"El Misterio De La Casa Aranda" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)Capítulo 5 Al día siguiente Víctor zanganeaba leyendo la prensa. En ella se detallaban las últimas operaciones del general Martínez Campos en Cuba, que La Época calificaba de brillantes. Leía los pormenores con atención cuando recibió un cajoncito de madera con las pertenencias de las tres rameras. Contenía a su vez tres cajas más pequeñas, grises y de cartón, con los nombres de las asesinadas y sus escasas posesiones. Víctor se sentó; su compañero lo miraba con curiosidad. Abrió la primera caja, la de la pajillera, y esparció su contenido sobre la mesa: un pequeño camafeo -horrible por cierto-, unos pendientes de plata vieja, un anillo de casada y unas monedas. – ¿Qué es eso? -preguntó don Alfredo, intrigado, mientras se levantaba de su silla. – Los objetos personales de tres putas asesinadas. Hago un favor a una amiga. Creemos que lo hizo el mismo tipo. El compañero de Víctor se acercó a la mesa y examinó los objetos mientras el joven subinspector abría la segunda caja y dejaba caer sobre el escritorio cuanto portaba Engracia en el día de autos. – Unos pendientes, una bolsita de tela con tabaco, un librito de papel de fumar y unas monedas -dijo en voz alta haciendo inventario de aquellas escasas pertenencias. Abrieron la tercera caja. Esta vez habló don Alfredo: – Una pipa, un pañuelo, un paño blanco, imperdibles y monedas sueltas. – Aquí hay caso, y de los buenos -dijo Víctor Ros. – ¿Cómo dices, compañero? -preguntó Alfredo Blázquez. – Cuenta las monedas que llevaba cada finada -dijo el subinspector, resuelto. Don Alfredo contó mentalmente y dijo: – Treinta reales cada una. – ¿Crees en las casualidades? -preguntó Víctor con sorna. – En absoluto, compañero. No sé de qué va esto, pero me parece evidente que estas tres putas fueron asesinadas por el mismo sujeto. Y no me digas que fue un chulo porque si no de qué iba a haberles dejado treinta reales. Se hubiera llevado esos dineros. – Pues voilá. Ahí quería yo ir a parar. Me voy a ver al comisario. El comisario Buendía, que como siempre parecía ocupado y de muy buen humor, recibió a Víctor con los brazos abiertos: – Hombre, mi más preciada promesa… ¿Qué se le ofrece, don Víctor? ¿Tienen todo lo que necesitan? – Sí, sí, don Horacio. – Tome asiento, Ros, tome asiento. El joven se sentó en una de las dos sillas situadas frente a la enorme mesa repleta de papeles tras los que se adivinaba al rechoncho Buendía. Una lámina que representaba al monarca presidía aquella amplia estancia que daba a la concurrida Puerta del Sol. – Tengo un caso que quisiera investigar -expuso Víctor. – Pues diga, diga. Para eso estamos. El subinspector Ros explicó a su superior cómo había sabido de la muerte de las tres prostitutas y le habló de su desconfianza inicial a estudiar aquel caso aunque de inmediato le relató lo poco que sabía sobre el asunto, a saber, que las tres habían sufrido idénticas heridas y el curioso detalle de los treinta reales. Solicitó a su jefe un operativo de quince agentes para «iniciar las pesquisas» y le aseguró que obtendría resultados si se ponía «manos a la obra inmediatamente». El comisario Buendía estalló en una violenta y estruendosa carcajada: – ¡Ay, don Víctor, don Víctor! -exclamó secándose las lágrimas que por la risa se le habían acumulado en las horribles bolsas que tenía bajo los ojos-. Ustedes los novatos son la monda. ¡Así me gusta, leñe! Jóvenes entusiastas como usted es lo que necesito yo aquí! Pero hágase cargo, ¡quince agentes! ¿De dónde saco yo quince agentes? Y aunque los tuviera, ¿cómo voy a volcar tantos recursos en proteger a las putas de Madrid de sus propios chulos? Sea responsable, hablamos de los dineros del contribuyente. – Pero don Horacio, hay un patrón común, un modus operandi, hablamos de un loco que anda suelto por ahí. El comisario negaba con la cabeza como ratificándose en su decisión. – Tres putas. Me agrada su entusiasmo, joven. Pero la policía está para proteger a la gente decente y no a la chusma. Esas jóvenes han adoptado un modo de vida que termina indefectiblemente en eso. Trasnochar, malas compañías, chulos, pervertidos, ¿no es lo más normal del mundo que la mayoría de ellas acabe muerta en una cuneta o carcomida por la sífilis? Además, no sería la primera vez que a un fulano le da por despachar a tres o cuatro zorras; ¿y qué? Hágame caso, buen amigo, y déjese de monsergas. Siga a lo suyo, siga, y no se salga del buen camino. – ¿Del buen camino? -repitió el subinspector Ros. – Sí, hijo mío, sí. Se rumorea que frecuenta usted las tertulias de liberales. – ¿Y? ¿Acaso soy por ello un mal policía? – No me malinterprete, joven, que aquí donde me ve yo tampoco soporto a estos tiranos de los Borbones -dijo señalando con el pulgar el retrato que tenía tras de sí-; pero sea discreto, hombre de Dios, y olvídese de estas tonterías. Mire, don Víctor, el propio ministro de la Gobernación dictó un reglamento para censar y someter a inspección médica periódica a toda esta chusma, a las putas, o sea que se las controla e incluso se vela por su bienestar, pero eso es cosa de la guardia urbana. Vaya usted a lo suyo y no se hable más. Y aquí me tiene usted gustoso para que no le falte nada -añadió levantándose para acompañar al joven hasta la puerta-; quiero que me limpien Madrid de morralla, y eso no es trabajo de un día precisamente. Después de aquella entrevista, a Víctor le quedó claro que el ministerio no invertiría ni una sola peseta en investigar la muerte de aquellas tres desgraciadas, así que habló con Alfredo y éste le aconsejó que, si tanto interés tenía, llevara a cabo discretas pesquisas en su tiempo libre para acallar su conciencia al respecto y comprobar si de verdad, como ellos pensaban, había un loco suelto por Madrid que podía resultar terriblemente peligroso. Resolvió preguntar al menos a las amigas de las finadas y al Marsellés, el chulo de la Engracia, alias la Chelito, al menos para tranquilizar a Lola y sus compañeras. De hecho, gracias a la Valenciana las putas de todo Madrid supieron que un joven subinspector, inteligente, recto y bien parecido estaba investigando el asunto de las tres prostitutas asesinadas. Y no era raro desde entonces que en sus visitas al burdel de la Rosa, o en sus paseos nocturnos por Los Paradores de Santa Casilda, la Plaza de Armas o el barrio de Huertas, las meretrices se le echaran literalmente en brazos para agradecer que al menos alguien se interesara por ellas. No se sentía mal por ello, ni mucho menos. Y así, una calurosa tarde de primeros de junio, a la hora en que las mozas salían de trabajar, Víctor, preguntando aquí y allá, logró entrevistarse con las compañeras de la tercera y última víctima, Eva, en la Fábrica de Tabacos de Embajadores. Al principio se sintió violento por los piropos que le lanzaban aquellas jóvenes que salían del tajo, fumaban como carreteros y juraban como curtidos marineros. Llegó a sentir que se ruborizaba, pero intentó parecer impertérrito agarrando el bastón y los guantes e inclinando de vez en cuando la testa al paso de aquel mujerío. Hacía un bochorno terrible pese a que estaba a punto de oscurecer. Un penetrante olor a tabaco impregnaba el ambiente. Se escandalizó un tanto cuando una joven pasó tarareando junto a él una copla muy famosa del momento que decía: «… tu marido y el mío se han peleao, se han llamado cabrones, y han acertao…». Después de preguntar unas cuantas veces, pudo identificar a cuatro compañeras de la asesinada, que se empeñaron en hablar con él en lo que llamaron «un lugar más tranquilo». Lo llevaron a toda prisa hasta una taberna de la calle Humilladero, El Burladero, donde la entrada de aquel señoritingo acompañado de las cuatro mozas causó cierto revuelo entre la concurrencia. Un amplio mostrador de cinc presidía el centro de la taberna, cuya fachada se hallaba decorada con bellos azulejos pintados al fresco con motivos taurinos. El dueño, Moisés, «el Chispi», los situó en una mesa del fondo y les envió a un zagal medio atontado para que les sirviera. Pese a ser muy amigas de la muerta, a Víctor le costó tres raciones de callos, dos de riñones, una jarra de vino, tres de cerveza y ocho cafés con chispazo el que aquellas atolondradas jóvenes accedieran a contarle -entre proposiciones de amor eterno y matrimonio que el policía eludía con rubor- algunos detalles sobre la vida y milagros de la pobre muerta, Eva. – Pa mí que estaba lia con un caballero de mucho postín -dijo con la boca llena de buñuelos una a la que llamaban la Coja. – ¿Y eso? -preguntó Víctor. – Porque últimamente, cuando salía de trabajar, se iba a casa. Ya no hacía la calle. – ¿Alguna de vosotras lo vio? Me refiero al caballero. – No, pero sí a la vieja -apuntó otra más menuda, Aniceta. – ¿A la vieja? – Sí, una dama mayor, con una verruga feísima en la barbilla, «asín», de color verde, con pelos. ¡Buf, qué cosa más fea de verruga! -exclamó santiguándose la joven. – ¿Y esa señora…? -insinuó él intrigado. – Le traía recado de cuándo y dónde se vería con el caballero. – Sí -remachó la más rechoncha de las cuatro-, la Eva soñaba con dejar la Fábrica de Tabacos y la calle y vivir como una «mantenía». Todas suspiraron y asintieron con la cabeza envidiando tal destino. – Vaya, vaya, o sea que ya no hacía la calle. Bien. Es interesante. Me habéis sido de gran ayuda. ¡La cuenta, niño! -gritó Víctor ante la desilusión de las mozas al ver que la velada tocaba a su fin. Tenía prisa, pues aquella misma noche don Benito Pérez Galdós pronunciaba una conferencia en la Universidad sobre «Influencia y ventajas de la enseñanza en la agricultura» y todo el Madrid liberal se daría cita allí. En los días sucesivos, Víctor pudo paliar el aburrimiento que sufría por el caso del cajero corrupto de la Banca Sabatini gracias a que dedicaba sus ratos libres a investigar la muerte de las tres prostitutas. No encontró a nadie que admitiera ser amigo de la primera víctima, la pajillera, pero no se desalentó. Como buen sabueso, en cuanto percibía el tufillo, una vez daba con el hilo que desenmarañaba un caso, no lo soltaba aunque fuese lo último que hiciera en este mundo. Abenza, el guardia grandullón de fieros bigotes, le acompañó a visitar a Adrián «el Marsellés». Aquel asqueroso tipejo malvivía en una casa de huéspedes situada junto al convento de las Jerónimas. Fueron a la noche para encontrarlo con seguridad, y la patrona los guió hasta el cuarto piso donde se hacinaban más de veinte varones vagabundos, borrachos y gentes de mal vivir, que pernoctaban por unos céntimos en tan mezquina vivienda. Abenza levantó a aquel desgraciado, que se hallaba en mitad de una partida de cartas, dándole patadas en las posaderas y se lo llevaron a la calle, sacándolo a empellones a la plaza del Cordón. La noche era fresca y se oía a lo lejos el cri-cri de los grillos. No pasaba nadie por allí a aquellas horas. – Pero ¿qué es este atropello? -dijo el chulo muy digno. Abenza le atizó un sopapo que lo derribó. El Marsellés era un tipo menudo, esmirriado, de rostro afilado, largas patillas y un ojo a la virulé. Tenía los dientes podridos. Se levantó como buenamente pudo del suelo de losa y morrillo de la plaza. – Quieto, Aniceto -ordenó Víctor-. No soy amigo de violencias. A ver, tú, sólo quiero hacerte un par de preguntas. – Yo no sé nada del golpe. Ni siquiera conozco al inglés. Víctor y el guardia se miraron en la semipenumbra de las débiles farolas de gas. – ¿Qué golpe? ¿Qué inglés? -repuso el subinspector. – Me parece, don Víctor, que debía usted permitirme unos minutos a solas con esta escoria -dijo Aniceto-. Sabe más de lo que parece. – No, no. Olvidemos de momento otros casos. Sólo me interesa lo de la chica muerta. – ¿Cómo? No sé nada de ninguna muerta. Otro sopapo de Abenza. – Hablo de Engracia, «la Chelito». – Yo no la maté, hombre de Dios. ¿No ve dónde tengo que vivir ahora? Si no tengo un real… Era mi única yegua. La Bilbaína se me murió de la «safilís» y la Rusti se me fue con un sargento de artillería. ¿A qué iba yo a hacerle daño a mi única fuente de ingresos? Víctor lo vio razonable. – Espero que no me estés mintiendo o te dejaré a solas en un calabozo con aquí, mi amigo Abenza. Necesita liberar tensiones. ¿Notaste algo raro en los últimos tiempos? El otro miró al suelo y dijo como avergonzado. – Que se me iba de las manos. Creo que algún señoritingo me la quería levantar. – Y por eso la mataste -acusó el enorme guardia. – ¡No! La necesitaba. – ¿Por qué dices lo del señorito, Marsellés? -quiso saber Víctor. – Porque sí, a veces venía a buscarla una «mañuela» [1] con una vieja dentro que la llevaba a las citas con ese individuo. No la pude ver bien porque siempre venía de noche. – ¿Y sabes quién era él? – Si lo supiera ya lo habría despachado. Nadie le estropea la mercancía a Adrián «el Marsellés». – Vaya, qué detalle por tu parte -masculló el subinspector pensando que aquel desgraciado sólo veía a la joven como una fuente de ingresos-. Una vieja, dices. Volveremos a vernos. Interesante. No salgas de Madrid o te meto en chirona. Dicho esto, Abenza y Ros se alejaron, perdiéndose en la noche. – ¿Qué opinas, Aniceto? – Que no me gusta ese tipo. – A mí tampoco, pero no lo creo culpable. ¿Para qué iba a acabar con su única fuente de ingresos? – Esa gentuza es impredecible, igual se emborrachó y se le fue la mano. Además, ha dicho que la fulana se le iba. Un ricachón. – ¿Y las otras dos putas asesinadas? No eran cosa suya. – Ha dicho que había perdido dos hembras recientemente; igual estaba luchando por abrirse un hueco en el negocio. Ya sabe usted, se carga a dos furcias para atemorizar a las compañeras. – No sé, Abenza, no le veo arrestos al fulano. Entonces el guardia sacó una pequeña petaca del bolsillo y le dio un buen trago. – Pero ¿qué haces? ¿Bebiendo de servicio? – No hombre, no -rió el grandullón-. Es agua alquitranada. – ¿Cómo? – Sí, es lo mejor para el pecho. El Alquitrán de Guyot es mano de santo, previene la bronquitis, la tisis, la irritación de pecho y el catarro de vejiga. – Pero ¿y lo tomas así, a palo seco? – No, hombre, no. Se diluye en agua. Lo puede usted encontrar en Borrell Hermanos, en Sol 5. – ¿Y para qué quiero yo eso? – Pues para la humedad de estas noches, que es muy traicionera. – Pero si estamos en junio, Abenza, y usted es un tiarrón. – Nunca se sabe, don Víctor, nunca se sabe, los agentes microbianos están por todas partes. El subinspector pensó que aquel simpático guardia estaba como una cabra. Pasaban los días y el verano se presentaba caluroso en Madrid. El subinspector parecía estancado en el caso: una vieja y un tipo importante. Eso era lo que había detrás de aquellas muertes, pero un tupido velo ocultaba qué había ocurrido con ellas tras ser recogidas. ¿A dónde habían ido después de bajar del coche en la calle Mayor? Una mañana, Víctor llegó de buen humor al trabajo sorprendiendo así a su compañero. Parecía exultante, decididamente alegre. – ¿Y esa cara de satisfacción? -preguntó Blázquez-. ¿Fuiste anoche de «picos pardos»? – Quiá, Alfredo. Anoche presencié un hito histórico en el devenir cultural de la Villa y Corte. Un momento legendario que habrá de perdurar en la historia del Parnaso madrileño. – Vaya. – Sí. Fui al teatro de la Zarzuela, se celebraba una velada artístico-literaria de las de relumbrón. Imagina, Alfredo, el teatro a reventar y el respetable expectante. Todos los liberales de Madrid, constitucionales o radicales se habían dado cita anoche allí. – Menuda redada se hubiera podido hacer. – En efecto, porque hablamos nada menos que de un recital del mismísimo Zorrilla, que comenzó declamando el Canto del Fénix, para continuar con la Soledad del Campo y el Testigo de Bronce. El público estalló en aplausos tras escuchar emocionados: Lo sé, Lo veo… Mi sino. Tal fue; Cierto, Sí; Yerto Voy, Caí. ¡Muerto Soy! Nada Hay Aquí Ay Fui. »¡Qué cosa, Alfredo, qué cosa! Todos nos pusimos en pie, regocijados por el retorno del poeta a casa, gritando entre vítores y bravos. ¡Qué entusiasmo! La gloria. Sentíamos que nadie podría pararnos. Tres veces, tres, comenzó el recitante a decir: Entre pardos nubarrones pasando la blanca luna, con resplandor fugitivo, la baja tierra no alumbra. La brisa con frescas alas juguetona no murmura, y las veletas no giran entre la cruz y la cúpula. «Pero el respetable estallaba en aplausos y Zorrilla se veía obligado a comenzar de nuevo. – Qué espectáculo, ¿no? – No lo sabes bien. «¡Silencio!», clamaban los unos. «¡Escuchen!», chistaban los otros. »Cuando Zorrilla terminó, el teatro de la Zarzuela se venía abajo. Luego, al gran poeta le siguieron la señorita Bernis con su arpa (que te diré que fue un encanto) y Fernández y González, que leyó El Poeta y los Espíritus, entre otras obras, con un tono algo monótono que no nos entusiasmó ni mucho menos. El espíritu liberal nos imbuía a todos los presentes y flotaba en el ambiente llenando los corazones de entusiasmo. Todos querían saludar al poeta, estrechar su mano. Salí de allí como si flotase. – Sí, hijo, he visto que El Imparcial se deshace en elogios para con el evento. Pero, veladas literarias aparte, ¿qué te parece si trabajamos un poco? ¿Cómo llevas tu asunto ese de las prostitutas? – Un poco he avanzado. Mira, Alfredo, esto es lo que sé: tengo tres putas muertas con el mismo modus operandi, puñalada en el costado. A las tres les dejaron encima treinta reales. Y sé que la amiga de Lola, la Engracia, alias «la Chelito» y la pobre Eva, de la Fábrica de Tabacos, eran recogidas a menudo por una extraña mujer, una vieja de acento extranjero y con una horrible verruga, que las llevaba a verse con alguien de dinero. Un caballero de posibles se las beneficiaba. – Vaya. Ahí hay caso, hijo. – Pues eso creo yo. Si enviaba a la vieja es porque debe de ser alguien conocido, ¿no? – Me parece razonable. Y peligroso. Ándate con tiento. Víctor continuó con sus pesquisas los días siguientes y pudo dar con algunas compañeras de «oficio» de la primera víctima, Antonia, paseando de anochecida por donde se colocaban las carreristas y pajilleras. Allí supo por las propias jóvenes que se cubrían unas a otras tomando nota del número de coche en que subían sus compañeras si éste era de alquiler, o bien fijándose en las características del mismo si el carruaje era de un particular. Así averiguó Víctor, gracias a aquellas pobres desgraciadas, que la primera víctima del asesino había subido a un coche de alquiler que portaba la chapa identificativa de la Villa con el número 136. Fue sencillo contactar con el cochero a través de su conocido, Ignacio, que le concertó una entrevista con el citado profesional. Resultó ser un tal Adolfo Guara, un joven bien parecido que se dedicaba en su tiempo libre a escribir poesía y conocía al policía de verlo en las tertulias liberales. Se habían visto en el recital de Zorrilla. Era alto, buen mozo y de pelo negro y ensortijado. Lucía unas inmensas patillas. El joven subinspector lo citó en una pequeña taberna de Chueca, y el otro se mostró colaborador desde un principio. – ¿No recordarás un trayecto que hiciste hace dos meses ya, en que una puta subió en tu coche en Embajadores? -preguntó Víctor tras las presentaciones de rigor. – Mire, señor, hago muchos trayectos de esa clase, ya sabe, un caballero no va a recoger a una de esas arrastradas en su propio coche, así que es habitual que recurran a uno de alquiler para así no ser reconocidos. – ¿Me estás diciendo que los caballeros frecuentan ese tipo de ambientes, Adolfo? Pensaba que sólo irían a burdeles de postín. – Buf, no lo sabe usted bien don Víctor, son los que más; ¿no ve usted que esas desgraciadas son lo más tirado?; hacen cualquier cosa por una peseta. – ¿Y recuerdas aquel día? La chica acabó muerta. – Pues sí, lo recuerdo, precisamente por lo del asesinato, lo leí en la prensa y supe que era ella, Antonia, porque sus compañeras se interesaron al día siguiente por el asunto. Pero no debo hablar de mis clientes… – Mataron a esa chica, Adolfo -dijo el subinspector Ros mirando al joven cochero a los ojos-. Quiero echar el guante al asesino. De pronto, tras una pausa, el aprendiz de poeta comenzó a hablar como con prisa, soltándolo todo. – Le he dicho que lo recuerdo porque fue algo raro, que se salía de lo normal. Iba en busca de algún cliente, despacio, por la calle Mayor, cuando una mujer me hizo una seña. – ¿Le viste la cara? – No, iba de gris y llevaba velo. Era una vieja. – ¿Una vieja? -preguntó Víctor recordando a la anciana de la horrible verruga. Volvía a aparecer. – Sí, lo sé por su voz. – ¿Y qué ocurrió? – Me dijo: «A Embajadogues». Así, con un acento de «franchute». Yo dije: «Señora, es tarde y allí…» «A Embajadogues», repitió. Así que allí que fuimos. Me hizo dirigirme hacia un grupo de mozas que aguardaba en la esquina con la glorieta y habló algo con una de ellas. La chica subió. – ¿Y a dónde las llevaste? – Al mismo punto en que recogí a la vieja. En la calle Mayor. – Demasiado transitado para que nadie recuerde nada. – Exacto -convino el cochero. – ¿Recuerdas algún detalle más? El joven miró hacia arriba, como pensando y dijo: – Pues eso, que aquella vieja tenía acento extranjero, como francés, «embajadogues», dijo. – ¿Te fijaste si tenía una enorme verruga en la cara? – Pues ahora que lo dice «usté», sí, aquí, en la barbilla. – Gracias, Adolfo, lo has hecho muy bien. Esto es para ti. Víctor dejó un duro sobre la rústica mesa de madera y se despidió. Aquello prometía. En los tres casos aparecía aquella extraña vieja. ¿Casualidad? |
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