"El Laberinto de Agua" - читать интересную книгу автора (Frattini Eric)

IV

Ciudad del Vaticano

Está usted engordando, eminencia -dijo Rainiero Falcinelli. -Será por el cargo de secretario de Estado, que me obliga a estar concentrado en documentos y no me deja mucho tiempo para dedicarme al cuerpo y al espíritu -respondió Lienart mientras el sastre tomaba con hábiles manos las medidas del cardenal con alfileres que sujetaba entre los labios.

Su sastrería, en el número 40 del Borgo Pio, a muy pocos metros de la puerta de Santa Ana, llevaba vistiendo a papas, secretarios de Estado, cardenales y obispos desde hacía casi un siglo. A Falcinelli, cuarta generación de sastres, le gustaba atender personalmente al poderoso cardenal Lienart desde que éste había llegado a Roma como un sencillo y humilde sacerdote. El día que fue nombrado obispo, Lienart vestía un hábito Falcinelli; el día que fue nombrado cardenal, vestía un hábito Falcinelli; el día que fue nombrado por Su Santidad prefecto de la Entidad, los servicios de inteligencia de la Santa Sede, el cardenal llevaba un hábito Falcinelli; el día que fue nombrado por el nuevo pontífice secretario de Estado vaticano, vestía un hábito Falcinelli. Para el cardenal, a pesar de no creer en supersticiones, Rainiero Falcinelli y sus hábitos se habían convertido en una especie de amuleto de la buena suerte.

Su eminencia se refería al sastre como el «Armani de la Santa Ma dre Iglesia» y puede que estuviese en lo cierto. Aquel apodo le gustaba. Alimentaba el ego del sastre y, con ello, reducía la factura.

Entre telas de terciopelo, sedas púrpuras y rojas, algodón y lana, un alto miembro de la curia podía enterarse de los últimos rumores y cotilleos que circulaban por los corredores del Palacio Apostólico. La sastrería Falcinelli era, para los altos miembros de la curia, como una peluquería de barrio para las mujeres de un patio de vecinos de Nápoles. Allí, monseñores, nuncios, eminencias y funcionarios vaticanos soltaban sus lenguas con el fin de darse importancia ante el sastre. Desde hacía años, su comercio era una verdadera fuente de información tanto para la Entidad como para el Sodalitium Pianum, el contraespionaje papal, y la Secretaría de Estado.

– Eminencia, no se mueva ahora -pidió el sastre, intentando medir los bajos del hábito.

– ¡Ah, fiel Falcinelli, sus hábitos son los mejores de Roma, pero también los más caros!

– Eminencia, mi casa sigue cobrándole lo mismo que cuando usted llegó a la Santa Sede, ¿hace ya cuánto tiempo?

– Querido Falcinelli, calle, calle, por favor. Si sigue usted hablando, tendré que intentar acordarme de cuando yo era un humilde sacerdote con mucha inocencia y poca fe. Fíjese en lo que nos hemos convertido ahora. Yo, en un príncipe de la Iglesia con poca inocencia pero con mucha fe, y usted ha pasado de ser un modesto aprendiz junto a su padre a convertirse en un hábil y rico sastre al servicio de los servidores de Dios y de Su Santidad.

– ¿Cuántos hábitos va a necesitar, eminencia?

– Necesitaré cuatro fajines; tres hábitos purpurados, uno para diario y dos para ceremonia. También me llevaré ocho pares de calcetines rojos, dos solideos y necesitaré una orla roja… y recuerde la esclavina -dijo Lienart.

– Déjeme calcular… Cada hábito le costará el precio de siempre, unos siete millones y medio de liras cada uno. Y por ser usted tan buen cliente, le haré un descuento importante en los hábitos de ceremonia, incluidos los calcetines rojos, la sotana, el fajín de lana fría de color rojo, los treinta y tres botones forrados de seda roja, como quiere usted siempre, la manteleta y la muceta rojas y el solideo.

– De acuerdo. Trato hecho. Mi secretario, el padre Mahoney, se pondrá en contacto con usted para arreglar el pago y recogerlo todo -asintió Lienart mientras daba un sorbo a su café macchiato-. Y ahora que hemos arreglado la cuestión de los negocios, dígame, ¿qué se comenta en la Santa Sede?

– Estuvo aquí hace una semana el cardenal Ngange, prefecto para la Congregación para las Iglesias Orientales.

– ¿Y qué comentó el bueno de Ngange?

– Dijo en voz muy baja que había amplios sectores cercanos al Santo Padre que no estaban de acuerdo con la política seguida por la Secretaría de Estado y, en particular, por su secretario de Estado.

– Mi buen y fiel Falcinelli, eso ha ocurrido desde los tiempos del cardenal Fabio Chigi, el primer secretario de Estado vaticano, en el siglo XVII. Chigi tenía grandes e importantes enemigos cuando él era uno de los principales consejeros del papa Inocencio X, pero al fallecer el Santo Padre, Chigi se convirtió en el papa Alejandro VII. De un solo golpe acabó con esos enemigos. Ab uno disce omnes, por uno se aprende a conocer a todos. Hay que tener cuidado de que esos tiempos no vuelvan…

– Se dice también que esos rumores provienen del sector a favor del cardenal alemán Kronauer -dijo Falcinelli.

– Mi querido cardenal Ulrich Kronauer… A fructibus cognoscitur arbor, por sus frutos conocemos al árbol -sentenció el poderoso cardenal, dirigiéndose ya a la salida.

Allí le esperaban dos agentes de la Entidad encargados de su protección. En cuanto pisó la calle, algunos transeúntes se acercaron al secretario de Estado al reconocerlo y, tras varias reverencias, le besaron el anillo del dragón alado. Aquel corto paseo desde la puerta de Santa Ana hasta la sastrería Falcinelli era para Lienart su único contacto con el mundo.

En la puerta de su despacho del Palacio Apostólico estaba el padre Mahoney con unos documentos en la mano para despacharlos con él.

– Pase usted, padre Mahoney -le invitó a entrar Lienart.

– Buenos días, eminencia.

– Cuénteme, ¿qué sabe de nuestros hermanos del Círculo?

– Los siete sobres fueron entregados tal y como usted ordenó, eminencia. Sé que ayer por la tarde estaban ya instalados en el Casino degli Spiriti a la espera de órdenes de su eminencia.

El Casino degli Spiriti había sido construido en el siglo XVI por orden de la familia Contarini. Allí se reunían artistas, políticos y literatos. Durante algún tiempo permaneció abandonado y los venecianos le habían dado su siniestro nombre debido a los ecos provocados por la resaca de las aguas de la laguna, que inspiraban la fantasía popular. Se decía incluso que se había convertido en refugio de maleantes y asesinos. También se decía que durante la primera mitad del siglo XVIII las buenas familias de la Serenísima prohibían a sus jóvenes hijas acercarse por los alrededores debido a que se rumoreaba que el genial Casanova corría desnudo por sus estancias persiguiendo a jovencitas y efebos. Otra leyenda sobre el Casino degli Spiriti hablaba de siete brujas que partían desde aquí en dirección a Alejandría en busca de los arcanos.

A principios de los años treinta, René Lienart, el padre del cardenal, importante y rico empresario, amigo personal del mariscal Pétain y un hombre muy cercano a los regímenes de Mussolini y Hitler, había adquirido la propiedad y ordenado su cuidada restauración. Tras el fin de la guerra, decidió ceder la propiedad temporalmente al padre Krunoslav Draganovic y a su organización de San Girolamo. Draganovic, profesor en un seminario croata, había llegado a Roma con el pretexto de colaborar con la Cruz Roja. Se convirtió en el vértice principal del llamado Pasillo Vaticano.

Desde San Girolamo y otros pisos franco, como la residencia de los Lienart en Venecia, la organización Odessa ayudó a huir hacia Argentina, Bolivia, Paraguay, Chile y Brasil a criminales de guerra nazis como Josef Mengele, el médico de Auschwitz; Klaus Barbie, el carnicero de Lyon y antiguo jefe de la Gestapo en esa ciudad; Ante Pavelic, el dictador croata; el capitán de la SS, Erich Priebke; el general de la SS, Hans Fischbock; Herbert Cukurs, el verdugo de Riga, o Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka.

El cardenal Lienart aún recordaba cuando, una tarde de primavera, en el jardín del Casino degli Spiriti, a principios de los años cincuenta, su padre le presentó a un invitado muy especial. Aquel hombre era todo un caballero: educado, amante del arte y la música, conocedor de la filosofía de Platón y Aristóteles y, sobre todo, buen conversador. Años más tarde, el cardenal recordaba cómo el invitado de su padre había sido secuestrado por los israelíes y ejecutado en la horca. Su nombre era Adolf Eichmann, uno de los máximos responsables de la Solución Final. Para muchos, la colaboración de la familia Lienart con el final del régimen nazi y la huida de sus líderes hacia Sudamérica era una leyenda más, como la de Casanova, y el poderoso cardenal secretario de Estado prefería que así continuase siendo.

Desde entonces, la residencia de Venecia permaneció bajo la atención de la fiel señora Müller, así como Villa Mondragone, la residencia de la familia Lienart en Frascati, a las afueras de Roma.

– ¿Sabemos algo del libro? -preguntó Mahoney interesado.

– Está en Berna y se ha comenzado a restaurar. Debemos darnos prisa. No podemos permitir que nadie llegue a conocer su contenido.

– ¿Quiere que nos apoderemos de él?

– No, mi querido Mahoney. Es mejor esperar a que el libro venga a nosotros por métodos menos violentos. ¡Ah, querido y joven padre Mahoney! Dulce bellum inexpertis, dulce es la guerra para quienes no la han vivido. Debemos esperar a que el enemigo mueva su ficha primero, pero antes tenemos que darle una oportunidad.

– ¿Qué tiene pensado hacer, eminencia? -preguntó intrigado el secretario.

– Non sunt entia multiplicanda praeter necessitatem, no hay que multiplicar las cosas sin necesidad. Quiero que viaje usted de nuevo y lleve un mensaje.

– ¿Adónde quiere que vaya?

– Deberá hacerle llegar un mensaje al señor Delmer Wu, en Hong Kong -dijo Lienart-, pero esta vez el mensaje se lo transmitiré yo a usted, y usted, padre Mahoney, se lo transmitirá a él, sólo a él. Nada debe quedar escrito.

– ¿Es Wu, el millonario? -preguntó el secretario.

– Sí, es él. Durante años ha tenido negocios con mi familia y ya es hora de que devuelva los favores prestados. A su debido tiempo, le transmitiré mi mensaje para él. Primero debemos encontrarnos con nuestros hermanos del Círculo Octogonus en Venecia. Después de la ceremonia de iniciación a los nuevos miembros, viajará a Hong Kong sin más demora.

– Por supuesto, eminencia, así lo haré.

– Ahora puede retirarse. Cierre la puerta y diga que nadie me moleste -ordenó Lienart, dirigiéndose hacia la ventana con un habano encendido en la mano para observar las filas de turistas que se agolpaban en la plaza de San Pedro. Cuando el secretario cerró la puerta, podía oírse la sinfonía 40 de Mozart inundando el despacho del secretario de Estado.


***

Venecia

El sonido del teléfono despertó a Afdera. Era Max Kronauer desde el Hotel Bellini. A la mañana siguiente sería su guía por la ciudad de los canales.

Dando un largo paseo desde la Ca' d'Oro, Afdera llegó hasta el hotel, situado en la Lista di Spagna. En la puerta le esperaba Max.

– Quiero llevarte a un sitio cercano que es muy especial para mí -dijo la joven.

– Perfecto, soy todo tuyo.

La pareja entró en el gueto de Venecia a través del Ponte delle Guglie. Durante muchos siglos, la comunidad judía, junto con la griega, había sido la más numerosa de Venecia. Desde el siglo XII, la Serení sima decidió asentarlos en una zona, como había hecho ya con otras comunidades. El lugar elegido fue la isla de Spinalunga, llamada después la Giudecca.

– A mediados del siglo XVI, el Senado les concedió algunas islas en el Cannaregio, donde estaban instaladas las fundiciones de la Se renísima antes de ser trasladadas al Arsenale. Aquí se gettare o fundían los cañones y fue así como se popularizó el término «gueto» -explicó la joven-, aunque también existe otra explicación. Según me dijo mi abuelo, el término 'gueto' podría derivar del talmúdico ghet, que significa 'separación', o del judío talmúdico medieval get o gita, que significa 'repudio'.

Afdera, cuando era una niña de cuatro años, había acompañado en más de una ocasión a su abuela durante las vacaciones de verano al Ghetto Vecchio. Caminando por los solitarios callejones, iba relatando a Max los recuerdos de su niñez.

– Nunca olvidaré las meriendas que me daba una amiga de mi abuela. Después, mi abuela y la señora Levi se sentaban a hablar de cosas extrañas que yo no entendía. Hablaban de la cábala, de las extrañas cortes y callejones escondidos tras los arcanos. -De repente, la joven comenzó a reír.

– ¿De qué te ríes?

– Oh, recuerdo que la señora Levi tenía una gran colección de medallones, de esos que llevan una fotografía. Yo me dedicaba a observar los rostros que aparecían en ellos: militares con uniformes prusianos, hombres con largas barbas y sombreros de fieltro negro, y jovencitas con tirabuzones lanzando tímidas sonrisas al fotógrafo. También recuerdo que desde la cocina se veía el patio trasero de la casa, con un antiguo pozo en el centro. Aquel pozo era muy misterioso para una niña como yo. Me ponía de puntillas y miraba su profunda boca negra como si quisiera tragarme. El patio se llamaba la Corte Expiatoria.

– ¡Caray, qué nombre más misterioso!

– Sí, como todo lo que rodea al Ghetto Vecchio. Los ancianos del gueto llamaban a la Corte Expiatoria la Corte del Arcano. La señora amiga de mi abuela me llevó un día de la mano y me explicó que para entrar en esa corte había que abrir siete puertas, que conformaban un laberinto, cada una de las cuales tenía grabada sobre ella el nombre de un shed o diablo.

– Esa palabra viene de shedin, ¿no es así?

– Se dice que esa casta de diablos fue creada por Adán cuando se separó de Eva, después de que ésta mordiese la manzana, pero para los judíos de Venecia, cada puerta era mágica.

– ¿Crees en eso realmente?

– Mi vida se ha desarrollado entre lo comprensible y lo incomprensible, entre lo mágico y lo real. Aún recuerdo los siete nombres de los shed: Sam Ha, Mawet, Ashmo-dai, Shibbetta, Ruah, Kardeyakos y Nà Amah.

– ¡Increíble! ¿Cómo te puedes acordar?

– Para mí son simples recuerdos de mi niñez.

– Sabes mucho de este barrio…

– Sé mucho de esta ciudad -respondió Afdera estirando la mano para coger la de él-. Ven, te enseñaré más rincones secretos que nadie que no sea de aquí ha visto nunca. Iremos donde solía jugar con los niños judíos.

– Sabes mucho sobre la religión judía.

– Casi tanto como tú del origen del cristianismo -respondió Afdera mientras continuaban caminando por las estrechas teràs, rugas, saíizzadas y fundamentas-. ¿Tienes hambre? -preguntó repentinamente.

– Sí, un poco.

– Te llevaré a comer a Alla Vedova, en el barrio del Cannaregio, para que pruebes las mejores polpettine di carne de toda Venecia -dijo la joven entusiasmada.

– La verdad es que el nombre ya me hace desconfiar -dudó Max.

– ¡Oh, sólo son albóndigas! Pero son las mejores que jamás habrás comido en tu vida… Además, te gustará Mirella Doni, la dueña. Le encantará conocerte y contarte alguna historia tétrica de la ciudad. Ya verás.

El pequeño y tradicional restaurante estaba repleto de clientes venecianos que se mezclaban con turistas ocasionales. La barra, en donde se amontonaban platos de antipasti, estaba llena de gente que intentaba alcanzar una copa de vino. La decoración era bastante caótica, pero eso daba cierta originalidad al local: una fotografía del equipo de fútbol del Venecia, de la temporada 1965-1966, una publicidad de los años cincuenta de Leica, una imagen de Jean-Paul Sartre escudriñando tras sus clásicas gafas redondas de concha y su pipa, una curiosa postal de la reina Isabel de Inglaterra con un gorrito rojo y traje a juego y varias cacerolas de cobre colgadas en los techos. La propietaria del centenario local era una mujer de corta estatura pero de fuerte carácter que no paraba de dar órdenes constantemente a los camareros.

Mirella vio entrar a Afdera y a Maximilian Kronauer y se acercó a saludar a la joven mientras intentaba colocarse las gafas sobre la cabeza, a modo de diadema.

– ¡Déjame que te dé un gran abrazo, preciosidad! Siento mucho la muerte de tu abuela -dijo Mirella, estrechando a Afdera entre sus grandes brazos.

– Muchas gracias por acordarte de ella. Te presento a Max, un amigo mío; es muy aficionado a las historias de terror y a las leyendas urbanas -explicó la joven con una amplia sonrisa.

– ¡Oh, eso es estupendo! Tengo una historia muy buena, tan real como que vosotros y yo estamos aquí mismo. Después, cuando termine de contárosla, brindaremos a la veneciana -anunció la propietaria del restaurante mientras servía tres vasos de vino blanco y comenzaba a relatar su historia-: Biasio era un luganegher, un salchichero, que llegó desde Carnia, en Friuli, para instalarse aquí, en Venecia. En los registros de los ajusticiados por la Serenísima se narra que este oscuro personaje preparaba sus magistrales sguazzetto, unas viandas muy apreciadas por los venecianos, pero su secreto era que las preparaba con carne humana. Un día, un barquero llegó hasta su fonda y en su plato encontró un dedo con uña y todo. Biasio fue denunciado y condenado a muerte violenta. Fue arrastrado por un caballo, le cortaron las manos y lo decapitaron. Cuando su casa fue derruida hasta los cimientos, se encontraron restos de hasta cuarenta cadáveres.

– ¿Y cuál es la moraleja de la historia? -preguntó Max-. A los italianos os encantan las moralejas.

– ¡Sí, tienes razón! Pues la moraleja es que no preguntes de qué están hechas nuestras polpettine di carne que vas a comer. Después os daré un buen plato de bavette al nero di seppia -dijo Mirella entre grandes risotadas.

Tras una pausa, y mientras levantaba su vaso de vino, hizo callar a todos los comensales del restaurante y brindó al estilo veneciano del siglo XV:

Quien bebe bien, duerme bien; quien duerme bien, nunca piensa; quien nunca piensa, no hace mal; quien no hace mal, va al paraíso; así que bebed bien, que al paraíso iréis.

– ¡Salud! -corearon todos los presentes.

Durante la comida, Afdera reveló a Maximilian Kronauer el secreto del libro que había entregado a la Fundación Helsing de Berna y su importancia para el origen del cristianismo y, por supuesto, de la Iglesia católica romana.

– Mi abuela me dejó encomendada en herencia la misión de lavar el nombre de Judas Iscariote.

– Ten por seguro que si alguien descubre que tienes en tu poder ese libro, irá a por él y, posiblemente, también a por ti. Deberías tener cuidado y no contárselo a nadie.

– Mañana por la mañana me marcho a Egipto para intentar saber cómo llegó el evangelio a manos de mi abuela. Mi primera cita será en Alejandría… ¿por qué no vienes conmigo? Me vendría bien un experto en el origen del cristianismo.

– No puedo en estos momentos, pero, de cualquier forma, gracias por la invitación. Tengo que ir a Roma por asuntos familiares -se disculpó Max.

– Que sepas que estoy muy ofendida por no querer acompañarme y cuando regrese te verás obligado a invitarme a cenar.

– Será un placer -respondió.

Afdera no sabía qué motivo le había impulsado a contar a Max la misión encomendada por su abuela ni por qué le había invitado a ir con ella a Egipto. Al fin y al cabo, apenas le conocía, pero confiaba en Max. Tal vez necesitaba confiar en él, necesitaba confiar en alguien.

A poca distancia de allí, varios hombres comenzaban a partir del Casino degli Spiriti en dirección a la basílica de Santa Maria della Salute. Cruzaron el Campo San Filippo e Giacomo y los siete hombres entraron en la pequeña calle que conducía a la Corte del Rosario, donde, escondido a la vuelta de la esquina y encima de una puerta, había un misterioso dragón del siglo XV. Cada uno de los miembros del Círculo Octogonus apoyó su mano en el muro y murmuró una pequeña oración. Seguidamente, un vaporetto los condujo desde una orilla del Gran Canal a la otra. Allí, en la Punta della Dogana, se alzaba majestuosa la iglesia de Santa María della Salute, uno de los máximos símbolos del poder del Círculo Octogonus en la ciudad de los canales desde el siglo XVII.

Se cree que el arquitecto Baldassare Longhena se inspiró para el diseño de la iglesia en la imagen del templo de Venus Physizoa, reflejado en el Hypnerotomachia Poliphüi, cuyo ejemplar se guardaba en el rincón más recóndito de la Biblioteca Marciana.

Tras el fin de la epidemia de peste de 1631, la Serenísima decidió levantar una gran iglesia en honor de la Virgen de la Salud, protectora de la ciudad. La construcción tardó casi medio siglo en terminarse debido a su complicado diseño. Muchos expertos declaraban que el templo hacía referencia al humanismo renacentista como unión sincrética entre la madre pagana y la cristiana, en una especie de unión de protocristianismo ideal.

El cardenal August Lienart conocía el gran secreto que se ocultaba tras esta extraordinaria construcción. Midiendo el total con el pie veneciano, 35,09 centímetros, aparecía con asombrosa constancia el número ocho. Los propios octógonos que conformaban su base simbolizaban el renacer. El número ocho en simbología cristiana significa la resurrección y la vida eterna, algo que ocurría con el poderoso Círculo Octogonus, que había sido capaz de sobrevivir al paso de los siglos como guardián secreto de la fe.

Longhena, con la numerología inscrita en las medidas de la construcción, quiso cifrar un mensaje concreto: la Iglesia surgía como agradecimiento por el final de la peste y debía renacer sobre el símbolo mágico del ocho. Para el poderoso cardenal secretario de Estado, aquel templo tenía una mayor representatividad para el Octogonus que para la gloria de Dios.

Los siete miembros del Círculo Octogonus llegaron al templo. Toda la edificación estaba rodeada de un friso de esvásticas (la palabra sánscrita svástica significa 'salud'). Algunos se conocían porque ya habían coincidido en alguna otra misión encomendada por el gran maestre del Círculo.

Una vez dentro, justo debajo de la cúpula central, estaba colocada una silla en cada lado del octógono. Sobre la corona de rosas con la inscripción Unde origo indi salus situada en el centro de la nave había otra silla, el lugar elegido para el gran maestre del Círculo Octogonus.

Los padres Carlos Reyes, Septimus Alvarado, Eugenio Cornelius y Demetrius Ferrell ocuparon sus lugares. Los padres Marcus Lauretta, Spiridon Pontius y Lazarus Osmund, los nuevos miembros del Círculo, permanecieron en pie. Dos sillas estaban aún vacías: la del padre Emery Mahoney, octavo miembro del Círculo, y la del gran maestre, el cardenal August Lienart. Ambos se encontraban conversando en la sacristía bajo el hermoso tapiz del siglo XV de Tintoretto que representaba las bodas de Canáan.

– Es la hora -anunció Lienart-. Hemos de reunimos con nuestros hermanos del Círculo Octogonus.

Los dos hombres salieron de la sacristía y se reunieron con el resto del grupo.

– Fructum pro fructo -dijo Lienart.

– Silentium pro silentio -respondieron al unísono los ocho hombres que se congregaban a su alrededor.

A continuación, cinco de ellos se sentaron y los otros tres permanecieron de pie.

– Antes de comenzar nuestro consejo secreto, debemos dar la bienvenida a los tres nuevos hermanos del Círculo y tomarles juramento -ordenó Lienart.

Lauretta, Pontius y Osmund se situaron frente al gran maestre. Tal y como siglos antes hicieran otros ocho religiosos arrodillados ante la tumba del primer Papa, san Pedro, el candidato debía jurar «lealtad y honor, por la verdadera fe» en el templo del Octogonus, frente al cardenal Lienart.

El postulante se arrodillaba ante tres cirios encendidos, en representación de cada uno de los nuevos miembros del Círculo, y juraba guardar silencio sobre las decisiones adoptadas por el gran maestre del Círculo, acatar todas las decisiones del Círculo Octogonus sin poner en duda la fe en Cristo Nuestro Señor, proteger al Sumo Pontífice reinante de las decisiones adoptadas en los consejos del Círculo Octogonus y morir, si fuera necesario, para salvaguardar la identidad del gran maestre, del resto de hermanos miembros del Círculo, sus decisiones u objetivos. Al final de la ceremonia, el nuevo miembro se levantaba tras pronunciar las palabras: «Que Dios y nuestros santos me ayuden en esta labor, juro», y de un soplido apagaba uno de los cirios. Seguidamente se dirigía hacia una de las sillas vacías y se sentaba. Los padres Lauretta, Pontius y Osmund siguieron el rito tal y como estaba establecido desde hacía siglos.

El Círculo Octogonus se remontaba al siglo XVII, tal vez antes. Incluso se llegó a decir que algunos de sus miembros habían acompañado a Philippe y Hugo de Fratens a la séptima cruzada, durante el siglo XI, bajo el pontificado de Urbano II. Algunas leyendas que acompañaron a muchos caballeros a su regreso de Tierra Santa explicaban que unos oscuros miembros de una secta secreta llamada el Círculo del 8 se habían convertido en auténticos expertos en llevar a cabo lo que ellos definían como «malicidio» y que no era otra cosa que la muerte del mal a través del asesinato indiscriminado de musulmanes. Muchos caballeros cruzados aseguraban que estos hombres religiosos, miembros de una hermandad secreta, reconocidos porque portaban siempre un octógono de tela, eran verdaderos expertos en el arte del «malicidio».

Sus víctimas aparecían con un círculo de tela con un octógono dibujado en su interior, con el nombre de Jesucristo escrito en cada uno de sus lados y con un lema en latín: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios. Este mismo símbolo era el que portaba el sacerdote Jean-François Ravaillac cuando, por orden del papa Pablo V, apuñaló hasta la muerte al rey Enrique IV de Francia la mañana del 14 de mayo de 1610.

Los miembros del Círculo Octogonus son honorables descendientes del jesuita Ravaillac en su honesta labor de defender a la Iglesia y a sus altos representantes, el Papa y los miembros del colegio cardenalicio de sus enemigos, allá donde se encuentren.

La policía de Francia descubrió entonces que Ravaillac había formado parte de un extraño grupo místico-católico llamado el Círculo Octogonus, también conocido como el Círculo del 8. Sus miembros eran siempre ocho fanáticos sacerdotes católicos con obediencia ciega al Sumo Pontífice de Roma, con preparación militar, en particular en el uso de armas especiales, y dispuestos a dar su vida en nombre de la verdadera religión. Para sus miembros, el Círculo era su única fe de vida ante Dios Nuestro Señor, y sus oscuras y secretas normas, su único mandamiento.

Cuando los ocho hermanos se encontraron sentados alrededor de Lienart, éste se dirigió a ellos:

– Un gran peligro nos acecha -proclamó el cardenal-. Alguien ha abierto las puertas del infierno sacando de él un libro maldito que podría destruir los pilares sobre los que se asienta nuestra venerable iglesia.

Los ocho religiosos permanecían en absoluto silencio escuchando al gran maestre.

– Alguien ha sacado a la luz las palabras del apóstol traidor Judas Iscariote. Nadie debe leer sus palabras, nadie debe conocer su mensaje, ningún creyente debe contaminarse con las palabras de ese traidor a Nuestro Señor Jesucristo. Una bala puede matar un cuerpo, dejarlo sin vida, pero una sola palabra escrita puede desgarrar el alma y matarla, dejándola aún con vida y sufriendo. Y esto es lo que les puede ocurrir a muchos creyentes si las palabras de ese Judas traidor salen a la luz.

Mahoney fue el primero en hablar.

– ¿Qué deseáis que hagamos, gran maestre?

– Necesito que algunos de vosotros permanezcáis aquí en Venecia hasta nuevas órdenes. El resto partirá hacia diferentes destinos. Una vez que sepa los siguientes pasos que dará ese libro maldito, seréis vosotros, hermanos del Círculo Octogonus, quienes os convertiréis en la vanguardia de la fe en defensa del Sumo Pontífice de Roma y de nuestra sagrada iglesia -respondió Lienart ante la atenta mirada de los ocho miembros del Círculo, que permanecían en absoluto silencio-. Usted, hermano Mahoney, irá a Hong Kong para transmitir un mensaje que deberá entregar en persona. Ustedes, hermanos Cornelius y Pontius, deberán estar preparados para viajar a Egipto. Antes de que se marchen, el hermano Mahoney les dará los nombres de sus objetivos. Hermanos Lauretta y Reyes, necesito que no pierdan nunca de vista a una joven llamada Afdera Brooks. Quiero saber qué hace en cada momento, con quién habla, con quién come, qué libros lee. Absolutamente todo. Deben protegerla hasta que nos hagamos con ese maldito evangelio hereje. El padre Mahoney les entregará una carpeta a cada uno de ustedes con la fotografía de esa joven y los datos que precisan para llevar a cabo su misión. Memoricen todos los datos y cuando los hayan aprendido, destruyan todo el material entregado. Nada debe quedar escrito. Recuérdenlo bien. Si no acatan las órdenes, violarán las normas del Círculo y serán sancionados. ¿Me han entendido?

– Lo hemos entendido, gran maestre -respondieron los padres Cornelius y Lauretta. El tenso silencio fue roto nuevamente por la voz del cardenal Lienart.

– Hermanos Alvarado, Ferrell y Osmund, ustedes permanecerán en Venecia hasta nuevas órdenes. Ahora quiero que todos nos levantemos antes de cerrar este consejo y oremos ante la imagen de la Vir gen para pedir que nos proteja y ayude en la ardua tarea que vamos a emprender.

Terminada la oración, los nueve hombres salieron del templo de Santa Maria della Salute y se perdieron por las estrechas y oscuras calles de Venecia con el mismo sigilo con el que habían llegado.


***

Alejandría

Para los ciudadanos de Alejandría, su ciudad era la más legendaria e histórica de todo Egipto. Incluso los coptos que habitaban en ella afirmaban que su linaje provenía directamente de san Marcos, el artífice del evangelio más antiguo del Nuevo Testamento. Perseguido por las tropas de Nerón en el 50 después de Cristo, Marcos se había afincado en esta ciudad, en donde murió asesinado dieciocho años después, durante la revuelta judía contra el Imperio romano.

La ciudad fue fundada por Alejandro Magno, y Ptolomeo, uno de los más brillantes generales de Alejandro, la elevó al rango de capital de Egipto. Su biblioteca y su faro se convirtieron en dos de las siete grandes maravillas del mundo; y en ella, Cleopatra conquistó el corazón de Julio César y de Marco Antonio. Hoy, seis millones de almas habitaban una franja costera de más de veinte kilómetros. El viaje desde Venecia a El Cairo había sido bastante corto. Desde la capital egipcia, Afdera debía conectar con otro vuelo a la mítica Alejandría.

En el aeropuerto de El Nohza la esperaba ya Liliana Ransom, a quien su abuela definía como la mejor ojeadora de objetos de todo Egipto.

– Tu abuela solía hacerme la pelota para ser ella siempre la primera en estudiar mi mercancía -dijo Liliana dándole un gran abrazo a Afdera antes de dirigirse a la salida de la terminal-. Eres digna nieta de tu abuela. Eres una mujer preciosa.

Para Afdera, aquella atractiva mujer, ya entrada en años pero con una enorme vitalidad, con la que viajaba en un destartalado Land Rover representaba el vínculo entre el evangelio de Judas y su abuela. Conocía los primeros eslabones, desde el excavador que había sacado a la luz el libro hasta el marchante de El Cairo que se lo había vendido.

Liliana Ransom era muy aficionada a la artesanía popular y a las piezas de arte que de vez en cuando caían en sus manos durante sus viajes exploratorios por el Alto y Medio Egipto. Estas incursiones constituían un viaje espiritual hacia el pasado de un país al que adoraba. A Liliana, fascinada por Egipto, le encantaba viajar bordeando el Nilo, viendo pasar la historia a través de la ventanilla del Land Rover. La palabra 'nilo' proviene del griego nelios o 'valle fluvial', y para sus habitantes, aquel río era la fuente de toda prosperidad. Sus más de mil quinientos kilómetros, cortando un duro y seco desierto, se convertían en un vergel al llegar a su delta, en el norte. El Nilo se convirtió en uno de los principales centros de aprovisionamiento de las legiones romanas acantonadas en lo que actualmente es Oriente Próximo.

Mientras Liliana la observaba desde el asiento trasero, el vehículo se detuvo en las puertas del Hotel Cecil Alexandria, en el 16 de Saad Zagloul Square.

– Te he reservado habitación en este hotel porque era el preferido de tu abuela cuando venía a visitarme. Lo inauguraron en 1929. A mí me resulta bastante decadente -dijo; luego, en un perfecto árabe sin acento, dio órdenes a su chófer para que llevase la maleta de Afdera hasta la recepción.

– Pues a mí me gusta mucho -confesó Afdera admirando la blanca fachada y las banderas descoloridas que adornaban la entrada del hotel.

– Descansa si quieres, y esta misma tarde, Hamid, mi chófer, vendrá a buscarte a las cinco para llevarte a mi casa. Vivo cerca de la biblioteca. Cenaremos frente al Mediterráneo y podremos hablar de tu abuela y sobre lo que te ha traído hasta aquí.

En la soledad de su habitación y con las ventanas abiertas al mar, la joven levantó el auricular y marcó el número de la Fundación Hel sing. En cuanto le contestaron, se identificó y pidió que le pasaran con la restauradora.

Unos segundos después, Afdera escuchó su pausada voz.

– ¿Afdera?

– Sí, soy yo, Sabine. Te llamo desde Alejandría. ¿Qué tal todo? Quería saber cómo iba la restauración del libro.

– Todo va bien, Afdera. El libro se está restaurando en un lugar secreto de Berna.

– ¿Cómo de secreto?

– Tranquila. Cuenta con la misma seguridad que en la sede de la fundación -dijo Sabine Hubert para calmar a la joven-. Se ha reunido un equipo de expertos para avanzar con la restauración y la traducción.

– ¿Conozco a alguno de ellos?

– Tú no, pero muchos de ellos sí conocían a tu abuela. El profesor Werner Hoffman, de la Universidad de Frankfurt es experto en papiros; el profesor Burt Herman, el mayor especialista en origen del cristianismo y responsable del Departamento de Religión de la Universi dad de Chicago; Efraim Shemel, experto en lengua copta y profesor en la Universidad de Tel Aviv, y por último, John Fessner, científico del Instituto de Ciencias Avanzadas de Ottawa, es toda una eminencia en datación por radiocarbono. Empezaremos por despegar las páginas que conforman el libro y luego trataremos de unir a cada una de ellas los casi un millar de fragmentos que entregaste en la caja y que venían con el libro.

– ¿Cuánto tiempo se necesitará para comenzar a tener una idea del texto?

– No lo sé todavía, Afdera. Tenemos que ir paso a paso hasta llegar al final. El señor Aguilar también ha dejado claro al equipo que debemos trabajar en absoluto secreto para evitar crear cualquier tipo de expectación ante el libro.

– De acuerdo -replicó Afdera-, pero no tengo tanto tiempo como parece. Necesito cuanto antes conocer su contenido.

– No te preocupes, intentaremos hacerlo lo más rápido que podamos. De todos modos, ten cuidado.

– Sí, Sabine, lo tendré. Sé cuidarme sola. De cualquier forma, te dejaré el teléfono de mi hotel en Alejandría por si necesitas ponerte en contacto conmigo.

– Perfecto. Cuídate mucho. Sería conveniente que de regreso a Europa te pasases por Berna, así podrás conocer al equipo y verás tú misma cómo llevamos a cabo la restauración.

– Así lo haré, Sabine. Muchas gracias.

Sobre las cinco de la tarde, Hamid, el chófer de Liliana, la esperaba ya en la puerta del hotel para llevarla hasta la casa de la ojeadora.

El edificio donde residía Liliana Ransom era muy típico de Alejandría. De color marrón, resquebrajado por el paso de los años y lleno de humedades, escondía su esplendor de antaño. El ascensor no funcionaba, así que la joven se vio obligada a subir los seis pisos a pie. En el descansillo tan sólo había una gran puerta. Al tirar de la campanilla, le abrió una mujer algo obesa.

– Vengo a ver a la señora Ransom -dijo, temiendo haberse equivocado de piso.

– Es aquí. Pase, por favor. La acompañaré hasta la terraza.

Unos largos corredores, llenos de estantes con libros perfectamente ordenados por temas y materias, daban paso a unos amplios salones abiertos al mar. Los salones parecían más pequeños museos llenos de vitrinas que estancias de una casa privada. El pasillo principal desembocaba en una gran terraza desde la cual se podían divisar las faraónicas obras de la Biblioteca de Alejandría.

Durante los meses de primavera, la casa de Liliana se convertía en centro de reunión de intelectuales y artistas que se dedicaban a fumar la tradicional pipa de agua. Entre ellos se encontraban el director de cine Youssef Chahine, el cantautor Georges Moustaki y Petrou, hijo del poeta Konstantinos Kavafis. Liliana lo llamaba el «Grupo Alejandrino», porque todos ellos habían nacido en la mítica ciudad.

Mientras miraba el mar, Afdera escuchó a Liliana dando instrucciones en árabe a Hamid, que se había puesto una elegante chaqueta y unos guantes blancos para servir.

– Vaya, veo que Hamid sirve para todo -señaló Afdera.

– Y te aseguro que todo lo hace estupendamente. Las noches en Alejandría son muy tristes para una soltera como yo, así que las pipas de agua, la música de Moustaki y mi musculoso Hamid me las alegran -dijo divertida Liliana, guiñando un ojo a la joven-. Ahora pasemos dentro para probar los exquisitos platos que nos ha preparado Aasiyah.

Ante las dos mujeres se alineaban en una mesa una gran variedad de manjares de diferentes colores, olores y sabores. Después de servirse unas pequeñas porciones regresaron a la terraza. La brisa del mar era suave y el sonido tan sólo se veía alterado por las bocinas de los automóviles que circulaban por la calle, unos metros más abajo.

– Dime, ¿qué te ha traído hasta aquí? -preguntó Liliana.

– Judas Iscariote.

– Sabía que, tarde o temprano, alguien se presentaría ante mí y pronunciaría el nombre de Judas. ¿Qué quieres saber?

– Necesito que me cuentes todo lo que sepas sobre el evangelio. ¿Cómo llegó a manos de mi abuela? ¿Cómo y dónde se descubrió? ¿Por qué manos pasó el libro? ¿Quién lo tuvo en su poder? ¿Por qué se desprendieron de él? Mi abuela dejó el libro en una caja de seguridad de un banco de Nueva York y junto a él depositó un diario en donde detalla todas las pistas sobre el evangelio. En él te menciona a ti.

– Muchas de las preguntas que haces no sé si podré responderlas. Las personas que nos dedicamos a este negocio no solemos hablar demasiado sobre quienes nos facilitan una pieza en concreto. Tal vez hay una ley no escrita que impide que revelemos nuestras fuentes. Te ayudaré en lo que pueda -dijo Liliana, acomodándose en un sofá lleno de cojines-. Pregunta lo que quieras.

– Quiero que me hables primero de Hany Jabet, el excavador, de un tal Mohamed y de un copto llamado Abdel Gabriel Sayed. Mi abuela escribió en el diario que fueron ellos los que encontraron el evangelio.

– No es del todo exacto. Te lo explicaré. El libro fue descubierto a mediados de los años cincuenta por un excavador llamado Hany Jabet, por un amigo de éste llamado Mohamed y por un familiar de este último cuyo nombre desconozco. Los tres encontraron el libro en una cueva en Gebel Qarara, muy cerca de Maghagha. Abdel Gabriel Sayed aparece cuando el libro ya ha sido descubierto y los tres campesinos no saben qué hacer con los objetos extraídos de la cueva, entre ellos el evangelio. Sayed es un campesino copto que reside en Maghagha y el único capaz de llevar el libro hasta El Cairo y conseguir dárselo a un comerciante. Este comerciante era Rezek Badani, pero por ahora no te hablaré de él.

Afdera interrumpió a Liliana cuando se disponía a dar otra calada a la pipa de agua.

– ¿Podría conocer a Jabet, a Mohamed o al familiar de éste? -preguntó.

– Lo dudo. Los tres están muertos -respondió la ojeadora ante la mirada sorprendida de Afdera-. ¡Oh! No pienses en misterios ni nada por el estilo. Según parece, los tres sufrieron la muerte típica de los saqueadores de tumbas. De cualquier forma, nadie querría investigar la muerte de tres campesinos. Estamos en Egipto, querida.

– ¿Cómo murieron?

– Sé que Hany Jabet y su amigo Mohamed estaban buscando el legendario mercurio rojo para un rico comerciante de El Cairo.

– ¿Qué es eso del mercurio rojo?

– El elixir de la felicidad, la riqueza y la salud eternas. Un elemento químico que según las creencias populares se encontraba en cápsulas ocultas en las gargantas de las momias egipcias. Falsos hechiceros convencieron a Jabet y a Mohamed para que penetrasen en una tumba sin ninguna medida de seguridad. Cuando llevaban excavados cerca de diez metros, el túnel se derrumbó sobre ellos y murieron asfixiados. El familiar de Mohamed, creo que era su sobrino, que podía ser el único capaz de localizar la cueva de Gebel Qarara, murió junto a otros cuatro jóvenes de su aldea mientras intentaban extraer un tesoro sepultado a quince metros de profundidad. Los cinco quedaron enterrados vivos. Cuando fueron a rescatarlos, ya estaban muertos, y los arqueólogos oficiales descubrieron un mausoleo faraónico a tan sólo dos metros más allá de donde estaban excavando los cinco muchachos.

– Es decir, que tanto Jabet, como Mohamed, como el sobrino de éste, que son el primer eslabón del libro, están muertos.

– Así es. Pero sé que tanto Abdel Gabriel Sayed como Rezek Badani viven todavía, si es que algún rico coleccionista estafado no los ha encontrado antes que tú.

– Espero que no. ¿Cómo puedo localizar a Sayed?

– Muy sencillo, alquila un coche en El Cairo y ve a Maghagha, está al sur, a unos doscientos cincuenta kilómetros. Allí lo encontrarás.

Una hora más tarde, Hamid dejó a Afdera en la puerta del Hotel Cecil Alexandria. Había sido una noche provechosa sin duda alguna. Antes de subir a su habitación la joven pidió en recepción que a la mañana siguiente le reservasen un vuelo de regreso a El Cairo.

Esa misma madrugada, dos hombres vestidos de negro caminaban por la Corniche en dirección a la residencia de Liliana Ransom. Entraron sigilosamente en el edificio sin ser vistos, subieron las seis plantas y se introdujeron en el piso de la ojeadora.

El padre Spiridon Pontius se dirigió hacia la zona de servicio en donde dormía Aasiyah, la criada. Al entrar en la habitación pudo oír los ronquidos de la mujer.

De una bolsa de cuero que llevaba en bandolera extrajo un tubo duro de plástico e introdujo en su interior una especie de collar de alambre grueso, dejando salir un extremo del cable por uno de los lados del tubo. Con un rápido movimiento, Pontius se subió sobre la mujer y pasó el alambre alrededor de su cuello. Mientras presionaba el tubo con la mano izquierda sobre su nuca, con la derecha tiraba del otro extremo del cable, estrangulando a Aasiyah. Con cada tirón del alambre, el padre Pontius notaba cómo disminuía poco a poco la resistencia de la criada. Después de unos segundos, la mujer estaba muerta. Tras comprobar que no tenía pulso, el padre Pontius cerró cuidadosamente los ojos de su víctima, le empujó la lengua dentro de la boca y, levantando la mano derecha y haciendo la señal de la cruz, dijo:

– Fructum pro fructo. Silentium pro silentio.

Al otro lado de la casa, el padre Cornelius entró en la que parecía la habitación principal. En una gran cama con dosel dormía semidesnuda Liliana Ransom. El asesino cogió entre sus manos enguantadas el cinturón de seda de la bata de la mujer y se acercó a ella. Con rapidez, se lo colocó alrededor del cuello y apretó. Liliana Ransom, boca abajo, intentaba luchar por todos los medios con su atacante, que no aflojaba la presión, haciéndole más difícil respirar. Cornelius no estaba dispuesto a soltar su presa. La ojeadora, en un último intento por tomar algo de aire, relajó su cuerpo para hacer creer a su atacante que estaba muerta. La mujer intentó alcanzar, sin demasiado éxito, un pequeño obelisco de mármol que tenía de adorno en la mesilla. El asesino del Octogonus era demasiado experimentado para que una mujer así le sorprendiese. Unos segundos después, Liliana Ransom estaba muerta.

El padre Cornelius permaneció un poco más apretando el cinturón para asegurarse de que la mujer había fallecido. Al levantarse de la cama, comprobó que tenía húmedos los pantalones. La mujer, en su desesperación por conseguir que entrara aire en sus pulmones, se había orinado encima, mojando la cama y los pantalones de su asesino.

Sin pronunciar palabra, como si de un autómata se tratase, el asesino, utilizando el mismo cinturón, agarró las manos de la muerta por detrás y se las ató. Posteriormente cogió un pañuelo que había sobre una mesa auxiliar y le tapó la boca. Después tomó el pequeño obelisco de mármol, lo untó con crema facial de la víctima y se lo introdujo en el ano.

Antes de salir de la habitación, el padre Cornelius miró el cadáver de Liliana Ransom, levantó los dedos de su mano derecha y pronunció las palabras del Octogonus -Fructum pro fructo. Silentium pro silentio- mientras arrojaba sobre la cama un octógono de tela con las siguientes palabras: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios.

– Pensarán que la han violado. La policía creerá que es un delito sexual. Una extranjera atacada por un árabe en un violento juego sexual -le dijo al padre Pontius cuando se encontraron en una de las estancias de la casa.

Los dos hombres abandonaron el edificio, perdiéndose en las calles de una Alejandría que comenzaba a despertarse. Horas después, la policía detenía a Hamid, acusado del asesinato de Liliana Ransom y su criada. Sus huellas dactilares aparecían por toda la habitación, incluso en el pequeño obelisco de mármol.

Cuando Afdera subía por la escalerilla del avión en el aeropuerto de Alejandría, aún no sabía que el evangelio de Judas se acababa de cobrar las dos primeras víctimas, y la cuenta seguiría.

El temible y oscuro Círculo Octogonus estaba ya tras sus pasos.