que presenciar la dolorosa escena, pues el comisario les había enviado a tomar declaración a don Donato. Justo cuando entraban en el dormitorio del marido agredido oyeron los gritos de doña Ana. Le habían dado la fatídica noticia. Sintió que se le hacía un nudo en el estómago y maldijo a los desalmados que habían llevado la desgracia a aquella casa.

Don Donato estaba sentado en un amplio butacón, junto a la ventana. Miraba al exterior de la mansión; las primeras luces del alba asomaban tímidamente entre la abundante hojarasca de una inmensa acacia que crecía salvaje en aquel asilvestrado jardín. Los pájaros comenzaban a cantar como suele ocurrir en verano, al despuntar el día. El joven llevaba el brazo en cabestrillo y vestía ropa de viaje. Giró la cabeza al oír entrar a los dos policías y les indicó con el gesto que se sentaran al borde de la cama.

– ¿Qué ha sido ese grito? -preguntó Aranda.

– Su suegro se ha suicidado -dijo Víctor tomando asiento en el lecho del doliente marido. El joven hizo un gesto de desesperación y se pasó la mano por la cabeza.

– ¡Dios Santo! Ya nada me sorprende en esta horrenda casa. ¿Creen que tenía algo que ver con todo esto?

– Quizá -murmuró Víctor-. Lo seguro es que era un hombre atormentado.

– ¿Se va usted? -preguntó don Alfredo.

– Sí. Mi médico me desaconseja el viaje, pero no pienso quedarme aquí ni una sola noche más. Esta casa está maldita, y no voy a esperar a que me maten para demostrarlo.

– ¿A dónde piensa ir, si puede saberse? -interrogó el inspector Blázquez.

– A una finca que tienen mis padres en Ciudad Real. Mi madre me espera allí. -El joven hizo una pausa y añadió-: Me da igual que piensen que soy un cobarde. Aurora está loca, loca de remate. No se imaginan ustedes la mirada de odio que vi en sus ojos; y ese músico… No pienso volver a poner un pie en Madrid en mi vida. Lo juro.

Los dos policías se miraron.

– Supongo que no hay ningún problema para que se ausente de Madrid -aceptó Víctor-; es más, opino que estará usted mejor lejos de aquí. Sólo una cosa…

– ¿Sí?

– Antes de partir, deje bien claras sus señas. Es probable que volvamos a necesitarle. Y ahora, si nos disculpa, tenemos trabajo.

– Una última cosa -añadió Donato Aranda.

– ¿Sí? -contestó Víctor volviéndose desde el umbral de la puerta.

– Una criada, Nuria, me ha comentado que ese condenado libro ha vuelto.

– Pues le ha comentado bien -sentenció don Alfredo.

Dicho lo cual, los dos policías dejaron solo al desconcertado joven.

Era obvio que don Donato, que no era exactamente un cobarde, estaba harto de aquel asunto.