"El viajero" - читать интересную книгу автора (Hawks John Twelve)

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Maya llegó al aeropuerto de Rusynê a última hora de la tarde y cogió el autobús a Praga. La elección del medio de transporte constituía un acto menor de rebelión: un Arlequín habría alquilado un coche o tomado un taxi. Siempre podía cortarle el cuello al taxista y hacerse con el volante. Aviones y autobuses eran opciones peligrosas, pequeñas trampas con pocas escapatorias.

«Nadie va a matarme -se dijo-. A nadie le importo.» Los Viajeros heredaban sus poderes y por ello la Tabula intentaba exterminar a todos los miembros de una misma familia. Los Arlequines defendían a los Viajeros y a sus maestros Exploradores; pero la suya se trataba de una decisión voluntaria. Un niño Arlequín podía renunciar al camino de la espada, aceptar un nombre de ciudadano corriente y hallar un lugar en la Gran Máquina. Si se mantenía alejado de los problemas, la Tabula lo dejaría en paz.

Unos años antes, Maya había ido a ver a John Mitchell Kramer, el hijo único de Greenman, un Arlequín británico que había sido asesinado por Tabula con un coche bomba en Atenas. Kramer se había convertido en criador de cerdos en Yorkshire, y ella lo había visto arrastrar barreños de comida por el barro para sus chillones animales. «Por lo que saben, no has traspasado la línea -le había dicho él-. Tú decides, Maya. Todavía estás a tiempo de dar media vuelta y llevar una vida normal.»

Maya decidió convertirse en Judith Strand, una joven que había cursado algunos estudios de diseño de productos en la Universidad de Salford, en Manchester. Se había mudado a Londres y empezó a trabajar como ayudante en una empresa de diseño donde finalmente le ofrecieron un contrato fijo. Los tres años que pasó en la capital se convirtieron en una serie de desafíos personales y de pequeñas victorias. Maya todavía recordaba la primera vez que había salido de su apartamento sin llevar armas. No llevaba protección contra la Tabula y se había sentido débil y vulnerable. En la calle estaba a la vista de todo el mundo. Cualquiera que se le hubiera acercado podía haber sido un asesino. Había esperado una bala o un cuchillo, pero no ocurrió nada.

Poco a poco fue saliendo más a menudo y puso a prueba su nueva actitud hacia el mundo. Ya no miraba el reflejo en las ventanas para ver si la seguían. Cuando comía en un restaurante con amigos ya no escondía una pistola en el callejón de atrás ni se sentaba de espaldas a la pared.

En abril infringió una de las principales normas de los Arlequines y empezó a visitar un psicólogo. Pasó cinco carísimas sesiones tumbada en el diván de una consulta de Bloomsbury llena de libros. Quería hablar de su infancia y de aquella primera traición en la estación de metro de Arsenal, pero no pudo. El doctor Bennett era un pulcro hombrecillo con grandes conocimientos de enología y porcelana antigua. Maya todavía recordaba su confusión cuando ella lo llamó «ciudadano».

– Pues claro que soy ciudadano -replicó él-. Nací y crecí en Gran Bretaña.

– Es sólo una etiqueta que mi padre utiliza. El noventa y nueve por ciento de la población lo forman ciudadanos o zánganos.

El doctor Bennett se quitó las gafas de dorada montura y limpió los cristales con un paño de franela verde.

– ¿Le importaría explicarme eso?

– Los ciudadanos son gente que cree entender lo que ocurre en el mundo.

– Yo no lo entiendo todo, Judith. Nunca he dicho tal cosa, pero estoy bien informado sobre la actualidad. Todas las mañanas veo las noticias mientras camino en la cinta.

Maya vaciló y al final decidió contarle la verdad.

– Los hechos a los que se refiere son mayormente ilusiones. La verdadera lucha de la historia se desarrolla bajo la superficie.

El doctor Bennett la obsequió con una sonrisa desdeñosa.

– Hábleme de los zánganos.

– Los zánganos son los que están tan abrumados por el desafío de sobrevivir que no se enteran de nada aparte de los asuntos cotidianos de sus vidas.

– ¿Se refiere a gente sin medios económicos, a los pobres?

– Pueden ser pobres o encontrarse en el Tercer Mundo; aun así siguen siendo capaces de transformarse a sí mismos. Mi padre solía decir: «Los ciudadanos hacen caso omiso de la verdad. Los zánganos están demasiado cansados».

Bennett se colocó de nuevo las gafas y cogió su cuaderno de notas.

– Quizá debería hablarme de sus padres.

La terapia llegó a su fin con aquella pregunta. ¿Qué iba a poder contar ella de Thorn? Su padre era un Arlequín que había sobrevivido a cinco intentos de asesinato a manos de la Tabula. Se trataba de una persona orgullosa, cruel y muy valiente. La madre de Maya provenía de una familia de sijs que durante generaciones había sido aliada de los Arlequines. En honor de su madre llevaba el brazalete kara de acero en la muñeca derecha.

A finales de verano había celebrado su vigésimo sexto cumpleaños, y una de las mujeres de la empresa de diseño la había llevado de compras por las tiendas de moda de West London. Maya compró algo de ropa elegante y colorista. Había empezado a ver la televisión intentando dar crédito a las noticias. A veces se sentía feliz -o casi- y agradecía los interminables entretenimientos de la Gan Máquina. Siempre había una nueva razón por la que preocuparse o un último producto que todos deseaban comprar.

A pesar de que Maya ya no llevaba armas, de vez en cuando se dejaba caer por un gimnasio de kickboxing de South London y se entrenaba con el instructor. Los martes y los jueves asistía a clases avanzadas en una academia de kendo y luchaba con una espada shinai de bambú. Intentaba fingir que se mantenía en forma, lo mismo que otros de su oficina, que se dedicaban a correr o jugaban al tenis. Sin embargo, era consciente de que se trataba de algo más. Cuando luchaba se concentraba plenamente en el momento, en defenderse y en destruir a su enemigo. Nada de lo que pudiera hacer en la vida civil llegaba a equipararse en intensidad.

En esos momentos se encontraba en Praga para ver a su padre y toda la familiar paranoia de los Arlequines volvió de pleno a ella. Tras comprar un billete en la taquilla del aeropuerto, subió al autobús y se sentó en uno de los asientos de atrás. Era una mala situación defensiva, pero no tenía intención de permitir que semejante detalle la preocupara. Contempló a una anciana pareja y a un grupo de turistas alemanes que subían y acomodaban sus equipajes. Intentó distraerse pensando en Thorn, pero su cuerpo tomó el control de la situación y la obligó a buscar otro asiento cerca de la salida de emergencia. Derrotada por su entrenamiento y llena de rabia, cerró con fuerza las manos y se puso a mirar por la ventana.

Había empezado a chispear cuando salieron de la terminal, y al llegar al centro llovía con fuerza. Praga se levanta a ambas orillas de un río, pero las estrechas calles y los grises edificios de piedra hicieron que Maya se sintiera como si estuviera atrapada en un laberinto de setos. Palacios e iglesias salpican la ciudad, y sus afiladas torres se alzan hacia el cielo.

En la parada del autobús, Maya se vio enfrentada a nuevas decisiones: podía caminar hasta el hotel o parar un taxi. Sparrow, el legendario Arlequín japonés, escribió una vez que los verdaderos guerreros «debían cultivar el azar». En pocas palabras, había propuesto toda una filosofía. Un Arlequín rechazaba la rutina y las costumbres cómodas. Vivía una vida de disciplina, pero no temía el desorden.

Llovía y se estaba empapando. La opción más lógica era tomar el taxi aparcado al lado de la acera. Maya lo pensó unos segundos y decidió comportarse como una ciudadana corriente. Sujetando sus maletas con una mano, abrió la puerta del vehículo y subió al asiento de atrás. El conductor era un tipo bajo y chaparro, con barba y aspecto de troll. Maya le dio el nombre de su hotel, pero el hombre no reaccionó.

– Es el hotel Kampa -le dijo en inglés-. ¿Hay algún problema?

– No hay problema -contestó el conductor arrancando.

El hotel Kampa es un gran edificio de cuatro plantas, recio y respetable, con toldos verdes en las ventanas. Está en una calle adoquinada al pie del puente Carlos. Maya pagó la carrera, pero cuando intentó abrir la puerta la encontró cerrada.

– Abra la maldita puerta.

– Lo siento, señora.

El troll apretó un botón, y el seguro saltó; sonriendo, el hombre miró cómo se apeaba.

Maya dejó que el botones se hiciera cargo del equipaje. Dado que iba a ver a su padre, había creído necesario llevar las armas de costumbre, que se encontraban ocultas en el trípode de la cámara. Su apariencia no denotaba ninguna nacionalidad en particular, y el portero se dirigió a ella en inglés y en francés. Para el viaje a Praga había descartado sus coloristas prendas londinenses y llevaba botines, un jersey negro y un amplio pantalón gris. Existía un estilo de vestir Arlequín, que hacía hincapié en los tejidos oscuros y en la costosa confección a medida. Nada ceñido y llamativo. Nada que pudiera estorbar en el combate.

En el vestíbulo había varios sillones con sus respectivas mesitas auxiliares. Un desteñido tapiz colgaba de la pared. En la zona del restaurante, un grupo de mujeres mayores tomaban té y cuchicheaban alrededor de una bandeja de pastas. En el mostrador, el recepcionista echó una rápida ojeada a la cámara de vídeo y al trípode y pareció satisfecho. Una de las normas Arlequín era que se tuviera siempre una explicación de quién se era y de qué se hacía en determinado lugar. El equipo de vídeo resultaba un atrezo de lo más habitual. Seguramente el portero y el recepcionista la habían tomado por algún tipo de cineasta.

La habitación de Maya era una suite del tercer piso, oscura y llena de falsas lámparas victorianas y muebles recargados. Una ventana daba a la calle, y la otra a la terraza del restaurante del hotel. Seguía lloviendo, de modo que estaba cerrado. Los parasoles a rayas de las mesas estaban empapados, y las sillas descansaban apoyadas contra las redondas mesas, como fatigados soldados. Maya miró bajo la cama y halló un pequeño regalo de bienvenida de su padre: un rezón y cincuenta metros de cuerda de escalar. Si la persona equivocada llamaba a la puerta, ella podría salir por la ventana y hallarse lejos del hotel en menos de diez segundos.

Se quitó el abrigo, se refrescó el rostro y dejó el trípode encima de la cama. Cada vez que pasaba los controles de seguridad del aeropuerto, los trabajadores siempre empleaban mucho tiempo en inspeccionar su cámara de vídeo y los distintos objetivos. Las verdaderas armas se encontraban escondidas en el trípode. En una de las patas había dos cuchillos, uno debidamente equilibrado para lanzarlo, y un estilete para apuñalar. Los metió en sus respectivas fundas y se los colocó bajo las tiras elásticas de sus antebrazos. Con cuidado se bajó las mangas del jersey y comprobó su aspecto en el espejo. El suéter era lo bastante amplio para ocultar por completo ambas armas. Maya cruzó las muñecas, hizo un rápido movimiento con los brazos, y un cuchillo apareció en su mano derecha.

La hoja de la espada estaba oculta en la segunda pata del trípode. La tercera albergaba la empuñadura y el guardamanos. Maya los montó en la hoja. El guardamanos pivotaba de manera que se podía abatir. Cuando llevaba la espada por la calle, la pieza quedaba paralela a la hoja de modo que toda el arma formaba una línea recta. Si resultaba necesario luchar, el guardamanos saltaba a la posición correcta.

Junto con el trípode y la cámara había llevado un tubo metálico de un metro veinte de largo que se colgaba a la espalda. El tubo ofrecía un aspecto vagamente técnico, como un objeto que cualquier artista llevaría a su estudio, pero se usaba para portar la espada cuando salía a la calle. Maya era capaz de sacar la espada del tubo en un par de segundos, aunque tardaba un segundo más en estar dispuesta para atacar. Su padre la había instruido en el manejo de las armas cuando no era más que una adolescente, y ella había desarrollado su técnica en una clase de kendo con un instructor japonés.

Los Arlequines también estaban entrenados para manejar pistolas y rifles de asalto. El arma favorita de Maya era la clásica escopeta automática, preferiblemente del calibre doce, con empuñadura de pistola y culata retráctil. El uso de una anticuada espada junto con armas modernas era un hecho aceptado -y apreciado- como parte del estilo de los Arlequines. Las armas de fuego resultaban un mal necesario, pero las espadas iban más allá de las épocas y se hallaban fuera del control y las concesiones de la Gran Máquina. Entrenarse con una espada desarrollaba el sentido del equilibrio, de la estrategia y la implacabilidad. Lo mismo que el kirpan de los sijs, la espada de un Arlequín vinculaba a cualquier luchador tanto con sus obligaciones espirituales como con las tradiciones guerreras.

Thorn también creía que había razones prácticas a favor de las espadas. Ocultas en equipos como el trípode, podían pasar los controles de los aeropuertos. Una espada era un arma silenciosa y tan inesperada que la sorpresa que causaba era un valor añadido ante cualquier enemigo desprevenido. Maya imaginó un ataque: primero una finta hacia la cabeza del oponente y a continuación un golpe en el lateral de la rodilla: una leve resistencia, el crujido del hueso y el cartílago y ya se había cortado una pierna al enemigo.

Entre las vueltas de la cuerda de escape había un sobre marrón. Maya lo abrió y leyó la dirección y la hora de la cita: a las siete en punto en el barrio de Betlémské námesti, en la parte vieja de la ciudad. Dejó la espada en su regazo, apagó todas las luces e intentó meditar.

Las imágenes flotaron en su mente, recuerdos de la única ocasión en que había luchado por su cuenta como Arlequín. En aquella época tenía sólo diecisiete años, y su padre la había llevado a Bruselas para que protegiera a un monje zen que estaba de visita en Europa. El monje era un Explorador, uno de los maestros espirituales capaces de mostrar al potencial Viajero la forma de cruzar a otras esferas. A pesar de que los Arlequines no estaban obligados a proteger a los Exploradores, los ayudaban siempre que les era posible. Aquel monje era un gran maestro… y se encontraba en la lista de sentenciados de la Tabula.

Esa noche, en Bruselas, el padre de Maya y su amigo francés, Linden, se hallaban cerca de la suite del hotel del monje. A Maya se le encargó que vigilara la entrada del ascensor de servicio en el sótano. Cuando llegaron los dos mercenarios de la Tabula no había nadie para ayudarla. Disparó en el cuello a uno de ellos con su automática y acuchilló al otro con la espada hasta matarlo. La sangre le salpicó el uniforme gris de camarera, manchándole manos y brazos. Maya lloraba histéricamente cuando Linden la encontró.

Dos años más tarde, el monje murió en un accidente de coche. Toda aquella sangre y dolor fueron inútiles. «Tranquilízate -se dijo-. Busca tu mantra particular. ¡Oh Viajeros que estáis en el cielo, malditos seáis!»

Alrededor de las seis dejó de llover, y Maya decidió ir caminando hasta el apartamento de Thorn. Salió del hotel y enfiló por la calle Mostecká hasta que llegó al puente Carlos. El puente gótico de piedra es ancho y estaba adornado con luces de colores que iluminaban una larga hilera de estatuas. Un mochilero tocaba la guitarra ante una gorra mientras un artista callejero hacía un dibujo al carboncillo de una turista entrada en años. Hacia la mitad del puente había una estatua de un mártir bohemio, de la que recordó haber oído que daba buena suerte. La suerte no existía, pero le tocó de todos modos la placa de bronce que estaba al pie mientras susurraba para sus adentros: «Ojalá alguien me ame y yo pueda devolverle ese amor».

Avergonzada por semejante muestra de debilidad, avivó el paso y acabó de cruzar el puente en dirección a la plaza Vieja. Comercios, iglesias y clubes nocturnos en sótanos se apretujaban unos al lado de otros igual que pasajeros de un tren abarrotado. Jóvenes checos y extranjeros de mochila pululaban ante los bares con aire aburrido y fumando marihuana.

Thorn vivía en la calle Konvikská, una manzana al norte de la prisión secreta de la calle Bartholomejská. Durante la guerra fría, la policía de seguridad se había incautado del convento para albergar en él sus celdas y cámaras de tortura. En esos momentos las Hermanas de la Caridad volvían a ocuparlo y la policía se había trasladado a otros edificios cercanos. Mientras Maya caminaba por el barrio comprendió por qué Thorn se había instalado allí. Praga seguía teniendo un aspecto de otros tiempos, y la mayoría de los Arlequines detestaban todo lo que pareciera nuevo. La ciudad contaba con unos servicios médicos decentes, buenos transportes y comunicaciones a través de internet. Había un tercer factor aún más importante: la policía checa había heredado la moral de la era comunista. Si Thorn sobornaba a la gente adecuada podría tener acceso a los archivos de la policía y al servicio de pasaportes.

En cierta ocasión Maya había conocido a un gitano en Barcelona que le explicó por qué tenía derecho a robar bolsos y desvalijar los hoteles de turistas. Cuando los romanos crucificaron a Jesús, prepararon un clavo de oro para atravesar el corazón del Salvador; entonces, un gitano -para él había gitanos en el Jerusalén de la época- había robado el clavo. Ésa era la razón por la que Dios les había dado permiso para robar hasta el fin de los tiempos. Los Arlequines no eran gitanos, pero Maya llegó a la conclusión de que su disposición era bastante parecida. Su padre y los amigos de éste tenían un alto sentido del honor y de su particular moralidad. Eran disciplinados y leales unos con otros, pero despreciaban las leyes de los ciudadanos. Los Arlequines se creían con el derecho de matar y destruir en virtud de su juramento de proteger a los Viajeros.

Dejó atrás la iglesia de la Santa Cruz y echó un vistazo al otro lado de la calle, hacia el número 18 de la calle Konvikská. Era un portal rojo encajonado entre una fontanería y una tienda de lencería en cuyo escaparate un maniquí lucía un liguero y unas medias de lentejuelas. Por encima del nivel de la calle había otros dos pisos, y todas las ventanas superiores aparecían o bien cerradas o bien pintadas de un gris sucio. Los Arlequines tenían como mínimo tres salidas en todas sus casas, una de las cuales era siempre secreta. Ese edificio tenía su puerta principal, roja, y otra más en la parte de atrás. Probablemente había un pasadizo secreto que conducía al piso de abajo y hasta la tienda de lencería.

Abrió la tapa del tubo portaespadas y lo inclinó ligeramente hacia delante de modo que la empuñadura sobresaliera apenas unos centímetros. En Londres, le habían llegado las órdenes del modo habitual: dentro de un sobre marrón que deslizaron por debajo de su puerta. Ignoraba si Thorn seguía con vida y si la esperaba en ese edificio. Si la Tabula había averiguado que había estado implicada en la matanza del hotel, nueve años atrás, le sería más fácil engañarla para hacerla salir de Inglaterra y ejecutarla en una ciudad extranjera.

Después de cruzar la calle, Maya se detuvo ante la tienda de lencería y contempló el escaparate. Buscó el tradicional símbolo Arlequín -como una máscara o un trozo de tela con los consabidos rombos-, cualquier cosa que pudiera aliviar su creciente tensión. Eran las siete en punto. Paseó lentamente por la acera hasta que vio una marca de tiza en el pavimento. Era una forma oval con tres líneas rectas: la representación abstracta del laúd de un arlequín. De haber sido obra de la Tabula, se habrían tomado la molestia de hacer que el dibujo se pareciera al instrumento. Sin embargo, la marca parecía hecha de cualquier manera, como si la hubiera dibujado un niño que no tuviera otra cosa que hacer.

Llamó al timbre. Escuchó un zumbido y vio que había una cámara de vigilancia escondida en un receptáculo metálico encima de la puerta. El cierre automático se abrió. Maya entró y se encontró en un pequeño vestíbulo que conducía a una empinada escalera de hierro. A su espalda, la puerta se cerró y un perno de diez centímetros encajó en la cerradura. Estaba atrapada. Desenvainó la espada, colocó el guardamanos y empezó a subir. Al final de la escalera había otra puerta de acero y otro timbre. Llamó, y una voz electrónica sonó en el intercomunicador.

– Identificación de voz, por favor.

– A la mierda.

Un ordenador le analizó la voz y tres segundos más tarde la segunda puerta se abría. Maya entró en una espaciosa y blanca estancia con el suelo de madera. El apartamento de su padre resultaba austero y pulcro. No había nada de plástico, nada artificial o estridente. Una pared a media altura definía el pasillo de entrada y la sala de estar. Ese espacio contenía un sillón de cuero y una mesa de centro de vidrio con una única orquídea amarilla en un jarrón de cristal.

Dos pósteres enmarcados colgaban de la pared. Uno era el cartel que anunciaba una muestra de espadas samuráis en el Instituto Nezu de Bellas Artes de Tokio. «El camino de la espada.» «La vida del guerrero.» El segundo era la reproducción de un collage de Marcel Duchamp, de 1914, titulada Tres paradas habituales. El artista había dejado caer una serie de cuerdas sobre un lienzo azul prusia donde después había dibujado su perfil. Al igual que cualquier otro Arlequín, Duchamp no luchaba contra el azar y la casualidad, sino que los había utilizado para crear su arte.

Maya oyó el sonido de pies desnudos caminando; un joven de cabeza rapada apareció por la esquina sosteniendo una metralleta alemana. El hombre sonreía y llevaba el arma inclinada cuarenta y cinco grados hacia abajo. Maya decidió que haría un quiebro hacia la izquierda y le abriría la cara con su espada si él era lo bastante insensato para apuntarla.

– Bienvenida a Praga -le dijo el joven en un inglés con acento ruso-. Tu padre estará contigo en un minuto.

Vestía unos pantalones sujetos con un cordón y una camiseta sin mangas con unos caracteres japoneses impresos en la tela. Maya vio que tenía los brazos y el cuello adornados con numerosos tatuajes: serpientes, demonios, visiones del infierno. No le hacía falta verlo desnudo para saber que debía de ser una especie de caballero andante. Los Arlequines siempre se las arreglaban para reclutar tipos raros y marginados que los sirvieran.

Maya volvió a meter la espada en el tubo.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó.

– Alexi.

– ¿Cuánto tiempo hace que trabajas para Thorn?

– No es un trabajo. -El joven parecía muy satisfecho de sí mismo-. Ayudo a tu padre y él me ayuda a mí. Me estoy entrenando para ser maestro de artes marciales.

– Y lo está haciendo muy bien -terció el padre de Maya.

Ella oyó su voz primero. Luego, Thorn entró en la sala de estar en una silla de ruedas eléctrica. Su espada Arlequín estaba en una vaina sujeta al apoyabrazos. Thorn se había dejado crecer la barba los dos últimos años. Sus brazos y su tórax seguían siendo tan fuertes que hacían que los demás se olvidaran de sus marchitas e inútiles piernas.

Thorn dejó de moverse y sonrió a su hija.

– Buenas tardes, Maya.

La última vez que había visto a su padre había sido en Peshawar, la noche en que Linden lo había bajado de las montañas de la frontera noroeste. Thorn estaba inconsciente y las ropas de Linden, cubiertas de sangre.

Utilizando artículos de periódico falsos, la Tabula había atraído a Thorn, a una Arlequín china llamada Willow y a otro Arlequín australiano llamado Libra hasta una zona tribal de Pakistán. Allí, dos niños -un chico de doce años y su hermana de diez- convencieron a Thorn de que había unos Viajeros que corrían peligro a manos de un fanático líder religioso. Los cuatro Arlequines y sus colaboradores cayeron en una emboscada de los mercenarios de la Tabula en los pasos montañosos. Willow y Libra resultaron muertos. Thorn recibió un impacto de metralla en la espalda que lo dejó paralítico de cintura para abajo.

Dos años más tarde, su padre vivía en un apartamento de Praga con un chiflado lleno de tatuajes que le hacía de sirviente, y todo resultaba estupendo. Dejemos atrás el pasado y sigamos adelante. En esos momentos, Maya casi se alegraba de que su padre estuviera parapléjico. De no haber caído herido seguramente habría negado que la emboscada hubiera tenido lugar.

– Bueno, Maya, ¿cómo estás? -Thorn se volvió hacia el ruso y añadió-: Hace mucho que no veía a mi hija.

El hecho de que utilizara la palabra «hija» enfureció a Maya: significaba que la había hecho ir a Praga para pedirle un favor.

– Más de dos años -dijo ella.

– ¿Dos años? -Alexi sonrió-. Pues creo que tendréis mucho de que hablar.

Thorn hizo un gesto con la mano, y el ruso cogió un escáner de una mesa cercana. Parecía uno de esos bastones que se usaban en los controles de seguridad de los aeropuertos, solo que había sido diseñado para detectar las pequeñas bolas localizadoras que usaba la Tabula. Las bolas tenían el tamaño de una perla y emitían una señal que podía ser detectada por los satélites GPS. Había bolas que emitían señales de radio y otras que lo hacían con infrarrojos.

– No pierdas el tiempo buscando cuentas. La Tabula no está interesada en mi persona.

– Únicamente estoy siendo precavido.

– Yo no soy una Arlequín, y ellos lo saben.

El escáner no emitió ninguna señal. Alexi salió de la estancia, y Thorn puso en marcha la silla. Maya sabía que su padre había ensayado mentalmente aquella conversación. Probablemente había empleado unas cuantas horas pensando qué ropa llevar y cómo disponer el mobiliario. Al diablo con todo. Iba a pillarlo por sorpresa.

– Tienes un sirviente muy agradable. -Se sentó en el sillón mientras Thorn rodaba hacia ella-. Francamente colorista.

Normalmente, en sus conversaciones privadas, hablaban en alemán, pero Thorn estaba haciéndole una concesión: Maya tenía pasaportes de distintas nacionalidades, pero esos días se consideraba británica.

– Ah, sí. Los tatuajes. -Su padre sonrió-. Alexi ha pedido a un especialista que le dibuje en el cuerpo una escena del Primer Dominio. No es muy agradable, pero la elección es suya.

– Sí. Todos tenemos libertad para elegir. Incluso los Arlequines.

– No pareces contenta de verme, Maya.

Ella había previsto mantener el control y mostrarse disciplinada, pero las palabras le salieron solas como un torrente.

– Mira, te saqué de Pakistán. La verdad es que soborné o amenacé a casi todos los funcionarios del país con tal de meterte en aquel avión. Luego, en Dublín, Madre Bendita se hizo cargo. Y me pareció bien. Al fin y al cabo es su territorio. Al día siguiente la llamé por teléfono vía satélite y me dijo: «Tu padre está paralizado de cintura para abajo. No volverá a andar». Luego, me colgó y canceló su número de teléfono. Así, tal cual. Se acabó. Y durante dos años no he tenido noticias tuyas.

– Te estábamos protegiendo, Maya. Vivimos una época peligrosa.

– Eso díselo a ese jovencito de los tatuajes. Te he visto utilizar el peligro y la seguridad como excusas para cualquier cosa. Se han acabado las batallas. Ya no hay más Arlequines. En realidad sólo quedáis un puñado como tú, Linden y Madre Bendita.

– Shepherd vive en California.

– Tres o cuatro individuos no pueden cambiar nada. La guerra ha terminado. ¿No te das cuenta? La Tabula ha ganado. Nosotros hemos perdido. Wir habere verloren.

Aquellas palabras en alemán parecieron afectarlo más que las dichas en inglés. Thorn tocó el mando de la silla de ruedas y se apartó ligeramente para que ella no pudiera verle los ojos.

– Tú también eres una Arlequín, Maya. Ésa es tu verdadera naturaleza. Tu pasado y tu futuro.

– No soy una Arlequín y no soy como tú. A estas alturas deberías saberlo.

– Necesitamos tu ayuda. Es importante.

– Siempre es importante.

– Necesito que vayas a Estados Unidos. Te lo pagaremos todo. Organízalo.

– Estados Unidos es territorio de Shepherd. Que se ocupe él.

Su padre recurrió a todo el poder de su mirada y su voz.

– Shepherd se ha topado con una situación inesperada. No sabe qué hacer.

– Ahora tengo una vida de verdad. Ya no formo parte de todo eso.

Moviendo el mando, Thorn trazó un elegante ocho por el salón.

– ¡Ah, sí! Una vida de ciudadana en la Gran Máquina. ¡Tan agradable y entretenida! Cuéntame todos los detalles.

– Es algo que nunca me habías preguntado.

– ¿Es verdad que trabajas en una especie de oficina?

– Soy diseñadora industrial. Trabajo con un equipo que se dedica a diseñar envases de productos para distintas compañías. La semana pasada creamos una nueva botella de perfume.

– Parece todo un desafío. Estoy seguro de que tienes éxito. ¿Y qué hay del resto de tu mundo? ¿Algún amigo del que deba saber algo?

– No.

– Estaba aquel abogado… ¿Cómo se llamaba…? -Naturalmente, Thorn lo sabía, pero fingía rebuscar en su memoria-. Ah, sí, Connor Ramsay. Rico. Bien parecido. De buena familia. Y luego te dejó por otra. Según parece, la estaba viendo mientras salía contigo.

Maya sintió como si Thorn la hubiera abofeteado. Tendría que haber previsto que él utilizaría sus contactos en Londres para conseguir información. Siempre parecía saberlo todo.

– No es asunto tuyo.

– No malgastes el tiempo preocupándote con Ramsay. Unos mercenarios que trabajaban para Madre Bendita le volaron el coche hace unos meses. Ahora cree que lo persiguen terroristas. Ha contratado guardaespaldas. Vive aterrorizado y eso es bueno, ¿no? El señor Ramsay merecía ser castigado por haber engañado a mi pequeña.

Thorn hizo girar la silla y le sonrió. Maya sabía que debía adoptar un aire ultrajado, pero no pudo. Pensó en Connor abrazándola en el espigón de Brighton y en el mismo Connor sentado con ella en un restaurante, tres semanas después, anunciándole que no era adecuada como esposa. Maya se había enterado de la explosión a través de los periódicos, pero no la había relacionado con su padre.

– No tenías por qué hacerlo.

– Pero lo hice. -Thorn se movió hacia la mesa de centro.

– Que volases un coche no cambia nada. Sigo sin querer ir a Estados Unidos.

– ¿Quién ha hablado de Estados Unidos? Simplemente estamos charlando.

El entrenamiento Arlequín le decía a Maya que debía pasar a la ofensiva. Al igual que Thorn, ella también se había preparado para la reunión.

– Dime algo padre. Contéstame a algo muy simple: ¿me quieres?

– Eres mi hija, Maya.

– Responde la pregunta.

– Desde que tu madre murió eres lo más precioso de mi vida.

– De acuerdo. Aceptemos eso por un momento. -Se inclinó hacia delante en el sillón-. La Tabula y los Arlequines eran adversarios de un nivel parecido. Sin embargo, la Gran Máquina cambió el equilibrio de poder. Por lo que sé, ya no quedan Viajeros y sólo unos pocos Arlequines.

– La Tabula tiene a su disposición escáneres, vigilancia electrónica y la cooperación de la burocracia gubernamental…

– No quiero oír hablar de las razones. No estamos hablando de eso. Sólo quiero hechos y conclusiones. En Pakistán, dos personas resultaron muertas y tú, herido. Libra siempre me cayó bien. Solía llevarme al teatro cuando pasaba por Londres. Y Willow era una mujer fuerte y elegante.

– Ambos guerreros aceptaban el riesgo -contestó Thorn-. Y los dos tuvieron una muerte digna.

– Sí. Están muertos. Creados y destruidos para nada. Y ahora tú quieres que muera del mismo modo.

Thorn aferró los apoyabrazos de la silla de ruedas y, por un momento, Maya creyó que iba a ponerse de pie por pura fuerza de voluntad.

– Ha ocurrido algo extraordinario -dijo-. Por primera vez tenemos un espía en el otro lado. Linden está en contacto con él.

– No es más que otra trampa.

– Puede, pero toda la información que hemos recibido es exacta. Hace un par de semanas nos enteramos de la existencia de dos posibles Viajeros en Estados Unidos. Son hermanos. Hace muchos años protegí a su padre, Matthew Corrigan. Antes de que se ocultara le di un talismán.

– ¿La Tabula está al corriente de la existencia de esos hermanos?

– Sí. Los vigilan veinticuatro horas al día.

– ¿Y por qué no los mata? Eso es lo que suele hacer.

– Todo lo que sé es que los Corrigan están en peligro y que debemos ayudarlos lo antes posible. Shepherd proviene de una familia de Arlequines. Su abuelo salvó cientos de vidas. Sin embargo, un Viajero no nacido no confiaría en él. Shepherd no es muy organizado ni muy inteligente. Es un…

– Un loco.

– Exacto. Tú podrías encargarte de todo, Maya. Todo lo que tendrías que hacer es localizar a los Corrigan y llevarlos a lugar seguro.

– Quizá no sean más que ciudadanos corrientes.

– No lo sabremos hasta que los interroguemos. Hay algo en lo que tienes razón: ya no quedan Viajeros. Ésta podría ser nuestra última oportunidad.

– No me necesitas. Contrata mercenarios.

– La Tabula tiene más dinero y poder. Los mercenarios siempre acaban traicionándonos.

– Entonces hazlo tú.

– Estoy lisiado, Maya, atrapado en este apartamento, en esta silla de ruedas. Tú eres la única que puede llevar la batuta.

Durante unos segundos Maya deseó realmente desenvainar la espada y lanzarse a la batalla, pero entonces se acordó de la pelea en la estación de metro de Londres. Un padre debía proteger a sus hijos. Sin embargo, él había destruido su infancia.

Se levantó y se encaminó hacia la puerta.

– Me vuelvo a Londres.

– ¿Recuerdas lo que te enseñé? «Verdammt durch das Fleisch. Gerettet durch das Blut.»

«Condenado por la carne. Salvado por la sangre.»

Maya había oído otras veces aquel dicho Arlequín, y lo había odiado desde niña.

– Reserva tus dichos para tu amigo ruso. Conmigo no te sirven.

– Si ya no quedan Viajeros, la Tabula habrá conquistado la historia. Dentro de una o dos generaciones, el Cuarto Dominio se habrá convertido en un lugar frío y estéril donde todos estarán vigilados y controlados.

– Ya es así.

– Se trata de nuestra obligación, Maya. Es lo que somos. -El tono de Thorn estaba lleno de tristeza y amargura-. A menudo he deseado otra vida. Me hubiera gustado haber nacido ignorante y ciego. Pero nunca he podido dar la espalda y negar el pasado, olvidarme de todos los Arlequines que se han sacrificado por tan importante causa.

– Tú me entregaste las armas y me enseñaste a matar; ahora me envías a mi propia destrucción.

Thorn pareció encogerse y marchitarse en su silla de ruedas. Su voz se convirtió en un ronco susurro.

– Daría mi vida por ti.

– Pues yo no pienso morir por una causa que ya no existe.

Maya tendió la mano para apoyarla en el hombro de Thorn. Era un gesto de despedida, la oportunidad de conectar con él una última vez; pero la furiosa expresión de su padre hizo que la retirara.

– Adiós, padre. -Fue hasta la puerta y descorrió el cerrojo-. Tengo una pequeña oportunidad de ser feliz. No puedo permitir que me la arrebates.