"El viajero" - читать интересную книгу автора (Hawks John Twelve)

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Gabriel Corrigan y su hermano mayor, Michael, habían crecido en la carretera y se consideraban expertos en paradas de camiones, cabañas para turistas y museos a pie de ruta donde se exhibían huesos de dinosaurios. Durante sus largas horas viajando, su madre solía sentarse entre los dos en el asiento de atrás, les leía libros y les contaba historias. Uno de sus cuentos favoritos trataba de Eduardo IV y su hermano, el duque de York, los dos jóvenes príncipes encerrados en la Torre de Londres por orden de Ricardo III. Según su madre, los príncipes iban a ser estrangulados por uno de los verdugos de Ricardo, pero consiguieron descubrir un pasadizo secreto y cruzar a nado el foso para alcanzar la libertad; disfrazados con harapos y con la ayuda de Merlín y Robin Hood, los dos hermanos vivieron toda una serie de aventuras en la Inglaterra del siglo XV.

De pequeños, en los parques públicos y en las zonas de descanso de las autopistas, los hermanos Corrigan habían jugado a ser aquellos príncipes perdidos; pero, en ese momento, cuando ya eran adultos, Michael tenía una visión algo distinta del juego.

– Lo miré en un libro de historia -dijo-. Ricardo III se salió con la suya. Los dos príncipes fueron asesinados.

– ¿Y qué diferencia supone eso? -preguntó Gabriel.

– Que nos mintió, Gabe. No fue más que otra invención. Mamá nos contó todas esas historias mientras crecíamos, pero nunca nos explicó la verdad.

Gabriel aceptó enseguida la opinión de Michael: siempre resultaba mucho mejor conocer la verdad de los hechos. Aun así, a veces todavía se entretenía con una de las narraciones de su madre.

El domingo salió de Los Ángeles antes del amanecer con su motocicleta y condujo en la oscuridad hasta la ciudad de Hemet. Cuando puso gasolina en una estación de servicio y desayunó en la pequeña cafetería se sintió igual que un príncipe perdido, solo y sin que nadie lo reconociera. Al regresar a la carretera, el sol surgió en el horizonte como una brillante bola naranja, se deshizo de la gravedad y flotó, elevándose en el cielo.

El aeródromo de Hemet consistía en una única pista asfaltada llena de malas hierbas creciendo en las grietas, una zona de estacionamiento para los aviones y una polvorienta colección de remolques y edificios provisionales. La oficina de HALO [1] se hallaba en un remolque doble cerca del extremo sur de la pista. Gabriel aparcó su moto cerca de la entrada y se desabrochó el arnés que le sujetaba el equipo.

Los saltos a gran altura eran caros, y Gabriel había dicho a Nick Clark, el instructor de HALO, que estaba ahorrando para poder saltar una vez al mes. Sin embargo, desde la última vez únicamente habían pasado doce días, y volvía a estar allí. Cuando Gabriel entró, Nick le sonrió igual que un recepcionista dando la bienvenida a uno de sus clientes habituales.

– ¿No has podido aguantar?

– He ganado un dinero y no sabía en qué gastarlo.

Entregó a Nick un fajo de billetes y se encaminó al vestidor para ponerse la ropa interior térmica y el mono de salto. Cuando salió, acababa de llegar un grupo de cinco coreanos. Todos vestían los mismos uniformes verdes y blancos, llevaban equipos caros y tarjetas plastificadas con frases útiles en inglés. Nick anunció que Gabriel saltaría con ellos, y los coreanos se acercaron para estrechar la mano del norteamericano y hacerle una foto.

– ¿Cuántos saltos HALO has hecho? -le preguntó uno de ellos.

– No llevo un registro -contestó Gabriel.

La respuesta fue traducida, y todos parecieron sorprenderse.

– Lleva un registro y sabrás el número -le dijo el más mayor.

Nick pidió a los coreanos que se prepararan, y el grupo empezó con una larga lista de comprobaciones.

– Estos tipos se dedican a hacer saltos a gran altitud por los siete continentes -susurró Nick-. Ya puedes apostar qué fortuna les cuesta. Cuando saltan en la Antártida llevan unos trajes especiales que son como los de salir al espacio.

A Gabriel los coreanos le cayeron bien -se tomaban en serio lo de saltar-, pero prefería estar solo mientras revisaba su equipo. Los preparativos en sí mismos eran un placer, casi una forma de meditación. Se puso un mono de salto encima de la ropa, examinó sus guantes térmicos, el casco y las gafas flexibles; a continuación inspeccionó el paracaídas principal y el de reserva, las correas y el tirador de apertura. Todos esos elementos parecían de lo más normal en tierra, pero se transformarían cuando saltara al vacío.

Los coreanos hicieron unas cuantas fotos más, y todos se apretujaron en el avión. Los hombres se sentaron uno al lado del otro, en fila de dos, y conectaron sus máscaras de oxígeno. Nick habló con el piloto, y el avión despegó e inició su lento ascenso hasta diez mil metros. Las mascarillas de oxígeno dificultaban el habla y Gabriel se alegró de que así se acabara la conversación. Cerró los ojos y se concentró en respirar mientras el oxígeno silbaba suavemente en la máscara.

Odiaba la gravedad y las exigencias que ésta imponía a su cuerpo. El movimiento de sus pulmones y el latido de su corazón se le antojaban como las respuestas mecánicas de una torpe maquinaria. En una ocasión intentó explicárselo a Michael, pero tuvo la impresión de que hablaban idiomas distintos.

«Nadie ha pedido nacer -le había dicho Michael-, pero aquí estamos de todas maneras. Sólo hay una pregunta a la que debamos responder: "¿Estamos en la cima de la montaña o en la falda?".

»-Quizá la montaña no sea lo importante.

»Michael había parecido encontrarle cierta gracia.

»-Los dos llegaremos a la cima -contestó-. Allí es adonde voy, y tengo la intención de llevarte conmigo.»

Pasados los ocho mil metros, empezaron a aparecer en el interior del avión cristales de hielo. Gabriel abrió los ojos cuando Nick pasó a su lado por el estrecho pasillo hacia la cola del avión y abrió la puerta unos centímetros. Un viento helado se abrió paso en la cabina. Gabriel empezó a sentir la excitación. Ahí estaba. Había llegado el momento del salto.

Nick miró hacia abajo, buscando la zona de aterrizaje mientras hablaba con el piloto por el intercomunicador. Por fin hizo un gesto para que todos se prepararan y los hombres se colocaron las gafas y comprobaron sus arneses. Transcurrieron un par de minutos. Todos llevaban una botella de oxígeno atada a la pierna izquierda. Gabriel tiró del regulador de su botella, y la máscara hizo un ligero «pop». A continuación se desconectó del suministro del avión. Estaba listo.

Habían llegado a la misma altura que el Everest y hacía mucho frío. Cabía la posibilidad de que los coreanos hubieran decidido detenerse en la puerta y hacer un salto llamativo, pero Nick los quería en la zona de seguridad antes de que se les agotara el oxígeno de las botellas. Uno a uno, los coreanos se pusieron en pie, se acercaron a la puerta arrastrando los pies y saltaron al vacío. Gabriel había ocupado el asiento más próximo al piloto para ser el último en saltar. Se movió despacio haciendo como que se ajustaba las correas del paracaídas para poder estar completamente solo en el descenso. Al llegar a la puerta perdió unos segundos más haciéndole a Nick un gesto afirmativo con el pulgar. Luego saltó del avión y cayó.

Gabriel desplazó el peso de su cuerpo y se puso boca arriba, de modo que lo único que vio fue el espacio sobre él. El cielo era de un color azul oscuro. Más oscuro de lo que se podía ver desde el suelo: un azul de medianoche con un lejano puntito de luz. Venus. La diosa del amor. Una zona de la mejilla en contacto con el aire empezó a dolerle, pero Gabriel hizo caso omiso del dolor y se concentró en el cielo, en la absoluta pureza del mundo que lo rodeaba.

En tierra, dos minutos equivalen a una pausa para la publicidad en la televisión, a menos de medio kilómetro de arrastrarse en un atasco de la autopista, a un fragmento de cualquier canción de moda. Pero, cayendo en el aire, cada segundo se expande igual que una esponja arrojada al agua. Pasó por una capa de aire más cálido, pero después volvió al frío. Estaba lleno de pensamientos, pero no pensaba. Todas las dudas y componendas de su vida en la Tierra se habían desvanecido.

El altímetro de su muñeca empezó a sonar con fuerza. De nuevo desplazó el peso del cuerpo y se dio la vuelta. Miró hacia abajo, hacia el monótono paisaje marrón del sur de California y el perfil de lejanas montañas. A medida que se aproximaba a tierra distinguió zonas de casas, coches y la amarillenta neblina de contaminación que flotaba sobre la autopista. Gabriel habría deseado caer eternamente, pero una voz en su cerebro le ordenó tirar de la anilla de apertura.

Miró hacia el cielo, intentando recordar exactamente el aspecto que tenía; pero entonces el paracaídas floreció sobre su cabeza.

Gabriel vivía en una casa de la zona oeste de Los Ángeles que se hallaba a escasos metros de la autopista de San Diego. Por las noches, un blanco río de luces corría hacia el norte a través de Sepulveda Pass mientras un río paralelo de luces rojas se dirigía hacia el sur, a las ciudades de la playa y México. Después de que el casero de Gabriel, el señor Varosian, encontró a diecisiete adultos y cinco niños viviendo en su casa y pidió su deportación a El Salvador, puso un anuncio solicitando «un único inquilino, sin excepciones». Dio por sentado que Gabriel estaba involucrado en alguna actividad ilegal -un club de after hours o la venta de recambios robados-, pero no le importó porque tenía sus propias reglas: «Nada de pistolas. Nada de drogas. Nada de gatos».

A los oídos de Gabriel llegaba el constante rugido del tráfico de coches, camiones y autobuses que se dirigían al sur. Todas las mañanas solía caminar hasta la verja que rodeaba la parte de atrás de la propiedad para ver qué le había dejado la autopista. La gente no dejaba de tirar cosas por las ventanillas de sus coches: envoltorios de comida rápida, diarios, una muñeca Barbie con el pelo teñido, teléfonos móviles, un trozo de queso de cabra al que faltaba un bocado, condones usados, herramientas de jardinería y una urna de cremación llena de cenizas y dientes ennegrecidos.

El cobertizo independiente que servía de garaje estaba cubierto de pintadas y el césped lleno de malas hierbas. A pesar de todo, Gabriel nunca tocaba el exterior de la casa. Se trataba de un disfraz, igual que los harapos de los príncipes perdidos. El verano anterior había comprado una pegatina de una secta religiosa para el parachoques que ponía: «Estaremos condenados para siempre de no ser por la sangre de Nuestro Señor». Gabriel había recortado todo salvo «condenados para siempre» y pegado el rótulo en la puerta principal. Cuando los agentes inmobiliarios y los vendedores a domicilio empezaron a evitar la casa, tuvo la impresión de haber logrado una pequeña victoria.

El interior de la vivienda estaba limpio y resultaba agradable. Todas las mañanas, cuando el sol alcanzaba determinada altura, las habitaciones se llenaban con sus rayos. Su madre decía que las plantas limpiaban el aire y proporcionaban pensamientos positivos, de manera que Gabriel tenía una treintena de plantas por toda la casa, colgando del techo o en macetas por el suelo. Dormía en un futón en uno de los dormitorios y mantenía todas sus pertenencias en unas bolsas de viaje de lona. Su casco de kendo y su armadura se hallaban en un soporte especial al lado de la estantería donde estaba su espada shinai de bambú y la japonesa tradicional que había heredado de su padre. Si por la noche se despertaba y abría los ojos tenía la impresión de que allí había un guerrero samurái velando su sueño.

El segundo dormitorio estaba vacío salvo por varios cientos de libros apilados junto a la pared. En lugar de apuntarse a una biblioteca y buscar un libro concreto, Gabriel leía cualquier ejemplar que se cruzara en su camino. Varios de sus clientes solían regalarle los libros que ya habían leído, y él se llevaba los que encontraba tirados en las salas de espera o en la cuneta de la autopista. Los había de gran tirada y tapas blandas, informes técnicos sobre aleaciones y tres novelas de Dickens con manchas de humedad.

Gabriel no pertenecía a ningún club ni a partido político. Su principal creencia consistía en vivir fuera de la Red. En el diccionario, «Red» es un entramado de líneas verticales y horizontales que se usa para situar en el espacio cierto objeto o lugar. Si uno observa la civilización de cierto modo, se diría que cualquier empresa comercial o programa gubernamental forma parte de una inmensa Red. Las diferentes líneas y retículas podían localizar y definir la ubicación de uno, podían averiguarlo todo de uno.

La Red estaba formada por líneas rectas en una llanura. Sin embargo, aún resultaba posible tener vida secreta. Uno podía trabajar en la economía sumergida o moverse con la rapidez suficiente para que las líneas no llegaran nunca a localizar su posición. Gabriel no tenía cuenta bancaria ni tarjeta de crédito. Usaba su nombre verdadero, pero el apellido que figuraba en su permiso de conducir era falso. A pesar de que llevaba dos móviles, uno para asuntos personales y el otro por trabajo, ambos estaban registrados a nombre de la empresa inmobiliaria de su hermano.

La única conexión de Gabriel con la Red se hallaba en el escritorio de su sala de estar. Unos años antes, Michael le había regalado un ordenador que había conectado a internet a través de una línea ADSL. Navegar por la red permitía a Gabriel bajarse música trance de Alemania, hipnóticos bucles de sonido producidos por una serie de DJ pertenecientes a un misterioso grupo llamado Die Neunen Primitiven. La música lo ayudaba a dormir cuando regresaba a casa por las noches. Mientras cerraba los ojos oyó a una joven mujer cantar: Lotus eaters lost in New Babylon. Lonely Pilgrim, find your way home.

Prisionero de su sueño, cayó por la oscuridad atravesando nubes, nieve y lluvia. Dio contra el tejado de una casa, pasó a través de las tablas de cedro, la tela asfáltica, y las vigas de madera. Y en esos momentos volvía a ser un crío, de pie en el pasillo del segundo piso de la granja de Dakota del Sur. Y la casa estaba en llamas. La cama de sus padres, la cómoda y la mecedora de su habitación humeaban, se chamuscaban y ardían. «Sal -se dijo-. Encuentra a Michael. Ocúltate.» Pero el niño que era, la pequeña figura que caminaba por el pasillo, no parecía oír sus advertencias de adulto.

Algo estalló detrás de una pared y se produjo un sonido sordo y martilleante. Entonces, el fuego subió rugiendo por la escalera, enroscándose por la barandilla y el pasamanos. Aterrorizado, Gabriel se quedó en el pasillo mientras las llamas se arrojaban sobre él en una ola de ardiente dolor.

El móvil que descansaba al lado del futón empezó a sonar. Gabriel levantó la cabeza de la almohada. Eran las seis de la mañana, y la luz del sol se abría paso a través de un resquicio en las cortinas. «No hay ningún incendio -se dijo-. Sólo otro día.»

Cogió el teléfono y escuchó la voz de su hermano. La voz de Michael sonaba preocupada, pero eso era algo normal. Desde la infancia había desempeñado el papel de responsable hermano mayor. Cada vez que tenía noticia de un accidente de moto por la radio, Michael lo llamaba para comprobar que se encontraba bien.

– ¿Dónde estás? -preguntó Michael.

– En casa. En la cama.

– Ayer te telefoneé cinco veces. ¿Por qué no contestaste a mis llamadas?

– Era domingo. No me apetecía hablar con nadie. Dejé los móviles en casa y me fui con la moto a Hemet para saltar.

– Haz lo que te dé la gana, Gabe, pero dime adónde vas. Empiezo a preocuparme cuando no sé dónde te encuentras.

– De acuerdo. Intentaré recordarlo. -Gabriel rodó de costado y vio sus botas de puntera metálica y el conjunto de cuero tirados en el suelo-. ¿Qué tal tu fin de semana?

– Como siempre. Pagué unas cuantas facturas y jugué al golf con un par de promotores inmobiliarios. ¿Has visto a mamá?

– Sí. El sábado me pasé por la residencia.

– ¿Va todo bien en ese nuevo sitio?

– Está cómodamente instalada.

– Ha de ser algo más que cómoda.

Dos años antes, su madre había sido hospitalizada para una operación de vejiga de rutina, y los médicos le habían descubierto un tumor maligno en la pared abdominal. A pesar de que se había sometido a quimioterapia, el cáncer había hecho metástasis y se le había extendido por todo el cuerpo. En esos momentos vivía en una casa de reposo de Tarzana, un barrio de las afueras en el valle de San Fernando.

Los hermanos Corrigan se habían repartido las responsabilidades del tratamiento de su madre. Gabriel la iba a ver día sí y día no y hablaba con los empleados del centro. Su hermano mayor pasaba una vez por semana y lo pagaba todo. Michael siempre sospechaba de los médicos y enfermeras, y si apreciaba falta de diligencia hacía que trasladaran a su madre a otro establecimiento.

– No quiere marcharse de ese sitio, Michael.

– Nadie está hablando de marcharse. Sólo quiero que los médicos hagan su trabajo.

– Ahora que ha dejado la quimioterapia, los médicos ya no son tan importantes. Son las enfermeras y las auxiliares las que cuidan de ella.

– Si hay el más mínimo problema, házmelo saber de inmediato. Y cuídate. ¿Vas a trabajar hoy?

– Sí. Eso creo.

– Ese incendio de Malibú está empeorando, y ahora hay otro en el este, cerca del lago Arrowhead. Todos los pirómanos parecen haber salido con la caja de cerillas en ristre. Debe de ser cosa del tiempo.

– He soñado con fuego -dijo Gabriel-. Estábamos de vuelta en nuestra casa de Dakota del Sur. Se estaba incendiando, y yo no podía salir.

– Tienes que dejar de pensar en eso, Gabe. Es una pérdida de tiempo.

– ¿No te interesa saber quién nos atacó?

– Mamá nos dio una docena de explicaciones. Escoge la que prefieras y sigue adelante con tu vida. -Un segundo teléfono empezó a sonar en el apartamento de Michael-. Deja tu móvil encendido -dijo-. Hablaremos por la tarde.

Gabriel se duchó, se puso unos pantalones de deporte, una camiseta y fue a la cocina. Metió leche, yogur y un plátano en el túrmix. Mientras daba sorbos al batido fue rociando las plantas colgantes; luego, volvió al dormitorio y empezó a vestirse. Cuando estaba desnudo se le podían ver las cicatrices del último accidente de moto: unas pálidas líneas en la pierna y el brazo izquierdos. Su rizado cabello castaño y tersa piel le daban un aspecto juvenil, pero eso cambió cuando se puso los vaqueros, una camiseta de manga larga y se calzó las pesadas botas de motorista. Las botas se veían rozadas y arañadas por su agresiva manera de inclinarse en las curvas. Su cazadora de cuero también estaba gastada, y unas manchas de aceite de motor oscurecían los puños y las mangas. Los dos móviles de Gabriel estaban conectados al sistema de auriculares con micrófono incorporado. Las llamadas de trabajo le llegaban por el oído izquierdo; las personales, por el derecho. Mientras iba en moto podía activar cualquiera de los dos móviles apretando un bolsillo exterior con la mano.

Salió al jardín sosteniendo uno de sus cascos de motorista. Era octubre en el sur de California, y el cálido viento de Santa Ana soplaba desde los valles del norte. El cielo por encima de su cabeza se veía despejado, pero cuando Gabriel miró hacia el noroeste vio la negra nube de humo del incendio de Malibú. En el aire se respiraba una sensación de inquietud, olía a cerrado, como si toda la ciudad se hubiera convertido en una habitación sin ventanas.

Gabriel abrió la puerta del garaje e inspeccionó sus tres motocicletas. Habitualmente cogía la Yamaha RD-400 si tenía que aparcar en un barrio desconocido. Era la más pequeña de sus motos, temperamental y baqueteada. Sólo al ladrón de motos más despistado se le ocurriría robar semejante pedazo de chatarra. También poseía una moto Guzzi V-II, una potente máquina italiana con transmisión cardán y un musculoso motor. Ésa era la que utilizaba los fines de semana en sus excursiones al desierto. Pero esa mañana decidió coger la Honda 600, una deportiva de tamaño medio que fácilmente superaba los ciento sesenta kilómetros por hora. La subió al caballete, roció la cadena con un spray lubricante y dejó que los aceites penetraran entre los rodillos y eslabones. Las Honda tenían problemas con la transmisión secundaria, así que cogió un destornillador y una llave inglesa del banco de trabajo y los metió en su bolsa de mensajero.

Se relajó nada más subirse al vehículo y poner el motor en marcha. La moto siempre hacía que sintiera que podía salir de casa y abandonar la ciudad para siempre, montar hasta desaparecer en la oscura bruma del horizonte.

Sin un destino concreto, giró por Santa Monica Boulevard y se dirigió al oeste en dirección a la playa. El tráfico de la mañana se hallaba en su apogeo. Mujeres que bebían de jarras metálicas conducían sus Range Rover camino del trabajo mientras guardias escolares con chalecos de seguridad esperaban en los cruces. Cuando el semáforo se puso rojo, Gabriel metió la mano en el bolsillo exterior y conectó el móvil del trabajo.

Trabajaba para dos empresas de mensajería, Sir Speedy y su competidor, Blue Sky Messengers. Sir Speedy era propiedad de Artie Dressler, un ex abogado de ciento noventa kilos que raramente salía de su casa del distrito de Silver Lake. Artie estaba suscrito a varias páginas «X» de internet y atendía las llamadas telefónicas mientras veía cómo desnudas colegialas se pintaban las uñas de los pies. Odiaba la competencia, Blue Sky Messengers, y a su propietaria, Laura Thompson. Laura había trabajado como montadora de películas y en esos momentos vivía en una casa cúpula en Topanga Canyon. Creía en un colon limpio y en la comida de color naranja.

El teléfono sonó cuando el semáforo se ponía verde, y Gabriel escuchó el áspero acento de Nueva Jersey de Artie a través del auricular.

– ¡Gabe, soy yo! ¿Por qué has desconectado el teléfono?

– Lo siento, me olvidé.

– Estoy mirando un show en directo en el ordenador. Son dos tías duchándose juntas. La cosa ha empezado bien, pero ahora el vapor lo está desenfocando todo.

– Suena interesante.

– Tengo una recogida para ti en Santa Monica Canyon.

– ¿Eso está cerca del incendio?

– No. Bastante lejos. No tiene problema, pero se ha desatado otro incendio en Simi Valley, y ése está totalmente descontrolado.

Los semimanillares de la moto eran cortos, y el asiento y los reposapiés estaban inclinados, de modo que Gabriel siempre iba echado hacia delante. Notaba las vibraciones del motor y oía el silbido de los engranajes al cambiar de marcha. Cuando circulaba deprisa notaba que la máquina se convertía en parte de él, en una prolongación de su cuerpo. A veces, los extremos de los manillares pasaban a escasos centímetros de los coches mientras seguía el trazado de la línea discontinua que separaba los carriles. Miró a lo largo de la calle y vio luces de freno, peatones, camiones maniobrando lentamente; en todo momento supo exactamente si debía frenar, acelerar o zigzaguear alrededor de los obstáculos.

Santa Monica Canyon era un lujoso barrio de viviendas edificadas a lo largo de una calle de doble sentido que conducía a la playa. Gabriel recogió un sobre marrón en el porche de la casa de alguien y lo llevó a un corredor de hipotecas de West Hollywood. Cuando llegó a la dirección, se quitó el casco y entró en la oficina. Odiaba esa parte del trabajo. En su moto era libre de ir a donde quisiera. De pie ante la recepcionista se notaba entorpecido por las pesadas botas y la cazadora.

De vuelta a la moto. Motor en marcha. Adelante.

– Querido Gabriel, ¿me oyes? -Era la relajante voz de Laura en el auricular-. Confío en que esta mañana hayas desayunado como es debido. Los hidratos de carbono complejos pueden ayudarte a estabilizar el azúcar en la sangre.

– No te preocupes, comí algo.

– Bien. Tengo una recogida para ti en Century City.

Gabriel estaba al tanto de la dirección. Había salido con algunas de las recepcionistas y secretarias que había conocido en sus entregas, pero únicamente había hecho una amiga de verdad, una abogada criminalista llamada Maggie Resnick. Hacía un año más o menos había ido a su despacho para una entrega y había tenido que esperar mientras las secretarias buscaban un documento traspapelado. Maggie le había preguntado por su trabajo, y habían acabado charlando durante una hora, mucho después de que localizaran el papel. Gabriel se había ofrecido a llevarla en la moto y se sorprendió cuando ella aceptó.

Maggie rondaba los sesenta años; era una pequeña y enérgica mujer a quien le gustaban los vestidos rojos y los zapatos caros. Artie Dressler le había dicho que defendía a estrellas del cine y demás celebridades que se metían en problemas, pero ella casi nunca hablaba de sus casos. Trataba a Gabriel como a un sobrino un tanto alocado y le decía que debía ir a la universidad, abrir una cuenta corriente o comprarse una casa. Gabriel nunca seguía sus consejos, pero le complacía que Maggie se preocupara por él.

Cuando salió del ascensor en la planta veintidós, la recepcionista lo mandó directamente al despacho de Maggie. Gabriel entró y la encontró fumando un cigarrillo y hablando por teléfono.

– Claro que puedes reunirte con el fiscal del distrito, pero no habrá trato. Y no lo habrá porque no tiene caso. Sondéalo y después me llamas. Estaré comiendo pero te pasarán a mi móvil. -Maggie colgó y tiró la ceniza del cigarrillo-. Cabrones. Son todos unos cabrones mentirosos.

– ¿Tienes un paquete para mí?

– No hay paquete. Sólo quería verte. Le pagaré igualmente a Laura por el servicio.

Gabriel se recostó en el sofá y se desabrochó la cazadora. En la mesa auxiliar había una botella de agua mineral y se sirvió un vaso.

Maggie se inclinó hacia delante con aire feroz.

– Gabriel, si estás metido en líos de tráfico de drogas te mataré con mis propias manos.

– No trafico con drogas.

– Me has hablado de tu hermano. No deberías tomar parte en sus estafas para ganar dinero.

– Él se dedica al negocio inmobiliario, Maggie. Edificios de oficinas. Eso es todo.

– Eso espero, cariño. Le cortaré la lengua si se le ocurre arrastrarte a algo ilegal.

– ¿Qué ocurre?

– Trabajo con un antiguo policía que se ha convertido en asesor de seguridad. Me ayuda cuando algún chiflado se dedica a seguir a uno de mis clientes. Ayer estábamos hablando por teléfono y, de repente, el tío me dijo: «Tú conoces a un mensajero llamado Gabriel. Lo vi en tu última fiesta de cumpleaños». Yo le contesté que sí, y él añadió: «Pues unos colegas míos me han preguntado por él. Dónde trabaja, dónde vive. Esas cosas».

– ¿Quién es esa gente?

– No me lo quiso decir -contestó Maggie-; pero deberías ir con cuidado. Alguien poderoso se interesa por ti. ¿Te has visto involucrado en un accidente de coche?

– No.

– ¿En algún tipo de demanda?

– Claro que no.

– ¿Y qué hay de tus amiguitas? ¿Alguna rica? ¿Alguna con marido?

– He salido con una chica que conocí en tu fiesta, Andrea…

– ¿Andrea Scofield? Su padre es propietario de cuatro bodegas en Napa Valley. -Maggie rió-. Eso es. Dan Scofield se está asegurando de que das la talla.

– Salimos en moto un par de veces.

– No te preocupes, Gabriel. Hablaré con Dan y le diré que no sea tan protector. Ahora largo de aquí, tengo que preparar una vista.

Mientras caminaba por el aparcamiento del sótano, Gabriel se sintió temeroso y suspicaz. ¿Habría alguien observándolo en esos momentos? ¿Los dos hombres de la furgoneta? ¿La mujer del maletín en el ascensor? Metió la mano en la bolsa de mensajero y palpó la pesada llave inglesa. Si era necesario podía utilizarla como arma.

Sus padres habrían salido huyendo si se hubieran enterado de que alguien se interesaba por ellos; pero Gabriel llevaba cinco años en Los Ángeles, y nadie había llamado a su puerta. Quizá debería seguir el consejo de Maggie: ir a la universidad y conseguir un empleo como es debido. Si uno formaba parte de la Red, la vida se hacía más sustancial.

Mientras ponía en marcha la motocicleta, el relato de su madre volvió a él con todo su reconfortante poder. Él y Michael eran los dos príncipes perdidos disfrazados de harapos, pero valientes y llenos de recursos. Gabriel salió rugiendo por la rampa, se unió al tráfico y adelantó un camión. Segunda, tercera. Más deprisa. Volvía a estar en movimiento, siempre en movimiento. Una diminuta conciencia rodeada de máquinas.