"El Secreto Génesis" - читать интересную книгу автора (Knox Tom)

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Alan Greening estaba borracho. Había bebido durante toda la noche en Covent Garden. Empezó en el Punch, donde tomó tres o cuatro pintas de cerveza con sus antiguos compañeros del instituto. Después fueron al Lamb and Flag, el pub que hay en ese frío y húmedo callejón cerca del Garrick Club.

¿Cuánto tiempo habían pasado allí bebiendo cerveza? No lo recordaba. Porque después de aquello se dirigieron al Roundhouse y se encontraron con otros dos tipos de su oficina. En algún momento, los muchachos pasaron de las pintas a las copas: tragos de vodka, gin-tonics y chupitos de whisky.

Y después cometieron aquel fatídico error. -Vamos a buscar chicas -dijo Tony.

Aceptaron entre risas, deambularon hasta la mitad de St Martin's Lane y entraron en el Stringfellows. Al gorila no le entusiasmó la idea de dejarlos pasar, de buenas a primeras. No se fiaba de seis jóvenes claramente borrachos, soltando tacos, que se reían a carcajadas y armaban demasiado alboroto.

Problemas.

Pero Tony sacó parte de su generosa paga extra, algo más de cien libras, y el gorila sonrió.

– Por supuesto, señor.

Y después…

¿Qué pasó después?

Todo le resultaba nebuloso. Una imagen borrosa de tangas, muslos y copas. Y sonrientes chicas letonas, chistes procaces sobre abrigos de piel rusos, una chica polaca con pechos increíbles e infinitas cantidades de dinero gastado en esto, en lo otro y en lo de más allá.

Alan refunfuñó. Sus amigos se habían marchado en diferentes momentos, desplomándose a la salida de la discoteca y en el interior de los taxis. Al final, sólo quedaba él, el último cliente de aquel antro, metiendo montones de billetes de diez libras en el tanga de la chica letona que hacía girar su diminuto cuerpo mientras él la miraba con impotencia, con admiración, embobado y atontado.

Y después, a las cuatro de la mañana, la chica letona dejó de sonreír y, de repente, se encendieron las luces, los gorilas lo agarraron por los hombros y lo acompañaron con decisión hasta la puerta. No es que lo arrojaran a la calle como a un vagabundo desde una taberna en una antigua película del oeste, pero fue bastante parecido.

Ahora eran las cinco de la mañana. Sintió el primer pinchazo de la resaca en la parte posterior de los ojos; tenía que irse a casa. Estaba en la avenida del Strand y necesitaba acostarse.

¿Tenía dinero suficiente para un taxi? Se había dejado las tarjetas en casa, pero sí. Alan se revisó los bolsillos medio grogui. Sí, aún le quedaban treinta libras en la cartera; suficiente para un taxi hasta Clapham.

O más bien, debería haber sido suficiente. Pero no había taxis. Era la hora más muerta de la noche: las cinco de la mañana en el Strand. Demasiado tarde para los que iban de fiesta. Demasiado pronto para las limpiadoras de las oficinas.

Alan recorrió las calles con la mirada. Una suave llovizna de abril caía sobre las anchas y brillantes aceras del centro de Londres. Un enorme y rojo autobús nocturno avanzaba pesadamente en dirección contraria, hacia San Pablo. ¿Adónde podría ir? Trató de deshacer la niebla que en su cabeza había provocado la borrachera. Existía un lugar en donde siempre se encontraba taxi. Podía probar a ir a Embank ment. Sí, allí siempre había taxis.

Recuperó fuerzas y giró a la izquierda. Tomó por una calle lateral. En la placa se leía Craven Street. Nunca había oído hablar de ella, pero no importaba. La calle avanzaba cuesta abajo hacia el río. Debía de llevarle directamente hasta Embankment.

Alan siguió caminando. Aquella calle era antigua, jalonada por montones de serenos edificios georgianos. La llovizna seguía cayendo. El cielo se iba tiñendo de azul por encima de las antiguas chimeneas con los primeros indicios de la primavera. No había ni un alma alrededor.

Y entonces lo oyó. Un ruido.

Pero no se trataba de un simple ruido. Sonó como un gruñido. Un gruñido humano pero sofocado o distorsionado de alguna forma. Extraño.

¿Se lo había imaginado? Alan observó las aceras, las puertas, las ventanas. Aquella pequeña calle lateral seguía desierta. Todos los edificios de alrededor eran oficinas. O casas muy antiguas convertidas en oficinas. ¿Quién podría estar allí a esas horas de la noche? ¿Un yonqui? ¿Un mendigo? ¿Se trataba de un anciano borracho tirado en una alcantarilla, escondido entre las sombras?

Alan optó por no hacer caso. Eso es lo que haría cualquier londinense. No hacer caso. La vida ya resultaba bastante fastidiosa en esta enorme, frenética y desconcertante ciudad sin necesidad de añadir al estrés diario el tener que investigar extraños gruñidos en mitad de la noche. Y además, Alan estaba borracho. Seguramente se lo había imaginado.

Y entonces volvió a oírlo. Diferente. Un gemido horrible y escalofriante de alguien que sufría. Casi sonaba como si alguien estuviera pidiendo «socorro». Si no fuera porque sonaba como «ooorrooo».

¿Qué diablos era eso? Alan comenzó a sudar. Ahora tenía miedo. No quería saber qué tipo de persona -o cosa- podía emitir un sonido como aquél. Y aun así, tenía que descubrirlo. Todos sus reflejos morales le decían que tenía que ayudar.

Mientras seguía bajo la suave lluvia se acordó de su madre, y de lo que ella pensaría. Le diría que no tenía elección. Se trataba de un imperativo moral. Alguien está sufriendo. Por tanto, debes ayudar.

Miró a su izquierda. La voz parecía proceder de una hilera de antiguas casas georgianas de ladrillo oscuro de color púrpura con elegantes y viejas ventanas. Uno de los edificios tenía una indicación en la parte superior de la fachada, un letrero de madera que brillaba bajo la lluvia a la luz de las farolas. El Museo Benjamín Franklin. No sabía exactamente quién era Benjamín Franklin. Algún yanqui; un escritor o algo así. Pero eso no importaba mucho. Estaba bastante seguro de que el gemido procedía de esta casa: porque la puerta estaba abierta. A las cinco de la madrugada de un sábado.

Alan pudo percibir una tenue luz detrás de la puerta entreabierta. Apretó los puños varias veces. Después se acercó hasta la puerta y la empujó.

Se abrió del todo. El vestíbulo que apareció tras ella estaba en silencio. Había una caja registradora en el rincón, una mesa llena de folletos y un letrero que decía «Presentación de video por aquí». El vestíbulo estaba apenas iluminado por unas cuantas lamparillas.


El museo parecía tranquilo. La puerta estaba abierta, pero en el interior reinaba el más absoluto silencio. No parecía el escenario de un robo.

– Oooorrr.

Allí estaba de nuevo. El espantoso gemido. Y esta vez parecía bastante claro que procedía del sótano.

Alan sintió cómo las garras del miedo le oprimían el corazón. Pero controló sus nervios y caminó con decisión hacia el otro extremo del vestíbulo, donde una puerta lateral daba a unas escaleras de madera que bajaban. Descendió lentamente por los crujientes escalones hasta llegar al sótano.

Del techo colgaba una bombilla desnuda. La luz era tenue, pero iluminaba lo suficiente. Miró a su alrededor. La habitación no tenía nada digno de destacar, excepto una cosa. En un rincón del suelo alguien había excavado recientemente. Habían sacado la tierra y dejado un gran hoyo negro de más de un metro en el suelo londinense.

Fue entonces cuando Alan descubrió la sangre.

Era imposible no verla. La enorme mancha pegajosa, de un intenso color escarlata, estaba salpicada sobre algo muy blanco. Una blancura inmensa.

¿Qué era aquella blancura? ¿Plumas? ¿Plumas de cisne? ¿Qué?

Alan se acercó y la tocó con la punta del zapato. Era pelo: puede que humano. Un montón de pelo canoso humano afeitado. Y la sangre estaba escabrosamente salpicada por la parte superior, como si se tratara de salsa de cereza sobre un sorbete de limón. Como el aborto de una oveja en mitad de la nieve.

– ¡Ooooorrr!

El gemido se percibía ahora muy cerca. Procedía de la habitación de al lado. Alan se volvió a enfrentar a sus temores una última vez y atravesó la puerta estrecha y bajita que conducía a la estancia contigua.

Dentro estaba muy oscuro, si no fuera por el estrecho haz de luz que arrojaba la bombilla que había detrás de él. El siniestro gemido reverberaba por toda la habitación. Tanteando a un lado de la puerta, Alan golpeó el interruptor y la habitación se iluminó.

En el centro, sobre el suelo, yacía un anciano desnudo. Tenía la cabeza completamente afeitada de una forma brutal, a juzgar por los arañazos y los cortes. Alan se dio cuenta de que el pelo debía proceder de ahí. Le habían afeitado la cabeza. Quienquiera que fuera.

Entonces, el anciano se movió. Había apartado la cara de la puerta, pero cuando se encendió la luz se giró y miró a Alan. Aquella visión fue desconcertante. Alan se estremeció. El terror en los grandes ojos enrojecidos del anciano era atroz. Lo miraban fijamente, llenos de dolor.

La embriaguez de antes había desaparecido. Alan sentía ahora una sobriedad incómoda. Pudo ver por qué el hombre sufría aquella agonía. Tenía en el pecho marcas de cortes hechos con un cuchillo. Le habían grabado un dibujo sobre la piel suave, vieja, arrugada y blanquecina.

¿Y por qué gemía de aquella forma tan extraña e incoherente? El hombre volvió a quejarse. Y Alan se tambaleó sintiendo un mareo.

La boca de aquel hombre estaba llena de sangre. Sangre que le brotaba de la boca, como si se hubiera atiborrado de fresas. La sangre roja fluía por sus viejos labios y goteaba en el suelo. Cuando se quejó, rebosó otro borboteo de sangre, salpicándole el mentón.

Y había un último horror.

El hombre sostenía algo en la mano. Despacio, la abrió y la extendió en silencio: como si le estuviera ofreciendo algo con amabilidad. Un regalo.

Alan bajó la mirada a los dedos extendidos.

Agarrada, sin vida, en la mano había una lengua humana amputada.