"En tiempo de prodigios" - читать интересную книгу автора (Rivera de laCruz Marta)TERCERA PARTEAl poco tiempo de morir mi madre, empecé a ver como una amenaza las primeras Navidades sin ella. Imaginaba la mesa pascual con su silla vacía, me veía a mí misma preparando en soledad la cena de Nochebuena, evocaba otras Navidades, lloraba por anticipado. Y, al aproximarse el adviento, me di cuenta de que había recreado tantísimas veces la Horrible Primera Navidad Sin Mamá, que el miedo cerval que me inspiraba la llegada de diciembre había empezado a deshacerse como la espuma cuando se manosea. El primer día que descubrí a los empleados municipales colocando las guirnaldas de bombillas en las calles de Madrid no se me subió el llanto a los ojos, sino que recordé, casi con una sonrisa, cómo otros años llamaba a mi madre para describirle la iluminación que colocaba el Ayuntamiento en las zonas de Callao y la Gran Vía. A veces, mi madre viajaba a Madrid en las vísperas de Pascua, y juntas visitábamos los tenderetes de la plaza Mayor y la sección de adornos navideños de los grandes almacenes, escandalizándonos en ocasiones con el precio de los objetos de importación. No se me olvida un enorme Papá Noel austríaco, hecho enteramente a mano, que costaba casi cuatrocientos euros: «Por ese precio -había dicho mi madre- deben de haberle cosido la ropa con los pies.» Siendo yo una niña, mis padres habían viajado a Alemania y Suiza a principios del mes de diciembre, y trajeron de allí todo un tesoro para decorar la casa en las próximas fiestas: pequeños santa claus para colgar del abeto, bolas de cristal transparentes y ligeras como pompas de jabón, coronas de acebo, campanas plateadas y hasta una colección de diminutos instrumentos musicales que brillaban entre las ramas del árbol como si estuviesen hechos de oro. Mis amigas habían venido a merendar una tarde, y todas estuvieron de acuerdo en que no había en ninguna otra casa unos adornos navideños tan bonitos como los nuestros. Recuerdo aquella Navidad -creo que fue la de 1981- como una de las más felices de toda mi infancia. Aquella misma tarde hablé con mi padre para planificar las jornadas supuestamente festivas que se nos venían encima. Me preguntó qué íbamos a cenar en Nochebuena, y decidí poner las cartas sobre la mesa. – Papá, no creo que sea buena idea pasar esa noche en casa. Pude escuchar su silencio. – Ya veremos. Me aterra esa frase, «ya veremos». Mi padre la utiliza cada vez que quiere aplazar la toma de una decisión crucial, o cuando no desea enfrentarse con algo que verdaderamente le preocupa. Pero esta vez yo no iba a dejar que las cosas se quedaran en un «ya veremos». – Creo que es mejor que cenemos con los tíos. Mi padre tiene cuatro hermanos y se lleva bien con todos. Dos están casados y tienen hijos. Una de mis tías me había insistido para unirme a ellos la noche del 24, y la verdad es que cualquier cosa me parecía mejor que encerrarnos en casa mi padre, mi hermano y yo (mi hermana cenaba con su marido y la niña en casa de sus suegros), bajo una espesa capa de tristeza avivada por la conciencia de la fecha. – A mí no me importa quedarme aquí -dijo. – Pero a mí sí -contesté. Mi voz sonaba firme, neutra, como cuando estaba en una reunión discutiendo un contrato. – No sé qué tiene de malo cenar en casa, como siempre… Esta vez tomé aire antes de responder, e intenté que mi voz fuese cálida: la voz de una hija y no la de una negociadora. – Papá… ya no puede ser como siempre. No había más que decir. Antes de marcharme a Galicia, fui al piso de Silvio para desearles a él y a Lucinda una feliz Navidad. Me preocupaba que el abuelo estuviese desanimado con la idea de pasar las fiestas en la sola compañía de la asistenta, pero mi amigo estaba hecho de un material muy particular. Me aseguró que las Navidades le resultaban por completo indiferentes. No se ponía triste, no le molestaba el soniquete de los villancicos ni el derroche de la iluminación, le daba igual recibir o no montones de christmas y, por supuesto, no enviaba ninguno («¿y a quién se los iba a mandar?»). Jamás había tomado las uvas al compás del reloj de la Puerta del Sol («me parece una cochinada, todo el mundo engullendo y atragantándose al mismo tiempo»), no adornaba la casa y sólo compraba regalos a sus bisnietos. Lo que sí le gustaba era el turrón («será porque no lo puedo comer»), el sorteo de la lotería del 22 («aunque nunca en la vida me ha tocado nada») y la cabalgata de Reyes («la veo por la tele todos los años»). Les llevé a él y a Lucinda unos regalos. Para la asistenta, un frasco de perfume que se probó enseguida, dándose toquecitos detrás de las orejas. Para Silvio, una bufanda de punto en tonos tostados que pareció gustarle mucho. Me abrazó al despedirnos. No preguntó cuándo iba a volver pero supe que él también iba a echarme de menos durante aquellos días. De común acuerdo habíamos decidido interrumpir su historia hasta mi regreso -la última semana había sido para mí de constante ajetreo con cenas de celebración y compras de última hora en medio de hordas de consumidores enloquecidos- y me salté nuestras visitas con la conciencia de estar cometiendo una suerte de traición. Llegué a casa de mi padre en la tarde del 23 de diciembre. Mentiría si dijese que el corazón no se me encogió en cuanto abrí la cancilla del jardín y recordé otras vísperas de Navidad, cuando había recorrido el mismo camino empedrado hacia la casa, bajo la sombra protectora de los robles centenarios. Mi madre y mi padre estaban dentro, esperando la llegada de sus hijos, con el fuego encendido en la chimenea y muchos planes para las vacaciones. Mi madre nunca dejó de salir a la puerta a recibirme, ni siquiera en los últimos dos años, cuando ya necesitaba las muletas para caminar y sus pasos eran lentos y cortos como los de un niño. Vuelvo a ver la expresión radiante de su cara cuando entrábamos diciendo en voz alta, «Feliz Navidad, Feliz Navidad», cuando nos abrazaba para prologar los momentos dichosos que íbamos a vivir en los días siguientes. Era ella quien ponía el belén todos los años. Incluso cuando éramos muy pequeños permitía que la ayudásemos a formar caminos con el serrín, y convertía en una verdadera fiesta la tradición anual de coger el musgo. Recuerdo aquellas jornadas que empezaban a media mañana, cuando mi padre nos metía en su coche y nos íbamos, los cinco, a algún lugar alejado del casco urbano. Allí buscábamos entre las peñas húmedas y los márgenes de algún arroyo las verdes alfombras de musgo para reinventar un Jerusalén imposible y distinto, una Palestina ideal donde había prados jugosos en mitad del desierto, palmeras nevadas y animales de corral más grandes que los pastores y los camellos de los magos. Luego nosotros crecimos, y nos fuimos para volver en Navidades. Mi madre y mi padre aprendieron a ir solos a buscar el musgo, y solos también preparaban el tablero del nacimiento que, sin el concurso impertinente de tres pequeños desmanotados, fue ganando en buen gusto y complicándose con nuevos elementos en el paisaje de Belén. En los últimos años, mi madre había asumido la dirección del proyecto, y cada Navidad se retaba a sí misma para levantar un nacimiento mejor y más perfecto que el del año anterior. De forma sumisa, mi padre se convirtió en un simple peón aplicado a las órdenes de su mujer, que era la responsable última de aquel precioso tinglado de montañas, cascadas y grutas misteriosas, caminos de arena y riscos escarpados. Cada año, durante las pascuas, eran muchos los que se acercaban a nuestro hogar para ver el nacimiento que instalaba mi madre. Ahora, dentro de aquella casa, me esperaban los restos de la Navidad, pues ella se había llevado consigo una parte importante del material con el que estaban hechas aquellas fiestas. Me recibió mi hermano, que intentaba parecer alegre. Es el más joven de los tres, y desde que mi madre no está, se ha echado sobre los hombros la tarea de proteger a mi padre de las sombras de la pena. No se lo he dicho nunca, pero creo que lo que hace tiene un valor extraordinario. De los tres hermanos, él es el menos afortunado: por haber nacido el último vivió con mi madre cinco años menos que yo, de forma que la perdió cinco años antes. A cambio, ella le protegió a él mucho más que a nosotras. A veces pienso que también le quiso un poco más. Y no me importa. Me sentí suficientemente amada por ella como para aceptar que el peso de su amor era más grande con respecto al menor de sus tres hijos. En el salón, mi padre había instalado un nacimiento sólo relativamente chapucero, y un árbol cubierto de luces cuyos cables intentaba ocultar colgando entre las ramas figuritas de madera y lazos de fieltro rojo. Colocó las guirnaldas de falso acebo que había comprado mi madre años atrás, el tapete con dibujos de casitas nevadas que había confeccionado y los cojines con motivos pascuales que ella misma había cosido. Puedo imaginar lo dolorosa que tuvo que resultarle aquella tarea y su pena al revolver entre tantos objetos cargados de sentido, puedo imaginar lo denso de su soledad en el momento en que hacía sin mi madre las mismas cosas que llevaba casi cuarenta años haciendo con ella. Por eso, cuando entré en la casa y vi las figuras descascarilladas del belén, las luces del abeto y las velas rojas de los candelabros, pensé en cuánto había amado mi padre a mi madre y cómo ahora intentaba conservar ese amor a través de las cosas que habían sido de ambos. Mi padre se negaba a renunciar a ese amor, como tampoco renunciaba a decorar la casa y a celebrar la Navidad incluso sin su esposa. No hablé de eso con mi padre. Hay cosas que uno prefiere no sacar de adentro. Le abracé, y en silencio le ayudé a rematar su trabajo mientras el recuerdo de mi madre pasaba suavemente sobre el árbol adornado y el musgo húmedo del nacimiento. Cuando mi madre enfermó y cambió la vida de todos, la vida de mi padre también cambió. Él, que llevaba treinta y tantos años dejándose cuidar por una persona, descubría de golpe que las tornas habían cambiado y que era él quien tenía que cuidarla a ella. Mis hermanos y yo estábamos preocupados por eso. ¿Cómo iba a reaccionar mi padre a la necesidad irrevocable de poner del revés toda su rutina? Para nuestro desconcierto, respondió sorprendentemente bien. Aquel hombre fruto de una educación anticuada y machista, que era incapaz de lavar una taza, prepararse una infusión o freír un huevo sin organizar un zafarrancho monumental en la cocina, se convirtió de la noche a la mañana en un perfecto ejemplo de mayordomo eficiente. Aprendió a poner lavadoras, a seleccionar las prendas que hay que lavar a mano, a hacer la compra diaria y a distinguir los productos de limpieza. Mi madre le enseñó a guisar: se sentaba en el banco de la cocina y le daba instrucciones precisas para ejecutar esta o aquella receta. Demostró ser un buen alumno, y en unos meses fue capaz de preparar un buen número de platos con una habilidad notable. Mi padre nunca se quejó por esa parte de carga que había tenido que asumir. Los efectos colaterales de la enfermedad de mi madre que le afectaban directamente a él parecían traerle sin cuidado. Le ponía el desayuno por las mañanas, recogía la mesa, planchaba la ropa. Parecía contento de poder hacerlo. Pidió incluso una reducción de su jornada en el trabajo para poder dedicar todo el tiempo posible a cuidar de su esposa. No pudo sacar demasiado partido a aquella situación: mi madre murió sólo cuatro meses después de que concediesen a mi padre una especie de jubilación anticipada. Pero imagino que aquellas semanas de entrega, de tierno cuidado a quien fue su mujer durante treinta y siete años, tienen por fuerza que haberse convertido en otra preciosa fuente de recuerdos. Durante aquellos días llamé a Silvio, y escuché su voz familiar deseándome unas felices fiestas y un buen año Nuevo. No fueron charlas largas: Silvio detestaba el teléfono, a pesar de lo cual sabía resultar afectuoso, cálido incluso, en sus frases cortas y sus lacónicas respuestas. Me di cuenta de que le añoraba, de la misma forma que todas las Navidades añoro a un puñado de amigos especialmente queridos que están lejos por una u otra razón. Cuando somos niños, el mundo es perfectamente compacto. Todo está cerca, porque en realidad nuestra nómina de verdaderos afectos es mucho más limitada y se reduce a la familia. Pero luego, al madurar, aparecen personas que entran en nuestras vidas para aumentar la lista de añoranzas, y en determinados momentos es imposible no echar de menos a alguien en concreto, a alguien a quien queremos, a quien necesitamos. A alguien que está lejos. O, peor aún, a alguien que ya no está. La tarde del 26 hablé con Elena, que vivía en Nueva York sus particulares Navidades blancas. Me dijo que llevaba tres días nevando sin parar. – La ciudad debe de estar preciosa… – No seas cursi. Cuando nieva, Nueva York es una sucursal del purgatorio. El tráfico se pone imposible y desplazarse es una aventura. Mi madre resbaló hoy en una placa de hielo y se ha hecho un esguince. – Vaya por Dios. – Entre nosotras, yo creo que lo que tiene es cuento, pero no voy a discutir. La tengo en el sofá, con la pata chula, atracándose de bombones. Le va a subir el azúcar, pero paso de decirle nada. – Oye, ¿y Sergio? -Era el hermano mayor de Elena. Vivía en Roma con su mujer y su hija, y dos hijos de un matrimonio anterior de ella. – Ésa es otra. Dijo que iba a venir, lo cual hubiese sido un detalle teniendo en cuenta que lleva meses sin ver a mis padres. Dos días antes de Nochebuena me llamó para contar que le había surgido un problema en el trabajo y que tenía que quedarse en Italia. Me sentó como un tiro, pero no le dije nada. Me juego el cuello a que ese cambio de planes es cosa de la bruja de Giovanna, que nos odia a todos. Pero mira, que hagan lo que quieran, bastante tengo yo con todo el jaleo de estas fiestas. La familia de Peter comió con nosotros el día de Navidad. Fuimos diecinueve, ¿te imaginas? Tuve que apañarme sola, porque le dimos el día libre a la gente del servicio. «La gente del servicio.» Elena decía esas cosas con tanta naturalidad que te transportaba fácilmente al viejo Nueva York de Edith Wharton. Sí, la Navidad en aquella casa podía haber salido perfectamente de una escena de – Tomamos pavo, por supuesto, y la madre de Peter trajo una tarta riquísima. Los niños ensayaron un villancico y a Eliza se le olvidó la letra. Se echó a llorar, la pobrecita. Lo pasamos bien. El último invitado, un primo de Peter que vive en Newport, se marchó a las diez de la noche borracho como una cuba. Casi se mata al bajar las escaleras, tendrías que haberlo visto. – ¿Y cómo está tu padre? – Un poco depre. El pobre pensaba que iba a pasar la Navidad en España, pero todavía tiene para rato. – ¿No saben cuándo van a volver? – No… y de eso quería hablarte… no puedo pretender que sigas ocupándote de Silvio si esta situación se prolonga. Ya han pasado tres meses, y no tenemos ni idea de cuándo van a dar a mi padre el alta definitiva. Toda la familia tiene la sensación de estar abusando de tu buena voluntad. Hemos estado hablando de contratar a un asistente social para cuidar del abuelo. Sentí algo raro en el estómago, como un pellizco de miedo, ante la perspectiva de ser privada de mis visitas a Silvio. – Ni se te ocurra -conseguí decir-. En primer lugar, creo que echaría a patadas a cualquiera que no fuese yo. Y, además, qué quieres que te diga, me he acostumbrado a él. Sí, no pongas esa cara. – No sabes qué cara estoy poniendo. – Pero me la imagino. El caso es que me gusta pasar el tiempo con tu abuelo. Si estás más tranquila contratando a alguien para que se ocupe de Silvio, hazlo… pero yo pienso seguir yendo a verle todas las semanas. Elena parecía desconcertada. – No puedo creer que te apetezca que un viejo te dé la murga cada siete días. – Pues ya ves. – En fin, si estás segura… figúrate, yo encantada de que seas tú quien se encargue de él… Mi estómago volvió a su sitio. Me despedí de Elena después de intercambiar toda clase de buenos augurios para el año nuevo y de desearle un poco de paciencia con su pobre madre malherida por el hielo de Manhattan. Instintivamente cerré los ojos y traté de imaginar las calles nevadas de Nueva York, y también la casa del doctor Peter Sheldon, con su esposa española preparada para ofrecer una comida el día de Navidad a todos los miembros de la familia. Sonreí mientras recreaba aquella escena, la chimenea encendida, el árbol fastuoso encargado a alguna tienda, el pavo traído de Dean and DeLuca, mientras el equipo de sonido de última generación desgranaba melodías navideñas clásicas en las voces de Bing Crosby y de Tony Bennet. Me gustó imaginar aquella comida navideña con los distinguidos miembros del clan Sheldon reunidos alrededor de la mesa, besándose bajo el muérdago, entregándose regalos caros y primorosamente envueltos mientras los copos de nieve se arremolinaban tras los ventanales de la casa de Grammercy Park. Siempre me han gustado esas celebraciones navideñas en las que la casa se llena de gente. En otras Navidades, también a nuestra casa habían llegado alegres visitas de parientes y amigos. Las primas de mi madre, que se habían criado con ella como si fueran hermanas, y sus hijos, e incluso los hijos de sus hijos, venían a pasar la tarde de Navidad para contar junto al fuego viejas historias familiares, tantas veces repetidas que solíamos empezar a reírnos antes incluso de terminar cada chiste. Luego merendábamos chocolate con tostadas (en los últimos dos años hubo que sustituir los picatostes por bollería industrial, porque mi madre ya no podía pasar mucho tiempo de pie para prepararlos, y a mí no me quedaba el pan tan crujiente como a ella) y nos despedíamos bien entrada la noche, plenos de afecto, exudando amor y guardando aquella tarde junto a los buenos recuerdos de otras Navidades. Este año esperé en vano la visita de todos ellos. Como otras veces, compré chocolate y cruasanes envasados, preparé la mesa para una posible merienda y tuvimos el fuego avivado en la tarde del 25, pero nadie vino a vernos. Sólo Carmen, mi prima, y su familia, que en su bondad de nacimiento supieron sobreponerse a la nostalgia que iba a producirles el ver vacío el lugar de mi madre junto al sillón de la ventana. Yo siento esa nostalgia todos los días, pero el perder aquellas tradiciones venturosas que ella adoraba sirvió para hacer un poco más profunda mi herida. Tiré la bolsa con los bollos y el chocolate casi intacto, asumiendo que esas visitas multitudinarias eran otra parte de las Navidades a la que tendríamos que renunciar para siempre. Confieso que, muy a mi pesar, la ausencia de las personas queridas me dejó dentro un poso de rencor. Quizá no nos querían tanto como yo pensaba. O no nos querían lo suficiente como para dejar de lado su propia pena y ayudarnos a sobrellevar la nuestra. Una de las infinitas caras del dolor es su capacidad para volvernos egoístas, y también, en mi caso, para restringir nuestra capacidad de comprensión. Recordé, amargada, cómo otras Navidades mucha gente acudía a nuestra casa en busca del calor familiar que reinaba en ella, cómo se sentaban junto a la chimenea encendida y olorosa a madera, y picoteaban de la bandeja de los turrones mientras mi madre les ofrecía refrescos y bebidas calientes. ¿Dónde estaban todas aquellas personas? ¿Por qué nos habían dejado solos, si era justo ahora cuando necesitábamos de su compañía y de su afecto? Comprendí que nuestra casa había dejado de ser un refugio apetecible, un reducto de buen humor y de cálidos afectos, para convertirse en un lugar que se suponía ganado por la pena, donde unos cuantos seres se tragaban las lágrimas y vivían de los recuerdos de un tiempo perdido que ya no podía volver. Y la gente huye como de la peste de la tristeza ajena. El día de Navidad había intentado no pensar mucho en aquel generalizado abandono, pero ahora, tras hablar con Elena y evocar su familiar y ruidosa celebración de la tarde del 25, sentí una opresión en el pecho, una amargura densa, una desoladora sensación de soledad. Me di cuenta de que las lágrimas me estaban mojando la cara. Sentí un violento, un desesperante deseo de abrazar a mi madre, de contarle cómo me sentía y de que ella, echando mano de su particular sentido de la bondad, encontrase una justificación para el comportamiento de aquellas personas por las que siempre nos habíamos creído amados. Fue el peor momento de todas las fiestas. No podía quedarme en casa, así que, aunque el tiempo no era bueno, cogí mi vieja bicicleta y salí a dar un paseo solitario, enfundada en un anorak que me quedaba pequeño, protegida la cara por una bufanda que había sido de mi madre. Mucha gente prefiere el campo en primavera, pero yo creo que nunca está tan bonito como en los primeros días del otoño o bajo los fríos del invierno. Los árboles desnudos, cubiertas de liquen las ramas quebradizas, pierden su aspecto imponente y parecen seres frágiles a los que cualquiera podría hacer daño. Y el frío, que resulta incómodo, nos ayuda sin embargo a regresar a nosotros mismos, a buscar en nuestro interior una particular intimidad. La cadena de la bicicleta chirriaba con cada pedaleo, y se escuchaba el crujido de las hojas endurecidas por los restos de la helada. El cielo estaba gris. El aire olía ligeramente a humo de algún hogar cercano. No soplaba el viento, tampoco llovía, pero el sol no había salido y era muy posible que al llegar la noche volviese a helar. Es curioso, pero en el campo también el hielo tiene un olor propio y cortante, un olor que se distingue del de la lluvia o el de la nieve. Recuerdo una Navidad, hace seis o siete años, en que cayó una suave nevada durante la noche del día 29. Al día siguiente, el campo apareció cubierto por lo que parecía una capa de azúcar. Mi madre, mis hermanos y yo salimos a dar un paseo por los alrededores, desafiando a un frío intensísimo que nos sonrojaba las mejillas y convertía en vapor nuestra respiración. Mi hermano nos hizo una foto frente a un prado cubierto de escarcha, que parecía sacado de una imagen de la tundra. Recuerdo que mi madre llevaba un abrigo de piel vuelta con capucha, un poco pasado de moda. Al ver la foto, le convencí para que se deshiciera de él. «Está viejísimo. No puedes ponerte esto, es espantoso.» Ella protestó, pero acabó por claudicar y me prometió que tiraría aquella antigualla. Me pregunto qué hizo con él. Ojalá lo hubiera conservado. De ser así, podría ponerme aquel largo abrigo que era capaz de preservar del frío hasta el último centímetro del cuerpo, calarme la capucha y arrebujarme en el forro de peluche, que seguro que guardaba todavía algún recuerdo del olor de mi madre. Pensando en aquel viejo abrigo, pensando en mi madre, el alma fue liberándose de la amargura, como si soltara un pesado lastre. La bicicleta avanzaba lanzando de vez en cuando algún gemido seco, y el esfuerzo de las pedaleadas me aligeraba la conciencia. Pensé en todos los que no habían querido estar con nosotros aquellas Navidades, y me dije que posiblemente su comportamiento no tenía nada que ver con la falta de amor, sino con una suerte de cobardía que les hizo trazar un particular camino para huir a su vez de las asechanzas del dolor. Ellos también añoraban a mi madre, también habrían notado su ausencia durante aquellas fiestas, y seguramente no fueron capaces de acercarse al lugar donde esa ausencia se haría más evidente, y por ello más dolorosa. No pensaron en nosotros, pero seguro que sí pensaban en mi madre, y la habrían recordado aquella Navidad con una plegaria, con una lágrima, con un lamento que no quisieron compartir con nadie, menos aún con nosotros. Quizá pensaron que su presencia en la casa sólo iba a servir para hacer más profunda nuestra herida. Se equivocaron, pero ¿quién no lo hace? ¿No me equivoqué yo al pedir a mi madre que tirase aquel abrigo? Había anochecido cuando volví de mi paseo. Traía la cara helada por el aire de diciembre, y el alma algo apaciguada por el ejercicio y la paz del paisaje. También por los recuerdos de aquel paseo que había dado con mi madre por los campos nevados, muchos años atrás. Dentro me esperaban los míos. La chimenea estaba encendida, como todas las tardes del invierno, y también las luces del árbol y las de la guirnalda de la entrada. – ¿Dónde estabas? – Dando una vuelta en bici. – ¿Con este frío? Ni siquiera contesté. Me dirigí al armario de la entrada para colgar el anorak que llevaba puesto, y entonces, cuando buscaba una percha, vi que el viejo abrigo de mi madre seguía estando allí, medio oculto por cazadoras y chubasqueros, como queriendo esconderse de algo o de alguien, como intentando escapar de la expulsión definitiva. O, quizá, con la intención de desafiar todas las cosas que estaban en su contra, su vejez incontestable, su corte anticuado, la piel desgastada a la altura de los codos y del cuello. Mi madre no había querido tirar aquel abrigo. Aunque -al menos en mi presencia- no se lo había vuelto a poner después de aquella tarde, debió de considerar una deslealtad deshacerse de algo que le había sido útil, que le había dado cobijo y calor durante mucho tiempo, sólo porque ya no estuviese en perfecto estado de revista. Me acerqué un poco y acaricié el forro, hundí la nariz en el cálido interior de aquella prenda que yo misma había desahuciado, y la presencia de mi madre lo llenó todo, el armario de madera, el vestíbulo de la entrada, el salón, la casa. En aquel preciso momento, su recuerdo se hizo tan vivo que no pude pensar nada más que en ella, y me di cuenta de que, igual que aquel abrigo, mi madre también seguía allí. Tenía lágrimas en los ojos cuando volví al salón, pero nadie me preguntó nada. En aquellos días, intentábamos no interferir en la forma de enfrentar la pena de cada uno de nosotros. Pasamos el resto de las Navidades en una lucha sin cuartel contra la tristeza y resguardándonos en mi sobrina de la amenaza de las lágrimas. Aquel bebé largamente deseado por su abuela era ya una personita de un año y medio, que corría por la casa descubriendo que, al llegar determinadas fechas, el mundo cambia para volverse luminoso y distinto. Ella nos ayudó a sobrellevar la desdicha. La memoria de las Navidades pasadas y perdidas estaba allí, pero la niña simbolizaba las Navidades presentes y todas las Navidades futuras. Sin decirlo, todos estuvimos de acuerdo en que ella tenía derecho a ser feliz, a no crecer consumida por la pesadumbre ajena. A recordar, dentro de mucho tiempo, una Navidad radiante, sin sombras que la nublasen. Una Navidad como la que, junto a mi madre, habíamos vivido mis hermanos y yo. Fue precioso verla descubrir de nuestra mano las luces titilantes del árbol de Navidad, ser testigos de su sorpresa ante el aluvión de regalos de la mañana del 25 de diciembre, contarle de forma sencilla la historia del nacimiento de Jesús y la adoración de los Magos. No sé qué hubiésemos hecho esta Navidad de no estar ella con nosotros, reclamando nuestra atención, exigiendo nuestras sonrisas y nuestra alegría, contagiándonos de su inocencia, de su curiosidad y recordando que teníamos un motivo para plantar cara a nuestra pena. Mi madre decía siempre: «En Navidad, debería ser obligatorio tener un niño en casa.» Ahora que ella no está, nosotros tenemos a nuestra niña recordándonos nuestro deber de seguir viviendo y celebrando la misma Navidad que mi madre adoraba y que siempre intentó que fuese para sus tres hijos lo más feliz posible. Cuando éramos pequeños, mis padres organizaban un verdadero espectáculo para entregarnos los regalos de Navidad. Solíamos hacerlo en la mañana del 6 de enero, cuando, tras una noche inquieta, avanzábamos con los ojos cerrados hacia el salón de la casa donde sus majestades de Oriente habían dejado los presentes de cada año, condicionados siempre por nuestro buen comportamiento. Recuerdo a mi madre, fingiendo sorpresa cuando entraba en el salón y encontraba las dádivas regias cuidadosamente colocadas sobre la mesa, sobre los sillones, en el suelo. En ocasiones, los Reyes se tomaban incluso la molestia de esconder alguna parte del botín, que no aparecía hasta que pasaban unas horas, incluso unos días. Una vez, un Scalextric permaneció casi una semana oculto tras el sillón grande del salón, hacia donde tuvo que guiarnos mi madre para que el juguete no se quedase allí hasta las Navidades siguientes. Mis hermanos y yo nos reímos al recordar la historia. Fue algo que hicimos constantemente: rememorar las fiestas pasadas con una nostalgia amable, como aquella vez que un pequeño terremoto sacudió la comarca en la tarde del día 24 y por alguna razón misteriosa nuestro árbol de Navidad quedó inclinado, como una torre de Pisa doméstica. O aquella vez que, en contra del consenso general, mi padre -que se encargaba de la luminotecnia del nacimiento- se empeñó en poner una luz roja parpadeante dentro del castillo de Herodes, y yo coloqué un cartel en la torre convirtiendo la fortaleza del rey en un puti-club de carretera. Se lo enseñé a toda la casa menos a mi padre, culpable del efecto lumínico y creador del escenario de la broma. Cuando mi madre vio el cartel, se rió tanto que se le saltaron las lágrimas. También nos acordamos de una Nochebuena en que se fundieron los plomos justo cuando íbamos a empezar a cenar, y tuvimos que hacerlo completamente a oscuras, iluminados sólo por la luz de las velas. Y otra en que pensamos que se había quemado el asado. Estuvimos a punto de tirarlo, pero cuando lo probamos resultó que estaba más rico que nunca. Aunque a veces nos temblaba la voz, aunque a veces se nos humedecían los ojos, nos dábamos cuenta de que aquellas conversaciones nos sentaban bien: hablar alegremente de todas aquellas cosas era también una forma de hacer presente a mi madre. De todos los recuerdos de los que echamos mano durante aquellos días, uno de mis preferidos tiene que ver con la madrugada del día de Año Nuevo. Sucedió hará ocho o nueve años. Mi hermana y yo regresábamos de una fiesta, con los zapatos de tacón en la mano y los trajes largos salpicados de papeluchos, y antes de acostarnos tomamos un bocado en el salón. Recordamos que una cadena de televisión había programado para aquella hora – Feliz año, señorita Cecilia. – Feliz año, Lucinda. ¿Qué tal han pasado las fiestas? La asistenta se encogió de hombros. – Pues por aquí, el señor Silvio y yo. El 24 cené con mis hijos y con mi nuera, pero la mañana del 25 me vine aunque tenía el día libre. Me daba pena el viejito, todo el día solo en esta casa tan grande. Ande a verle, que estaba deseando que regresara usted. Entré en el salón. Me estaba esperando de pie, con la caja de fotos ya preparada encima de la mesa. – Feliz año nuevo, Cecilia. Me alegro de que hayas vuelto. Me senté a su lado. – ¿Te acuerdas de dónde nos quedamos la última vez? – Claro. Usted quería trasladarse a Nueva York para estar cerca de Hannah Bilak, y cambió de idea a última hora. ¿Sabe que le he dado muchas vueltas a lo que me contó? ¿Nunca pensó en seguir adelante, en hablar con Zachary West y explicarle que no quería volver a España? Me contestó sin apartar la vista de la caja de fotos. – No podía hacer eso. Zachary contaba conmigo, y ya le había decepcionado una vez. Cuando pensaba en quedarme en América, ni siquiera recordaba mi compromiso, ni pensaba en la Organización, ni siquiera en el pobre Ithzak. – Pero ¿por qué lo hizo exactamente? ¿Fue por Zachary, por los Sezsmann…? – Fue por todos… o, más bien, fue por mí. Necesitaba saldar cuentas con mi propia actitud en el pasado. Por eso ingresé en la Organización. Para poder perdonarme a mí mismo. – Y eso le cambió la vida… – Pues sí. Pero no sabes hasta qué punto. No, no puedes imaginarte lo que pasó después… Hannah regresó a Baltimore a la mañana siguiente de la boda de Elijah. Nos despedimos en la estación de tren de Grand Central, y creo que los dos recordamos aquella otra separación que había tenido lugar mucho tiempo atrás, en Varsovia, cuando el mundo y nosotros éramos tan distintos. – Espero que esta vez no pasen once años hasta que volvamos a vernos -me dijo, risueña. No parecía triste ante la perspectiva de decirme adiós. Recuerdo que se había puesto un sencillo traje de dos piezas y una blusa blanca, y que llevaba el pelo suelto a la espalda. Parecía más joven que la noche anterior, y cuando entró sola en el vagón se me antojó también más indefensa y más frágil. Habría querido abrazarla, pero no me atreví. Le estreché la mano, y ella mantuvo la mía agarrada unos segundos. – Que tengas un buen viaje de regreso. – Tú también. Saluda a tu madre de mi parte. Te escribiré desde España. Esperé en el andén hasta que el tren se puso en marcha. Ella permaneció asomada a la ventana, sonriendo, agitando la mano en un gesto de despedida que me pareció casi infantil. Me quedé allí hasta que el tren se perdió de vista, y luego volví sobre mis pasos diciéndome que jamás sabría qué estaba pensando Hannah Bilak en aquel instante, mientras las circunstancias volvían a separarnos, como ella tampoco sabría lo que estaba pensando yo: que aquella joven que se alejaba en un tren con destino en Baltimore era la única mujer con la que hubiera querido compartir mi destino. Y que nunca, en toda mi vida, me había sentido tan triste como en aquel momento. Volví a España dos días después. Ni siquiera recuerdo cómo fue el vuelo: la nostalgia, y la autocompasión tienen mucho más peso que el miedo a volar, así que no hice otra cosa que pensar en Hannah Bilak: en sólo cuatro días había conocido y perdido a la mujer de mi vida, y refocilarme en aquella certeza impidió que me angustiase por las turbulencias. Llegué a Madrid unos días antes de que finalizasen mis vacaciones. Tras llamar a mis padres para decirles que estaba de vuelta y contarles por encima los detalles de la boda -a mi madre le decepcionó mucho mi escasa memoria en lo tocante al vestido de la novia-, dormí una especie de siesta de diez horas, al término de la cual dediqué un buen rato a ordenar el equipaje, a ordenar mi casa y, cómo no, a ordenar también mi futuro inmediato. Me dije que lo primero que debía hacer era romper toda relación con Carmen. Si algo tenía claro tras haber reencontrado a Hannah era que de momento no quería tener nada que ver con ninguna otra chica. No hace falta que te cuente que, pese a estar próximo a los treinta años, mi experiencia en relaciones con mujeres, no digamos ya en el protocolo de las rupturas, era completamente nula. ¿Qué debía hacer uno si había tomado la firme decisión de abandonar a una novia a la que ni siquiera consideraba como tal? ¿Sería correcto enviarle una carta? ¿Un recado por medio de alguien? La sola perspectiva de acabar con Carmen durante una de nuestras meriendas en la cafetería, con sus primas dentonas y bisojas vigilándonos desde una mesa vecina, era suficiente para ponerme los pelos de punta. Me dije que quizá Zachary, que era un hombre de mundo, podría darme algún consejo para hacer bien las cosas. De todos modos, tampoco corría prisa. Carmen ni siquiera sabía que había vuelto a Madrid, de forma que podía tomarme unos días antes de abordar la cuestión. Tal como Zachary West me había advertido, los responsables de la Organización se pusieron en contacto conmigo veinticuatro horas después de mi llegada. Un tal David Jusseu se presentó en mi casa y, sin perder el tiempo en cortesías, tomó asiento y empezó a contarme todo lo que creía que debía saber acerca de la entrada en España de personajes pertenecientes al entorno nazi. La Operación Puertas Abiertas había empezado a prepararse antes de que se iniciaran los juicios de Nuremberg. Se trataba de acoger en territorio español al mayor número posible de antiguos miembros de las SS para librarles de la persecución de los tribunales internacionales. Los planes, que habían sido diseñados por un grupo de simpatizantes nazis radicados en España y Sudamérica, contaban con la bendición del gobierno de Franco, que había prometido dar apoyo logístico y legal a los recién llegados. En la operación estaban involucrados un buen número de excombatientes de la División Azul, algunos políticos claramente filonazis y unos cuantos hombres de negocios dispuestos a prestar soporte financiero al entramado. – Hasta ahora eso era todo lo que sabíamos. Pero hace unos días la suerte se puso de nuestro lado: conseguimos detener en Francia a dos antiguos miembros de la Gestapo. Llevaban encima dinero español y dos billetes de tren con destino a Irún. Entre los papeles que se les incautaron había información acerca de los contactos españoles con los que cuentan los nazis. Tenga, le he preparado una copia de parte de los documentos. Me tendió una carpeta de cartón azul cerrada con gomas, como las que usaban los escolares. No había nada escrito fuera, así que su aspecto era de lo más inofensivo. – Aquí están los nombres de las personas a las que los detenidos debían acudir en busca de ayuda una vez se encontrasen en territorio español. Algunos son altos funcionarios del ministerio en el que usted trabaja. Debe intentar acercarse a ellos, ganarse su confianza, incluso su amistad. Si conseguimos colocar a uno de los nuestros en su círculo, habremos dado un paso de gigante. La Organización le proporcionará dinero para los gastos que pueda tener, ya sabe, comidas, regalos… En este sobre hay cinco mil pesetas. Le daremos más cuando lo necesite. Le pido que no se preocupe por cuestiones materiales, eso es cosa nuestra. Sí es importante que los papeles que le entrego estén siempre en un lugar seguro. Vive usted solo, ¿verdad? ¿Hay alguien más que tenga llaves de esta casa? – La portera sube dos veces por semana para hacer la limpieza. Pero no se preocupe por ella, no acostumbra a fisgar. – Mejor así. El señor West le habrá advertido de que no puede hablar de esto con nadie, así que no insistiré sobre el asunto. En cuanto a sus honorarios… – ¿Cómo dice? – Sí, su sueldo, nadie piensa que vaya a trabajar gratis. En cuanto nos traiga información concreta, fijaremos una primera cantidad. Luego todo estará en función del desarrollo de los acontecimientos y también de su grado de implicación. Actúe con discreción y no se precipite. Recuerde que queremos resultados y que no nos importa esperar. David Jusseu era un hombre de edad indefinida entre los treinta y los cincuenta años. No había nada llamativo en él: era de estatura mediana, piel cetrina y cabello castaño, no demasiado corpulento, ni bien ni mal vestido. En resumen, uno de esos hombres a los que uno olvida nada más conocer. Sólo sus ojos, que eran de un llamativo color verde, parecían salvarle de la vulgaridad. Tenía un tono de voz cortante y neutro, más bien poco apasionado, y apenas gesticulaba al hablar. Parecía, antes que el miembro de una misteriosa organización clandestina, un maestro de escuela aburrido de su suerte. – ¿Hay algo que quiera saber? Tenía mil preguntas, pero David Jusseu no me parecía la persona más adecuada para responderlas, así que le dije que no. – Si tiene que ponerse en contacto con nosotros, llame tres veces seguidas a este número de teléfono entre las ocho y las nueve de la mañana. Nadie le contestará, pero sabremos que hay noticias y nos comunicaremos con usted. De todas formas, hablará a menudo con el señor West y podrá recurrir a él en cualquier momento. Ahora tengo que irme. Encantado de conocerle, que tenga suerte y hasta siempre. Ya estaba en el umbral cuando se dio la vuelta como si hubiese recordado algo. – Una última cosa: a partir de ahora, recibirá clases de alemán todos los días, y Y se fue. Cuando regresé al salón estaba tan horrorizado ante la perspectiva de lidiar diariamente con la espantosa gramática germana, que tardé un poco en darme cuenta de que, en efecto, la Organización ya me había asignado una labor concreta. Allí, sobre la mesa, donde Jusseu la había dejado, estaba la carpeta azul. La abrí con cierta desgana. Había nombres, direcciones, incluso números de teléfono. Al final de la lista había tres líneas marcadas con sendos asteriscos: debían de estar referidas a los colaboradores del ministerio. Cuando leí aquellos nombres, supe que mi vida acababa de dar otro vuelco. Uno de ellos era el de Manuel Valera, un subdirector general al que apenas había saludado en un par de ocasiones. Otro, el de un tal Antolín Prado, un gerifalte al que no conocía. El tercero era el del padre de Carmen. Aquella noche dormí poco y mal. Me fumé media cajetilla de tabaco americano sentado en una silla, acariciando distraídamente la carpeta de cartón, con las ideas yendo y viniendo del corazón a la cabeza. Recordaba constantemente las palabras de David Jusseu al referirse a los organizadores de la Operación Puertas Abiertas: «Si conseguimos colocar en su círculo a uno de los nuestros, habremos dado un paso de gigante.» No sabían hasta qué punto resultaba sencilla la misión que me habían encomendado, ni cómo el aceptarla me obligaba a reconducir mi destino. La ruptura con Carmen estaba descartada: mal iba a poder acercarme a su padre si mediaba un abandono. Al contrario, estaba obligado a estrechar aquella relación, a hacerla más firme a ojos de todos y, en especial, a los ojos de su familia. De acompañante escurridizo pasaría a convertirme en novio ejemplar, de los que mandan flores el día del santo de la madre y están atentos a aniversarios y onomásticas de tíos y primos en distintos grados, de esos que escoltan a la familia en misa de doce todos los domingos y fiestas de guardar y se persignan con el agua bendita ofrecida por la futura suegra. Te preguntarás si tuve en cuenta a Carmen en algún momento, si me sentí culpable por estar dispuesto a convertirla en víctima de una mentira colosal, en la simple pieza de un entramado al que era ajena por completo. No lo hice. A estas alturas ya te habrás dado cuenta de que soy de naturaleza egoísta. Pensaba que lo que me traía entre manos era mucho más elevado que el futuro de un puñado de personas, incluido yo mismo. Si había sacrificado mi futuro al lado de Hannah para regresar a España y ponerme al servicio de la Organización ¿por qué no iba a sacrificarse también el futuro de otros? En cualquier guerra se producen bajas entre los inocentes. Y aquella guerra, a mi juicio tan sumamente justa, no iba a ser una excepción. Si yo mismo estaba dispuesto a inmolarme, otros tendrían que caer conmigo. Tenía que incorporarme al trabajo en el ministerio en la tarde del día siguiente. Empleé la mañana en hacer algunas compras, en las que invertí parte del dinero que me había entregado David Jusseu. Visité a un estraperlista cuyo nombre me había soplado Zachary West, y le compré una botella de Bourbon auténtico. También conseguí que me vendiese un frasco de perfume y un estuche de maquillaje muy completo de la firma americana Elizabeth Arden. Al volver a casa, envolví con cuidado todos los obsequios y añadí al lote un cartón de tabaco rubio que había adquirido la tarde anterior a mi marcha. Así, cargado como el paje de uno de los tres Reyes Magos, llegué a mi despacho de Asuntos Exteriores, y tras el recibimiento que me dispensaron mis compañeros -marcado por la curiosidad que hoy se reservaría a un recién llegado de Cabo Cañaveral- me dirigí al despacho de Salvador Orenes. Su secretaria (una mujer rubia y bajita, extraordinariamente vivaz) dijo que el señor subdirector se alegraría de verme y me hizo pasar. – No sabía que hubiese vuelto ya, Rendón. – Llevo dos días en Madrid, pero he pasado durmiendo las últimas veinticuatro horas. El cambio de continente es terrible. – Eso dicen. ¿Sabe mi hija que está de regreso? – No, señor. Prefería saludarle antes a usted. Por cierto, me he permitido traerle un par de cosas de Nueva York. El padre de Carmen trataba de aparentar indiferencia, pero los ojos le brillaron cuando vio el cartón de tabaco y la botella de whisky. – Muy amable de su parte… estas cosas son difíciles de encontrar en España. Vamos a probar esto. -Cogió un par de copas de un aparador y las llenó generosamente-. Salud, Rendón. Caramba, es bueno de verdad. Estos americanos hacen muy bien las cosas que hacen bien. ¿No le parece? Bueno, cuénteme qué tal le fue por allí. Carmen me dijo que se casaba un antiguo amigo. – Así es. Fue una de esas bodas por todo lo alto, usted ya me entiende. La verdad es que estaba deseando volver. No sé por qué solté semejante mentira. – Como en casa de uno, en ningún sitio -concedió él-. ¿Piensa ver a Carmen? – Eso me gustaría. En realidad, querría invitarla a comer este fin de semana… con usted y con su esposa, claro. Espero que no se ofenda, pero les he traído a las dos unos regalos… no sé si habré acertado, son útiles de cosmética y no entiendo nada de esas cosas. Déselos usted en mi nombre, ¿le importa? – Al contrario, se lo agradezco. En cuanto a la comida, estamos libres el sábado. – ¿Le parece bien en Lhardy a las dos y media? Orenes asintió, satisfecho. Lhardy era uno de esos restaurantes de clientela distinguida donde se podía coincidir con un ministro, un aristócrata o un torero de moda: un buen lugar para ver y ser visto, sobre todo si la factura iba a correr por cuenta de otro. Como comprenderás, aquella comida sirvió para oficializar las relaciones entre Carmen y yo. Estaba muy guapa aquel día. Le brillaban los ojos y se había hecho en el pelo algo que le sentaba muy bien. Madre e hija me agradecieron los obsequios que les había enviado y se fingieron escandalizadas con la molestia y el gasto. – No tenía que traer nada, Rendón -me dijo la madre-. Además, en nuestras circunstancias, no necesitamos cosas como ésas. Pero no le voy a negar que ha sido un detalle muy fino y de muy buen gusto. Carmen asentía, ruborizada. Parecía feliz de estar allí, con sus padres y conmigo, conscientes de que a los ojos de los demás éramos ya una pareja de prometidos que contaban con las bendiciones familiares. Durante el almuerzo apenas habló, y comió como un pajarito, pero cuando su padre levantó la copa para brindar por ella y por mí, se emocionó tanto que me dio lástima. A partir de entonces fui convidado a almorzar en su casa todos los domingos, y a cenar un jueves de cada dos. No me preguntes el porqué de esa secuencia de invitaciones: los Orenes eran así. Carmen y yo salíamos juntos casi todos los días, y a veces ella se cogía de mi brazo para cruzar la calle, mientras me miraba arrobada con aquella sonrisa suya que yo intentaba corresponder al tiempo que hacía lo posible por apartar de mi cabeza el recuerdo de Hannah. En consecuencia, y tal como yo preveía, mis relaciones con Salvador Orenes adquirieron una cómoda fluidez. Tomábamos café juntos, y me presentó a algunos altos cargos del ministerio que hasta entonces ni siquiera sabían de mi existencia. Una tarde coincidí en su despacho con Manuel Valera, cuyo nombre estaba también en la lista de simpatizantes nazis que me había entregado David Jusseu. – Así que es Silvio Rendón… aquí su futuro suegro me ha hablado muy bien de usted. Me alegro de conocerle. – ¿Quiere venir a tomar una copa con nosotros dentro de un rato? Carmen me ha dicho que van a ir al cine, pero creo que le dará tiempo a acompañarnos antes de ir a recogerla. Tuve un instante de inspiración. – Me gustaría mucho, pero tengo clase de alemán desde las seis hasta las siete y media. Habría que ser ciego para no darse cuenta de la mirada que intercambiaron Valera y Orenes. – ¿Estudia alemán? Qué curioso… ¿cómo le dio por ahí? – Bueno, estuve en Berlín cuando era joven y me interesé por la cultura del país. Empecé a recibir clases entonces y las he retomado hace unos meses. – Qué curioso -repitió Valera-. ¿Y se le da bien? – Se me podría dar mejor -dije, con modestia-. Y ahora, si me disculpan, no quiero hacer esperar a mi profesor. Dos días más tarde cené en casa de Carmen. Para mi sorpresa, Valero estaba allí. Mientras nos servían la comida, Orenes me preguntó por mis clases y también por aquel viaje a Berlín que en realidad no había realizado nunca. Agradecí a la suerte el que años atrás Elijah y yo hubiésemos preparado con tanto interés nuestra visita a Alemania, de forma que pude hablar de monumentos, de museos, de edificios emblemáticos y, creo que hábilmente, me las arreglé para lamentar la poca fortuna del destino de los alemanes. Valera y el padre de Carmen volvieron a mirarse. Acababa de pasar mi primer examen. Volví a tener noticias de ambos sólo veinticuatro horas después. Valera nos invitó a comer en un restaurante cercano al ministerio. Había otros dos hombres en nuestra mesa, situada en un reservado. Cuando hicieron las presentaciones, reconocí uno de los nombres de la lista, el de Antolín Prado, que ocupaba una dirección general en el ministerio. La comida transcurrió en un ambiente extraño, sumida en esa tensión que lo domina todo en una reunión forzada. Aquél no era un almuerzo entre amigos, así que al principio hablé más bien poco y me dediqué a escuchar hasta que se tocó el tema de Alemania. – El teniente Rendón pasó una temporada en Berlín. Era evidente que había llegado mi turno. Recordé fingiendo nostalgia mi falso viaje por tierras germanas. Hablé de los paisajes, de la belleza de la capital y, sobre todo, del admirable carácter de sus gentes, expresando mi total convicción de que el pueblo alemán sería capaz, también esta vez, de resurgir de sus cenizas. Aproveché para condenar la extrema dureza de los bombardeos aliados sobre ciudades emblemáticas como Berlín o Dresde, y las muchas bajas civiles que habían provocado. – Nadie habla de esos muertos -gruñó Valera. – En cambio -dijo Antolín Prado- en el extranjero no dejan de dar la lata con lo que dicen que les ocurrió a los malditos judíos. – Silvio acaba de regresar de Estados Unidos -intervino Orenes-. ¿Qué se cuenta por allí sobre ese asunto? No había previsto una pregunta de ese tipo. Esbocé una media sonrisa. – Bueno… no había judíos en los círculos en los que yo me moví durante mi estancia en América, y me temo que mis amigos americanos no se dejan inquietar por esa cuestión. Digamos que la suerte de los judíos no está entre sus preocupaciones principales. Hubo una carcajada general, una carcajada espontánea y despreocupada que hizo que se me encogiera el estómago. Eran hombres como los que se sentaban ante aquella mesa los que habían condenado al horror a Ithzak, a Hannah, a Amos, a cientos de miles de personas que murieron en los guetos y en los campos. Y allí estaba yo, riendo sus bromas, aportando mis chistes, compadeciendo al mismo pueblo que había sido responsable directo de la peor masacre de la historia moderna mientras fijaba en mi rostro la expresión de estúpida complacencia que dibuja el que ha encontrado en el camino a gente de su misma calaña, a bestias pertenecientes a su misma especie. La idea de que pudieran considerarme uno de ellos me estremecía, pero también despertaba en mí una excitante sensación de triunfo. Mientras tomábamos el café saqué una caja de puros canarios que fueron muy bien recibidos por mis compañeros de almuerzo. – Todo un detalle, Rendón. -Valera encendió el suyo. – ¿No les había dicho que este muchacho es una joya? -El padre de Carmen me palmeaba la espalda-. Jóvenes así son los que nos hacen falta en España. – Rendón -era Antolín Prado quien hablaba-: Orenes me ha contado que recibe usted lecciones de alemán. Tal vez podría practicar lo que ha aprendido. Tengo algunos amigos alemanes a los que creo que le gustaría conocer. – Será un placer -dije, simulando un interés sólo relativo. Zachary West regresó de Nueva York al día siguiente y me llamó al ministerio para citarme en su casa a la hora de cenar. Llevábamos casi dos meses sin vernos, y le encontré cansado pero contento. Traía buenas noticias, me dijo. Había estado recaudando fondos para la Organización, y la respuesta de los judíos americanos había sido tan positiva que en lo tocante a reservas monetarias no habría motivos de preocupación. Me contó que Elijah y Mary Jo habían vuelto de su viaje de novios y que ya estaban instalados en la casa de Central Park que había sido el regalo de bodas del Rey de las mediasuelas. Querría haberle preguntado por Hannah Bilak, pero no lo hice. Me bastaba pensar en ella para seguir sintiendo un dolor agudo en alguna parte, así que prefería no tener noticias suyas. – Bueno, cuéntame tú. Sé que estás metido en faena. Me dijeron que te habían enviado a Jusseu. Es un tipo raro, ya te habrás dado cuenta, pero no te preocupes por él. A partir de ahora despacharás conmigo. ¿Hay novedades? – Yo diría que sí. Ayer comí con tres personas que están en la lista de colaboradores que me entregó Jusseu, y creo que ninguno pone en duda mis simpatías por Alemania. De hecho, uno de ellos, Antolín Prado, quiere que conozca a unos amigos de allí que están de visita en España. – Esto se te da mucho mejor de lo que pensaba. Le miré con una media sonrisa y decidí ser sincero. – La verdad es que lo tuve fácil. Uno de los nombres de la lista, Salvador Orenes, es el padre de mi novia. – De tu ¿qué? Silvio, ni siquiera sabía que tuvieses novia… – De hecho, no la tenía. Salía de vez en cuando con una chica, pero mi trabajo en la Organización precipitó las cosas. Ahora tengo una prometida, pero también hilo directo con los simpatizantes nazis del Ministerio de Asuntos Exteriores. Acababan de servirnos una copa de jerez, pero Zachary no probó la suya. – Silvio, no estoy seguro de que me guste lo que estás haciendo. – Pues ya somos dos. Pero lo he pensado mucho y es una ocasión demasiado buena como para dejarla pasar. Esa gente ha empezado a confiar en mí. Es cuestión de días el que me consideren uno de los suyos. ¿Sabes lo que significa eso? Que hablarán en mi presencia de muchos de sus planes. Que conoceré a otra gente involucrada en las operaciones de ayuda a los nazis. Que quizá podré acceder a documentos importantes. Si todo sale bien, voy a estar en condiciones de ofrecer a la Organización informaciones muy valiosas. – ¿Y qué hay de ti? ¿Y de la chica? – Se llama Carmen. – ¿Estás enamorado de ella? – Claro que no. Zachary meneaba la cabeza como si no estuviese del todo convencido. – Silvio… no te voy a negar la trascendencia de lo que has conseguido. Infiltrar tan pronto a uno de los nuestros entre las cabezas de la Operación Puertas Abiertas era algo con lo que no podíamos ni soñar. Pero quiero que pienses bien en lo que estás haciendo. Hay cosas que no sería justo pedir a nadie. Si tienes una sola duda, la más mínima duda… En aquel momento, por un segundo, estuve tentado de decirle a Zachary toda la verdad: que estaba enamorado de Hannah Bilak, que lo que de verdad quería era volver a América para estar cerca de ella. Pero no lo hice. Yo también pensaba en que hay cosas que no sería justo dejar de hacer sólo por seguir los dictados del corazón. Por primera vez en la vida tenía entre manos algo de verdadera importancia. – Tranquilo. Ya he tomado una decisión, y voy a seguir adelante. No te preocupes por mí, ¿de acuerdo? Todo va a salir bien. Venga, brindemos por eso. Unos días después, el padre de Carmen se presentó en mi despacho. – ¿Tiene un momento, Rendón? A pesar de que mi noviazgo con su hija estaba oficializado, Orenes seguía tratándome de usted y dirigiéndose a mí por el apellido. – Claro, señor. – Antolín Prado quiere que usted y yo asistamos a una cena en su casa mañana por la noche. Mi esposa vendrá conmigo, y estaba pensando en llevar a Carmen. – Eso sería estupendo. A las mujeres les gustan las fiestas. – No se trata exactamente de una fiesta. En realidad, es una especie de cena de bienvenida. Unos amigos extranjeros acaban de instalarse en España, y los Prado quieren presentarles gente. Saldremos juntos desde mi casa. Venga a buscarnos a las ocho y media, y póngase el uniforme de gala. Antolín es muy amigo de formalidades. Me cité a comer con Zachary para ponerle en antecedentes. Parecía que las cosas se precipitaban: ni él ni yo tuvimos la menor duda de que los «amigos extranjeros» de Antolín Prado eran oficiales del ejército del Reich o antiguos capitostes del partido nazi. Aquella tarde no tuve clase de alemán: – Es importante lo que digas, pero también cómo lo digas -recordaba Zachary-. Debes ser contundente, pero frío. Si expresas indignación, no la exageres. Ten en cuenta que un entusiasmo muy acentuado también puede resultar sospechoso. Tienen que ver en ti a un simpatizante de su causa, pero nunca a un fanático. Al contrario que yo, Spiegel estaba convencido de que sabía el suficiente alemán como para salir airoso de mi encuentro con ciudadanos germanos. – Lleva más de nueve meses tomando clases de forma intensiva. Tiene un nivel muy alto de gramática, y su pronunciación es correcta, así que no se inquiete. Hará un buen papel. – Muy bien. -Zachary consultaba su reloj, que marcaba las doce de la noche-. Pues creo que hemos terminado. Sólo un par de detalles, Silvio: ve al peluquero y al barbero, lústrate los zapatos y antes de ir a la fiesta, haz que envíen en tu nombre un centro de flores a la esposa de ese tal Antolín Prado. Sobre todo, que sea grande. ¿Necesitas dinero? – No, no. Aún tengo bastante del que me entregó Jusseu. A pesar de mi inquietud, de mis dudas y mis inseguridades, aquella noche dormí como un bendito -debe de ser lo que llaman «el sueño de los justos»-y al día siguiente me desperté con el ánimo encendido por la inminencia de mi entrada en combate. No voy a decir que no estaba nervioso mientras me preparaba para recoger a los Orenes. Siguiendo las instrucciones de Zachary, me había cortado el pelo y hecho afeitar con navaja, y había enviado a la señora Prado un ramo de flores pomposo y carísimo acompañado de una nota en la que le daba las gracias de antemano por su invitación. Orenes aprobó mi aspecto cuando llegué a su casa. – Está usted hecho un pincel, Rendón. Las señoras están acabando de arreglarse -bajó la voz-. Mi esposa no quería venir, dice que estando de luto no debería hacer vida social… pero hace ya ocho años de la muerte de mi pobre Jaime, y yo no puedo vivir de espaldas a estas cosas. Le tranquilicé diciendo que alguien de su posición tiene obligaciones que no debe dejar de lado, y que también a su mujer y a Carmen les convenía distraerse un poco. Por primera y única vez, aquel hombre me dio lástima. Los ojos se le habían empañado al recordar al hijo muerto, y se me ocurrió pensar que más de una vez Salvador Orenes habría llorado por aquel muchacho caído en el campo de batalla. En ese momento me pregunté si se habría parado a pensar que los hombres a los que ayudaba a escapar de la justicia habían contribuido a asesinar a seres inocentes que también eran hijos de alguien. Carmen y su madre entraron en el salón. Llevaban sendos vestidos oscuros, no demasiado elegantes y claramente pasados de moda. La inflexible señora Orenes estaba dispuesta a poner un límite al alivio del luto que la familia seguía llevando por dentro. Carmen parecía triste, consciente seguro de que sus atavíos llamaban la atención, y no precisamente por nada bueno. Sentí una ráfaga de afecto hacia ella, pobre niña, víctima inocente de tantas circunstancias. Le ofrecí mi brazo para salir a la calle. – ¡Qué guapo estás! -susurró, y sonrió por primera vez desde que apareciera con aquel vestido tan feo. Le devolví el cumplido, y no sé si lo creyó o no, pero le brillaban los ojos mientras se aferraba a mi brazo y siguieron brillándole cuando entró junto a mí en aquella casa del barrio del Viso, donde había mujeres mucho mejor vestidas que ella, mujeres que llevaban joyas y que habían pasado horas en la peluquería mientras ella lucía un sencillo recogido a todas luces hecho en casa. – ¡Qué elegante está todo el mundo! -dijo, para que sólo yo la oyera. – Tú también estás muy elegante. Me dirigió una mirada de reproche que iba también cargada de ternura. – Yo no. Mi vestido es muy feo. Era de una tía mía, me lo arreglaron ayer. Pero no me importa. Me alegro de haber venido. Supongo que por instinto, apreté la mano con la que se agarraba de mi brazo. – ¡Rendón, venga por aquí! -Prado acababa de advertir nuestra llegada-. Hola, Carmencita, guapa. ¿Me prestas a este chico un momento? Mira, querida, este muchacho fue quien te envió las flores. Una mujer delgada y bajita, enjoyada como un árbol de Navidad, se adelantó a saludarme. – Las recibimos hace un par de horas. Un detalle delicioso, teniente. Las flores me apasionan. Tenía el hablar afectado y sus modales eran exageradamente corteses. Podría asegurar que sólo una generación separaba a aquella mujer de la más pura necesidad. – Un placer, señora Prado. – Bueno, bueno, dejemos a las mujeres hablar de sus cosas. Acompáñeme, Rendón. Hay unos amigos a los que quiero presentarle. Me di cuenta de que me sudaban las manos, y me las sequé disimuladamente con el pantalón del uniforme. En una sala vecina, tres hombres bebían una copa de jerez. Uno era Ibáñez, a quien había conocido en el almuerzo del otro día. Los otros dos, altos, rubios, de ojos muy claros, perfectos ejemplares de la dichosa raza aria, eran sin duda los amigos alemanes del anfitrión. Cuando estreché sus manos y clavé mis ojos en aquellas pupilas azules, pude notar que las piernas me flaqueaban. – Capitán Schiller, capitán Hals… el teniente Silvio Rendón. Les saludé en su idioma, y ellos correspondieron a mis palabras de bienvenida con un puñado de alabanzas a España y a los españoles. Les pregunté si era la primera vez que visitaban el país y me dijeron que sí, y que esperaban tener ocasión de conocerlo bien durante su estancia entre nosotros. Parecía la conversación propia de un cóctel en una embajada. Los otros no tardaron en utilizarme como intérprete para charlar con los alemanes, que al parecer no sabían una palabra de español. Estaba claro que, pese a lo que Prado me había dicho, no tenían con él una relación demasiado estrecha. Durante la cena me sentaron al lado de la señora Schiller, una exquisita mujer de rasgos aristocráticos y pelo tan rubio que a la luz parecía blanco. – Dejé la música al casarme. Ya ve, teniente: cambié un amor por otro. Ahora sólo canto para mi marido y me limito a disfrutar de las interpretaciones de otros. Así es la vida: siempre hay algo a lo que renunciar. Se me ocurrió pensar que quizá aquella dama habría escuchado alguna vez, en grabaciones o quizá en directo, el violín prodigioso del pobre Amos Sezsmann. La cena resultó agradable. Yo dediqué toda mi atención a las dos parejas de alemanes, oficiando alguna vez de traductor para el resto del grupo. Tal como Zachary me había aconsejado, dejé bien clara mi supuesta germanofilia sin caer en estridencias. Sólo me apasioné cuando fingí escandalizarme al recordar que aquel invierno muchas mujeres y niños habían muerto por falta de alimentos en Alemania, mientras las tropas aliadas derramaban sacos de azúcar en las pistas de baile de las salas berlinesas para poder deslizarse mejor al ritmo de la música. En ese momento me di cuenta de que la señora Schiller tenía los ojos llenos de lágrimas, y que los otros dos hombres se miraban mientras asentían, satisfechos de haber encontrado a un simpatizante de su causa. Cuando sirvieron las copas de champán, Prado me pidió que hiciese un brindis, y poniéndome de pie repetí el mismo discurso en alemán y en español. – Brindo por la amistad entre nosotros y entre nuestras naciones hermanas, y hago votos por que el mundo civilizado comprenda algún día la generosa aportación a la historia que han hecho la una y la otra. Mis palabras fueron acogidas con aplausos. Carmen me miraba con orgullo, y supe que se había olvidado de su vestido viejo y de su peinado chapucero. Era su novio el que sabía hablar en dos idiomas, el que disertaba sobre política y llevaba los zapatos más brillantes de toda la sala, y enviaba costosos ramos de flores, y sabía comportarse en sociedad con la soltura de un experto. Ése era el triunfo de Carmen, y no necesitaba otro trofeo. Al día siguiente, cuando llegué al ministerio, tenía ya un mensaje de Orenes y de Antolín Prado: querían verme lo antes posible en el despacho del segundo. – ¿Llevan mucho esperando? Por cierto, señor Prado, una cena estupenda. – De eso queríamos hablarle… Siéntese, por favor. Rendón, hace tiempo que venimos observándole… Procuré que mi expresión fuera de sorpresa contenida. – No se moleste, pero era importante que estuviésemos seguros de usted antes de ponerle en antecedentes de ciertas cosas. Orenes nos había hablado muy bien de su persona, pero ésta es una cuestión delicada y teníamos que atar todos los cabos. Verá, Rendón, las parejas que conoció ayer, los Schiller y los Hals… no son exactamente amigos míos. – Son refugiados políticos. -Orenes intervino en la conversación-. Han tenido que salir de Alemania a causa de la persecución que sufren por parte de los aliados. No hace falta que le explique más, usted sabe mejor que nadie cómo están las cosas allí. – Comprendo. – Hay más como ellos. -Prado seguía hablando-. En realidad hay cientos, miles. Hombres con familia que son perseguidos con saña sólo por el hecho de haber pertenecido a las SS o al cuerpo de funcionarios del gobierno de Hitler. Por eso, y siempre desde nuestras posibilidades, hemos constituido un pequeño grupo para… para echarles una mano. Algunos de esos ciudadanos alemanes se instalarán en España, al menos temporalmente y hasta que decidan qué es lo que quieren hacer en el futuro. Éste es un país amigo, y saben que no tendrán problemas. En realidad, el único escollo para su completo bienestar es precisamente la barrera del idioma. Se entienden utilizando el italiano o algunas palabras en francés, pero muchas veces sería un alivio que alguien pudiese hablarles en su lengua. Hemos localizado a un par de personas que saben alemán, pero no nos parecen dignas de confianza. De momento tenemos que actuar con discreción. No crea que a todo el mundo le gusta lo que estamos haciendo. Contamos con opositores incluso dentro del gobierno de Franco y hay varios representantes del cuerpo diplomático que se complacen en ponernos zancadillas, como ese Jacobo Alba al que han sorbido el seso los malditos ingleses. Parece mentira, pero tenemos al enemigo en casa y hay que saber de quién se fía uno. – Por eso queríamos pedirle que nos echase una mano de vez en cuando. No esperamos que haga de intérprete con todo el que llega… pero de vez en cuando aparecen personajes más significados a los que querríamos dar un trato especial. No se lo hemos contado, pero los dos caballeros que conoció anoche eran destacados miembros de la Waffen SS… – No podía ni imaginarlo… – Vendrán más como ellos. Así que, si no tiene inconveniente, le llamaremos cuando haya que dar instrucciones complejas o si es necesario ofrecer a algún recién llegado un tratamiento preferencial. – Estoy a su disposición. Si necesitan un intérprete, cuenten conmigo. Y si les hace falta ayuda para traducir algún documento, alguna carta importante… – Pues no le digo que no. -Prado bajó un poco la voz-: Normalmente, las informaciones se mandan en español bajo un código cifrado y se traducen en destino… pero ganaríamos tiempo si las enviásemos directamente en alemán. Ni que decir tiene que su ayuda será retribuida como corresponde. Volví a dibujar en mi rostro una expresión de inocencia infinita. – Me ofende, señor Prado… quiero pensar que esto me lo piden como amigo, y así voy a actuar con usted y con las personas que necesiten mi ayuda. Orenes me echó el brazo por encima del hombro. – Déjese de cumplidos, Rendón. A los jóvenes siempre les viene bien algún pellizco a fin de mes. Además, estamos bien organizados y tenemos dinero para estas cosas. Tras despedirnos, Orenes y yo salimos juntos del despacho, él satisfecho, yo intentando contener mi excitación. Ya estaba dentro. Ahora sí. Iba a entrar en mi oficina cuando Orenes me tiró un poco del brazo. – Rendón… ¿tiene un minuto para mí? Querría saber… en fin, prefiero hablar con usted antes que con mi hija… ¿qué planes tienen usted y Carmen? Me refiero a casarse, claro. No estaba preparado para aquello. De verdad que no lo estaba. La idea de una boda se me antojaba tan descabellada que había olvidado que sólo para mí lo era. Casarme con Carmen… no, de ninguna manera. Por lo menos, no en aquel momento. – Señor, su hija y yo no hemos hablado de eso. La familia está de luto y, si me permite que lo diga, creo que su hija es demasiado joven todavía. – Tiene veinte años. Su madre se casó con veintiuno. – Las cosas eran distintas. Prefiero esperar a que Carmen me conozca mejor para pedirle que se case conmigo, y estar seguro de que toma la decisión correcta. Usted sabe cuáles son mis intenciones, pero no hay prisa y es preferible no precipitar las cosas. Orenes frunció el ceño. – Bueno, un noviazgo largo no tiene por qué ser malo -dijo, como para sí-. Y la verdad es que para mi mujer sería difícil perder a Carmencita… a la pobre le hace mucha falta su hija. Quizá tenga usted razón. Podemos esperar unos meses. Olvide lo que le he dicho y, por favor, ni una palabra de esto a la niña. – Faltaría más. Entré en el despacho con cierta sensación de alivio. Aunque la cuestión volvería a plantearse, al menos había conseguido ganar algo de tiempo. Las cosas fueron mucho más rápido de lo que yo pensaba. En cuestión de días me convertí en intérprete de la Operación Puertas Abiertas, y aunque al principio me llamaban con cierto embarazo y pidiéndome disculpas por las molestias, pronto se oficializó mi papel y fui una figura omnipresente en las recepciones a los nazis recién llegados, a quienes servía de traductor, pero también de guía turístico y hasta de confidente ocasional. ¿Sabes lo más chocante de todo? Que buena parte de aquellos alemanes no eran, en apariencia, los monstruos sanguinarios que yo imaginaba, sino hombres afables y hasta simpáticos, exquisitamente educados, que me trataban con una absoluta cortesía y un profundo respeto y que agradecían mis desvelos. Al principio, la situación me resultaba incómoda, pues no podía por menos que sentirme vagamente seducido por aquellos hombres de apostura impecable, algunos de los cuales tenían una personalidad arrolladora y un nivel cultural muy superior al de la media. Con ellos hablaba de arte, de literatura y de historia antigua (me di cuenta de que pasaban de puntillas por cualquier cuestión relacionada con la política contemporánea), y daba paseos por las calles del Madrid de los Austrias o visitaba las salas del Museo del Prado para que entrasen en éxtasis ante los cuadros de Velázquez, del Greco o de Goya. Si nunca me encariñé de verdad con ninguno de aquellos hombres, si mi simpatía hacia ellos fue siempre fingida y superficial, si nunca puse en duda la extremada justicia de la operación que se preparaba en su contra, fue porque me empeñaba en recordar obsesivamente que mis pupilos en Madrid habían sido culpables directos, no ya de la muerte de dos amigos entrañables, sino del más horrendo crimen colectivo de la historia moderna. No, espera, déjame terminar. Sé que en el último siglo ha habido historias de genocidios tan terribles como el dirigido por Hitler y los suyos. Yo también sé lo que hizo Stalin. Sé lo que hizo Idi Amin y ese otro chiflado de Camboya, Pol Pot. Pero esto fue peor. ¿Sabes por qué? Porque Hitler no tenía enfrente a un pueblo reprimido, pobre o limitado. No se las tuvo que ver con campesinos aplastados bajo el yugo de los zares, con aldeanos analfabetos o con miembros de tribus africanas tradicionalmente sometidas a algo o a alguien. Alemania era un país desarrollado, rico, culto. La patria de Schiller, de Goethe, de Bach o de Lutero. Los nazis pervirtieron todo eso. Convirtieron a los alemanes en culpables colectivos de un crimen monstruoso que se les seguirá recordando cuando pasen los siglos. Así que, cuando aquellos oficiales de las SS, aquellos gerifaltes de la Gestapo o del partido caminaban junto a mí por las calles del Madrid viejo, intentando envolverme en la tela de araña de su buena educación y de su encanto personal, yo recordaba machaconamente que eran ellos quienes habían torcido, quizá para siempre, el destino de todo un pueblo previamente bendito por la Historia. A pesar de mi buena memoria he olvidado a casi todos aquellos hombres. Ahora, al pensar en ellos, se me vienen a la cabeza en conjunto, como si fuesen las extremidades de un enemigo común al que tenía que enfrentarme. Sólo hay uno al que soy capaz de recordar en solitario. Se llamaba Franz Müller. Era militar y miembro del partido. Debía de contar unos cuarenta años, estaba casado y tenía tres hijos, los tres rubios y guapos como él. No sé por qué, aquel Müller me tomó afecto, y a pesar de que intenté zafarme de sus atenciones y sus muestras de consideración, pensé que era imposible hacerlo de una forma contundente sin despertar sospechas. Así que, tras muchas excusas, acabé aceptando una invitación para comer con su familia. Los Müller vivían en una casita situada en Puerta de Hierro. Era un lugar precioso, rodeado de un pequeño jardín, con una enredadera de rosas trepando hasta las ventanas y macetas con flores en los balcones. Franz y los suyos me recibieron con tanto afecto que me sentí incómodo. Su esposa me dijo que estaba feliz de conocer «al único amigo que mi esposo tiene en España», y los niños me besaron como a un pariente próximo hacia el cual se les ha inculcado un cariño sin reservas. Durante la comida abrieron una botella de vino del Rin, «la última que nos queda. La reservábamos para una ocasión especial», y me sirvieron una selección de platos alemanes cocinados por la señora Müller, rematados por un exquisito Formaban una familia perfecta. Se trataban unos a otros con amor y respeto: los hijos querían a los padres, los padres a los hijos, los hermanos se adoraban y era evidente que los esposos seguían estando enamorados. Aquella estampa familiar, con el jardín y las rosas trepadoras, estaba sin embargo libre de cualquier cursilería: todo en aquella casa era completamente espontáneo, desde el comportamiento de los críos hasta el tono cariñoso que usaban los Müller para hablar entre sí, pasando por la ternura que demostraban al escoger disimuladamente para mí las mejores porciones de cada plato o su insistencia en que me sirviese otro trozo del pastel que habían preparado en mi honor. Al terminar de comer, Franz y yo nos quedamos solos. Tomamos café en su despacho, y me di cuenta de que sobre la mesa, colocada sin ningún cuidado, había una Cruz de Hierro. Para mi sorpresa, el militar no hizo referencia alguna a la condecoración ni me dio detalles acerca de la acción heroica que le había hecho merecedor de tal honor. Tampoco yo se los pedí. Fue como si ambos hubiésemos hecho un pacto secreto para no escarbar en el pasado. Es curioso: cuando tomaban confianza conmigo, la mayoría de los militares con los que trataba acababan hablando de su intervención en la contienda, de las heridas de guerra y de brillantes episodios de combate en los que habían participado. Franz Müller no lo hizo. Quizá aquel hombre había intuido que, muy en el fondo, él y yo estábamos en bandos distintos. O, a lo mejor, es que él tampoco sabía ya en qué bando estaba. Al margen de mi pequeña flaqueza al simpatizar íntimamente con alguien a quien debía considerar un antagonista, el trabajo que realicé aquella temporada fue de gran ayuda para la Organización. Pronto pude proporcionar informaciones suculentas sobre el paradero de muchos de los nazis afincados en España, de su situación personal e incluso de sus planes para el futuro, pues aquellas personas acababan confiándome hasta sus proyectos de vida. Muchos de ellos pensaban utilizar España como trampolín para pasar a Sudamérica, donde iban a contar con ayuda para vivir sin sobresaltos hasta el fin de sus días. Para algunos de aquellos nazis, acostumbrados a la opulencia del Berlín de los años treinta, la vida pequeñoburguesa que les esperaba en nuestro país resultaba poca cosa, y se imaginaban que en el cono sur podrían aspirar a llevar una existencia más acorde con lo que creían merecer. Al principio no entendía muy bien para qué iba a utilizar la Organización todos los datos que les proporcionaba sobre los alemanes huidos, si de todas formas en nuestro país no podrían detenerles legalmente. Zachary West me decía que no me preocupara de eso. De momento les bastaba con tener controlados a los que llegaban a España. El éxito de la Organización se vería a medio y largo plazo, cuando los nazis aquí radicados actuasen de imán para otros como ellos y se produjese una entrada constante de supuestos refugiados. En sus inicios, la Operación Puertas Abiertas estuvo marcada por el absoluto descontrol. Las llegadas de alemanes se producían sin orden ni concierto, y la mayor parte de las veces de forma inesperada: sonaba un teléfono y alguien pedía ayuda desde dentro de la frontera española. Fui yo quien convenció a Prado de hacer las cosas de otra forma, y quien hizo germinar en su cabeza la necesidad de crear una serie de rutas fijas y supuestamente seguras para trasladar a los alemanes hasta España desde los lugares en los que estaban escondidos. Gracias a mis funciones de traductor de documentos, pude saber cuáles iban a ser esas rutas, y muchos de los nazis que se preparaban para un agradable exilio en territorio español fueron interceptados por miembros de la Organización en su camino a la frontera. No todas las operaciones se abortaban: hubiese resultado demasiado sospechoso que la totalidad de los alemanes que habían anunciado su llegada inminente desapareciesen sin dar señales de vida. Por eso la Organización dejaba entrar en el país a algunos de ellos, y aquí se les seguía controlando. Al principio yo pensaba que éramos sólo un puñado de colaboradores, pero no tardé en darme cuenta de que estaba implicada mucha más gente de lo que había creído, o aquella complicada operación de vigilancia y seguimiento no hubiese sido posible. Por mi parte, seguía asistiendo a los nazis que se habían instalado en Madrid. Tal como Prado y Orenes me habían anunciado, empecé a recibir retribuciones tan generosas como irregulares que me entregaban en mano una o dos veces al mes. Zachary me dijo que no se me ocurriese rechazarlas: es raro encontrar a alguien que hace las cosas a cambio de nada, y no era bueno que me tomasen por un altruista o por un imbécil. Como en el fondo consideraba que aquél era un dinero sucio, no me atrevía a gastarlo, y lo fui dejando en un cajón del armario, sin sacarlo siquiera de los sobres que lo contenían. No era lo único que recibía. Muchas veces, aquellos correctos oficiales de las SS, aquellos educados funcionarios del gobierno del Reich, correspondían con regalos a mi amabilidad para con ellos, y me hacían llegar al despacho del ministerio botellas de buen brandy, cajas de cigarros o dulces difíciles de encontrar en el Madrid de los años cuarenta. Nunca aproveché aquellos regalos. Una especie de pudor antiguo me impedía encender los puros, servirme una copa de licor o saborear los bombones. Solía regalar el tabaco a mis compañeros de trabajo y las botellas de alcohol al marido de la portera, y cada vez que recibía alguna golosina la enviaba a un colegio de huérfanos que había cerca de mi casa, donde seguro que nadie iba a preocuparse de averiguar su procedencia: unas pastas de chocolate eran casi un milagro en la España de la escasez y las cartillas de racionamiento. Transcurrieron dos años en los que mi tiempo estuvo tan ocupado como puedas imaginarte. Pasaba las mañanas en el ministerio, y por las tardes me dedicaba a mis funciones como pieza fundamental de la Operación Puertas Abiertas. Seguía encargándome de los alemanes recién llegados, facilitando las salidas del país de todos aquellos que habían decidido radicarse en Sudamérica y traduciendo documentación que era enviada a quienes seguían esperando el momento para entrar en España. De todas formas, y pasados los primeros tiempos en los que hubo verdaderas avalanchas de recién llegados -muchas frustradas por las detenciones que se producían cuando estaban a punto de cruzar la frontera- los alemanes arribaban ahora a cuentagotas. El tiempo libre lo dividía entre mis encuentros con Carmen y mi trabajo en la Organización. De ser un simple infiltrado en el grupo rival, evolucioné hasta convertirme en alguien con ciertas responsabilidades. Estaba en contacto directo con otros grupos que se dedicaban a la caza de nazis fuera del país, y solía preparar para ellos largos informes sobre la marcha de la Operación Puertas Abiertas. Aquellos documentos salían de España por valija diplomática a través de las embajadas de Inglaterra y Estados Unidos, donde habíamos conseguido introducir a algunos de nuestros colaboradores, e iban a parar a manos de otros buscadores de asesinos que trabajaban en Francia, en Holanda, en Austria o en Bélgica. Carmen y yo seguíamos llevando nuestro noviazgo con tranquilidad. Salíamos juntos todos los días, y mis cenas en casa de los Orenes habían pasado de ser quincenales a celebrarse cada siete días. Los almuerzos del domingo seguían respetándose (a veces era yo quien les convidaba a comer fuera), y también se contaba conmigo para las celebraciones señaladas, a saber, el día del Carmen, el de San Isidro Labrador y las fiestas nacionales de Santiago y el Pilar. En Navidades viajaba a Ribanova para ver a mis padres, que tuvieron un pequeño disgusto cuando Efraín les comunicó que estaba decidido a trasladarse a Estados Unidos, pues la agencia americana para la que trabajaba quería tenerle instalado allí. Fui yo quien consoló a mi madre: – Después de todo, parece que tu destino era el de tener un hijo viviendo en el extranjero. Ya ves, de no haber sido por la guerra, yo me hubiese ido a estudiar a Boston y quizá ahora estaría trabajando en cualquier ciudad de Norteamérica. Se secó las lágrimas sonriendo. – Me da pena que tú también vivas lejos… pero me gusta verte bien situado, de funcionario en el ministerio y con novia formal… que, por cierto, a ver cuándo me das una alegría. Supongo que forcé una sonrisa. Aunque procuraba no pensar en el asunto, la cuestión de una próxima boda seguía gravitando sobre mi cabeza. Carmen acababa de cumplir 22 años, y en la España de la época la mayoría de las chicas se casaban en torno a esa edad. Yo ya no podía esgrimir ante su padre argumentos tan peregrinos como la necesidad de que Carmen me conociese mejor ni de querer respetar el luto de su familia. A veces yo mismo pensaba ¿y por qué no?, ¿qué había de malo en el matrimonio? No estaba enamorado de Carmen, pero sentía por ella un afecto sincero. Era dulce, cariñosa y jamás pedía nada. Varias amigas suyas se habían casado ya, e incluso una acababa de ser madre. Hasta entonces yo no había pensado demasiado en la paternidad, pero había empezado a darle vueltas después de leer una carta de Elijah informándome de que él y Mary Jo iban a tener un hijo. Mi amigo y yo nos escribíamos al menos una vez al mes. Sus cartas me recordaban a aquellas que redactaba cuando los dos éramos niños: misivas llenas de entusiasmo que describían una vida atractiva y feliz. Su trabajo en el estudio de arquitectura iba viento en popa, y le llegaban encargos de otras partes del país, lo que le obligaba a hacer frecuentes viajes. Mary Jo solía acompañarle, y a veces visitaban a los miembros de la familia de su esposa. Algunos todavía tenían que tragar saliva cuando un negro se sentaba a su mesa, y en una eterna cantinela compadecían a los pobres Connors, tan orgullosos de su hija, debutante de éxito, estudiante privilegiada y participante habitual en el Daisy Chain, que teniendo tantos chicos para elegir había seleccionado a un salvaje como marido. Elijah solía bromear con esas cosas, incluso aquella vez que acudieron a Alabama para firmar el proyecto de un edificio y ningún hotel quiso alojarles. Se quedaron en casa de una prima de la madre de Mary Jo (por suerte, la sangre de los Connors había llegado a todos los rincones del país) pero el viaje resultó ser hecho en balde pues, en cuanto vieron a Elijah, los propietarios del solar donde iba a construirse el inmueble le informaron de que el contrato quedaba rescindido «porque no querían trabajar con un negro». Elijah me refirió el episodio sin acritud ni rencor: «La culpa fue mía. Sé perfectamente cómo están las cosas en el Sur. Teníamos que haber enviado a Gillian, que es pelirrojo y descendiente de irlandeses.» En cuanto a Hannah Bilak, después de escribirnos con cierta asiduidad durante unos meses, nuestras cartas se habían espaciado. No niego que fui el culpable de aquel distanciamiento, pero me había dado cuenta de que aquellos sobres con su letra alteraban mi ánimo y me hacían soñar con cosas imposibles, así que empecé a convertir mis cartas en simples notas de cortesía y dejar pasar mucho tiempo entre un envío y otro. Hannah debió de entenderlo, y también dejó de escribir. Me dije que era mucho mejor así. A medida que pasaba el tiempo, las llegadas de refugiados iban espaciándose, y mi concurso dentro de la Operación Puertas Abiertas fue haciéndose cada vez menos necesario, pues los alemanes instalados en España habían formado ya una pequeña colonia solidaria encantada de prestarse apoyo entre sí. A pesar de que cada vez me llamaban menos para utilizarme como intérprete, seguían invitándome a muchas reuniones sociales, supongo que porque me consideraban un ejemplar de español presentable: culto, políglota y de buena presencia. Yo seguía mandando flores a las esposas anfitrionas, contribuyendo con botellas de champán al éxito de las fiestas y mostrándome encantador con todo el mundo. Fue en una de aquellas fiestas donde me enteré de que el nuevo santuario para los nazis huidos estaba radicado en territorio italiano. Desde finales de 1946 funcionaba en el país la llamada «Vía Romana», una bien trazada ruta que llevaba a los alemanes hasta Roma, y de allí a un exilio definitivo, bien en los países del Próximo Oriente (si se trataba de ayudar a simples funcionarios o militares de baja graduación) bien en Sudamérica. No tardé más que unas horas en poner aquellos datos en manos de la Organización. – Es una información muy valiosa. Lástima que nuestros colaboradores italianos no funcionen demasiado bien -se lamentó Zachary West-. Sería perfecto que fueses a Italia para obtener más detalles sobre esa nueva ruta de huida. – Imposible -contesté-. No puedo salir de España sin dar una explicación, y podría parecer sospechoso que me trasladase a Italia precisamente ahora. – Ya lo sé. De todas formas, hace ya tiempo que la cúpula de la Organización me reclama que encontremos la forma de permitirte realizar algunos viajes. Tu trabajo ha sido tan bueno que hay algunas personas que quieren conocerte. – Pues, la verdad, de momento no creo que eso sea posible. – Oh, no te preocupes -dijo Zachary West empleando el tono indiferente que usaba para hablar de asuntos que en realidad tenían verdadera trascendencia-. Estamos en ello desde hace semanas. Ve diciendo a la gente de tu entorno que llevas bastante tiempo escribiendo. Miré a Zachary como si pensase que se había vuelto loco. – Escribiendo ¿qué? – Novelas policíacas. Ni que decir tiene que mi falsa faceta de escritor aficionado sorprendió a todos los que me conocían. A pesar de que hablaba de mis escritos con verdadera modestia, más de uno me pidió que le permitiese leer las cuartillas terminadas. Carmen fue quien más insistió, pero me escudé en la inseguridad y los prejuicios para justificar mi negativa. Siguiendo las instrucciones de Zachary, comuniqué a todo el mundo que había mandado un manuscrito terminado a una editorial, y sólo quince días después llevé unas botellas de vino al ministerio para festejar la respuesta del editor, a quien había gustado tanto mi novela que había comprado los derechos para publicarla, no sólo en España, sino también en Italia, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. Carmen estaba radiante: su novio no sólo era un héroe de guerra bendecido con el don de lenguas, sino que además se había convertido en escritor. – Te vas a hacer famoso -decía-. Como Carmen de Icaza o Marcial Lafuente. Qué pena que te haya dado por historias de crímenes, con lo que a mí me gustan las novelas de amor… Por cierto, ¿cómo se llama lo que has escrito? – No hace falta que te diga que el título de marras y todos los detalles sobre mi supuesta actividad literaria me habían sido proporcionados por Zachary West. La editorial que iba a publicar mis novelas se llamaba Tinta Roja, y en contra de lo que pensé en un momento, existía de verdad. Se trataba de una antigua firma al borde de la quiebra, a quien la Organización había contratado una edición discreta para esta y otras novelas mías. A cambio de una cantidad que suponía respetable, se habían comprometido a imprimir la novela en rústica y a colocarla en algunas librerías madrileñas. En Inglaterra, Italia, Francia y Estados Unidos las tiradas iban a ser simbólicas y ni siquiera las haría una editorial, sino alguna imprenta especialmente contratada para sacar a la calle medio centenar de volúmenes que pudiesen servir de coartada a mi presencia en aquellos países. – Eso sí, el editor se ha empeñado en ponerme un nombre inglés, porque los autores anglosajones son muy apreciados y dice que así venderé mucho más. -Se lo estaba explicando a la familia de Carmen, tíos y primos incluidos, en el transcurso de un almuerzo dominical-. Las novelas van a ir firmadas por Nathaniel Prytchard. – Sí que es una lástima -decía Carmen-. Si ponen otro nombre en los libros, nadie se va a creer que los hayas escrito tú… – Pues a mí me parece bien, para qué nos vamos a engañar -aseguraba Orenes-. Eso de escribir novelas no es muy serio… dicho sea con todos los respetos, Rendón… pero usted es un oficial condecorado por el Generalísimo, tiene un puesto de responsabilidad… en fin… – Yo pienso lo mismo. La verdad, nunca pensé que esas historietas que escribo pudieran interesar a alguien, pero ya ve. – Vale usted mucho, Silvio. -No sé por qué, la madre de Carmen estaba encantada con mi nueva actividad-. Y, diga lo que diga Salvador, a mí lo de la literatura me parece muy bonito y nada impropio de un militar. Te estarás preguntando quién escribía por mí aquella y todas las otras novelas que fueron publicándose a lo largo de los años y que supusieron el mejor salvoconducto para moverme fuera de las fronteras españolas. Lo cierto es que no supe nunca el nombre de mi «negro». Cuando insistí delante de Zachary West en conocer la identidad del autor de aquellas historias, se negó a revelármelo. Me puse bastante pesado, pero no valió de nada. Me aclaró que era alguien a sueldo de la Organización y que estaba generosamente remunerado. Eso sí lo di por cierto, pues mi trabajo allí se pagaba muy bien. Mientras, los sobres de papel de estraza que recibía por las labores de intérprete en la Operación Puertas Abiertas se acumulaban ya en otro cajón de mi cómoda. Cuando me di cuenta de que era una estupidez tener guardado tanto dinero, y como seguía negándome a gastarlo, empecé a entregar mis honorarios a Zachary West como donativo para la Organización, formándose así una curiosa corriente de entrada y salida de billetes. Acababa de publicarse – Elijah está destrozado. Deseaba tanto ese hijo… Estoy arreglando las cosas para volar a Nueva York y pasar unos días con ellos. – Iré contigo. -Lo dije sin pensarlo, pues ni siquiera sabía si me darían permiso-. ¿Te ocupas tú de los pasajes? Habían pasado más de dos años desde mi primer viaje, pero estaba seguro de que en el ministerio iban a ponerme problemas para hacer otro desplazamiento largo. Decidí no arriesgarme y pedir la ayuda de Orenes, pues revocar una negativa siempre es más complicado que preparar las cosas para obtener un sí. Llamé a la puerta de su despacho a primera hora de la mañana, cuando aún no había demasiada gente en el ministerio. – Señor, ¿puedo hablar con usted un momento? – Claro, Rendón. ¿Pasa algo malo? Tiene usted cara de no haber pegado ojo. ¿Algún problema con mi hija? Ella no me ha dicho nada. – No, no, no es eso. Carmen está bien. Se trata de mí. Tengo que pedirle que me ayude a obtener permiso para viajar a Estados Unidos dentro de unos días. – ¿Otra vez? Mire, Rendón, no le voy a ocultar que esas idas y venidas no me gustan nada, y no van a favorecer la opinión que de usted se tiene por aquí. Hace sólo dos años que viajó a América, y ahora me dice que tiene que volver… ¿qué negocios se trae usted en Estados Unidos? Porque no creo que se trate de otro compromiso social… Salvador Orenes había tenido la reacción que esperaba. – Comprendo lo que dice, señor, pero tengo un motivo para solicitar su colaboración. Voy a contarle algo… Sólo le pido que no diga nada de esto a Carmen ni a su esposa… – Tiene mi palabra. Me está usted asustando. – Se trata de mi hermano, Efraín. Vive en América desde hace unos meses. Es un chico un poco… bueno, un poco irresponsable. La oveja negra de la familia, ya sabe a qué me refiero. Mis padres están muy preocupados por él. Me he enterado de que piensa casarse con una chica que no le conviene en absoluto. Una americana protestante de padres divorciados, que tiene un hijo de un matrimonio anterior. – Virgen Santa… – Puede imaginarse cómo reaccionaría mi madre si llegara a celebrarse esa boda. La pobre ya está delicada de salud, y esto la llevaría a la tumba. Por eso quiero ir a Norteamérica. Mi hermano es un botarate, pero no un mal muchacho. A lo mejor, si hablo con él, consigo abrirle los ojos. Comprenderá que es un viaje penoso, pero… – No me diga más, Rendón. Está todo justificado. Déjeme a mí los detalles, y usted preocúpese sólo de lo que le espera allí. -Movió la cabeza en un ademán de compasión infinita-. Menudo trago. Menudo trago, hijo. Zachary West y yo partimos seis días después. Hicimos la preceptiva escala en Lisboa, y luego un vuelo nocturno bastante tranquilo. Zachary dormía pacíficamente a mi lado, pero yo no tenía sueño. Pensaba en el dolor de Elijah y Mary Jo y en qué posibilidades habría de brindarles consuelo. Y también pensaba en Hannah. Estuve a punto de enviarle un telegrama para avisarla de mi llegada, pero cambié de idea. Ella y los West estaban en contacto, y de todas formas ni siquiera estaba seguro de que pudiera trasladarse desde Baltimore para encontrarse conmigo… Me moría de ganas de verla, pero por otro lado quizá no fuese una buena idea el promover un encuentro entre ambos. Ya me había dolido bastante decirle adiós la última vez. En cuanto a Efraín ni siquiera sabía si estaba en Nueva York. Según su última carta, fechada tres meses atrás, iba a iniciar un viaje por el país para preparar una colección de fotos sobre estaciones de ferrocarril. A pesar de todo, le había mandado un telegrama a su apartamento de Manhattan informándole de mi visita. Aquella vez no había en el aeropuerto nadie para recibirnos, así que Zachary y yo alquilamos un coche con chófer que nos llevó a casa de Elijah. Un criado nos abrió la puerta. – Los señores duermen todavía… – No les despierte. ¿Pueden servirnos un café? Zachary y yo estábamos disfrutando de un generoso desayuno cuando Elijah entró en la habitación. Acababa de levantarse y llevaba un batín mal anudado y el pelo revuelto. – Cuánto me alegro de que hayas venido… Elijah y yo nos abrazamos. Me di cuenta de que mi amigo se agarraba a mí no con la franca camaradería de los buenos tiempos sino con la desesperación de un náufrago. Fui consciente de la carga de pesadumbre que llevaba por dentro, y también de que era la primera vez en la vida que el destino ponía a prueba al siempre afortunado Elijah West. Mary Jo llegó algo después, ya vestida y peinada. La encontré hermosa y triste, mucho más delgada, con las huellas de la pena en un rostro que había perdido su aire aniñado. La desdicha nos hace madurar, nos vuelve adultos en cuestión de horas. A pesar de todo, la esposa de Elijah me recibió con el afecto que se reserva a un hermano -pues, como bien había dicho ella, eso éramos su marido y yo- y me agradeció, con los ojos llenos de lágrimas, el que hubiese hecho un viaje tan largo para estar a su lado en un momento difícil. – Bueno, bueno, ya está bien de dramas. -Zachary besó en la frente a su nuera-. Mary Jo, sigues siendo preciosa, pero te estás quedando en los huesos. Siéntate y desayuna. Y tú, Elijah. Ahora que estamos todos juntos, Silvio, ponles al corriente de las novedades. – ¿Novedades? En tus cartas no me has contado nada demasiado emocionante. – Ya sabes cómo es Silvio: no le gusta hablar de sí mismo. Pero acaban de publicar en España una novela suya, y el libro saldrá también en Estados Unidos. – ¡Pero bueno…! – Las cosas no son exactamente como las cuenta tu padre… Entre risas, Zachary explicó a Mary Jo y a Elijah las circunstancias en las que se había producido mi ingreso en la república de las Letras. Los dos celebraron ruidosamente la ocurrencia de la Organización. – Así que harán de ti un escritor de renombre internacional. Es estupendo. Ahora podrás moverte a tus anchas… – Bueno, no tanto. Pero será menos sospechoso el que pida licencia para viajar. Esta vez tuve que inventarme una historia para que mi suegro me arreglase los papeles en el ministerio. – ¿Tu suegro? Así que lo de esa chica, Carmen, empieza a ir en serio. Zachary bajó los ojos en un gesto que no le era habitual. Supuse que nunca había hablado a Elijah de los detalles que rodeaban mi noviazgo. – Más o menos… lo cierto es que ya tengo una edad y que debería ir pensando en sentar la cabeza. A Mary Jo le brillaban los ojos. – Ay, Silvio, eso sí que es una buena noticia. Cuando te cases, iremos a España a la boda. ¿Verdad, Elijah? Cuánto me alegro por ti… ya verás qué cara pone tu hermano cuando lo sepa… porque ¡él también va a casarse! – Mary Jo… le prometimos no decir nada. ¡Era una sorpresa! – ¿Casarse? Pero ¿con quién?, ¿cuándo? – Ni una palabra más. Mi querida esposa ya ha sido suficientemente indiscreta, y Efraín quiere contártelo personalmente. Ahora está en Filadelfia, pero volverá antes de que regreséis a España y te dará todos los detalles. Se puso loco de contento al saber que venías. Aquella semana en Nueva York fue mucho más tranquila que la que precedió a la boda de Elijah y Mary Jo. Si la otra vez mis amigos estaban permanentemente agobiados con preparativos y compromisos sociales, esta vez pudieron dedicarse sólo a mí. Ellos, Zachary y yo dimos largos paseos por las calles neoyorquinas y los bosques de Central Park, asistimos a un par de estrenos de teatro y visitamos museos y galerías de arte. Los padres de Mary Jo nos recibieron en su casa de Sutton Place y dieron en nuestro honor una cena a la que también asistieron los consabidos parientes Connors que vivían en Connecticut, Boston y Rhode Island. En aquella reunión, nadie trató a Mary Jo con un especial afecto, ni le prodigaron los mimos que merece una mujer que acaba de perder a un hijo. Hubiera jurado que aquellas personas no acababan de lamentar la muerte del bebé West. Después de todo, la idea de que un mulato llevase la sangre de los Connors era demasiado incluso para los miembros más progresistas de la familia. Dos días más tarde, Mary Jo se empeñó en que fuese de compras para Carmen. – La ropa y los complementos son aquí muchísimo más baratos que en Europa… iré contigo para ayudarte. Además, me hacen descuento en algunas tiendas. Estuve a punto de hacerme el remolón, pero entonces recordé el viejo abrigo negro de Carmen y la pobreza de sus vestidos heredados y aquello me decidió. Hasta la fecha no le había hecho demasiados regalos, y no debía desperdiciar la oportunidad de ser asesorado en mis compras por una elegante neoyorquina. Fue una jornada muy divertida. La esposa de mi amigo y yo -Elijah y Zachary prefirieron, con buen criterio, quedarse en casa- recorrimos la planta de señoras de los almacenes Macy's y una docena de tiendas de los alrededores de la Quinta Avenida. Allí, dejándome guiar por el gusto de Mary Jo, compré para Carmen un traje de noche, un abrigo, blusas, faldas y dos vestidos de diario. Elegimos también tres sombreros con los bolsos y los guantes haciendo juego, y si no me llevé también zapatos fue porque no tenía la menor idea del número que calzaba mi novia. En la última tienda Mary Jo seleccionó una preciosa estola de piel que pidió que cargaran a su cuenta. – Llévasela de mi parte, ¿lo harás? Ay, Silvio, estoy tan contenta por ti… debe de ser una chica estupenda… y me daba miedo que te quedases solo. Elijah te quiere mucho, y yo también… y nada nos hace más ilusión que el saber que tendrás pronto tu propia familia, aunque vivamos tan lejos unos de otros. Creo que pocas veces en mi vida fui tan consciente del cariño que me profesaba una persona. Miré a aquella joven preciosa, a aquella madre frustrada que se había sobrepuesto al desencanto para hacerme compañía durante unos días, y vi en ella a una mujer valiente y fuerte, que no sólo había desafiado los atavismos de su clase casándose con un hombre de color, sino que además era capaz de apreciar a las personas que formaban el círculo inmediato de su marido. Eso debe de ser el amor, pensé, y sentí por mí mismo algo parecido a la lástima. Como aquella vez con Zachary, tuve la tentación de abrir mi alma a Mary Jo y explicarle que estaba dispuesto a casarme con una mujer a la que no amaba mientras estaba enamorado de otra. Fue una suerte que el sentido común refrenase mi lengua, pues sólo Dios sabe qué hubiese ocurrido de haber hecho semejante confesión. En ese momento, infeliz de mí, pensé que quizá ella y los otros podían sospechar algo acerca de mis sentimientos por Hannah, pues ni siquiera habían pronunciado su nombre en la semana que yo llevaba en Nueva York, y la única vez que me atreví a preguntar por ella me respondieron con evasivas, como si llevasen meses sin noticias suyas. Aquella noche, Elijah y yo salimos a cenar solos. Zachary tenía un compromiso anterior, y Mary Jo pretextó estar agotada después de la tarde de compras, aunque yo sabía que sólo quería proporcionarnos un poco de privacidad a su marido y a mí. A diferencia de otras noches en que Elijah había reservado mesa en caros restaurantes de la parte alta de la ciudad, en aquella ocasión buscamos refugio en una casa de comidas del barrio italiano, donde no corríamos el peligro de encontrarnos con ningún conocido de los West que pretendiese unirse a nosotros. Cenamos una ensalada de queso y unos enormes platos de pasta con albóndigas, y hablamos de épocas pasadas, que es algo que suelen hacer los viejos amigos. Nos habían traído una botella de un vino tinto áspero y no demasiado bueno, y cuando la acabamos, Elijah pidió otra frasca, de la que se sirvió generosamente. Se me hizo raro, porque normalmente bebía bastante poco, pero no dije nada y tendí mi vaso para que volviese a llenarlo. Al acabar el postre, nos sirvieron una copa de aguardiente de limón. – Bueno, Silvio… Zachary dice que eres el mejor agente doble que ha conocido en toda su dilatada trayectoria como espía. – Tu padre exagera. – No, qué va. Me lo ha contado todo. Decenas y decenas de nazis atrapados antes de cruzar la frontera gracias a tu labor como topo… por no hablar de todos los alemanes que tienen perfectamente controlados en Madrid. Eres un fenómeno, sí, señor… y estoy muy orgulloso de ti. Elijah me palmeaba el brazo con torpeza. Empezaba a revolver la lengua al hablar, así que me dije que era el momento de iniciar la retirada y levanté la mano para pedir la cuenta. – ¡No tengas tanta prisa! Hace dos años que no te veo y nadie sabe cuánto tiempo pasará hasta que vuelvas de visita. – Mary Jo dice que vendréis a mi boda. – Mary Jo no se entera de nada. ¿Qué crees que dirían los amigos de los nazis si viesen entrar en la iglesia a un cochino negro como yo? ¿Qué diría el padre de Carmen? ¿Iban a seguir tragándose el cuento del joven fascista que adora a los alemanes? Zachary me lo ha explicado bien: si me ven contigo, empezarán a sospechar. Y no podemos permitir eso, ¿verdad? Hay que seguir trabajando para hacer justicia, para acabar con los asesinos de judíos inocentes. Claro que es una distribución de tareas un poco rara: ellos se dejan exterminar, y luego mi padre y tú dedicáis media vida a buscar venganza. Qué reparto tan poco equitativo. – Sí, sobre todo porque me temo que fueron los judíos los que se llevaron la peor parte. ¿Ya no te acuerdas de Ithzak? – Cómo olvidarlo. El pobre Sezsmann, que quería ser director de orquesta, y acabó muerto en la cantera de Mauthausen. Me extrañó el tono empleado por Elijah: era como si su amargura naciese del rencor. Como si, en el fondo, considerase que Ithzak merecía lo que le había pasado. – ¿Por qué lo dices así? Elijah encendió un cigarrillo. – No lo sé. O sí. Es difícil de explicar. He pensado en eso muchas veces… – ¿En lo que le ocurrió a Ithzak? – Más bien en lo que les ocurrió a los judíos polacos. Los nazis los llevaron al matadero como a un rebaño de ovejitas bien educadas. Les dijeron: ¡todos al gueto!, y allí se fueron uno detrás de otro. Luego empezaron a liquidarlos, y ellos se resignaron a su suerte. De vez en cuando, los metían en vagones de carga y empezaba el viaje a los campos de exterminio. Y los judíos, tan dóciles ellos, se apretujaban en aquellos trenes, bajaban en orden y se dejaban marcar como animales antes de ponerse a trabajar como esclavos… – No sé a dónde quieres llegar. – ¿Sabes cuántos judíos había en Varsovia cuando se produjo la invasión? ¿No? Yo te lo diré. Cuatrocientos mil. Te dejo eliminar del grupo a los niños, a las mujeres, a los ancianos y a los enfermos, y aún nos quedan cien mil personas que hubiesen podido desafiar a los nazis o al menos vender caro el pellejo. Pero claro, el pueblo elegido debía de estar esperando un milagro. Que bajase del cielo un rayo vengador para acabar con Hitler, por ejemplo. Y entretanto se dejaron hacinar en un barrio miserable para ser diezmados o conducidos a campos de concentración. En ese aspecto, tengo que reconocer que nuestro Ithzak demostró tener al menos un poco de sentido común. – Elijah, nunca supimos lo que pasó con él… – Oh, vamos, Silvio, no te hagas el tonto. Mientras los suyos permitían que los nazis les pasaran por encima, él espabiló lo suficiente como para salvarse de la quema. No digo que aceptar favores de la Gestapo sea algo de lo que uno puede estar orgulloso… pero en la guerra vale todo ¿a que sí? Poner la otra mejilla o sobornar al enemigo… partiendo del deshonor, cada uno puede elegir lo que más le convenga. Hice una seña a la patrona que se acercaba otra vez con la botella de aguardiente, y la mujer volvió sobre sus pasos. Elijah seguía hablando, pero no se dirigía a nadie en particular. – Eso sí, el pobre Ithzak ni siquiera fue capaz de rematar la jugada. A veces me pregunto por qué le atraparon. Quizá se le acabó el dinero de su padre y sus protectores le dejaron abandonado a su suerte. Quizá se equivocó al orientarse y acabó llamando por voluntad propia a las puertas del campo. ¿Te imaginas? «Toc, toc, toc.» «¿Quién va?» «Soy un pobre músico judío que se ha perdido y busca un lugar para pasar la noche.» Aquella burla me dolió. – Elijah, ya es suficiente. – Pero ¿qué te pasa? Reconoce que es gracioso… – He dicho que ya está bien. Vámonos a casa. Pagué la cuenta y Elijah abandonó el local sin mí. Iba tambaleándose. Nunca había visto a mi amigo en semejante estado: el graduado de Harvard, el inquilino de Park Avenue, el esposo de una descendiente de colonos, víctima de una melopea y diciendo aquellas cosas tan crueles… me dije que no se le podía tener en cuenta. Elijah estaba pasando por una etapa difícil, por la primera etapa realmente difícil de toda su vida. Cuando salí a la calle, mi amigo estaba vomitando protegido por las sombras de un callejón lleno de gatos que rebuscaban en los restos de comida. Me acerqué y le sujeté la cabeza durante el resto de la vomitona. – ¿Mejor? – Yo qué sé… – Espera aquí. El restaurante aún no había cerrado, y la dueña me dio un paño húmedo y un vaso de agua. Se lo llevé a Elijah, que acababa de sentarse en un escalón mugriento. – Límpiate, anda. Se te ha ido la mano con el vino. Y mira que era malo. Me acomodé a su lado y así estuvimos un buen rato, Elijah restregándose el trapo por el cuello y por la frente, yo callado y esperando no sé a qué. En el callejón, los gatos seguían hurgando en los cubos de basura. Pasó una mujer pintarrajeada que a punto estuvo de dirigirse a nosotros, pero cambió de opinión y siguió su camino, pasó un niño corriendo, pasaron dos borrachos felices cantando – Elijah, deberíamos volver a casa. Es tarde. – Dame cinco minutos, ¿de acuerdo? Mi amigo hundió la cabeza en el paño húmedo. – Zachary me lo ha contado todo. Lo de tu novia. Llevas tres años con ella para poder ayudar a la Organización, y ahora vas a casarte. ¿Qué será lo siguiente, Silvio? ¿Qué más estás dispuesto a hacer por ellos? ¿Te ofrecerás para ejecutar a algún nazi? – No digas tonterías. En cuanto a Carmen… no estoy enamorado de ella, pero la quiero mucho y creo que será feliz conmigo. – ¿Y tú? ¿Tú vas a ser feliz? Cuando me casé con Mary Jo, deseé que encontrases a alguien que te hiciese sentir como yo me sentía. Es lo que uno quiere para sus hermanos, ¿no? Tengo pocos amigos. Ningún amigo de verdad, si quieres que sea sincero. Vivo en un mundo de blancos, y en el fondo sigo siendo el negrito adoptado por el señor Zachary West. Creo que tú y Mary Jo sois las únicas personas que nunca han pensado en el color de mi piel. – Te olvidas de Ithzak. Me pareció que reflexionaba unos segundos antes de seguir hablando. – ¿Es por él, Silvio? ¿Es por él que has renunciado a casarte con alguien a quien quieres, que llevas años arriesgando tu vida como infiltrado de la Organización? ¿Que te rodeas a diario de simpatizantes nazis, que tu círculo habitual está formado por fascistas? Me quedé callado buscando una buena respuesta. – Es por muchas cosas, Elijah -dije al fin-, pero, sobre todo, lo hago porque me parece justo. Porque creo que es lo que tengo que hacer, y porque se lo debo a mucha gente. – Eso no es verdad. No le debes nada a nadie. – Cuestión de opiniones. -Le palmeé el brazo-. Venga, Elijah, volvamos a casa. Aquí huele que apesta. Le ayudé a levantarse y caminamos un buen rato en silencio. – Siento haberte hablado así. -La voz de Elijah sonaba pequeña y distinta. – Ya lo sé. – No le cuentes nada a Zachary. Ya nos hemos peleado esta tarde… le dije que estaba abusando de tu buena fe. – Olvídalo. Mira, ahí hay un taxi. No pareces tan borracho como para que no quiera llevarnos. Elijah pasó el día siguiente disfrutando las consecuencias de una fastuosa resaca, entre vasos de zumo de tomate y cafés bien cargados. – Pues más vale que te repongas para esta noche. -Mary Jo parecía divertida-. Porque tenemos invitados. – ¡Por el amor de Dios! ¿No puedes anularlo? La cabeza me va a estallar. – Pues tómate otra aspirina. Además, se trata de Efraín. – ¿Mi hermano está aquí? – Llegó anoche de Filadelfia. Te llamó a casa, pero ya os habíais marchado, así que le dije que viniese hoy a cenar. No veía a Efraín desde las pasadas Navidades. Me había escrito una vez contándome su proyecto para fotografiar estaciones, pero no había vuelto a tener noticias suyas. Y ahora iba a casarse. ¿Quién sería ella? ¿Una americana rica como Mary Jo? No, mi hermano era demasiado bohemio como para buscarse a una afortunada heredera. Le imaginaba con una chica como él, alguien amante de la vida desordenada y las aventuras, capaz de seguirle en su peregrinaje por el mundo para captar la mejor instantánea. Intenté que Mary Jo me contase algo de mi futura cuñada, pero no tuve mucho éxito con mis pesquisas. – Ya he dicho mucho más de lo que debía. Esta noche podrás preguntar a Efraín todo lo que quieras, pero entretanto ten la bondad de no interrogarme. Mary Jo disfrutó organizando una cena suntuosa. A pesar de su diplomatura en Vassar y su mentalidad abierta, la sangre de los Connors corría por las venas de aquella muchacha, que parecía encantada de ejercer de anfitriona. Hizo poner la mesa con la mantelería de Holanda y la vajilla inglesa que una de sus tías le había enviado como regalo de bodas, mandó limpiar la cubertería de plata y dispuso las copas de Bohemia que reservaban para las grandes ocasiones. – No deberías molestarte tanto por Efraín. Es un pobre fotógrafo que ha pasado media vida vagabundeando por ahí con los zapatos rotos y la camisa sucia. – No seas pesado, Silvio. ¿Sabes si le gustan las ostras? – Supongo que habrá comido cosas peores durante la guerra. Vaya, espero que se acuerde de afeitarse o a la dama de Park Avenue le dará un infarto cuando lo vea entrar cubierto de pelos. – Deja de incordiar y alcánzame los candelabros. Hace ya muchos años de aquella tarde, pero la recuerdo con un cariño especial. Mientras ayudaba a Mary Jo a elegir los platos de la cena y la veía preparando las flores para el centro de la mesa, me invadía la amable sensación de estar protegido por la calidez del hogar de mis amigos: allí estaba yo, participando en los preparativos de una agradable reunión de camaradas, lanzando puyas cariñosas a la esposa de Elijah, que seguía suplicando que no hiciésemos ruido entre las brumas de su dolor de cabeza. En ese momento me di cuenta de que nunca podría reproducir en mi hogar una escena parecida: iba a casarme con una mujer a la que jamás podría hablar de la naturaleza de las personas a las que quería, que en efecto no estaba preparada para recibir en su círculo a un hombre de color, ni para saber que uno de mis mejores amigos había sido asesinado por los nazis a los que su padre escondía de la justicia. A pesar del efecto que en él había ejercido el alcohol, el discurso de Elijah no estaba falto de sentido: mi entorno vital, ahora y en el futuro, estaría integrado por hombres a los que despreciaba: germanófilos prepotentes y otros adeptos al régimen que doblaban el espinazo en las recepciones de El Pardo. Hasta entonces no lo había pensado, pero mi trabajo en la Organización me impedía también contar con un verdadero grupo de amigos. Mary Jo había citado a Efraín a las ocho en punto. – Has puesto seis cubiertos en la mesa… – Lo sé. Para nosotros tres, para Zachary, para Efraín… y para su novia. – ¿De verdad va a traerla? El timbre de la casa sonó en ese momento. Mary Jo y Elijah se miraron divertidos, como pendientes los dos de mi reacción. La puerta de la sala tardó sólo unos segundos en abrirse para dar paso a mi hermano, que venía acompañado de su prometida. Nada más verla sentí que el suelo acababa de abrirse bajo mis pies. Era Hannah Bilak. Cuando sonó el teléfono supe que era Elena. Pasaba de las doce de la noche y nadie me llama tan tarde excepto ella, que vive a seis horas de distancia y acababa de llegar a casa después de trabajar. – Hola… Ni siquiera me devolvió el saludo. Cuando está indignada, Elena se olvida incluso de sus exquisitos modales oxonianos. – Adivina lo que acaba de ocurrir. La mujer de Sergio le ha plantado. Conocí a Sergio, el hermano de Elena, en los tiempos de Oxford. Estudiaba en Londres y de vez en cuando venía a pasar con nosotras un fin de semana, o éramos Elena y yo quienes le visitábamos en la ciudad y él aceptaba romper por unas horas su bárbara disciplina de estudio para acompañarnos al teatro o a comer Elena adora a su hermano. Siempre han tenido una relación extraña, marcada por el cariño ilimitado y el constante choque de dos caracteres que en nada se parecen, y aderezada por la ancestral rivalidad fraterna. Pasaron la mitad de su juventud peleándose a muerte, y reconciliándose la otra mitad. Sólo al llegar a la edad adulta decidieron de común acuerdo dejar de lado sus constantes ordalías para aprender a ser amigos. Sergio trabaja en Roma para la FAO. Se casó en Italia hace cinco años. Aquella boda fue una sorpresa: ni siquiera Elena sabía que tuviese intención de casarse, y por eso cuando su hermano llamó diciendo que había celebrado una boda civil sin invitados en el ayuntamiento de Ostia, se agarró un enfado monumental y declaró odio eterno a Giovanna, la esposa, afirmando que aquella italiana manipuladora había sido la armadanzas de todo. Elena aseguraba que Sergio nunca hubiese hecho una cosa así, «casarse en secreto, en un ayuntamiento de pueblo, como si fuese un adolescente o una puñetera estrella de Hollywood». Yo no dije nada, pero pensé que en el fondo Elena no tenía ni idea de lo que hubiese o no hubiese hecho su hermano. ¿Qué sabemos, en realidad, de las personas que amamos? ¿Conocemos a aquellos que nos quieren hasta el punto de ser capaces de anticipar sus reacciones? Yo no lo creo. En cualquier caso, hace cinco años, Sergio se casó inesperadamente en la casa consistorial de un pueblecito del Lazio, y todo el mundo fingió sorprenderse porque eso era lo que había que hacer, y culparon a la recién llegada a la familia de tamaño despropósito, porque siempre es más cómodo convertir a un extraño en el chivo expiatorio. Ahora, según me estaba contando Elena, la mujer de Sergio había vuelto a dar la campanada abandonando a su marido. – Se ha largado y le ha dejado a los críos. A la niña y a los dos de ella, la muy fresca. – Bueno, será algo temporal… – No, qué va. Mi ex cuñada le ha explicado a Sergio que Guido y Lucca estarán mejor con él. Que va emprender un nuevo camino, y que los chicos serían un obstáculo. Dice que se casó muy joven la primera vez, que tuvo hijos demasiado pronto y que ahora se da cuenta de que le hace falta espacio. Me quedé pensando un momento en esa expresión, «me hace falta espacio». Es relativamente nueva. Hasta bien entrados los noventa, para argumentar una ruptura hablábamos de libertad a secas. Ahora reclamamos espacio, y yo me pregunto ¿cuánto espacio hace falta exactamente y para qué? ¿Qué cantidad de espacio necesita la mujer de Sergio, que se ha marchado de casa dejando tras de sí a una cría pequeña (Giovaninna no debe de tener más de tres años) y a dos adolescentes fruto de su anterior matrimonio que vivían con ella y con Sergio? Supongo que lo bueno de irse sola es que, a partir de ahora, se conformará con un espacio mucho más pequeño, y que será Sergio el que tenga que compartir su espacio con una niña sin madre y dos muchachos que ni siquiera son hijos suyos. No puedo creer que en el camino hacia su nueva vida, Giovanna -a quien no he visto nunca, pero imagino alta, morena y hermosa como Carla Bruni o Mónica Bellucci- haya dejado atrás a sus dos chicos, eludiendo toda responsabilidad sobre ellos con el absurdo argumento de que estarán mejor con otra persona y cargándose de razón al explicar que en su nuevo periplo los muchachos sólo serían una carga. Me pregunto si todas las mujeres son plenamente conscientes del significado último de la maternidad. Tengo amigas que reconocen sin disimulo que sus hijos se han convertido en un verdadero estorbo para sus carreras profesionales e incluso para su vida social. «Dile a un tío al que acabas de conocer que tienes dos niños de otra pareja y ya verás lo que tarda en salir por pies.» Ya. Pero ¿eso no lo sabían cuando decidieron ser madres? ¿O es que, una vez hecho realidad el deseo que apuntala para siempre la condición femenina, los hijos dejan de ser un objetivo vital para convertirse en un puro y simple estorbo? Recuerdo a alguien para quien trabajé una vez, una mujer de cuarenta y pocos años que se había convertido voluntariamente en madre soltera. Estaba harta de su empresa, de su ex pareja, de su existencia en general, y una tarde, tras desgranar ante mí la interminable lista de miserias que conformaban su día a día -mucho trabajo, poco sueldo, noches solitarias, una niña a la que criar, etc., etc.- me dijo, sin bajar la voz: «Yo, si no fuese por ésta, me iría a Australia». «Ésta», que dibujaba a nuestro lado un paisaje de casitas y montañas ocultando la puesta de sol, se volvió y nos miró con un aire interrogante de infinita tristeza. Tenía siete años y su madre la había tenido porque sí, porque no le daba la gana de perderse la experiencia de la maternidad, porque pensó que se avecinaba el climaterio y quería sentirse realizada y completa. Después de nacer la niña, no tardó ni tres meses en darse cuenta de que los críos no son sólo una etapa a cubrir, sino que vienen con todo el lote de problemas, enfermedades e incordios que uno pueda imaginarse. «Me iría a Australia derechita», decía. Supongo que a buscar algo de espacio, como la mujer de Sergio. – Giovanna no me gustó nunca, ya lo sabes. -Elena seguía a lo suyo-. No me gustó ni un pelo. Pero esto es demasiado incluso para ella. Darse el bote así y cargar a Sergio con la renacuaja y con dos chavales que no son sus hijos… – ¿Y el padre de los niños? – Ésa es otra. No le ven desde hace años. Creo que se ha casado con una rubia de tetas grandes, o puede que sea morena, y ha tenido tres hijos con ella. A los de Gio ni siquiera les pasa una pensión, así que no creo que esté dispuesto a llevárselos a su casa con la tetona y los mocosos. De modo que mi hermano se ha quedado con Giovaninna y los dos cafres, que por cierto van camino de convertirse en delincuentes juveniles. Yo a Sergio se lo he dicho muy claro: si Giovanna quiere irse, me parece perfecto. Pero que se lleve todas sus cosas, empezando por sus hijos. ¿Qué pasa si un día les ocurre algo grave? Porque, con el historial de esas dos prendas, cualquier cosa es posible, que los detenga la policía o que asalten un furgón blindado cuando se les acabe la paga. No sabes cómo son. A su lado, el hijo de Peter es un verdadero angelito, y aún así, si Peter se largase dejándomelo en casa, no tardaba ni una hora en ponérselo en el felpudo de su nueva residencia, no te jode la del espacio. A mí me iba a decir esa gilipollez. Pues si te has casado joven y te has puesto a parir hijos antes de los veinticinco, ahora te comes el marrón. No sabía muy bien qué decir, porque además no podía evitar que la situación me pareciese ligeramente cómica, como sacada de una función de revista. – Siento que lo estés pasando mal. Si necesitas algo… – Necesito un cerebro nuevo para el imbécil de mi hermano y unas vacaciones para mí. Las últimas dos semanas han sido demenciales. Peter está de un humor de perros. Mi jefe la tiene tomada conmigo y me está dando más trabajo del que puedo sacar adelante. Y ahora que mi padre está mejor, él y mi madre vuelven a tener broncas a diario. De hecho, ella sólo deja de hacerle la vida imposible cuando le apetece pelear conmigo. A veces tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no estrangularla. Calculé unos segundos de silencio para dar más consistencia a mi siguiente frase: – Bueno, ojalá yo pudiese pelearme con mi madre aunque sólo fuese durante cinco minutos. A través del hilo pude escuchar cómo Elena se daba una palmada en la frente. – Perdona, Ceci, soy una burra. Pero es que no sabes cómo estoy, y encima me llama Sergio para contarme sus desdichas. -Su tono había cambiado-. Mi hermano puede ser muy listo y muy trabajador, pero se ahoga en un vaso de agua. Yo le he dicho que tiene que reaccionar, empezando por obligar a Giovanna a encargarse al menos de sus dos hijos. Si ella no se los lleva, que avise a Asuntos Sociales y que los metan en un orfanato, en un correccional o en una cárcel para delincuentes precoces. Pero Sergio dice que esos arrapiezos le dan pena. – Hombre… – Ni hombre ni mujer. A mí me da pena él. Me gustaría ir a Roma para verle, pero de momento no me puedo mover del trabajo. Ojalá mi jefe me tocase el culo. A él le echarían y a mí me darían una baja psicológica. Esta vez me reí sin disimulo. – Oye -la voz de Elena me permitió adivinar que mi amiga había tenido algún ataque de inspiración-: ¿por qué no vas tú a visitar a Sergio? – ¿Yo? – Me dijiste que estabas tomándote un descanso en lo de los dibujos, ¿no? Bueno, pues te invito a pasar cuatro días en Roma. Tengo un montón de puntos de vuelo acumulados para comprar el billete, y Peter es muy amigo de un tío que tiene hoteles por toda Italia, así que te reservaremos una habitación en algún sitio bonito. No digo que te quedes en casa de Sergio porque entonces no serían unas vacaciones, sino una pesadilla, pero puede hacerte de guía por la ciudad y así se distrae. – Eres muy amable… pero no creo que a Sergio le haga ninguna falta mi presencia en Roma. Lleva años viviendo allí, y supongo que habrá hecho amigos. – ¿Amigos? Bueno, si quieres llamar así a toda esa colección de estirados que le ha presentado Giovanna, allá tú. Pero hazme caso si te digo que mi hermano no se ha relacionado con nadie normal desde que se casó con la zorra del espacio. El nombre me pareció perfecto para titular un cómic porno de estética futurista, pero no era el momento de pensar en dibujos para un «manga». – Elena, no estoy segura de que sea una buena idea. – Ya, pero es que tú no conoces a mi hermano. Le vendrá muy bien charlar con alguien que tenga más de dos dedos de frente, aunque sólo sea para variar. En cuanto a ti, creo que unas vacaciones te sentarían fenomenal. Y no te estoy pidiendo que te pases el día pegada a Sergio. Bastará con que quedes con él un par de veces, un almuerzo, un café… El resto del tiempo puedes hacer lo que te apetezca. Hay una exposición de dibujos de Leonardo en la galería Borghese… – No sé, Elena… – Nada, que no le des más vueltas porque es una idea estupenda. Voy a buscarte los billetes de avión. – Es que… Pero mi amiga ya había cortado. Colgué el teléfono algo aturdida. Así que Elena estaba dispuesta a enviarme a Roma para cuidar de su pobre hermano abandonado… después de todo ¿por qué no? Regresar a una ciudad en la que se ha sido feliz es como volver a ver a un viejo amigo. En mi caso, iba a hacer ambas cosas. Había estado en Roma tres veces: una con un grupo de compañeros en la época de la universidad -alojamiento cutre lejos del centro, menú de bocadillo en mitad de la calle, ropa zarrapastrosa y cómoda-; otra cuando me dieron un premio por las ilustraciones de un libro -hotel de cinco estrellas, comidas y cenas por todo lo alto pagadas por los editores italianos, trajes de chaqueta y tacones-; y otra con Miguel, en una preciosa Cuando mi ruptura con Miguel estaba reciente, me autolesionaba pensando en todas las ciudades que habíamos visitado juntos y a las que, pensaba entonces, yo ya no podría volver. Quedaban, pues, descartados para futuros viajes lugares como Roma, Florencia, Venecia, Londres, Lisboa, la costa Dálmata, París, Budapest, la cordillera del Atlas y el valle del Loira. Afortunadamente, el ataque de cursilería nostálgica me duró más bien poco, y una noche, después de volver de casa de Silvio, me dije que Miguel me había arrebatado tres años de mi vida fértil, algunas aventuras amorosas que hubiesen podido ser interesantes y una buena parte de mi autoconfianza, así que no iba a permitir que me privase también del regreso a ciudades que eran tan suyas como mías. A pesar de ello, desde que terminamos -habían pasado ya cinco meses- no había vuelto a emprender ningún viaje, exceptuando la visita a Frankfurt por motivos de trabajo y la estancia navideña en Galicia, que no se parecían en absoluto a lo que yo llamaría unas vacaciones. Elena me estaba sirviendo en bandeja tres o cuatro días en Roma. No es algo a lo que uno pueda decir que no. En cuanto a volver a ver a Sergio, ese asunto era harina de otro costal. «Tú no conoces a mi hermano», había dicho Elena. Pues resulta que sí le conocía. De hecho, a veces pensaba que mucho mejor que ella. Él y yo habíamos tenido una aventura. Nadie lo supo, ni siquiera la propia Elena. Sucedió hace ocho años. Ella acababa de trasladarse a Nueva York, y Sergio había venido a Madrid a pasar tres meses haciendo un curso de no sé qué antes de incorporarse a su nuevo destino en la FAO. Elena, tan amiga de meterse en la vida de todo el mundo, insistió en que teníamos que vernos. Creo que a Sergio no le apetecía demasiado, y puedo asegurar que a mí tampoco. En aquella época estaba bastante mal de dinero y había reducido mi vida social al mínimo indispensable. Vivía en un pequeño apartamento de alquiler, me pasaba el día dibujando -aceptaba cualquier trabajo que pudiese proporcionarme algún ingreso- y sólo salía de casa para comprar coca cola El día que Sergio telefoneó, me quedaban sólo seis mil pesetas en el banco. Me propuso ir a cenar y le dije que no: seguramente pensaba en invitarme, pero la sola idea de no poder hacer frente a mi parte de la cuenta si decidía que pagásemos a medias me hubiese hecho morir de vergüenza. – Podemos tomar un café a eso de las once. Me pareció que se lo pensaba. – Muy bien. Un café, entonces. ¿En el Central? Dije que sí justo antes de caer en la cuenta que los viernes por la noche actuaba un grupo de jazz y había un recargo de trescientas pesetas en cada bebida. Lo malo de tener poco dinero es que siempre hay que estar haciendo cuentas miserables de ese tipo. Pero ya no había vuelta atrás, y maldiciendo mi suerte y mis escasos reflejos -que de haber actuado a tiempo me hubiesen permitido proponer un lugar alternativo donde la consumición mínima no supusiese una notable parte de mi presupuesto para los próximos días- colgué el teléfono y me enfrasqué en lo que estaba haciendo, unos dibujos horribles para ilustrar el catálogo de ofertas de un supermercado. Dejé de trabajar a las diez menos cuarto. Cené un par de yogures y un sándwich. Luego me arreglé para salir. Recuerdo que no sabía qué ponerme. No me gustaba nada de lo que había en mi armario, pues hacía meses que no podía comprarme ropa nueva, ni siquiera en las rebajas. Ganaba lo justo para pagar los gastos del apartamento, así que malamente podía emplear lo que no tenía en ir a la moda. Me puse unos pantalones vaqueros, unas bailarinas que me pareció que daban el pego y una chaqueta negra. Aquella noche hacía frío, pero no quería que Sergio me viese con el único abrigo que tenía, una reliquia de hacía tres temporadas, visiblemente pasada de moda, a la que habían salido brillos por todas partes. Antes de tomar el autobús, metí mil pesetas en la cartera. Era todo lo que tenía para gastar esa noche, y me prometí a mí misma que me marcharía a casa en cuanto el billete verde se me terminase. Había sido una pena no elegir para nuestra cita una cervecería de Moncloa, donde en 1999, mil pesetas daban para pagar varias rondas, pero el mal ya estaba hecho. Cuando llegué al Central, la banda de jazz aún no había empezado a tocar. Sergio parecía llevar allí un buen rato, pues había un par de tazas vacías delante de él. Entré muerta de frío, temblando en mi chaqueta negra insuficiente para el invierno de Madrid, y él se puso de pie cuando vio que me acercaba. – Cecilia… cuánto tiempo… – Hola. ¿Llego tarde? – No, no, me he adelantado yo. ¿Qué quieres tomar? Pedí un té con leche para quitarme la tiritona. Sergio se tomó otro. Llevábamos dos años sin vernos, desde su estancia en Oxford. Nos pusimos al día, aunque yo no tenía tantas cosas que contar como él, que había ampliado sus estudios con varios cursos especializados y acababa de aceptar un puesto en la sede de la FAO. Parecía satisfecho y feliz. El clásico ejemplo de un ganador amable y agradecido con su suerte, que cuenta las cosas como son, sin darse un lustre excesivo ni adornarse con una falsa modestia. Pensé que hacía dos años Sergio no era así. Le recordaba como un muchacho inseguro, parapetado detrás de aquellas gafas de concha, siempre asustado ante la perspectiva de los exámenes eliminatorios de la London School of Economics, siempre preocupado, como si sobre su cabeza pendiese eternamente la espada de Damocles de un fracaso que sólo él era capaz de presentir. Los demás -Elena, sus amigos, yo misma- veíamos en Sergio a un futuro triunfador, a un profesional exitoso que iba a alcanzar la cumbre fuese cual fuese la meta propuesta. Mientras, él seguía temblando la víspera de los exámenes, y teniendo pesadillas sin sentido que hablaban de expulsiones, becas retiradas y masters que no le permitían terminar. Todo aquello había quedado atrás. Frente a mí estaba el Sergio que todos habíamos adivinado, el Sergio que esperábamos y del que sólo él mismo había dudado en otro tiempo. Ahora, encauzada ya su vida, se había transformado en una persona igual pero mejor, libre ya del aura de inseguridad que le rodeaba y que acababa por resultar levemente incómoda. Llevaba un jersey de suave cachemira encima de una camisa de rayas y el pelo perfectamente cortado. En el respaldo de su silla se espachurraba un bonito chaquetón de cuero. Tenía unas manos fuertes, de uñas cortas y pulidas. A su lado, me sentí desaliñada y vulgar, e instintivamente coloqué los pies muy juntos debajo de la mesa para que mis bailarinas desgastadas no contrastasen demasiado con los zapatos de Sergio, que eran nuevos y brillaban como espejos. A pesar de encontrarme en una situación de clara inferioridad, me gustaba estar allí, con él, escuchándole hablar de sus planes para el futuro inmediato. Me contó que se trasladaría a Roma en cuanto terminase el curso que estaba haciendo. Había alquilado un pequeño apartamento en el Trastévere -no sé por qué me gustó tanto aquella frase, «un pequeño apartamento en el Trastévere»- y se había propuesto explorar la ciudad hasta sus últimas piedras. El tiempo pasó muy deprisa. Pedimos otra ronda -con la que se agotaba mi presupuesto- y, bordeando las doce y media de la noche, como una cenicienta sui géneris, expliqué que tenía que marcharme. – ¿Tan pronto? -Sergio parecía decepcionado-. Pensé que podíamos tomar una copa en alguna parte. Yo deseaba lo mismo. De hecho, de camino al lugar de la cita, había pensado en todos los sitios que me gustaría visitar con Sergio, todos los lugares de moda que conocía sólo por referencias o bien había visitado en otras épocas de bonanza económica, cuando no tenía que hacer números para tomar un café fuera de casa. – Lo siento. Es que tengo que terminar unos dibujos y aún me queda mucho que hacer. – Pues… bueno, no pasa nada. ¿Comemos mañana? Mi sentido común se desplazó, dolorosamente, hacia la cuenta de ahorros donde ya sólo quedaban cinco mil pesetas, y balbuceé una excusa que no recuerdo para justificar mi negativa. Sergio, incapaz de adivinar las oscuras razones que hubiesen explicado una resistencia tan poco cortés, no volvió a insistir. Pidió la cuenta y se hizo cargo de ella a pesar de mis protestas. Al salir, para que no se preocupase al verme marchar caminado, paré un taxi al que hice detener un par de manzanas más allá, para acabar el trayecto hasta mi casa en un autobús nocturno. Al entrar en mi diminuto apartamento, con las ventanas que cerraban mal y perpetuamente agitado por una extraña selección de ruidos, me sentí la protagonista de alguna historia de pobreza y escasez concebida por Charles Dickens, y supongo que hasta invoqué al espíritu de las Navidades pasadas, presentes o futuras, pues sólo una intervención sobrenatural podía servirme de ayuda. Sin embargo, aquella vez, los dioses se apiadaron de mí. A la mañana siguiente se me ocurrió comprobar mis cuentas en el banco, más que nada para cerciorarme de que no había llegado ningún recibo capaz de desbaratar por completo mi ya maltrecha economía. Para mi sorpresa, el saldo a mi favor era de doscientas setenta y siete mil pesetas. Entré en la sucursal, preparada para enterarme de que había habido algún un error. Pero era yo quien se equivocaba. Acababa de recibir el pago de unas ilustraciones entregadas once meses atrás y cuyo cobro, después de mucha insistencia ante el cliente, había dado definitivamente por perdido. Me había olvidado de aquel dinero y de pronto, como un milagro, la pasta estaba ahí como para darme una oportunidad. Sin pensarlo dos veces, retiré treinta mil pesetas de la cuenta y llamé a Sergio a su hotel desde una cabina. Habían retrasado la entrega de los dibujos, le dije. Si todavía quería comer conmigo, tenía tiempo para encontrarme con él. Dije que pasaría a buscarle por su hotel a las dos en punto. Mientras, con el dinero caliente en el bolsillo, fui a una tienda Zara y me compré un abrigo de la nueva colección que me costó catorce mil pesetas, y un jersey negro de cuello de cisne por el que pagué otras cuatro mil. Consciente del dispendio, entré en una peluquería del barrio y pedí que me cortaran las puntas de la melena, que llevaba meses creciendo a su aire. Cuando salí de mi casa en dirección al hotel de Sergio, enfundada en mi jersey, protegida por mi abrigo nuevo del frío de Madrid, me sentía una mujer muy distinta a la pobre chica que había dejado plantado a Sergio la noche anterior. Él se dio cuenta nada más llegar. Supongo que por eso me besó en la boca ante la atención indiscreta del personal de recepción. Aquel beso, largo y aplazado, fue sólo el principio de una temporada feliz. Sergio y yo no volvimos a separarnos en las siete semanas que duró su estancia en Madrid. Dormí en su hotel casi todas las noches, hasta que las miradas de reprobación de los conserjes se volvieron comprensivas, y luego cómplices y hasta cariñosas. No conté a nadie lo que estaba pasando entre nosotros dos. Sabía que era imposible iniciar con él una relación más o menos estable (los noviazgos a distancia no son mi fuerte), así que acepté con gusto la ambigua condición de amante. Tal como estaba previsto, Sergio dejó Madrid a mediados de diciembre para tomar posesión de su puesto en Roma. La víspera de su marcha él y yo cenamos en un restaurante indio que nos gustaba a ambos, y ninguno de los dos habló de la inminencia de la despedida ni tuvo el mal gusto de preguntar al otro ¿qué va a pasar ahora? Demasiado bien sabíamos los dos lo que iba a pasar. Nos despedimos a la mañana siguiente, en la misma puerta de su hotel, cuando estaba a punto de tomar el taxi que le llevaría al aeropuerto y a la siguiente etapa de su vida. Hacia una etapa definitiva en la que yo no tenía sitio, ni pretendía tenerlo. Nunca le conté a nadie lo que había pasado entre Sergio y yo, mucho menos a Elena. Creo que de haber tenido noticias de nuestra aventura, mi amiga se hubiese sentido herida, y seguramente también algo desplazada. Su hermano y yo éramos entonces las personas a las que más quería en el mundo, y ambos habíamos establecido entre nosotros una nueva intimidad a la que Elena nunca podría tener acceso. Así que guardamos silencio. En realidad, sólo hubo una persona que estuvo un poco al tanto de lo ocurrido. Fue mi madre. Dos días después de la marcha de Sergio, mi padre tuvo que venir a Madrid por algo relacionado con su trabajo, y mi madre le acompañó. Llevaba casi tres meses sin verles, y en cuanto aparecí por el vestíbulo de su hotel, pude notar que mi madre se había dado cuenta de que algo me había ocurrido durante todo aquel tiempo: yo misma era consciente de caminar como flotando en una nube -los restos fehacientes de un enamoramiento fugaz- y de llevar en la cara las huellas de los amores imposibles: la mirada distraída, el gesto esquivo, la sonrisa triste y ausente porque va dirigida a alguien que no está. Por lo demás, me sentía irritable e incómoda en todas partes, y llevaba conmigo unos irrefrenables deseos de salir corriendo, como un niño que debe guardar un secreto y no soporta la presencia de quienes supuestamente pretenden hacerle hablar. Recuerdo que mi madre me miró de una forma muy particular, y aunque en su gesto había también un compromiso de silencio -ella no hubiera preguntado nunca delante de mi padre «¿qué demonios te pasa?», como sí hubiera hecho él de haber reparado en mi metamorfosis- supe que estaba necesitando saber algo más sobre lo que me había sucedido en las últimas semanas. Recuerdo que me entró una especie de pavor absurdo ante la perspectiva de quedarme a solas con ella. Le presencia de mi padre se me antojó entonces como un parapeto que podía protegerme, pero llegó el momento en que él tuvo que marcharse a sus reuniones y nos dejó a mi madre y a mí sentadas ante la mesa de una cafetería inhóspita -la primera que encontramos al principio de la Gran Vía – donde olía a fritanga y había sospechosas manchas de cualquier cosa sobre las mesas de formica azul. Ella me miró en silencio, y yo, después de rehuir unos segundos aquella expresión que tan bien conocía, me eché a llorar. Mi madre no dijo nada. Despachó al camarero pidiendo dos cafés -que en realidad no nos apetecían a ninguna de las dos-y luego me dejó llorar hasta que, entre hipidos, le conté por encima -y sin ahondar en detalles ni dar nombres concretos- las razones últimas de mi estado de ánimo: alguien había llegado, había estado, se había ido para no volver nunca más. Ella escuchó en silencio y luego me acarició la cara. – Son cosas que pasan -dijo al fin-. Cosas que pasan, y ya está. No lo pienses más, Cecilia. Dentro de un año ni siquiera te acordarás, así que es mejor que empieces a olvidarlo ahora mismo. El camarero trajo los cafés -ácidos y aguados, como hechos con la borra de otros- y nos fuimos sin tomarlos. Pasamos la tarde sin hacer referencia a nuestra breve conversación, mirando escaparates, probándonos ropa que no teníamos intención de comprar, buscando gangas inexistentes en la sección de oportunidades de El Corte Inglés y hojeando volúmenes de cuentos ilustrados en la Casa del Libro y en la FNAC. Cuando mi padre llegó al hotel, ya por la noche, yo había perdido parte de mi expresión ausente y mi sensación de incomodidad. Como mi madre había aconsejado, si tenía que olvidar lo ocurrido era preferible comenzar a hacerlo de inmediato. En estos últimos años no sólo no había vuelto a ver a Sergio, sino que ni siquiera había pensado en él. Elena, ignorante de lo acontecido entre los dos, me sugirió que le llamase cuando viajé a Roma a recoger el Premio. Quizá lo hubiese hecho de haber tenido tiempo, pero el caso es que hasta mi último minuto estaba ocupado. Después, aquella vez que Miguel y yo fuimos juntos a la ciudad para pasar allí un fin de semana, habría tenido muy poco sentido concertar una cita con Sergio, a pesar de que Miguel -a quien le encanta conocer a personas instaladas en las ciudades que visita, creyendo que ellos pueden entregarle la llave maestra para toda una selección de lugares misteriosos que no vienen en las guías- me sugirió que le telefonease: «¿No vive en Roma el hermano de Elena? ¿Por qué no quedas con él?» Le dije la verdad: que no me apetecía. No quise explicarle por qué, y supongo que lo achacó a mi intención de monopolizarle durante todo el fin de semana. Lo cierto es que no tenía el menor interés en encontrarme con mi antiguo amante quien, dicho sea de paso, no había tenido la deferencia de llamarme ni de mandarme un miserable correo electrónico en los seis años que habían transcurrido desde nuestro último encuentro en la puerta de un hotel de Madrid. Ahora, ocho años después, las cosas habían cambiado tanto que recordaba como un espejismo la aventura entre Sergio y yo. A veces me costaba trabajo reconocer como propia aquella historia, que se me antojaba redonda y bien rematada, como sacada de una novela o de una película romántica de los años cincuenta. Unas horas después de haber hablado conmigo, Elena me envió por correo electrónico un localizador de vuelo, la dirección de un hotel cerca de la plaza de San Ignazio y la copia del correo electrónico que había enviado a Sergio: «Sergio, mi amiga Cecilia va a pasar en Roma tres o cuatro días. Su madre murió hace unos meses y acaba de romper con su novio, así que necesita unas vacaciones y te sugiero que te preocupes un poco de ella. No sé si hace falta que te recuerde que Cecilia lleva un montón de tiempo yendo a hacer compañía al abuelo una vez por semana mientras tú y yo nos lavamos las manos como Poncio Pilatos, aunque yo, al menos, estoy cuidando de papá y mamá, que tú ni de eso tienes que preocuparte, y ya hablaremos del asunto la próxima vez pero que sepas que lo de las Navidades me sentó como un tiro y a mamá ni te cuento. Ya sé que tienes problemas, pero no eres la única persona del mundo que lo pasa mal. Así que deja de mirarte el ombligo y haz el favor de atender a Cecilia y procurar que lo pase bien durante su estancia en Roma o cuando vuelvas a verme tendré tantas cosas que echarte en cara que será mejor que esperemos al cambio de siglo para encontrarnos.» Qué agradable. Es decir, que para mi antiguo amante yo era una pobre huérfana traumatizada por una ruptura a la que -bajo amenazas- había que entretener y rescatar del pozo de la depresión. Envié un correo a Elena pegado al de Sergio: «Creí que era tu hermano el que tenía que distraerse:)» Y ella me contestó: «Ya, pero es que Sergio es más tontaina que tú y no quiere aceptar la ayuda de nadie, por eso es mejor que crea que el favor lo hace él. Por cierto, Peter te ha cogido asiento de primera clase y el hotel está que te cagas, así que no te quejes»:):):) Sonreí al leer el correo. Por mucho colegio privado, mucha universidad elitista y mucho rango de consorte de un médico para millonadas del Upper East Side, Elena seguía conservando notables ramalazos barriobajeros. Imprimí el código de vuelo y los datos del hotel, llamé a Silvio para informarle de mi viaje por si necesitaba localizarme y no lo conseguía y, dos días después, tomaba un vuelo rumbo a Roma. Entré la última en el avión: embarcar cuando ya se han encendido los motores es uno de los placeres que se reservan a los que viajan en primera clase. En esa zona, los pasajeros suelen mirarse entre sí con un aire de familiar complicidad, como si se supiesen uncidos por un destino común que les separa de los otros, la desdichada grey de la clase turista, donde yo había realizado la práctica totalidad de mis viajes. Allí había aprendido a distinguir a los viajeros frecuentes de los turistas accidentales; éstos viajan con mucho equipaje -repartido en varias bolsas que evitan facturar, pues no se fían del sistema de las compañías aéreas- y comprueban media docena de veces que han apagado el teléfono móvil. Mientras aquéllos se mueven por los aeropuertos con una elegante languidez, incluso cuando tienen prisa, los viajeros ocasionales siempre parecen abrumados por las circunstancias y el ambiente, por el cambio de puertas, por las pantallas que anuncian las salidas de los vuelos, por las colas frente al En otoño, el aire de Roma huele bien, a una mezcla de castañas asadas y piedra húmeda. Eso fue lo primero que pensé al salir de la estación Términi. Igual que en mi primer viaje a Roma -ya se sabe, presupuesto limitado, bocadillos, etc.-, había elegido el tren para llegar a la ciudad desde el aeropuerto de Fiumiccino, prescindiendo de los delirantes taxis romanos, con sus conductores irresponsables corroídos por la impaciencia y las malas maneras. Así que, al bajar del avión, mis afortunados acompañantes en la zona de privilegio de la primera clase se sorprendieron al verme enfilar la salida que me unía al colectivo menos agraciado que tenía que llegar a la ciudad haciendo uso del transporte público. Me hubiese gustado explicarles que entrar en Roma por la estación Términi es como llegar a Venecia en el Como me había advertido Elena, mi hotel en Roma era cualquier cosa menos un motivo de queja: el Albergo della Pace estaba situado en un callejuela cercana a la plaza barroca de San Ignacio, y contaba con un diminuto patio romano que daba a las habitaciones interiores la tranquilidad de una abadía. La ventana de mi cuarto parecía haber sido abierta en mitad de la hiedra rojiza que trepaba por las paredes, y a las horas en punto escuchaba, como llegado de muy lejos y tamizado por la piedra, el sonido de las campanas de una iglesia. No vi a Sergio hasta la noche. Dediqué mis primeras horas en Roma a caminar por la ciudad que tan bien conocía, buscando adrede algunos rincones para mí cargados de sentido: un pequeño café donde Miguel me había besado, la diminuta tienda de ultramarinos en la que había comprado pasta de colores y tomates secos, una Sergio me llamó al móvil cuando caminaba de regreso al hotel. Confieso que, por unos segundos, pensé en la posibilidad de no responder y prolongar así un poco más el placer de la soledad. Pero me pudo mi sentido del deber: Elena me había enviado a Roma en primera clase para hacer compañía a su hermano, no para que me solazara en mi independencia. – ¿Cecilia? Qué raro se me hizo escuchar aquella voz que fue familiar durante un corto espacio de tiempo, y qué raro también apreciar en ella nuevos matices aportados por el paso de unos cuantos años y muchas cosas vividas. – Sí… – Soy Sergio. ¿Hace mucho que has llegado? Escucha, ahora estoy en una reunión, pero si te parece puedo recogerte en el hotel a las nueve para ir a cenar. – Muy bien. – Hasta entonces. Aquella conversación apremiante me hizo sentir un poco molesta. Tuve la sensación de que -como yo había previsto- mi llegada a Roma no constituía un aliciente para Sergio, sino más bien un completo incordio. Él tendría su vida, sus amigos, su rutina, sus rituales diarios, y ahora quien fuera mi amante estaría convencido de que había llegado a Roma para desbaratar sus planes. ¿Por qué pensé que, en efecto, podía precisar distracción o apoyo y, más aún, que era yo la persona adecuada para proporcionárselos? La culpa, desde luego, era de Elena, que estaba empeñada en que su hermano necesitaba de un ángel de la guarda o una señorita de compañía… pero, al fin y al cabo, yo me había dejado arrastrar por el empecinamiento de mi amiga, así que tampoco era del todo inocente. No debería haber venido, pensé, y se me encogió el corazón. Pero en ese momento me di cuenta de que en el cielo de Roma el atardecer había dejado un singular color violeta rasgado por nubes blanquísimas en forma de jirones que ocultaban sólo a medias los últimos rayos de sol de un precioso atardecer invernal. Estaba parada frente a una pizzería callejera de la que se escapaba un olor familiar a mozzarella derretida y salsa de tomate, y podía escuchar el rumor de una modesta fuente de piedra: la boca de un fauno derramaba un chorro de agua sobre una concha cubierta de limo. ¿Qué más quieres?, me dije. Definitivamente, había hecho bien en emprender aquel viaje. Mi error -o el error de Elena- había sido involucrar a Sergio en una mínima parte de la aventura. Decidí que aquella noche vería a Sergio por primera y única vez durante mi estancia en Roma. Sería bueno para mí, pues en los días siguientes podría disfrutar por completo de la libertad conquistada, y aún mejor para él, que quedaría libre de la obligación de ejercer de hermanita de la caridad. Volví al hotel, puse bastante esmero en arreglarme -por si acaso Sergio se estaba temiendo que iba a recoger a una solterona desmañada con gafas de culo de vaso y granos en las aletas de la nariz- y luego me tomé un Bellini en el pequeño bar que había junto a la recepción. No sé por qué pedí un Bellini, pero me pareció más apropiado al escenario que un mojito o un whisky sour. Sonreí al pensar que, al menos desde lejos, debía emitir una pasable imagen de sofisticación, con mi abrigo nuevo, los zapatos italianos y sorbiendo, displicente, el cóctel que me acababan de servir. Debería encender un cigarrillo, me dije, si no fuera porque llevo cinco años sin fumar y bastante me costó dejar el vicio como para caer en él sólo para completar una estampa de cine negro: la rubia que bebe y fuma en soledad esperando la llegada de un tipo que sabe que no le conviene. – Hola, Cecilia. Caramba, te hubiera reconocido en cualquier parte; estás igual… Al girarme derramé la copa de Bellini. Ninguna heroína cinematográfica hubiese sido tan torpe, pensé mientras saludaba a Sergio y me daba cuenta que el tiempo le había tratado bastante bien. La vida diplomática había servido para multiplicar su aire de hombre de mundo, y la otra vida -la que está hecha de victorias y decepciones, de heridas que hacemos o que nos hacen- se había limitado a encanecerle un poco el cabello y colocar estratégicamente algunas arrugas alrededor de los ojos grises. – Tú tampoco has cambiado mucho, que digamos. ¿Cómo estás? – Bien… oye, antes de nada, siento lo de tu madre… y mil gracias por ocuparte del abuelo. – No hay por qué darlas. Es un tipo encantador. – ¿Nos vamos? He hecho una reserva en un restaurante que está por aquí cerca. ¿Te gusta la casquería? Por mi cabeza pasaron, en un segundo, una docena de imágenes repugnantes de platos de riñones, tripas fritas, guisos de rabo de vaca y toda esa colección de horrores que constituyen uno de los motivos de orgullo de la cocina del Lazio. – No mucho, la verdad. – Pues no te preocupes, porque donde vamos no sirven nada de eso… El restaurante estaba abarrotado. Un montón de camareros salían y entraban de las cocinas cargados con bandejas atestadas de platos de pasta y enormes pizzas de masa delgada como el papel de fumar. Había un grupo de músicos que interpretaba Aquella noche, en contra de lo que yo esperaba -y de lo que Elena hubiese deseado-, Sergio no me habló de sus problemas familiares, ni del quebranto doméstico que le había supuesto el repentino abandono de su esposa. No mencionó a los dos hijos de ella, ni a la pequeña Giovaninna, ni lamentó su suerte delante de mí, ni me hizo partícipe de sus preocupaciones de aquellos días. Para mi sorpresa, se pasó toda la cena haciéndome preguntas acerca de mi madre, sobre su carácter, sobre sus reacciones ante determinados acontecimientos. Quiso saber cómo se vestía, qué música le gustaba, incluso cuáles eran sus platos favoritos. Él, que no se llevaba demasiado bien con su madre, parecía sentir una particular curiosidad acerca de la relación que yo mantenía con la mía. – La verdad, no entiendo cómo podíais congeniar tanto. Mi madre y yo sólo hablamos media docena de veces al año, y casi siempre me cuesta encontrar algo que contarle. – Bueno… con mi madre fue sencillo. Era inteligente, y conciliadora… y esencialmente buena. Le gustaba la gente. En realidad, le gustaba casi todo. No resulta sencillo pelearse con alguien así. Y además era muy simpática y tenía una risa preciosa. Se reía con toda la cara. Con la boca. Con los ojos. Incluso con la nariz. No sé, a lo mejor entre mujeres las cosas son más fáciles… – De eso nada. Mi madre y Elena no pueden estar juntas más de cinco minutos sin empezar a pelearse. Me das mucha envidia. Para mí, mi madre es una extraña. – Pero está viva -dije, y Sergio sonrió con mi perogrullada. Luego pareció concentrarse en su – Cecilia… a ver cómo te lo explico… Tuve una madre histérica, incapaz de entenderme y a la que disgustaba cada cosa que hacía. Siempre me cuestionó, nunca consideró que tuviese algún motivo para estar orgullosa de mí. No importaba lo que yo hiciese, porque ella siempre quería algo más, o algo distinto. Hubo un tiempo en que pensaba que era culpa mía, que no era capaz de hacer las cosas a su gusto. Luego entendí que lo que ocurría entre mi madre y yo no tiene nada que ver conmigo. Carmina es una mujer egoísta incapaz de preocuparse por nadie que no sea ella misma. Tuvo hijos porque tocaba, porque todas las mujeres de su generación los tenían, y ella no iba a ser menos. Una vez que cubrió la papeleta de parir a la parejita, descubrió que Elena y yo le estorbábamos. No tenía paciencia con nosotros. Cualquier cosa que hiciésemos la sacaba de sus casillas. Siendo un crío, me llevé más cachetes yo solo que todos mis amigos juntos. Cuando me ponía pesado, cuando empezaba a ponerla nerviosa, me daba un coscorrón, y punto. ¿Por qué te crees que empezó a mandarnos a internados a los catorce años? Pues para tenernos delante la menor cantidad de tiempo posible. Fue muy duro darnos cuenta de que nuestra madre pasaba de nosotros como de comer sobras. Luego, ya sabes, te acostumbras y se acabó. Por eso ahora puedo tirarme semanas sin hablar con ella, y hace casi dos años que no la veo. No digo que no la quiera. Es mi madre, y punto. Pero no hay nada más. Ojalá hubiese podido tener, no digo ya durante treinta y cinco años, sino sólo por unos cuantos, una madre como la que tú tuviste. Tuve la impresión de que Sergio había empezado a hablar para sí mismo. – A veces pienso cómo me sentiré cuando muera mi madre. Y ¿sabes qué? Me entra miedo. Miedo a no ser capaz de notar nada distinto dentro de mí. A quedarme tan tranquilo. No supe qué decir. Llevaba toda la vida escuchando a Elena quejarse de su madre, pero pensaba que simplemente se llevaban mal, que sus enfados de aluvión eran sólo producto de desencuentros puntuales, y no de un rencor justamente acumulado durante los años de la niñez. Aquella noche, en la Era casi media noche cuando salimos a la calle. A pesar de que hacía frío, Sergio y yo caminamos hacia el hotel. La puerta del Albergo de la Pace estaba iluminada por un foco que derramaba una cálida luz amarilla, tamizada por la hiedra que crecía en la pared. Tuve que llamar para que me abrieran. – Bueno, Sergio, pues muchas gracias por la cena… me alegro de haberte visto. – ¿Qué vas a hacer mañana? – Hay un par exposiciones que quiero ver. Quizá me acerque a Villa Borghese. – Pues te llamo para comer. Había llegado el momento de relevar al pobre Sergio de sus funciones de buen samaritano. – Escucha… no te preocupes por mí. Ya sé que Elena te ha coaccionado para que me atiendas bien y todo ese rollo. Pero puedo apañármelas sola perfectamente. – ¿Estás loca? Olvídate de mi hermana. No me preocupo por ti. En realidad hace tiempo que he decidido no preocuparme por nadie, pero ésa es otra historia. Mi mujer se ha marchado, lo cual quiere decir que ahora soy una especie de padre soltero de tres críos, dos de los cuales ni siquiera son mis hijos. De la noche a la mañana, mi vida se ha convertido en un desastre. Es por mí por quien me preocupo. Me paso el día dándole vueltas a la cabeza. Quiero poder hablar con alguien que esté al margen de toda esta puta historia. Con alguien que no me diga que, en el fondo, la culpa de que Giovanna se haya marchado la tengo yo. Te llamo a mediodía, ¿de acuerdo? Al día siguiente me levanté muy pronto, como me ocurre siempre que estoy en una cama distinta a la mía. Estaba amaneciendo. Eran las siete y media cuando salí del hotel para disfrutar del cálido espectáculo del despertar de la ciudad. Es un momento hermoso, un fenómeno que se repite todos los días aunque dura demasiado poco. Las calles vuelven a la vida, las tiendas se abren en un alegre estruendo de verjas y cerrojos, se preparan terrazas para los desayunos, se barren las aceras. El silencio de las primeras horas del día multiplica los ruidos. El tráfico es aún medianamente controlable: el atasco empezará en media hora, pero de momento los coches ruedan sin prisa y sin ansia, en la seguridad del que sabe que va a llegar a tiempo. Los puestos ambulantes de comida están cerrados, los quioscos de prensa acaban de abrirse. La luz del sol romano es todavía pálida, y no ha adquirido el tono dorado de las horas centrales del día. No hay turistas en las calles, y eso es casi un milagro en una ciudad como Roma. Por eso es tan importante conquistar esas primeras horas de la jornada: porque pertenecen enteramente a aquellos que viven en la ciudad y de la ciudad. Cuando paso unos días en un sitio que me gusta se apodera de mí una suerte de nostalgia anticipada: empiezo a pensar que quisiera formar parte de este universo compacto, y me molesta la sensación de saberme allí de prestado, de ser una integrante de la masa antipática de turistas que pervierten las ciudades y les hacen perder su espíritu original para acabar convirtiéndolas en una especie de parque temático. Pienso que me gustaría vivir en ese lugar, que quisiera quedarme allí, tener un piso céntrico, comprar una vez a la semana en el mercado, frecuentar un restaurante en concreto donde al entrar los camareros me llamasen por mi nombre. Querría tener un café favorito, un bar de referencia, un puesto de flores donde supiesen que me gustan las gerveras, que el dueño de un quiosco me dejase llevarme la prensa el día que hubiera olvidado la cartera en casa, desearía conocer los callejones que vienen sin nombre en los mapas de la ciudad, de una ciudad que comparo con Madrid y que encuentro más amable, más hermosa, más hospitalaria. Más apta, en una palabra, para hacerme feliz que el lugar en el que vivo, donde apenas quedan vestigios de un pasado mejor, donde se han arrasado palacios y jardines en nombre de la fealdad y el progreso. No fui a Villa Borghese. Comí con Sergio cerca de su despacho, en un bar ruidoso donde nos sirvieron el menú del día junto a una legión de oficinistas que, como mi amigo, disponían de unos escasos cincuenta minutos para comer y regresar al trabajo. Me gustó el lugar: comer allí era una forma de acentuar mi sensación de estar en casa, de eludir la sensación de provisionalidad que acompaña a los turistas. – Ha sido visto y no visto -se disculpaba Sergio-, lo siento, pero se me ha complicado la tarde. Tengo una reunión dentro de diez minutos… – No hay problema. Además, he comido muy bien. – Sí, alcachofas y lasaña recalentada. Esta noche te lo compenso. Te recojo a las ocho y media. El lugar elegido por Sergio era bien distinto a la – Supongo que mi hermana te habrá contado algo. – Bueno… – No, si no me importa. De cualquier forma, todo el mundo sabe ya lo que ha pasado. Mi mujer se ha ido de casa sin previo aviso. No teníamos problemas, no habíamos discutido y, que yo sepa, no habían aparecido terceras personas. Una noche, después de cenar, Giovanna se sentó conmigo en el salón y me dijo que estaba harta. Harta de no tener un minuto libre en todo el día, harta de los chicos, harta de la casa y harta de mí. Que llevaba mucho tiempo sin ser feliz, que acababa de cumplir los cuarenta y uno y que no se resignaba a pasar el resto de su vida aburriéndose soberanamente. Me soltó que tenía derecho a empezar de nuevo. Luego se fue a la habitación, recogió sus cosas y se marchó. – ¿A dónde? – A un apartamento amueblado que sólo tiene un dormitorio y cuesta 1.400 euros al mes. – Caray. Así da gusto. – Los niños se han quedado conmigo. Al principio, Giovannina lloraba todas las noches porque echaba de menos a su madre, pero la cosa duró poco. Ahora está más tranquila. No comprendo nada, pero los críos son así. En cuanto a Guido y a Lucca… en fin, la cosa es complicada. No son hijos míos, así que imagina lo que es lidiar a diario con dos adolescentes que cada dos por tres te sueltan aquello de «tú no eres mi padre». El panorama era tal y como Elena me lo había descrito: terrible. Pensé muy bien qué debía decir a continuación, pues no sabía qué era lo que Sergio esperaba de mí: palabras de aliento, consejos, quizá una bronca que le obligase a reaccionar… – ¿Qué dice Giovanna? – Que necesita tiempo. Pero me temo que se va a tomar las cosas con calma. Ha alquilado el apartamento para todo el año. -Sergio me miró-: ¿Qué te parece a ti? – Yo qué sé, Sergio. Es que todas estas cosas me quedan tan lejos… un matrimonio, tres hijos… no me cabe en la cabeza que una madre pueda marcharse como lo ha hecho tu mujer, pero me temo que no entiendo mucho de esas cosas. – ¿Y tú? ¿Por qué no tienes hijos? Vaya por Dios. Así que había volado hasta Roma para escuchar la misma pregunta que podía hacerme cualquiera sin necesidad de salir de mi barrio. Pensé en dar a Sergio una respuesta convencional, pero en el fondo es mucho más cómodo decir la verdad. – Porque el tipo con el que pensaba tenerlos se rajó después de estar tres años conmigo mareando la perdiz. Ahora era Sergio el que no sabía qué decir. – Bueno, aún puedes… Le detuve con un gesto. – Ya lo sé. Y, por favor, no me hables de esa italiana que tuvo trillizos a los cincuenta y tres. Nos reímos los dos. Me pareció que Sergio estaba de mejor humor, y durante el resto de la cena no volvió a mencionar su condición de marido abandonado, ni yo hablé de mi frustración maternal. – Tienes suerte de vivir en Roma. – ¿Tú crees? – ¿Estás de broma? Cualquiera se moriría por instalarse aquí. Es como vivir en un museo. Y el tiempo es tan bueno… por no hablar de la vida en la calle, y de la comida… Sergio se encogió de hombros. – Pues múdate. No, no me mires así, estoy hablando en serio. Elena me dijo que seguías trabajando como ilustradora, y eso es algo que se puede hacer en cualquier parte del mundo. Conozco gente en un par de editoriales italianas, podría conseguirte buenos contactos. – No hablo el idioma… – Te pedirán que hagas dibujos, no que les des conversación. Y, de todas formas, en Roma uno puede entenderse usando el español y las manos. Un amigo mío va a dejar su apartamento durante un año, se va a dar clase a Georgetown todo el curso que viene. No piensa alquilarlo a menos que encuentre a alguien de confianza. Sería perfecto para ti. Está junto a la Academia de España. «Un pequeño apartamento en el Trastévere.» El corazón empezó a latirme con fuerza pensando en Roma, en la vida de Roma, en las calles romanas, las iglesias, los museos, las terrazas, los mercados. – Puedes alquilar tu casa de Madrid y viajar a España una vez al mes para conservar a tus clientes. -Sergio seguía trazando sus planes para mí-. Considéralo como algo temporal. Una especie de paréntesis… no tienes por qué quedarte en Roma para toda la vida, pero unos meses aquí pueden ser una buena experiencia. Piénsatelo. O mejor, no te lo pienses mucho y hazlo. Las mejores cosas surgen así. Aquella noche, después de que Sergio me dejase en el hotel, hice algo un poco raro: esperar a que se marchase y salir otra vez. Era más de medianoche, y las calles romanas estaban desiertas. Hacía frío y el aire del Tíber dejaba mucha humedad en el ambiente. Estuve paseando sola durante un rato, pensando en que aquella ciudad ahora inmóvil, iluminada sólo a medias por la luz desvaída de unas cuantas farolas, podía acabar siendo el escenario de una nueva parte de mi vida. Sergio tenía razón: ¿qué me impedía hacer un alto en el camino? Si Giovanna, que tenía unos cuantos años más que yo, un marido y tres hijos, estaba dispuesta a empezar de nuevo, ¿por qué yo no? Podría estudiar italiano. Hablo inglés malamente -lo justo para entenderme sin problemas con los editores extranjeros, los Apenas dormí aquella noche. Escuché dar las horas en el campanario de la iglesia, y aunque el tañido parecía llegar de muy lejos, fui capaz de identificar cada campanada marcando las dos, las tres, las cuatro de la madrugada. ¿Iban a ser las campanas de Roma la música de fondo de mi próxima vida? ¿Estaba de verdad dispuesta a levantar el campo para instalarme en la ciudad de los césares? Y si era así ¿por qué iba a hacerlo? ¿Qué quería encontrar allí? No eran, desde luego, las tiendas lujuriosas de Vía Condotti, las terrazas de Piazza Navona, las piedras milenarias del Coliseo ni las esculturas de Bernini. Aquella noche, en mi habitación del Albergo de la Pace, me di cuenta de que trasladarme a Roma era intentar recobrar aquella oportunidad perdida hace ocho años, cuando me despedí de Sergio en la puerta de un hotel madrileño después de pasar juntos siete semanas felices que fueron como un paréntesis en las vidas de ambos. Y entonces, sentándome en la cama, me di cuenta de que ésa era la misma palabra que había utilizado Sergio para referirse a mi estancia en Italia: «considéralo una especie de paréntesis». Eso era todo lo que podía ofrecerme. Una tregua en la vida. Un interregno. Unos puntos suspensivos en la Ciudad Eterna. Dieron las cinco en el campanario cercano. Me di cuenta de hasta qué punto puedo ser estúpida, y en ese mismo momento me quedé dormida. – Llego tarde, lo siento. Sergio y yo nos habíamos citado en el mismo restaurante del día anterior, y yo llevaba un buen rato atracándome de palitos de pan. – He hablado con Nicola. – ¿Con quién? – Con mi amigo, el del apartamento. El que se va a Washington. Dice que puede fijar un alquiler simbólico, para cubrir los gastos de mantenimiento… El camarero nos trajo el menú del día y yo fingí estudiarlo detenidamente al tiempo que hablaba. – Pero, Sergio, ¿de verdad pensabas que iba a trasladarme a Roma así, de un día para otro y sin venir a cuento? – No sé… ayer te vi decidida. – Ya, bueno, es que lo pintabas tan bien que era difícil resistirse. La verdad es que me encantaría hacer algo así, ya sabes, empezar de cero y todo eso… pero no puedo. Aunque te parezca raro, me gusta Madrid. Y mi casa, a pesar de que está en un barrio complicado. Mi padre y mis hermanos están en España, mis amigos también. Roma es un sitio fantástico… pero siempre puedo venir de visita. Oye, yo voy a pedir alcachofas otra vez. Estaban muy buenas. En Madrid siempre las ponen de bote. Aquella noche, como despedida, Sergio y yo volvimos a salir a cenar. Reservó mesa en un pequeño restaurante en el barrio judío. Pensé que era el tipo de sitio al que hubiese querido que me llevara desde el primer momento: acogedor, tranquilo, con pocas mesas y velas medio gastadas protegidas con una campana de cristal. – He hablado con Gio esta mañana. – ¿Y? – Me ha pedido una moratoria de dos meses para llevarse a Guido y a Lucca. Giovaninna se queda conmigo. – Bueno, es lo mejor, ¿no? Sergio hizo un gesto ambiguo. – ¿Sabes qué es lo malo de cumplir años? Que uno termina por no saber nunca qué es lo mejor. Fue una cena muy agradable. Hablamos de muchas cosas, de la época de Oxford, de sus primeros pasos en Roma, de mi trabajo, de Silvio. – Es un hombre sorprendente. – Me temo que le conoces tú mejor que yo. Hace siglos que no le veo. ¿Sigue bien de aquí? Sergio se tocaba la sien con el dedo índice. – Bastante mejor que tú y que yo. Pero nadie sabe cuánto va a durar eso. No te pierdas a tu abuelo. Ve a verle antes de que ya no podáis deciros nada. Antes de que no esté en condiciones de contarte algunas de las cosas que me ha contado a mí. De postre pedí un tiramisú, como cualquier turista. Mientras tomábamos el pastel me di cuenta de que Sergio me miraba de una forma rara. – ¿Qué pasa? – Hay una cosa que quiero preguntarte… ¿recuerdas aquella vez, en Madrid? Me di cuenta de que me ruborizaba, y eso hizo que me sintiese rematadamente torpe. – Sí, claro… bueno, no sé a qué te refieres en concreto. – Cuando estuvimos tomando café en aquel sitio de la banda de jazz… ¿por qué no quisiste quedarte conmigo después? Recuerdo que prácticamente saliste corriendo. Te metiste en un taxi casi sin despedirte. Pensé que te había molestado alguna cosa y que no volvería a verte… y luego, al día siguiente, me llamaste como si tal cosa… Le sostuve la mirada unos segundos mientras meneaba la cabeza y recordaba, sonriendo, aquella escena en el café Central, que se aparecía en mi imaginación envuelta en el humo de los cigarros y la música de la banda de jazz, como un fotograma de cine negro. – Me fui a casa porque no tenía dinero para pagar una copa. – No me lo puedo creer. – Ya ves. Así de tonta era entonces. Al día siguiente descubrí que me habían hecho un ingreso y, como ya era solvente, te llamé para comer. Y, por cierto, hablando del asunto… déjame que hoy te invite a cenar. Llevas dos días pagando tú. Me marché de Roma al día siguiente. Sergio quiso acompañarme al aeropuerto, pero no le dejé. Aquello le trastocaría la mañana, y además no me gustan ese tipo de despedidas. Aun así, se presentó en el hotel a las ocho y media para desayunar conmigo. Es un buen tipo. Le he deseado suerte con sus cosas y le he prometido volver en alguna ocasión. Roma siempre es un buen sitio al que regresar. Llegué a mi casa de Madrid a las seis de la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse, y me asomé a la ventana para ver los tejados de Lavapiés y recordar los tejados de Roma, que a la luz del último sol son de un rojo encendido, como si estuviesen cubiertos de brasas o de virutas de cobre. En un gesto de traición los comparé con los tejados de Madrid, tan distintos, tan desordenados, tan escasamente poéticos, tan proletarios, tejados ocres, tejados pizarrosos, tejados de azoteas descubiertas, de modestas cúpulas tímidas que avanzan entre las antenas de televisión y a veces entre la ropa tendida, las sábanas al viento, los tejados vulgares de la ciudad en que vivo, los queridos tejados similares que veo apuntar desde mi ventana en Lavapiés, los límites precisos de la ciudad. Aquí están los tejados de Madrid, trepando hacia un cielo lejano que a veces, al atardecer, se vuelve más hermoso que el cielo de Roma. Sé que alguna vez -sobre todo cuando las cosas se pongan difíciles- pensaré en que quizá debí haber aprovechado la oportunidad que tuve: cambiar de ciudad, cambiar de vida, aprender italiano. Pero, hoy por hoy, creo que no necesito ninguna de esas cosas. Mi inglés no es muy bueno, pero me apaño con él. Pasa igual con mi vida: tampoco es perfecta, pero he aprendido a arreglármelas. – ¿Lo ha pasado bien en Roma, señorita Cecilia? – Estupendamente, Lucinda. Por cierto, le he traído una cosa… Dejé en la mesa una caja de bombones peruginos y un cartucho de pastas de almendra. – ¿Para mí? Lucinda se acercó y me dio un abrazo tímido. Al tenerla tan cerca pude comprobar lo menuda que era: apenas un metro y medio que se agarraba a mí temblando como un pajarito. Reconozco que aquel abrazo me supo a triunfo: Lucinda no se hubiese atrevido a hacer semejante cosa la primera vez que llegué a aquella casa, aunque hubiese puesto encima de la mesa el mismísimo cuerno de la abundancia. Entré sola en el salón. Silvio estaba de pie. – Pero ¿qué es esa cháchara con Lucinda? Lleva seis años conmigo, y no había conseguido sacarle más de dos frases seguidas. No sé cómo lo has hecho. – Tengo mis métodos. – ¿Qué tal te fue en Roma? ¿Cómo está mi nieto? – Bien. Dice que vendrá a verle dentro de poco. – Ya. Pues nada, le esperaré sentado por si acaso. Hace tres años que no aparece por Madrid. Pero eso es cosa suya. -Silvio reparó en el paquete que llevaba en la mano-. ¿Qué tienes ahí? Le alargué el regalo que había traído para él. – Nada del otro mundo… pero pensé en usted cuando lo vi en un anticuario de Roma, y se lo compré. – No es muy alentador eso de que se acuerden de uno a la vista de las antigüedades. -Silvio sonreía, y los años se le escapaban de la sonrisa y salían volando, muy lejos-. No pongas esa cara, es una broma. Sólo siento que te hayas gastado el dinero en una de esas tiendas, los chamarileros romanos son unos perfectos ladrones. A ver qué tenemos aquí… Era un álbum de fotos de terciopelo rojo, que a pesar de estar algo desgastado en las cantoneras doradas conservaba el aire señorial que tienen las cosas que se han hecho bien, no importa el tiempo que haya mediado. – ¿Le gusta? – Es precioso. Mil gracias, querida. Se acercó y me besó una sola vez, en la mejilla, como un novio antiguo. – Ven, siéntate. ¿Hace frío fuera? – Un poco. Pero aquí se está bien. Silvio sacó un par de fotos de la caja, pero no me las enseñó. Se quedó mirándolas con cierta nostalgia, y sin apartar los ojos de ellas continuó con su relato. Los tres días que permanecí en Nueva York tras saber que Hannah iba a convertirse en esposa de mi hermano se me hicieron largos y pegajosos, como si estuviesen hechos de esos caramelos masticables que se enganchan a las muelas. Por fortuna, Efraín y su prometida no iban a quedarse en la ciudad, pues Hannah tenía que regresar a Baltimore inmediatamente, y mi hermano iba a acompañarla. Sólo compartimos aquella cena en casa de los West, donde supe que los novios se habían conocido tres meses atrás durante un almuerzo organizado por Mary Jo, que «había sido un flechazo», en palabras de Efraín, y que sólo unas semanas después obtenían de la señora Griessmer el permiso para casarse. Iba a ser una ceremonia sencilla por el rito judío -mi hermano era un completo ateo, así que le daba exactamente igual recibir las bendiciones de un cura, de un rabino o del deán de la abadía de Westminster- y, decía Hannah, sólo sentían no poder hacer coincidir la boda con mi estancia en América. – Tal vez podrías volver en un par de meses… – Lo siento, no va a ser posible. Tengo mucho trabajo en Madrid. Mis padres aún no sabían nada. Efraín pensaba escribirles contándoselo todo, pero, ya que yo había sido el primero en enterarme, no estaría de más que les pusiera en antecedentes. – Sé lo que va a ocurrir: papá se pondrá hecho una furia y mamá llorará, como si lo viese -decía Efraín- y después se darán cuenta de que lo más importante es mi felicidad. Así que haz el favor de decirles que nunca en mi vida había estado tan contento, y que mi futura esposa es la mujer más guapa y más buena del mundo… con el permiso de Mary Jo. Todos rieron. Yo también. Aquélla fue una noche rara. Intenté no mirar a Hannah de frente ni una sola vez, pero a pesar de todo comprobé que era más bella de lo que yo recordaba. Y ahí estaba mi hermano, el aventurero, el fotógrafo, preparado para convertirla en su esposa. Una vez más, Efraín parecía complacerse en vivir el destino que me estaba reservado a mí. A medida que avanzaba la noche sentía crecer el peso de una tristeza que me impedía participar naturalmente de todas las conversaciones, a pesar de que hice lo imposible para vencer la pesadumbre. Por fortuna, nadie estaba pendiente de mí. Los novios sólo tenían ojos el uno para el otro. Mary Jo se encontraba demasiado imbuida en su papel de anfitriona, y el dolor de cabeza de Elijah no había remitido. Sólo los ojos inquisitivos de Zachary West buscaban los míos. A estas alturas, me resultaba difícil engañarle también a él. La velada se prolongó hasta la madrugada. Mi hermano y Hannah se despidieron de mí, él con un abrazo, ella con dos besos, los primeros que me daba desde que la conocía: una buena chica judía besa sólo a los miembros de su familia. Prometimos escribirnos, hablar por teléfono. Efraín me dio un sobre con algunos retratos de su prometida «para que se los envíes a mamá y pueda empezar a imaginar lo guapos que van a ser sus nietos». Cuando por fin se cerró la puerta, Elijah dijo que se iba a dormir. – Lamento ser tan grosero, pero no aguanto ni un segundo más. Mary Jo fue con él, y Zachary y yo nos quedamos en el salón, como otras veces, dispuestos a tomar la última copa. Pero aquella noche Zachary West no se ofreció para preparar un – Silvio… -tenía la voz triste y apagada, como si se hubiese hecho viejo-… lo siento mucho, Silvio. Te juro que no lo sabía. – Claro que no, Zachary. Nadie podía saberlo. Al día siguiente pedí a Mary Jo que me acompañase a alguna de las joyerías de la calle cuarenta y dos a elegir un anillo de compromiso para Carmen. La espera había dejado de tener sentido. Sólo unas horas después de haber llegado a Madrid, sin darme tiempo a descansar ni a organizar mis cosas, me fui a hablar con Salvador Orenes. Se sorprendió al verme, pues Carmen estaba convencida de que mi ausencia iba a prolongarse aún dos o tres días. Ni siquiera le dio tiempo a darme la bienvenida, pues inmediatamente solicité su permiso para fijar cuanto antes la fecha de mi boda con su hija. Creo que se emocionó, aunque disfrazó el momento dándome un abrazo muy masculino con el correspondiente palmeteo en la espalda. Le dije que quería celebrar una ceremonia sencilla, apenas la familia directa y unos cuantos amigos íntimos, y después un almuerzo en algún hotel. Estuvo de acuerdo en todo. – Entonces, hoy mismo hablaré con Carmen. Le he comprado un anillo en Nueva York… y también algunas prendas de vestir para el ajuar. – Se va a llevar una alegría. Y mi señora, para qué le voy a contar. Ya andaban algunas amigas envenenándola con comentarios sobre lo mucho que se alargaba el noviazgo de ustedes. Claro que ella, ni caso a los chismes. Pero ya sabe cómo son las mujeres con esas cosas. Hala, muchacho, déme otro abrazo y bienvenido a la familia. Iba a retirarme cuando la voz de Orenes me detuvo junto a la puerta. – Por cierto, Silvio… ¿y lo de su hermano?, ¿se arregló? Necesité unos segundos para recomponer la mentira. – Sí. Se arregló completamente. Ha encontrado a otra chica. Creo que nunca vi a nadie tan feliz como a Carmen cuando le entregué el anillo comprado en una joyería de Nueva York. Ella misma se lo colocó en el dedo anular -tenía unas manos preciosas, muy blancas, de muñecas delgadas y quebradizas- y luego me miró con una sonrisa trémula, como si no acabara de creerse que íbamos a casarnos enseguida. Aún no se había repuesto de la sorpresa de la sortija cuando le di el guardarropa que Mary Jo había elegido para ella. Se echó a llorar al ver el traje de noche, el abrigo y los sombreros. – No pude comprarte los zapatos, no sabía tu número, pero los encargaremos aquí a juego con los bolsos. Mira esto, es una estola de piel. Te la envía Mary Jo. – Qué cosa tan bonita. -Se la colocó, con bastante gracia, por encima del hombro derecho-. Así vestida ya voy pareciendo una señora. Qué buena es Mary Jo… ¿Crees que podrán venir a la boda? Al fin y al cabo, tú estuviste en la suya… Recordé lo que había dicho Elijah: ¿Qué dirían los amigos de tu suegro si un hombre de color fuese testigo de tu matrimonio? – No creo que puedan. Mary Jo ha estado muy enferma hasta hace poco, y no debe hacer desplazamientos largos… – Qué pena. Me gustaría conocerla, a ella y a… – Elijah. Elijah West. Aquella noche, después de haber entregado a mi novia el anillo de compromiso, pasé por casa de Zachary West. – Bueno, pues ya está hecho. Me he declarado. Nos casaremos en dos o tres meses. Será algo sencillo, la familia y media docena de amigos. Espero que vengas. Me gustaría contar con Elijah, pero ya sé que no sería muy buena idea… – Pues no. La aparición de un negro en tu boda daría al traste con tu buena fama en los círculos fascistas. Nos reímos los dos. – Tendrás que comprar un piso en condiciones. No puedes vivir con tu mujer en ese tugurio de la glorieta de Bilbao… Ni siquiera había pensado en eso. – Y también tienes que preparar tu luna de miel. – Ya… creo que Carmen quiere ir a París. En el rostro de Zachary West se dibujó una sonrisa maliciosa. – Pues tienes que convencerla de que no es una buena idea viajar a Francia precisamente ahora. Porque hay otros destinos más apetecibles. Italia puede ser un lugar perfecto para tu viaje de novios… por no hablar de lo bien que iba a venir a la Organización el que hicieses algunas averiguaciones sobre la Vía Romana. Un par de días después compré el piso en el que estamos ahora. No recuerdo cuánto me costó, pero sí que fue casi la mitad de lo que tenía ahorrado a cuenta de mis ingresos por el trabajo que desarrollaba en la Organización. Lo pagué a tocateja, billete sobre billete, y en cuanto firmé la escritura llevé allí a Carmen y a su madre para que pudieran verlo. – Vaya suerte tienes, Carmencita -le decía a ella-, con piso propio en el barrio de Salamanca… pero, Rendón, esto habrá que amueblarlo, ¿no? – Sí, pero eso se lo dejo a ustedes dos. Vayan a la tienda que quieran, elijan lo que les guste y ya pasaré yo a pagar. – ¿Y las cortinas… y las toallas, y la ropa de cama? ¿Y el – Lo mismo, doña Sole. Hagan a su antojo y pásenme la cuenta. – Lo dicho, niña -la madre de Carmen abrazaba a su hija-, que te ha tocado la lotería con este novio tan rumboso. La fecha de la boda se fijó para el 4 de octubre, día de San Francisco, lo cual encontró muy adecuado Salvador Orenes por coincidir el evento con el santo del Caudillo. A mí me daba igual un día que otro, pero utilicé la excusa del otoño para proponer a Carmen un cambio de destino: París por Roma. – En París ya ha empezado a hacer frío. Y Roma está preciosa en el mes de octubre. Iremos a Francia más adelante, te lo prometo. Carmen no protestó. Nunca lo hacía, y además en aquella época parecía andar flotando, feliz de afrontar la tarea de organizar una casa, asistiendo a las pruebas de su vestido de novia, entrando y saliendo con su madre de tiendas de muebles y almacenes de loza. Junto a ella, doña Sole brillaba con luz propia, obligaba a su hija a enseñar el anillo de compromiso y recordaba a amigas y parientes que su futuro yerno les había dado carta blanca para gastar cuanto quisieran en el acondicionamiento de la casa. – Vamos, que ni en el cine. Y la va a llevar de viaje a Roma, ¿verdad, Carmencita? – A Roma… ¿Y vas a ver al Papa? En aquel momento no pensé que aquella pregunta de una prima segunda pudiese resultar providencial para mis verdaderas intenciones en aquel viaje. – No sé… ¿Vamos a ir, Silvio? Salvador Orenes intervino en ese momento. – Eso puede apañarse. Prado tiene en Roma algunos amigos influyentes. Será cuestión de hablarlo con él. Lo malo es que no hay mucho tiempo. – Mañana mismo pasaré por su despacho, a ver si puede hacernos el favor. – Silvio -mi futuro suegro había empezado a tutearme-, estoy pensando que le podías pedir a Antolín que fuese tu testigo. Eso le haría mucha ilusión, ya sabes cómo es. Al día siguiente visité a Antolín Prado, que aceptó encantado firmar mi acta de matrimonio y se ofreció a gestionar la visita a Pío XII. – Creo que podremos arreglarlo. Además, tengo en Roma algunos amigos a los que le gustaría conocer. Buena gente. Muy comprometidos con nuestra causa, a pesar de que en Italia las cosas no son tan sencillas, usted ya me entiende. Fui tan consciente de que Prado estaba abriéndome la puerta de acceso al laberinto de la Vía Romana que me costó trabajo mantener la tranquilidad. – Por eso tiene más mérito lo que hacen -contesté-. Querría tener ocasión de saludarles. – Hablaré con ellos. Y en cuanto a la visita al Papa, estoy seguro de que no habrá problema, y más tratándose de usted. No crea que me olvido de los servicios prestados, Rendón. La gente de bien debe tener buena memoria. Zachary West se había ocupado de sacar los billetes para Roma. Cuando le conté que los amigos de Prado iban a servirme de guías durante mi estancia en Italia, estuvo de acuerdo conmigo en que se me presentaba una ocasión de oro. – Debes comprar regalos para todos. Tienen que ser cosas que puedas llevar fácilmente en la maleta. Déjame pensar… para ellos, cajas de puros cubanos. Yo te los consigo. Para las señoras, abanicos de encaje. Pesan poco y no abultan. Te llevarás dinero de la Organización para pagar almuerzos y cenas; cuanto más generoso seas, mejor. En cuanto al hotel, te alojarás en el Hassler. No te preocupes por el dinero, nosotros correremos con los gastos. Después de todo, tu luna de miel puede considerarse una misión. Por cierto, una cosa más… – ¿Qué pasa? – Ha ocurrido algo con lo que no contábamos. Se trata de tu novela. -Zachary se rascaba la barbilla-. No me preguntes cómo, pero se está vendiendo muy bien. De hecho, el editor quiere aumentar la tirada. Nos ha cogido un poco por sorpresa, pero no creo que nos cause problemas. Sólo quería que lo supieses, ¿de acuerdo? Es verdad que la novela había tenido un gran éxito entre mis allegados. Salvador Orenes confesó haberla devorado literalmente en una sola tarde de domingo, y su esposa, que no era lo que se dice una aficionada al género, me dijo que había estado leyendo hasta bien entrada la madrugada para llegar al desenlace del misterio. Esperaba los elogios de Carmen, pero mis compañeros del ministerio también me felicitaron. Un día, uno de ellos llegó con tres ejemplares de – En la librería me han dicho que se están vendiendo como churros. ¿Vas a seguir escribiendo? – Sí… en realidad, ya he entregado al editor otros dos originales. – Eres un fenómeno. No sé de dónde sacas el tiempo. Le dirigí una sonrisa que quería ser modesta. – Yo tampoco, te lo puedo asegurar. Mis padres viajaron a Madrid sólo unos días antes de la boda. Los Orenes hubieran querido celebrar semanas antes una petición de mano tradicional, con intercambio de regalos y fotos en el ABC, pero mi madre no estaba en condiciones de cruzar media España dos veces en tan poco tiempo, así que las familias respectivas se conocieron en un almuerzo en Casa Botín cinco días antes de la ceremonia. A mi madre le gustó mucho Carmen, que fue con ella todo lo cariñosa que puedas imaginar. Incluso pospuso unos días la última prueba del traje de novia para que mi madre pudiese acompañarla al taller de la modista. Buena como era, Carmen supuso que a una mujer sin hijas tendría que hacerle ilusión participar de ese tipo de preparativos. Iba a ser la madrina de la boda (traía en su equipaje una mantilla española de encaje heredada de su abuela y que había sobrevivido durante más de setenta años a los estragos de la polilla), y esa alegría la compensaba un poco del inusual casamiento del menor de sus hijos, que había tenido lugar en Baltimore, libre de pompa y ceremonia, a miles de kilómetros de distancia, sin invitados ni familia. Sólo Elijah y Mary Jo, que actuaron como testigos, y Edith Griessmer. – Pero ¿cómo ha podido hacer una cosa así? -Mi madre sollozaba a través del teléfono después de haber recibido el preceptivo telegrama de Efraín. A pesar de que yo ya le había comunicado que mi hermano tenía la intención de casarse, ella y mi padre conservaban la esperanza de que al final Hannah y Efraín aceptasen celebrar la boda en España. – Ni siquiera conocemos a esa chica, ni a sus padres… – Mamá, te dije que es una antigua amiga mía y de los West. Es huérfana de padre, y su madre no está bien de salud. Es natural que se hayan casado en Baltimore. Esa mujer, la señora Griessmer, sólo tiene a su hija… – ¿Griessmer? Pero ¿no me habías dicho que se apellidaba… Divak… o algo así? – Bilak. Se llama Hannah Bilak. Su padre murió hace años, y su madre volvió a casarse. – ¿Y el marido de la madre? – Murió en la guerra, mamá… Escuché suspirar a mi madre. – Pobre gente. Tantos muertos en la familia, tanta desgracia… nosotros hemos tenido suerte. Y la chica es guapa… o eso parecía en las fotos que me mandaste. En fin, tendré que esperar para conocerla. Menos mal que tú estás haciendo las cosas como es debido. «Cómo es debido.» Era una forma de verlo. Eso pensaba mientras mis padres saludaban a los de Carmen. Antes de salir hacia el restaurante, todos estuvimos de acuerdo en que sería mejor no mencionar la particular boda de Efraín delante de nuestra familia política: hablar de un hijo casado casi en secreto con una muchacha polaca no era la mejor forma de empezar a relacionarse con una gente tan conservadora como los Orenes. Y eso que mis padres no sabían que Hannah era judía ni unos años mayor que Efraín. La víspera de la boda, mientras mi madre ayudaba a Carmen a hacer las últimas compras y mi padre descansaba en el hotel, fui a casa de Zachary West. Allí, cuidadosamente empaquetados, estaban los obsequios que debía llevar a los amigos italianos de Antolín Prado. Dos días antes él me había entregado su regalo de bodas: un marco de plata ostentoso y feo, y la noticia de que Carmen y yo participaríamos en una audiencia privada con Pío XII. – Mis amigos romanos lo han arreglado todo. – Supongo que tendré ocasión de agradecerles las molestias… si no están muy ocupados, me gustaría invitarles a almorzar. – Por supuesto. Les he hablado de usted y del trabajo que ha hecho para nosotros, y están deseando conocerle. Se llaman Enzo Casería y Gaetano Corradini. – ¿Son militares? – Hombres de negocios. Les he dado el nombre de su hotel y le llamarán en cuanto llegue a Roma. – Gracias por todo, señor. Y también por su regalo. A Carmen le gustará mucho. Por cierto, yo también he comprado unos detalles para sus amigos italianos… – Usted siempre tan cumplido, Rendón. Zachary West me explicó qué era cada cosa. Había cuatro cajas de puros habanos, dos abanicos de encaje y dos mantones de Manila bordados en seda. Me entregó además un sobre con una fortuna en liras italianas. – Espero que lo gastes durante tu estancia -me dijo. – ¿Quieres que compre toda la ciudad? – Quiero que les compres a ellos. Que pidas los mejores vinos, que envíes flores a diestro y siniestro, que pagues todas las copas que puedan beberse. Abrúmalos con tu generosidad, Silvio. La mala gente suele ser también codiciosa y mezquina, no importa el dinero que tengan. Si ven en ti a una vaca que puedan ordeñar, olvidarán toda prudencia. Es cierto que partes con ventaja porque te consideran uno de los suyos, pero necesitas impresionarles para que ellos también deseen dejarte con la boca abierta. Y, por cierto, ahí está mi regalo de bodas para Carmen. Creo que le va a gustar. Me señaló un bulto informe envuelto en una tela blanca. – Es un abrigo de piel. Mary Jo lo encargó en Nueva York. También llegó esto para ti. Se llevó la mano al bolsillo del chaleco y me entregó un sobre que contenía a su vez tres cartas de Efraín, Mary Jo y Elijah. La de Mary Jo era un cálido texto, vagamente poético, en el que reiteraba su cariño por mí y me aseguraba que, «a pesar de las dificultades y de los obstáculos que pueda haber» seguiría ocupando un lugar esencial en su vida. Aquellas líneas me hicieron suponer que Elijah se lo había contado todo. El billete de Efraín estaba redactado de cualquier manera y resultaba alegre y afectuoso. Hannah había añadido unas letras al final, con su elegante caligrafía de niña bien educada: «Silvio, te deseo toda la felicidad del mundo. Tu cuñada, Hannah». En cuanto a la carta de Elijah, eran tres folios escritos con su particular estilo epistolar, llenos de intensidad, claramente emotivos: «Mi querido Silvio, nadie, o casi nadie, sabe de verdad quién eres. Yo sí, y por eso estoy orgulloso de ser tu amigo. Sé que piensas que mi padre y yo te cambiamos la vida, pero fuiste tú quien cambió la mía. Estaba condenado a la soledad más absoluta y tú viniste a rescatarme aquel día, en Ribanova, mientras celebrábamos el bautizo de Efraín. Hemos pasado muchas cosas, no todas buenas, pero han servido para enriquecernos y para hacer nuestra amistad indestructible. Quiero decirte lo mucho que te respeto y te admiro. Vas a hacer algo con lo que no estoy de acuerdo, pero deseo que sepas que es porque no soy capaz de entender que alguien haya puesto un objetivo -en este caso, el de hacer justicia- por encima de cualquier otra cosa en su vida. El día de tu boda, Mary Jo y yo estaremos pensando en ti y rezando una oración, no importa en qué idioma ni a qué Dios. Alguien habrá por ahí arriba que nos escuche y que se encargue de proporcionarte toda la felicidad que te mereces, toda la felicidad que te has ganado, toda la felicidad que has procurado a otros como yo, querido Silvio, mi amigo, mi hermano.» Se me saltaron las lágrimas. Zachary me abrazó, y en ese momento recordé la primera vez que le había visto, en Ribanova, con su traje impecable y sus maneras de aristócrata, cojeando ligeramente, sonriendo a todos aquellos que ni siquiera soñábamos con pasar a formar parte de su privilegiado mundo particular. Ahora, aquel hombre me abrazaba como un padre en la víspera de mi boda. – Silvio… escucha bien lo que voy a decirte. Esto no es lo que hubiera elegido para ti. Te vas a casar con una mujer sabiendo que quieres a otra… y me siento responsable. Pero… pero sé que, a pesar de todo, puedes llegar a ser feliz. Porque eso es algo que también depende de uno mismo. La felicidad tiene mucho de acto voluntario. Te voy a contar algo que ni siquiera sabe Elijah. Todos pensáis que soy un solterón. Un solitario, a lo mejor incluso un misógino. No es verdad. Estuve casado durante un tiempo. Incluso tuve un hijo, una niña. Se llamaba Rebeca. Ella y mi mujer murieron en un accidente de tren. Ocurrió un año después de que empezara la guerra. Creí que iba a volverme loco, y por eso me gané tantas condecoraciones: olvidé toda prudencia y supongo que hasta busqué la muerte. Un día, al volver de una incursión nocturna en la que me había jugado la vida, mi asistente me preguntó por qué me arriesgaba tanto. Le contesté que no tenía a nadie, y que por lo tanto me daba igual morir o no. Y aquel chico me dijo algo muy raro: cuídese, mayor West, porque vendrá alguien que le necesite vivo. Recordé esa frase el día que encontré a Elijah y decidí adoptarlo. Me propuse ser feliz para él, de la misma forma que, tras perder a mi mujer y a mi niña, había decidido convertirme en el ser más desgraciado de la tierra. Uno tiene que estar siempre predispuesto a la felicidad. Porque un día viene alguien y lo cambia todo. Como yo cambié tu vida, y tú cambiaste la vida de Elijah, y los Sezsmann cambiaron las vidas de todos nosotros. Sé que las cosas no son perfectas, pero éste es el material que tenemos para construir el futuro. Y tienes que arreglarte con eso, Silvio. Recuerdo aquel instante, en el despacho de Zachary West. El jardín que se veía desde la ventana empezaba a teñirse con los colores magníficos del otoño, y la casa entera estaba en silencio. Había muchos objetos a nuestro alrededor: el abrigo de Carmen, embutido en su bolsa de loneta; los regalos para los italianos; todos los cachivaches de escritorio que se acumulaban sobre la mesa; los libros, los muebles, los recuerdos materiales de la vida de Zachary. Y allí estaba yo, en la víspera de mi boda, escuchando los consejos de un hombre que me quería como a un hijo y al que yo, aun sabiéndome un traidor a mi sangre, quería más que a mi propio padre. – Gracias por todo, Silvio. Y que tengas mucha suerte. – Ya la tengo. Carmen es una persona estupenda. Zachary me dio un tímido golpe en el hombro. – Me refiero a tu misión en Italia… Mira, aquí tienes el retrato de mi boda. Carmen estaba muy guapa. Esta es mi suegra. Mi padre está muy serio, ¿verdad? Bueno, todos lo estamos. Antes la gente se ponía así para las fotos. En cuanto a mí, creo que tengo un aire algo ausente. Pasé así toda la ceremonia. Pensaba en Hannah, en Elijah y en Mary Jo, y con especial intensidad en Ithzak Sezsmann. De vez en cuando, Carmen buscaba mis ojos con aquella mirada suya, tan limpia, y yo correspondía con una sonrisa. Creo que nunca dudó de que yo era tan feliz como ella. Fue, como habíamos previsto, una celebración sencilla. Por mi parte vinieron sólo mis padres, dos de mis tías con sus esposos y un hermano de mi abuela que, a sus ochenta años, estaba como un roble y se negó a perderse el festejo. Por parte de Carmen vinieron unos treinta familiares. Acudieron también algunos amigos de mi suegro -todos con cargo público en el gobierno de Franco- y mis compañeros del ministerio. Zachary West firmó como testigo al lado de Antolín Prado y luego, durante el cóctel, les presenté oficialmente. – He oído hablar de usted -le dijo Prado-. ¿Sigue trabajando para el señor Hughes? – Es una de mis principales actividades. -West lucía su mejor sonrisa. – No me dirá que tiene otras… – Se sorprendería si le hablase de ellas. Y se echó a reír, en una carcajada que Prado, aun sin entenderla, no tardó en secundar. Carmen y yo salimos en dirección a Roma a la mañana siguiente. Quien ya era mi esposa estaba guapísima. Al subir al avión me di cuenta de lo elegante que podía resultar, libre ya de la tutela de su madre y de las sombras del luto, pues por decisión propia había renunciado para siempre a los colores de la muerte. Era como si su condición de mujer casada le franquease las puertas a otra vida, donde no cabían los malos recuerdos ni los compromisos anteriores. Tuvimos un vuelo plácido y tranquilo. El comandante del avión -que supongo que tendría algún contacto con Zachary West- nos envió una botella de champán, y Carmen brindó conmigo «por lo felices que vamos a ser, y por Roma, y por todo». Nuestra habitación en el Hassler tenía unas vistas maravillosas. La Organización había debido de pagar una fortuna por aquel alojamiento, y pensé que ojalá el esfuerzo mereciese la pena. Aún no habíamos acabado de instalarnos cuando sonó el teléfono de nuestro cuarto. Era el señor Corradini, que en una mezcla de español e italiano me daba la bienvenida a Italia y me proponía una cita para cenar «si usted y su esposa no están tan cansados». – Sería un placer verles. Podemos encontrarnos en el restaurante del hotel. Quedamos a las ocho y media. Mientras yo me ponía de acuerdo con nuestro contacto romano, Carmen suspiraba de emoción, pues una camarera había entrado para deshacer nuestro equipaje y planchar las prendas arrugadas. – Ay, Silvio, es como estar en una película… estoy tan contenta… Carmen brillaba en su traje nuevo, brillaba en su anillo de bodas, brillaba al mirar por la ventana y ver las escaleras de la plaza de España, al abrir los grifos dorados del cuarto de baño, al probar las chocolatinas que habían dejado en la mesilla de noche. – Toma una. Es el chocolate más rico que he tomado en mi vida. Y cerraba los ojos para saborear el dulce. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que sería fácil ser dichoso junto a una persona así, capaz de entusiasmarse con una vista hermosa, con una copa de champán, con un bombón, con un vestido nuevo. Me acerqué a ella y la abracé. Ahora que no está, me gusta recordarla aquel día, sentada en la cama, con las piernas cruzadas, luciendo unos zapatos de tacón y quitando el papel de plata que recubría los chocolates. Nunca estuve enamorado de Carmen, pero fue tan sencillo quererla durante veinticinco años que creo que la vida me hizo un gran favor al cruzarla en mi camino. Dimos un breve paseo por Roma antes de volver al hotel para cenar. Me disculpé con Carmen por el incordio del encuentro con Caserta y Corradini. – Ya sé que citarse con unos italianos no es el mejor plan para una luna de miel… – Oh, no te preocupes. Además, seguro que resulta interesante. Nunca he conocido a gente extranjera… excepto a ese amigo tuyo, Zachary West. ¿Has visto el abrigo que me envió como regalo? Casi me desmayo al sacarlo de la bolsa. Por cierto, tendrás que decirme qué me pongo para la cena. No quiero quedar como una pobre paleta que no sabe vestirse. Aquella noche, Carmen se puso el vestido negro que le había comprado en Nueva York y unos pendientes de oro que habían sido de su abuela. Yo llevaba un traje oscuro con una corbata que me había regalado Elijah. Cuando bajamos al vestíbulo, el espejo de la entrada nos devolvió la imagen de una pareja joven y atractiva, y Carmen se dio cuenta, porque me pareció que crecía un poco más sobre sus zapatos de raso. Caserta y Corradini venían con sus esposas. Eran dos parejas entradas en años y en kilos, raramente parecidas entre sí, algo vulgares en su fisonomía y sus atavíos. Nos saludaron con un afecto ruidoso, y las mujeres besaron a Carmen y se empeñaron en que diese una vuelta completa para ver bien su traje de noche. Mi esposa se reía, cohibida por la aplastante naturalidad de las dos italianas. Cuando nos sentamos a la mesa, las señoras formaron un grupo aparte, dejando claro que no pensaban intervenir en nuestra conversación. Enzo y Gaetano no hablaron de nada especial. Les agradecí sus gestiones con el Vaticano que iban a permitirnos asistir a la audiencia papal, y les transmití los saludos de Antolín Prado. – La verdad -Caserta hablaba español con bastante corrección- es que apenas conocemos a su amigo. Pero nos contó que usted había trabajado por nuestra causa, así que… Pensé que si en ese momento hubiese pedido detalles sobre la constitución de la Vía Romana, los dos italianos me los hubiesen dado sin dudar. Pero consideré que era mejor no precipitar las cosas. Así que cambié de conversación, disfruté de la cena y pedí con el postre dos botellas de champán Taittinger, observando, divertido, que Caserta y Corradini tensaban el gesto: sin duda tenían previsto pagar la cuenta, pero yo ya me había ocupado de eso, y el – Por favor, permítanme invitarles… -les dije, mientras dejaba una buena propina con muy poca discreción-. Es lo menos que puedo hacer… Los italianos se miraban entre sí, imagino que un poco confundidos. – ¿Les parece que tomemos una copa en el bar de abajo? ¿Sí? Pues, si no les importa, vayan ustedes hacia allí. Tengo que recoger una cosa. Puedes imaginar cómo recibieron Caserta y Corradini las cajas de puros, pues en esa época era casi un milagro encontrar tabaco cubano. En cuanto a sus esposas, agradecieron mil veces la entrega de los abanicos. Carmen les enseñó a manejarlos a la española, e incluso les dio lecciones sobre su lenguaje secreto. Pedí otra botella de champán -me pareció que Caserta estaba ya un poco piripi- y no consentí que pagase nadie más que yo. Los dos matrimonios estaban felizmente abrumados con tantas muestras de generosidad. Tanto es así, que Corradini se ofreció para organizar al día siguiente un recorrido por Roma. – Vendré a buscarlos con el chófer a las diez de la mañana. Podemos ir a los jardines de Villa Borghese, que gustarán mucho a la señora Rendón. – No me gustaría molestar, pero será un lujo tener a un romano como guía. – Yo considero un honor acompañarle a usted y a su bella esposa en su primera visita a la ciudad. Después, si quieren, podemos almorzar todos juntos. Y así fue como los amigos italianos de Antolín Prado se convirtieron en nuestra sombra durante la luna de miel. Les veíamos no ya todos los días, sino a todas horas. Carmen, dando muestras de una paciencia franciscana, no hizo un sólo comentario acerca de lo incómodo de llevar una perenne compañía durante nuestro viaje de novios. Al segundo día, Caserta y Corradini dejaron de lado las sutilezas y empezaron a tratarme con una franca camaradería que incluía frecuentes palmadas en la espalda y algún que otro golpe en las costillas. En cuanto a sus esposas, asediaban a Carmen con preguntas indiscretas acerca de nuestra luna de miel, nuestros planes de futuro y la inminencia de los hijos. Yo seguía pagando todas las comidas, aunque de vez en cuando permitía a los italianos que nos invitasen a un helado o a un capuchino. Siguiendo con mi estrategia de esplendidez absoluta, compraba flores a los vendedores ambulantes, daba limosnas absurdas a los pobres de las iglesias y me empeñaba en alquilar coches de caballos para ir de un sitio a otro. – No haga eso, amigo Silvio. Los conductores son ladrones. Todos. – Da igual. ¿No ve lo mucho que les gusta a las señoras? Desde nuestra llegada, ni una sola vez habíamos hablado de política. Después de cinco días de paseos, comidas pantagruélicas y gastos desmesurados en regalitos y finezas, empezaba a pensar que había perdido mi oportunidad de obtener la información que necesitaba. Pero la ocasión llegó, como llega todo lo que uno sabe esperar. Una noche, Enzo Caserta dijo que podía conseguir entradas para la ópera. – Un reventa que conozco puede procurarnos un palco a buen precio. – Pues tendré mucho gusto en invitarles. ¿Cuál es el programa? – – Mucho. Pero, por varias razones, prefiero escuchar ópera en alemán. Los italianos sonrieron. – Es cierto. El español, Prado… nos dijo que hablaba usted el idioma con mucha corrección. – Lo suficiente para haber resultado útil a nuestros amigos alemanes trasladados a España. -Y añadí, con total tranquilidad-: ¿Tuvieron ustedes problemas para encontrar intérpretes? – No. Por fortuna, varios frailes son de origen austríaco y pueden atender a quienes no hablan italiano. Mis anfitriones hablaban con tanta naturalidad que debían de suponerme al corriente de muchos detalles que ignoraba por completo. Sólo hacía unos meses que tenía noticia de la red de fugas del Camino Romano, y no disponía de información alguna sobre su funcionamiento. Decidí que había llegado el instante de arriesgarse. Estábamos cenando en un restaurante cerca del Foro. Ya habíamos tomado el café, pero no podía interrumpir la conversación, así que pedí unas copas de Amaretto. – – Bueno, capitán, eso es muy relativo… claro que contamos con opositores… pero estamos en Roma. -Caserta se echó a reír-. Y en Roma, si uno tiene de su parte a alguien como Alois Hudal, no hay puertas cerradas. Ya ve que podemos llegar al mismísimo Papa… A pesar de mis esfuerzos, la expresión de mi rostro debió de reflejar un completo despiste. – No ponga esa cara, teniente Rendón… ¿quién cree que le consiguió la audiencia con el Pontífice? Fue el propio obispo Hudal… tiene una gran amistad con Su Santidad Pío XII. Fue así como lo supe: Alois Hudal, obispo de la ciudad austríaca de Gratz, representante ante Italia de la Conferencia Episcopal Alemana y rector del Colegio Pontificio de Santa María dell'Anima, era uno de los pilares básicos de la llamada «Operación Ratline», destinada a ayudar en su huida a través del Camino Romano a los criminales de guerra nazis. Hudal, un religioso de tendencia antisemita, había colaborado en la creación de una serie de rutas seguras para la circulación por el país de los alemanes que escapaban de la acción de la justicia. Se habían establecido refugios en los pasos fronterizos de los Alpes, y desde allí se hacía llegar a los prófugos, bien a Génova, bien a Milán. De esas ciudades pasaban a Roma, donde, tras una estancia en el colegio de Santa María dell'Anima o en el de San Girolamo, se les proporcionaba documentación falsa para salir con destino a otros países desde Venecia o desde el cercano puerto de Ostia. Los pronazis italianos contaban con la colaboración de destacados miembros de la curia vaticana y de sacerdotes jesuitas, que brindaban alojamiento a los alemanes a su paso por las distintas localidades del camino a Roma. – Aunque no crea que no recibimos coces por parte de los curas. Hay muchos que complican de verdad las operaciones de ayuda. El bueno de Hudal cuenta con opositores de peso que se encuentran incluso en el entorno del Papa. Últimamente las cosas se han puesto un poco más difíciles. Dicen que el servicio de inteligencia americano empieza a sospechar… pero los muros del Colegio Pontificio son inexpugnables incluso para Eisenhower. Nos reímos, volvimos a brindar, ellos por mí, yo por el éxito de la misión que me había traído hasta Roma. Aquella noche, mientras Carmen dormía, elaboré un informe sucinto de la conversación mantenida con mis contactos romanos -teniendo buen cuidado de anotar nombres e incluso alguna dirección- y, tal como me había enseñado Zachary West, oculté el papel en el pomo de jabón de afeitar que llevaba en mi maleta. Reconozco, que en aquel viaje, Roma no fue para mí la ciudad luminosa y alegre que había descubierto años atrás junto a los West y los Sezsmann. La lluvia del otoño, los días cortos y grises y el descubrimiento de que la ciudad había sido convertida en un santuario para los nazis, hicieron de la Roma eterna un lugar distinto al que visité durante mi adolescencia. Una tarde, paseando junto a los Corradini, Enzo me hizo notar que estábamos junto al Colegio de Santa María dell'Anima. Recuerdo aquel edificio amable y recoleto de la Vía Sicilia, y también el escalofrío que me recorrió la espalda cuando pensé que detrás de los muros del convento podría estar escondido alguno de los asesinos de Ithzak Sezsmann. La audiencia con el Papa tuvo lugar la tarde anterior a nuestra marcha. Vestida enteramente de negro, oculto el cabello por una mantilla de blonda, Carmen caminaba a mi lado temblando de emoción ante la perspectiva de recibir las bendiciones del vicario de Cristo. Yo, que me había puesto mi uniforme de gala, me notaba extrañamente indiferente al momento excepcional, incluso al soberbio protocolo vaticano. En la sala de la recepción había sólo otras seis personas, privilegiadas como nosotros por sus buenas relaciones con la jerarquía eclesiástica. Recuerdo que el Papa entró envuelto en un aroma a lavanda que tuve metido en la cabeza durante muchos días. Nos saludó uno por uno, nos bendijo. Carmen se echó a llorar cuando sintió en su cabeza las manos del Pontífice. Y yo contemplaba a aquel hombre delgado, enjuto, de sonrisa difícil y mirada esquiva tras los lentes redondos, y era incapaz de sentir nada. En ese momento me di cuenta de que había dejado de creer en la Iglesia, y que a partir de entonces preferiría entendérmelas directamente con Dios. La audiencia duró unos veinte minutos. El Papa nos regaló a cada uno un rosario bendito que Carmen se apresuró a colocarse alrededor del cuello. Todavía estaba limpiándose las lágrimas, cuando otro religioso de aspecto pacífico se nos acercó como si hubiese surgido de la nada y se dirigió a mí hablándome en alemán. – ¿Son ustedes los españoles? ¿El teniente Rendón y su esposa? Le dije que sí, y me tendió un anillo para que se lo besara. – Soy Alois Hudal. Me alegro de conocerle. – Y yo de poder agradecerle el honor que nos ha hecho. Ha sido un momento inolvidable, excelencia. Hudal me miraba con una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos. Tenía las pupilas de un raro color gris. – Me han hablado muy bien de su persona, teniente. Quizá, si tiene tiempo, usted y yo podríamos compartir un almuerzo ligero. A mi lado, Carmen escuchaba sin entender nuestra conversación, que se desarrollaba en alemán. Estaba claro que Hudal no contaba con ella para comer. – Tendría que acompañar a mi esposa a nuestro hotel. – No se preocupe por eso. Quizá Me volví a Carmen y, con cierto embarazo, le expliqué la oferta de Hudal. Ni siquiera pareció sorprenderse; dijo que estaría encantada de ver el museo y que luego almorzaría por su cuenta en el restaurante hotel. – No te preocupes por mí. Además -sonrió- será divertido comer sola. Acabo de darme cuenta de que no lo he hecho nunca. La besé en la frente antes de marcharse, y ella se giró para saludarme otra vez. Hudal, que había adoptado una expresión de esfinge mientras yo hablaba con Carmen -a quien apenas había mirado mientras estuvo con nosotros-, me pidió que le siguiera hasta una pequeña habitación escasamente amueblada, de un elocuente rigor conventual. – Ahora nos servirán. ¿Quiere beber vino? – Si va a tomarlo usted… – No, sólo bebo agua. Cuénteme, ¿le ha gustado Roma? – Mucho. En realidad, ya había estado aquí. Quería traer a mi esposa, acabamos de casarnos y le hacía ilusión. – Habla usted muy bien el alemán. – Lo suficiente para entenderme… y para haber resultado de utilidad en su momento. Hudal no me miraba. Tenía los ojos fijos en la mesa, mientras tamborileaba en ella con sus dedos que eran largos, finos y tan blancos como si los hubiesen pasado por cal viva. – Ha trabajado usted para la red española. – Como intérprete y traductor. Aunque últimamente mi concurso ya no es tan necesario. – Por culpa nuestra. -El obispo sonrió al fin-. El Camino de Roma se ha convertido en el mejor trayecto para los refugiados alemanes. Una monja de toca impecable entró a disponer la mesa. Hudal no la miró. Me pareció una situación algo incómoda, pues actuaba como si ella no existiera. – Me han hablado de su labor aquí -le dije-. Confieso que estoy impresionado. – Con la ayuda de Dios… – Y, si me lo permite, con la eficacia de su trabajo… no sea modesto, excelencia. Por cierto… espero que no se ofenda… ¿cuentan con bastante ayuda económica? El rostro de Hudal se contrajo levemente. – No nos falta de nada, si eso es lo que quiere decir. – No, yo… bueno, me gustaría hacer una pequeña contribución a su causa. Me llevé la mano a la guerrera y extraje un sobre que entregué al obispo. Revisó el contenido sin ningún disimulo, me dirigió una mirada de aprobación y en ese momento se relajó. Sus manos adoptaron otra postura, dibujó una sonrisa por fin clara e incluso cambió de posición en la silla. – Cualquier donación es bienvenida. Por supuesto que no podemos quejarnos de nuestros benefactores. Cáritas colabora con nosotros, y también la Cruz Roja internacional. Hice lo que pude para disimular mi sorpresa. La Cruz Roja, radicada en la muy neutral Suiza, adalid del respeto a la vida humana, trabajaba con los herederos de Hitler. Hudal, que ya había abandonado toda reticencia con respecto a mí, me contó que la organización fundada por Henri Dunant les había facilitado, sobre todo, pasajes gratuitos para distintos países hispanoamericanos. – Algunos alemanes han decidido radicarse allí. Brasil, Argentina, Paraguay y Chile son buenos lugares para empezar otra vida. Hudal empezó a contarme con pelos y señales la huida de algunos de los prohombres del régimen nazi y su paso por el Camino Romano. Sabía que no podría memorizar todos aquellos nombres, así que decidí elegir sólo algunos de ellos para seguir su trayectoria e informar después a la Organización. Puse en alerta mis cinco sentidos cuando Hudal citó a un personaje del que había escuchado hablar: Adolf Eichmann, uno de los principales impulsores del exterminio de los judíos, y al que se había facilitado una nueva identidad. Eichmann se movía por el mundo con pasaporte croata bajo el nombre de Ricardo Klement, y Caritas acababa de pagarle el viaje a Argentina. Se habló también de Walter Rauff, de Franz Stagl… a veces me pregunto qué hubiera pasado si aquel día, en el Vaticano, se me hubiese permitido tomar notas escrupulosas de toda la conversación que mantuve con Hudal. Nos sirvieron un almuerzo muy frugal: macarrones con tomate y un plato de carne de vaca guisada con zanahorias. De postre, una naranja. Hudal comió muy poco. – No suelo almorzar, ¿sabe? Hoy he hecho una excepción en honor a su visita. Lo decía con orgullo, satisfecho de su ejercicio de dominio de una pasión tan baja como el apetito. Han pasado casi sesenta años, pero recuerdo con repugnancia a aquel hombre melifluo y cortés que revolvía los macarrones como si le diesen asco y masticaba una docena de veces cada trocito de carne, como alardeando de la austeridad que dominaba su vida. Me despedí de él en torno a las cuatro y media de la tarde, cuando ya la conversación había dado un giro hacia temas que no tenían que ver con el Camino Romano, y entendí que nada más iba a sacar de aquel almuerzo miserable. Hudal pidió un coche para mí y me acompañó a la salida. Volví a besar su anillo antes de despedirnos. – Gracias por todo, excelencia. Ha sido usted muy amable conmigo. – Un placer conocerle. Que Dios le bendiga, teniente. Dejamos Roma al día siguiente, por la mañana. Los Caserta y los Corradini nos acompañaron al aeropuerto, y allí les hice entrega de nuestros regalos de despedida: mantones de Manila para las señoras y más tabaco para Gaetano y Enzo. La imagen de las dos parejas diciéndonos adiós, emocionadas, frente a la sala de embarque, es la última imagen que guardo de mi falsa luna de miel. Ya en España, no tardé ni veinticuatro horas en reunirme con Zachary West para pasarle toda la información que había conseguido obtener. La magnitud de la operación italiana era muy superior a lo que se había previsto, como también el grado de implicación de la Iglesia y de algunas organizaciones humanitarias. Zachary se llevó los informes que traía escondidos en mi maletín de aseo, y se entusiasmó al conocer las noticias sobre Eichmann. – Llevamos meses buscándole. El conocer su nueva identidad nos allanará el camino. -Me dio un abrazo-. Silvio, no sabes el valor que tiene la información que has traído. – Sí que lo sé. Vale dos mil pesetas. -Zachary me miró sin entender-. Lo siento, pero fue la limosna que tuve que dar a Hudal para soltarle la lengua. Seguro que te preguntarás si los datos que proporcioné a la Organización sirvieron para algo, y la respuesta es sí, aunque todos esperábamos mucho más. Los servicios secretos americanos se implicaron en la operación, hubo detenciones y se frustraron algunas salidas de Italia. Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka, fue detenido en Brasil varios años después. Y, en 1962, la inteligencia israelí capturó en Buenos Aires a Adolf Eichmann, que fue trasladado a Jerusalén, juzgado y ejecutado. Y ¿sabes? Yo, que no creo en la pena de muerte, brindé con champán el día que le ahorcaron. Sé que es terrible, pero para entonces ya sabía lo suficiente como para asumir que algunas reglas, incluso las que tocan a la moral y a la ética, pueden transgredirse en contadísimas ocasiones. A mi juicio, Eichmann merecía la muerte. Otro castigo, Cecilia, no habría sido suficiente para él. En cuanto a las fugas de los nazis por el Camino Romano, se interrumpieron definitivamente a finales del año 1949. Al parecer, la vía que protegían Hudal y los suyos había dejado de ser segura. Sueño con mi madre muchas noches. Al principio, en mis sueños, mi madre estaba viva pero enferma, y yo era consciente de la inminencia de su muerte, de lo irremisible de su pérdida. Por eso me despertaba agotada y triste, como al regresar de cualquier pesadilla. Luego dejé de soñar con mi madre, y fue un alivio escapar de la tortura de verla cada noche desvaneciéndose ante mí, confinada en su silla de ruedas, víctima del miedo y el dolor. Ayer volví a soñar con ella, y a diferencia de otras veces me desperté invadida por una cómoda sensación de paz: por primera vez en mucho tiempo, mi madre no se me aparecía torturada por el dolor ni físicamente consumida. No hubo nada excepcional en mi sueño. Mi madre y yo estábamos en el jardín de la casa familiar, recogiendo hojas secas. Eso fue todo. Confieso que, a medida que volvía a la vida consciente, me iba sintiendo también levemente decepcionada. Llevaba meses esperando por un sueño así, del que no tuviese que despertar con los ojos llenos de lágrimas ni el ánimo encogido, y hubiese querido algo más que la recreación de una escena aburrida y doméstica. Tal vez mi madre y yo caminando juntas cerca del mar en una hermosa puesta de sol, o montando a caballo por un prado florido, aunque ni ella ni yo sabíamos cabalgar. Sin embargo tuve que conformarme con volver a verla engolfada en la tarea de barrer hojas muertas, vestida con un pantalón vaquero desteñido y una camisa de leñador que le quedaba grande. Me di cuenta de que en general mi madre y yo habíamos compartido muy pocas escenas dignas de aparecer en un anuncio de champú. Antes al contrario, nuestras relaciones habían estado siempre presididas por su carácter amablemente vulgar, por la eterna sombra de lo cotidiano. Nunca hicimos grandes cosas juntas. Íbamos de compras, veíamos algún programa de televisión, paseábamos, arreglábamos el jardín. Nada extraordinario, nada que se saliese de lo normal. Nuestra relación estaba dominada por un plácido escenario de rutina. Hasta que se puso enferma, nunca nos pasó nada verdaderamente importante. Fue una suerte que ocurriera así. Durante la adolescencia, mis amigas se dividían en dos grandes grupos: las que detestaban a sus madres, a las que veían como enemigas frontales, y las que las habían elevado a la categoría de confidentes. Unas madres no entendían nada, otras lo entendían absolutamente todo. A unas se les mentía hasta en lo más ínfimo, a otras se les proporcionaban detalles innecesarios sobre todo lo que rodeaba la vida de sus hijas. Yo no pertenecía a ninguno de los dos grupos. Mi madre y yo nunca fuimos amigas. Sin haber hablado de ello, ambas estábamos de acuerdo en que la amistad entre madre e hija no podía acabar en nada bueno. Mi relación con mi madre era satisfactoria, pero nunca la convertí en mi confidente, lo que quiere decir que había una larga lista de cosas que ella no necesitaba saber, como los detalles de mi vida sexual, los anticonceptivos que usaba y que no usaba o mis aproximaciones a determinadas drogas blandas. Tenía amigas que, nada más perder la virginidad, habían ido a contárselo a sus madres. A mí jamás se me hubiese ocurrido semejante cosa. Mi madre era mi madre y no mi amiga. Tenía decenas de amigas con las que hablar de preservativos, diafragmas y canutos, pero sólo tenía una madre y no estaba segura de que hubiese ayudado a nuestra buena relación el haberle hecho saber que acababa de acostarme con mi primer novio o que mi experiencia con la marihuana se había saldado con una vergonzosa vomitona en el apartamento de una compañera de clase. Durante mi juventud, me sentí unida a mi familia por un cordón umbilical invisible que me propuse romper en cuanto iniciase los estudios superiores. Cuando me admitieron en la Facultad de Bellas Artes, en Madrid, supe que había llegado el momento de quebrar ese hilo misterioso cuyas ataduras habían dejado de ser algo grato para convertirse en un completo engorro. El día en que tenía previsto viajar a Madrid, dije a mis padres que prefería ir sola a la estación, librándome así del protocolo de los adioses y las despedidas públicas, que encontraba casi bochornoso. Cuando llegué al autobús, con dos pequeñas maletas y una mochila -el resto del equipaje me lo llevarían en coche unos amigos a la semana siguiente- me felicité por haber tomado aquella decisión: a mi alrededor, una docena de madres llorosas abrazaban a los hijos prestos a volar del nido, en una escena que parecía más bien propia del adiós a los soldados que partían en busca de alguna guerra. Los besuqueos y los pucheros no eran la mejor forma de iniciar la andadura hacia la vida adulta, así que, ignorando aquellas desproporcionadas manifestaciones de afecto, entré sola en el autobús y desde allí, instalada ya en mi asiento, contemplé con indiferencia la estampa ligeramente ridícula de las despedidas ajenas. En ningún momento pensé que quizá mi padre y mi madre hubiesen querido acompañarme en el momento del despegue. La juventud suele llevar implícita una contundente dosis de egoísmo. Llegué a Madrid por primera vez el 13 de octubre de 1988. Para alguien venido de una ciudad pequeña, que ha crecido bajo el manto protector de su familia y que no ha dormido fuera de su hogar más que para pasar un par de noches en casa de una amiga del colegio, el salto a la universidad tenía todos los ingredientes de una sensacional aventura. Pasé muchos días en un estado de permanente excitación ante las perspectivas que se abrían ante mí. Desde el primer momento decidí que no quería relacionarme con gente «como yo» -chicas y chicos temblorosos venidos de provincias que sentían idéntica emoción al enfrentarse a su nueva vida e igual torpeza al dar sus primeros pasos en territorio independiente- y opté por buscarme un sitio junto a lo que entonces consideraba personas interesantes: un manojo de seres supuestamente atormentados, radicalmente distintos a todos aquellos que habían conformado mi paisaje vital hasta aquel momento. Uno era Jorge, un chico que había tenido problemas con las drogas -experiencias, las llamaba él- y que vivía en un piso compartido junto con un divorciado, una mujer cuyo nombre ni siquiera conocía y -lo que yo encontraba más emocionante- un tipo que acababa de salir de la cárcel. Otra de mis compañías era una muchacha que se había escapado de casa para vivir con su novio, quien la había dejado tirada después de dos meses de convivencia, y que ahora se alojaba temporalmente en el piso de una tía lejana. Según Nuria, su tía, menopáusica y aficionada al alcohol, discutía con ella de forma descarnada, y un par de veces cada día amenazaba entre insultos con echarla de la casa. – Pero no lo hará -aseguraba Nuria- porque soy lo único que tiene. Le cambiaba la cara cuando decía eso, y yo intentaba no pensar que aquella muchacha de aspecto aniñado y dulce era capaz, llegado el momento, de ser una persona extremadamente cruel. Por fin estaba Salva, un chico homosexual que acababa de salir del armario ganándose así el repudio de toda su conservadora familia. Aquel trío me fascinaba. Estaban los tres en mi clase de Bellas Artes (Salva era dos años mayor que nosotros, porque había pasado un par de cursos fingiendo estudiar ingeniería para complacer a sus padres y, mientras tanto, empezar lejos de su ciudad natal sus escarceos con ejemplares de su mismo sexo), y compartí con ellos los primeros meses de curso, rendida a las circunstancias particulares de cada uno y a lo que yo consideraba una evidente superioridad intelectual con respecto a mí. Los tres habían viajado por Europa, exhibían un notable conocimiento de las vanguardias artísticas y habían leído a Seamus Heaney y a Harold Pinter mucho antes de que nadie pudiese imaginar que acabarían dándoles el premio Nobel. Admití, con cierto disgusto, que mi formación no estaba a la altura de la suya. Pensaba que toda mi generación había estado condenada a ver en pantalla pequeña los grandes clásicos del cine, pero Salva, Nuria y Jorge eran habituales de la filmoteca, y habían asistido a proyecciones de Pensaba que mis nuevos amigos eran seres extraordinarios y que dadas mis circunstancias debía considerarme afortunada por el solo hecho de haber sido admitida en su universo particular. Nunca antes había tenido ocasión de tratar a personajes como aquéllos, asaetados de continuo por problemas reales: falta de dinero, falta de perspectivas materiales, falta de comprensión, falta de afecto. Mientras, yo vivía en un colegio mayor y recibía un par de llamadas semanales de mis padres, que me habían dado una tarjeta de crédito por si tenía alguna emergencia en lo tocante a mis gastos. Mucho tiempo después me daría cuenta de que, más allá de su constante ejercicio de malditismo, no había nada en aquellos chicos que me pudiera interesar y, lo que es peor, no había nada en mí que les interesara a ellos. Pero, al principio, ni se me ocurrió pensar en esa posibilidad. Un día discutimos. Nuria, la chica fugada de su casa, dijo que debería avergonzarme de aceptar dinero de mis padres y que nunca llegaría a nada si seguía negándome a romper mis ataduras con la familia. Jorge, a pesar de estar fumado, le dio la razón. En cuanto a Salva, no dijo nada, pero al salir los dos solos de la cafetería de la facultad me comentó que en realidad Nuria era «una pobre envidiosa muerta de hambre», y Jorge, un descerebrado que no tardaría mucho en tocar fondo por culpa de las drogas. No debía hacerles caso: eran dos personas mediocres y bastante limitadas, que no tenían demasiado que ofrecer. – No se parecen a nosotros, ¿entiendes? Son dos desgraciados. Nuria nunca conoció a su padre, y Jorge se mete de todo porque sus dos hermanos mayores son yonquis y lleva media vida viéndoles comprar papelinas. Aquellos comentarios susurrados a espaldas de quienes eran nuestros amigos debieron haber sido suficiente para ponerme en guardia contra Salva y comprender que era uno de esos seres venenosos y cobardes de los que uno debe huir como de la peste. Pero no lo hice. Al contrario, decepcionada por la actitud de los otros dos, busqué su protección y su cariño para descubrir, demasiado tarde, que Salva era una especie de sanguijuela que, una vez se había adherido a la piel, no se despegaba hasta haber succionado hasta la última gota de sangre. Para él yo era una víctima perfecta: joven, insegura, tonta como una mata de habas y fascinada por su personalidad transgresora, que le empujaba a hablar a gritos en el autobús para dejar bien clara su faceta de reinona o a vestirse de chaqueta y corbata para asistir a una clase en la universidad y epatar así al resto de los alumnos, que llevaban -llevábamos- vaqueros raídos y camisas con manchas de pintura al óleo hechas deliberadamente para acentuar nuestro aspecto de artistas bohemios. Salva y yo nos convertimos en inseparables, y él acabó tejiendo en torno a mí una invisible tela de araña hecha de un material capaz de separarme de todo el mundo, incluso de Jorge y de Nuria, a quien dedicaba a veces duros calificativos que yo encontraba llenos de ingenio. Además, la agudización de su conflicto familiar -su padre le había expulsado de casa y retirado definitivamente la generosa asignación mensual que hasta entonces le estaba enviando- le convirtió ante mis ojos en un ser necesitado de calor y de afecto. Para poder pagar el alquiler de su estudio, una buhardilla en Malasaña que había decorado con muy buen gusto, había empezado a trabajar de camarero en un bar de la zona, y por las noches pinchaba discos en un pub. Cuando acabó el trimestre, Salva iba más bien poco por la facultad, pero había adquirido un cierto estatus dentro del mundo de la noche madrileña. Le dejaban entrar sin pagar en casi todos los locales de moda, y tenía copas gratis en una docena de garitos, aunque lo cierto es que sus trabajos apenas le permitían hacer vida social. Yo solía acompañarle al pub en el que trabajaba de disc-jockey y me quedaba toda la noche allí, junto a la cabina, dándole conversación y yendo a la barra a buscarle copas. Bebía bastante, pero el alcohol no parecía afectarle. Luego, a las cinco de la mañana, le acompañaba en su peregrinar por otros locales donde los porteros nos franqueaban la puerta, y permanecía a su lado hasta que Salva encontraba a alguien con quien acabar la velada. Cuando eso ocurría, yo me marchaba sola al colegio mayor, aturdida por el ruido de la música y las luces estroboscópicas de las discotecas, acompañada de una rara sensación de derrota que nunca quise diseccionar. Cuando regresamos de nuestras vacaciones navideñas -que Salva, para mi consternación, había pasado en su buhardilla, lejos de cualquier entrañable ambiente familiar- dijo que necesitaba hablar conmigo. Había contraído algunas deudas, me explicó. Su padre seguía sin pasarle dinero, y su sueldo como camarero y pinchadiscos apenas le daba para cubrir sus gastos que, sólo ahora -al darse cuenta de que su padre no estaba jugando de farol al retirarle la paga-, había empezado a reducir. Yo, que acababa de recibir de mi familia algunos regalos en forma de dinero, puse a su disposición la pequeña fortuna reunida -unas cincuenta mil pesetas- y que, de acuerdo con mi concepción burguesa de la vida, había previsto ahorrar para poder hacer algún viaje en la época estival. Salva agradeció mi gesto exageradamente, me abrazó y me dijo varias veces que era la mejor amiga que había tenido nunca, y también que me devolvería el dinero «con intereses» en cuanto se aclarase su situación material. Pasaron los meses. Jorge y Nuria se fueron a vivir juntos, y nos propusieron a Salva y a mí que nos trasladásemos con ellos a un enorme piso lleno de corrientes de aire que habían encontrado por medio de un anuncio. Pero Salva dijo que quería seguir viviendo solo, y en cuanto a mí, mis padres no hubiesen autorizado mi traslado a un piso compartido. Sus instrucciones cuando llegué a Madrid habían sido muy claras: los dos primeros años, en una residencia universitaria. Luego, ya veremos. Nuestra negativa encolerizó a Jorge y a Nuria, que al no contar con nuestro concurso tuvieron que renunciar a aquel piso destartalado e inhóspito para irse a vivir a un apartamento, igualmente desolado pero más pequeño, y por ende más barato. Salva ignoró su reacción, que calificó de «extemporánea» -yo ni siquiera sabía qué significaba aquella palabra-, y luego me dijo que, el curso siguiente, él y yo podríamos alquilar juntos un piso agradable cerca de la universidad: «Ni muerto viviría con esos dos, y menos en una casa que se pareciese a ellos.» Yo le reí la gracia. Estaba subyugada por Salva, por su personalidad arrolladora, por su forma de vivir al margen de las conveniencias sociales, incluso por su promiscuidad. Estábamos a finales de los ochenta, y sabíamos e ignorábamos tantas cosas sobre el sida, que lo normal era adoptar una actitud cuando menos prudente con respecto a las relaciones sexuales. Él no lo hacía. Cambiaba de pareja, se enamoraba todos los días de los tíos más variopintos y alardeaba de su faceta conquistadora, cuyo trabajo en el mundo de la noche había contribuido a consolidar. A mí sólo me preocupaba que usase preservativos, y a veces los compraba por mi cuenta y se los dejaba, bien visibles, sobre la mesa de noche de su habitación. Un día, Salva llegó exultante a una clase de dibujo. Me dijo que había tenido un golpe de suerte: su abuela, una viuda rica que le adoraba -y que debió de quedarse de una pieza al saber que su nieto mayor era homosexual- había decidido unilateralmente romper el bloqueo económico al que estaban sometiéndole sus padres. La buena señora iba a mandarle cien mil pesetas al mes, una cantidad que hace casi veinte años era más que respetable y con la que cualquiera hubiese podido vivir con cierta holgura. Cualquiera excepto Salva, que acostumbrado como había estado a nadar en la abundancia, y amargado tras sobrevivir malamente durante aquellos meses de escasez, tardaba un abrir y cerrar de ojos en gastar cada céntimo que su abuela le enviaba. No puedo reproducir la lista de cosas prescindibles que Salva compró aquel trimestre, pero recuerdo con especial alarma una camisa de seda transparente -que jamás se puso porque, según él, «le hacía parecer más gordo»-, un guardapolvos firmado por un diseñador emergente -que no llegó a estrenar porque se lo regaló a uno de sus amiguitos- y una tetera de plata que adquirió porque, dijo, le recordaba a una que había visto expuesta en una muestra sobre la secesión vienesa abierta en el Reina Sofía. Hubo más cosas, por supuesto, pero no recuerdo cuáles. Sólo que todas eran caras e inútiles. Mientras tanto, yo me apañaba como podía con la magra asignación que me enviaban mis padres, y me preguntaba -sin hacerle partícipe de mis componendas- cuándo se avendría Salva a devolverme las cincuenta mil pesetas que le había prestado cuatro meses atrás. Llegaron los últimos días de curso, y Salva ni siquiera hizo mención a la deuda que tenía conmigo. Mientras un grupo de compañeros que había conocido en el trimestre previo a las vacaciones pergeñaba unos atractivos planes para pasar el verano en el sur de Portugal, mis perspectivas vacacionales se reducían a recluirme con mis padres en la casa del campo, pues no tenía dinero para viajar a ningún sitio. Salva pensaba irse a París: unos amigos suyos -Salva tenía amigos en todas partes del mundo- estaban viviendo en un apartamento en Montmartre, y le habían invitado para los meses de julio y agosto. Yo nunca había estado en París. En realidad, nunca había estado en ningún sitio que a mi entender mereciese la pena. Escuchar los planes de los demás, no digamos ya hojear las guías que Salva dejaba desparramadas encima de la mesa, producía en mí una rara mezcla de melancolía y envidia. Después de saborear durante nueve meses la tan ansiada libertad, ahora me veía obligada a regresar al nido para ceñirme, una vez más, a una larga lista de obligaciones familiares, por no hablar de horarios y otros horrores en relación a la vida bajo el techo paterno. Una noche, después de volver del cine, y tras escuchar el parloteo incesante de Salva acerca de sus expectativas veraniegas -visitar el Louvre y el museo de Orsay, patinar por los Campos Elíseos, comer Había recogido mis papeletas de la universidad antes de marcharme, y las calificaciones obtenidas habían sido decepcionantes. Había suspendido dos asignaturas, y merecido aprobados miserables en todas las demás. No es que esperase otra cosa -no había dado golpe en todo el curso, excepto los quince últimos días antes de los exámenes finales- pero las malas notas fueron algo así como el toque de gracia: el último ingrediente para el cóctel amargo de un verano infeliz. Cuando llegué a mi casa estaba de mal humor, y culpaba de mi situación a todo aquel que se cruzaba en mi camino, empezando por mis padres, que de haber sido ricos hubieran podido sufragarme unas vacaciones agradables en el extranjero o, en su defecto, en alguna playa. Mi amargura llegó hasta tal punto que me pasaba el día encerrada en mi habitación, de la que sólo salía para quejarme de todo y de todos -del tiempo, de la comida, del ruido de la casa, de las visitas intempestivas de parientes que venían a tomar el sol en nuestro jardín- o paseando, sola y ceñuda, por los alrededores de la finca de mis padres. Mis hermanos decidieron tomarse a chacota mi mal genio, y se complacían en zaherirme con unas bromas que entonces considerable crueles. Mi padre optó por ignorar mi pésimo talante diciéndose, supongo, que ya se me pasaría. Pero mi madre estaba hecha de otra pasta, y una tarde en que sólo estábamos en casa ella y yo, me cogió por banda y lanzó una feroz perorata acerca de mi «incalificable comportamiento» durante aquellos días de verano. No era propio de mi madre hablarme así, mucho menos ser tan dura en sus juicios. Aunque aquella tarde subí a mi cuarto echando sapos y culebras sobre las vacaciones, sobre aquella casa y sobre mi familia, la riña de mi madre sirvió para que mi conciencia diese la voz de alarma. Estuve seis horas encerrada en la habitación -ni siquiera quise bajar a cenar- pero, ya a medianoche y después de un severo examen de la actitud mantenida durante aquellos días, llegué a la conclusión de que estaba metiendo la pata al dirigir mis malas vibraciones en la dirección equivocada. Antes de acostarme me senté delante de mi escritorio, y de un solo golpe escribí a Salva una carta incendiaria en la que le reprochaba su escasa consideración para conmigo, haciendo alusiones concretas al dinero que me adeudaba desde hacía más de seis meses. Metí aquel folio en un sobre sin releerlo -no quería caer en la tentación de atenuar ninguna de mis acusaciones- y al día siguiente le pedí a mi padre que lo echase al correo cuando fuese a la ciudad, esperando que llegase cuanto antes al coqueto apartamento de Montmartre donde mi supuesto amigo vivía, en parte a mi costa, su particular versión de Ese verano aprendí, entre otras muchas cosas, que el correo en España no funciona tan mal como podemos pensar. Una semana después de que le enviase la mía, llegó desde París una carta de Salva. Recuerdo que tardé unos minutos en abrir aquel sobre, consciente de que su contenido iba a marcar un antes y un después en muchas cosas. Cuando por fin me decidí a leer aquellas páginas, me encontré con una violenta diatriba acerca de mi deslealtad, mi desinterés, mi ingratitud. Salva me hablaba del «profundo disgusto» que mi carta le había provocado, y de lo mucho que le había dolido descubrir que, para mí, nuestra amistad «valía sólo cincuenta mil pesetas». Podía imaginar a Salva redactando indignado aquellas líneas mientras consumía indolentemente pedacitos de Al acabar de leer aquella carta hiriente, me sentí a la vez molesta y tranquila: las palabras de Salva eran sólo la prueba fehaciente de que, como llevaba algún tiempo sospechando, mi supuesto amigo era un ser egoísta y taimado, cuya idea del afecto estaba ligada al concepto de servidumbre voluntaria. En su particular código de conducta, las cosas funcionaban así: Salva era el centro del universo, y los demás, pobres planetas condenados a girar para siempre alrededor del astro rey. Porque ésa era nuestra obligación: servir a Salva, con nuestra pleitesía, con nuestro afecto, con nuestro dinero si era preciso. ¿Cómo me había atrevido yo, simple súbdito, a importunar las bien ganadas vacaciones de Salva reclamando el pago de una deuda? ¿Cómo no había caído en la cuenta de que aquellas miserables cincuenta mil pesetas eran mucho menos de lo que valía el estar incluida en su nómina de favoritos? De pronto me pregunté con cuántas personas se habría comportado así antes de que yo apareciese en su vida. Probablemente había habido otras víctimas que, fascinadas por su personalidad seductora, se habían dejado seducir por el canto de sirenas de su amistad de cartón piedra. Al pensar en que todo aquello había acabado, sentí una profunda sensación de alivio y una tranquilidad interior que llevaba muchos meses sin experimentar. Dispuesta a dar completo carpetazo a aquella historia, y también a mi actitud de las últimas semanas, decidí hablar con mi madre para ofrecerle una explicación sobre lo ocurrido. Al principio pensé en organizar una especie de consejo de familia -algo que había visto en algunas teleseries americanas- donde todos los miembros de la mía tendrían ocasión de hacerme reproches mientras yo, humildemente, escuchaba sus recriminaciones y les pedía perdón. Pero me dije que, a pesar de que mi actitud habría exasperado a todos por igual, había sido mi madre la única en coger el toro por los cuernos y cantarme las verdades del barquero. Mis hermanos se habían limitado a defenderse de mis desdenes con burlas de todo tipo, y mi padre, a ignorar mi conducta a la espera de la llegada de tiempos mejores. No, no merecían en absoluto una explicación, puesto que tampoco se habían tomado la molestia de demandarla. Así que a la mañana siguiente, en la primera ocasión que tuve -mi padre había ido a la ciudad, y mis hermanos a darse un chapuzón en la piscina- me acerqué a mi madre. Llevaba puestos unos vaqueros descoloridos y una camisa que había sido de mi padre, y estaba limpiando el jardín delantero. No importa que sea verano o invierno, en Galicia siempre hay hojas secas que recoger, rastrojos que arrancar y malas hierbas que eliminar, y mis padres no podían permitirse un jardinero, así que solían acometer ellos mismos aquellas tareas de las que nosotros, sus hijos, procurábamos escaquearnos en la medida de lo posible. Por eso mi madre debió de extrañarse cuando me ofrecí a echarle una mano. – ¿Te ayudo? – Claro. Así acabaré antes. Mi madre empuñaba una especie de escoba de metal con la que rastrillaba las hojas antes de depositarlas en una carretilla, donde ya había un montón de abrojos y zarzas extraídas de raíz. Busqué otro rastrillo y recogí algunas hojas, y mientras lo hacía, sin levantar la vista del suelo, se lo conté todo, sin dejarme nada en el tintero. Le hablé de Salva, y también de Jorge y de Nuria, de hasta qué punto me había sentido halagada cuando me incluyeron en su círculo -sólo unos meses después no entendía qué había de atractivo en semejante situación-y mis posteriores dificultades de adaptación a un entorno que no se parecía al mío. También le describí cuidadosamente mi relación con Salva, que sólo ahora me doy cuenta de que era una especie de noviazgo enfermizo sin sexo de por medio. Y, por fin -sintiéndome, eso sí, bastante despreciable- le hablé de mi deseo de pasar unas vacaciones como es debido, en lugar de estar condenada a recluirme en la casa familiar, lejos de todo contacto con mis contemporáneos y haciendo las mismas cosas que hacía en los veraneos de mis doce, trece o catorce años, y de cómo el dinero que Salva me adeudaba hubiese sido bastante para proporcionarme siquiera unos días en la playa, junto a mis compañeros, o un sencillo viaje solitario a alguna capital europea. Luego, para completar la historia, le enseñé la carta de Salva, y, en una buena muestra de mi estupidez, todavía sentí un ramalazo de orgullo al ver una vez más el matasellos de París: mi vida conservaba un evidente toque de sofisticación, pues incluso aquella carta cuajada de insultos llegaba nada menos que de la capital de Francia, de la ciudad de la luz, del refugio de la generación perdida, de los pintores impresionistas y los carteles de Toulouse-Lautrec. Mi madre, lejos de fijarse en el origen de la carta -ni me escuchó cuando le dije «me la ha mandado desde París. Está pasando allí el verano, en el apartamento de Michel y Jean Marc». Pronuncié aquellos nombres como si conociese a sus portadores y marcando ligeramente el acento francés, en lo que me pareció una buena muestra de cosmopolitismo- la leyó por encima y luego me la devolvió. Ni siquiera parecía enfadada, mucho menos indignada. – Hay que ver qué gente anda por el mundo. Me sorprendió aquella frase; nunca había pensado que mis amigos -menos aún Salva- pudiesen ser reducidos por nadie a la tibia y vulgar categoría de gente. Luego, en una muy previsible filípica maternal, me dijo que es muy difícil conocer a las personas que uno va encontrándose en el camino, y que las decepciones con los amigos son el pan nuestro de cada día, lo cual no debe inducirnos a desconfiar de la gente, pero sí hacernos más prudentes en nuestras nuevas relaciones. Era el discurso que yo esperaba: el de cualquier madre afectuosa y comprensiva. En realidad, no me estaba descubriendo nada nuevo con sus bienintencionadas disquisiciones. Cada cosa que mi madre me dijo aquella mañana ya la había pensado yo, pero fingí que sus consejos iban a servirme de mucho, porque era lo menos que podía hacer. Cuando ya había dado aquella charla por terminada y estaba a punto de sellar con un beso nuestra reconciliación, mi madre añadió algo más. Dijo, muy tranquila, que lamentaba no estar en condiciones de proporcionarme un verano mejor, que nada le hubiera gustado más que poder sufragar un curso de idiomas o un viaje por alguna región europea, pero que por más números que hiciesen mi padre y ella, no podían ir más allá de pagarme la matrícula en la universidad y la estancia en el colegio mayor. De todas formas, concluyó, tenía un poco de dinero ahorrado, y me lo cedía con mucho gusto en el caso de que todavía estuviese a tiempo de reunirme con mis compañeros en su visita al Algarve. Ahora, casi veinte años después, todavía soy capaz de reproducir en mi interior la intensa vergüenza que despertó en mí la oferta de mi madre. Pensé que, de estar en un telefilm, habría llegado el momento de lanzarme a sus brazos, llorando y pidiendo perdón por mi vergonzoso proceder de los últimos días, acentuado ahora por su magnanimidad al poner a mi alcance aquel dinero ahorrado y destinado, con toda seguridad, a alguna reparación casera no del todo necesaria, o simplemente a, como dicen los americanos, «un día de lluvia». Pero eso no era lo que ella esperaba de mí. Mi madre era enemiga de numeritos sentimentales y escenas emotivas. Así que me limité a darle las gracias y a rechazar su concurso en mis vacaciones. De todas formas, le dije, tenía que estudiar para aprobar en septiembre las dos asignaturas que había suspendido. Ella y yo pasamos el resto de la mañana retirando la maleza del jardín que había delante de nuestra casa. Encendimos una pequeña hoguera en el suelo enlosado cercano al garaje, y allí fuimos quemando los desperdicios que afeaban la hierba y los parterres de flores. Recuerdo aquella fogata, y el humo azulado que dejaban los rastrojos al quemarse, y cómo mi madre y yo regresamos a casa, acabada ya la tarea, con la cara tiznada, las manos llenas de ampollas y el pelo oliendo a humo. No habría vuelto a recordar aquella escena de no ser por mi sueño de hoy, en el que mi madre volvió a aparecer con sus vaqueros y su camisa de cuadros, limpiando el césped y deshaciéndose de todos los elementos indeseables que por allí había. Es ahora cuando me doy cuenta de que fue precisamente aquella mañana, pasada entre rastrillos y hierbajos, cuando mi madre y yo empezamos a hacernos amigas. Amigas de verdad. No confidentes ocasionales, ni mutuas depositarias de secretos que perderían trascendencia con el paso del tiempo. Mi madre murió sin saber todo de mí, y yo la perdí sin haber llegado a saber todo de ella. Pero no me importa lo más mínimo: eran asuntos menores, pequeños pecados veniales, diminutas porciones de intimidad a las que habíamos decidido negar nuestro mutuo acceso. Pero aquella mañana, en el jardín, ayudándola a llenar la carretilla de hojas sin vida, pasando afanosamente el rastrillo por el césped liso del jardín, mi madre y yo pusimos, sin necesidad del trasfondo de fuegos artificiales, los cimientos de una amistad que habría de consolidarse en los años venideros. Nuestras vidas fueron completamente independientes. Conservamos las dos muchos espacios de privacidad en los cuales no había cabida para la otra. Pero supimos crear entre ambas un hilo de mutua compresión y de verdadero afecto, que nada tenía que ver con el hecho de compartir un mismo código genético. Amaba a mi madre por ser mi madre, pero también porque era buena, porque escuchaba, porque sabía reírse y respetar mis secretos y mis silencios. Porque nunca quiso saber nada que yo no deseara contarle. Porque jamás me preguntó. Porque, cuando le confiaba algo, era porque sentía la necesidad de hacerlo y no porque me sintiese obligada a ello. Porque sabía que siempre habría cosas que no tenía por qué contarle, y que ella jamás se sentiría herida por quedar al margen de una parcela de mi vida. Y, sobre todo, porque nunca me juzgó, porque me aceptó como soy y jamás interfirió en mi vida ni intentó moldearme. Y así se forjó entre ambas una verdadera, una sólida amistad capaz de superar cualquier cosa. Incluso una enfermedad grave. Incluso el sufrimiento. Incluso la muerte. Amar a mi madre más allá de su condición maternal sirvió, no voy a negarlo, para complicar las cosas cuando la perdí. No sólo me quedé sin una madre. Perdí también a alguien especial con quien había trabado una relación particular, muy diferente a la que tenía con ninguna otra persona en el mundo. Por eso ahora que el dolor por su muerte va cambiando de forma, lamento cada vez más el que no esté. Mi madre. Mi cómplice. Mi socia, algunas veces. La mejor interlocutora para un puñado de cosas. Alguien que dominaba el arte de la conversación y la particular disciplina de la risa. Una mujer que atesoraba recuerdos ínfimos de asuntos sin importancia y se construía con ellos su memoria particular. Conozco al dedillo la infancia de mi madre, pues ella se preocupó de hacerme llegar su personal colección de momentos dichosos. Sé cómo celebraba las Navidades y los juguetes que tenía, conozco los nombres de sus compañeras de clase, sé quiénes eran sus amigas y quiénes no. Ella evocó para mí su primer viaje con mi abuela -una fabulosa aventura que las llevó de Lugo a Cádiz en tren, y de allí en barco a Gran Canaria, para que pudiese conocerlas a ambas la familia insular de mi abuelo-, su primer traje largo, las pruebas de su vestido de novia, los primeros tiempos de recién casada. Han llegado hasta mí algunos de sus libros, una caja de lata llena de muñecas recortables con su colección de vestidos de papel, un diminuto juego de café de porcelana que me permitió utilizar siendo yo muy pequeña sin decirme «no lo rompas». Fue ella quien se preocupó de que mis hermanos y yo conociésemos la historia de cada uno de los miembros de nuestra familia, incluso de aquellos parientes lejanos a quienes nunca conocimos. Cuando yo era niña, aquellas historias me hacían pensar que procedía de una fabulosa estirpe de hombres y mujeres excepcionales. Supongo que no lo eran, pero mi madre nos hablaba de sus vidas y daba a la narración un tono épico que engrandecía cada acontecimiento y lo hacía más atractivo para la curiosidad de una niña impaciente de seis, de siete, de ocho años. Mi madre sabía administrar la nostalgia. Qué suerte es poder acordarse de tantas cosas buenas, me dijo una vez cuando ya estaba enferma. No recuerdo qué le contesté, pero sí que tuve que volver la cabeza porque los ojos se me habían llenado de lágrimas. Pensé si, cuando ella ya no estuviese, sería capaz de quedarme con eso, de considerarme afortunada por haber tenido la ocasión de vivir a su lado momentos que merecían recordarse y si algún día sería capaz de echar mano de ellos sin perder el dominio de mí misma, sin abandonarme a un llanto que me obligase a detener el mecanismo de la memoria. Ahora, al pensar en mi madre se me vienen a la cabeza muchas cosas, casi siempre en un amable desorden, como en una tormenta de buenos recuerdos que invaden mi memoria. De todos, uno de mis preferidos es el de un viaje a Londres que mi madre, mi hermana y yo hicimos en las vísperas de la Navidad de 1998. Yo había sido comisionada por el resto de nuestro pequeño grupo para encargarme de la logística, así que me ocupé de comprar los billetes de avión y de reservar una habitación triple en un hotel del centro. Eran los tiempos previos a internet, así que tuve que recurrir a una agencia para conseguir nuestro alojamiento londinense. Me aseguraron que era un hotel «moderno y tranquilo», muy agradable y de categoría superior, pero cuando llegamos a la ciudad nos encontramos con un tugurio monstruosamente grande, oscuro y mal ventilado, donde grupos de turistas escandalosos tiraban al suelo los envoltorios de las chocolatinas y las latas de refrescos. Yo, que me sentí responsable de todo, entré en nuestra habitación cochambrosa y pequeña hecha una auténtica furia. Pero mi madre, a quien no iban a arredrar unos cuantos papelotes en el suelo ni la luz fluorescente que iluminaba el vestíbulo, se sentó en la cama y se echó a reír. – Ay, Cecilia, no le des más vueltas. No es para tanto. Todo lo que tenemos que hacer es pasar en este sitio la menor cantidad de tiempo posible. No hemos venido a Londres para estar metidas en una habitación. Al margen del hotel repugnante, ni un solo contratiempo entorpeció aquel viaje. Fueron cinco días de intensas caminatas, de compras, de alegres visitas a los museos y a los mercados callejeros de Portobello Road y Candem Town. Comimos bocadillos de pastrami y compramos mermeladas en Fortnum and Mason, y tomamos el té en Covent Garden y medias pintas de cerveza en pubs que se llamaban Los Hombres del Rey o La Rosa y el León. Entramos en la abadía de Westminster y en la catedral de San Pablo, y tuvimos que reprimir un ataque de hilaridad al contemplar el túmulo funerario que Al Fayed había levantado en Harrod's en honor de su hijo y de Lady Di. Nos reímos mucho en aquellos días. Estábamos las tres juntas y éramos felices, cada una a su manera. Una noche, al volver al «Hotel Pesadilla», nos encontramos con un concierto improvisado junto al Eros de Piccadilly Circus. Un joven muy delgado, de larga y rizada melena castaña cantaba, acompañado de una guitarra, antiguos éxitos incontestables de Lennon y McCartney, John Denver, Phil Collins y Cat Stevens. Atraídos por la voz poderosa del cantante y su virtuosismo con la guitarra, a su alrededor se fue congregando un grupo cada vez más nutrido de paseantes y noctámbulos. Hacía mucho frío y era bastante tarde, pero permanecimos más de media hora allí, acompañando canciones que mi hermana y yo conocíamos tan bien: Otro de mis recuerdos no es tan idílico como el de aquella noche entre música y adornos navideños. Fue algo que nos ocurrió a mi madre y a mí un año antes de que se declarara su enfermedad. Ella había venido a Madrid para asistir a la última prueba del traje de novia de mi hermana, y creo que nos dirigíamos juntas hacia el estudio del diseñador. La convencí para tomar el metro y escapar así de los atascos. El vagón, que estaba medio vacío cuando nos subimos, se llenó en la siguiente estación. Entre los que se montaron viajaba una joven marroquí muy guapa, de ojos oscurísimos y pelo suelto a la espalda. Llevaba una blusa de inspiración árabe y una falda larga y ajustada que le marcaba las caderas. Cuando entró, muchos hombres la miraron. Ella fingió no darse cuenta, pero esbozó una media sonrisa y se atusó la melena rizada y sedosa con cierta coquetería. Uno de aquellos hombres no apartó la vista de ella. Me dio la impresión de que también era magrebí, y había en la mirada que dirigía a la chica una extraña mezcla de deseo y orgullo de raza. De vez en cuanto vigilaba la existencia de otras miradas, como si la joven fuese una especie de trofeo patrio a defender de la curiosidad ajena. El convoy se detuvo y la muchacha se dispuso a bajar. Y entonces, el hombre que la había estado mirando durante todo el viaje, su posible compatriota, le pasó la mano por el culo. La chica le miró, pero no dijo nada. En su rostro se dibujó una expresión resignada que me pareció más de un profundo hastío que de indignación, como si no fuese la primera vez que un desconocido le manoseaba las nalgas sin su consentimiento. Mucha gente se dio cuenta de lo que había ocurrido, pero nadie intervino. Yo tampoco lo hice. Cambié una mirada de disgusto con mi madre, y ella meneó la cabeza con aire reprobatorio. Me pregunté qué hubiese pasado si la muchacha agredida hubiese sido una española. ¿Hubiésemos reaccionado igual? Quiero pensar que sí. La vida en las ciudades nos ha enseñado a evitar conflictos, de forma que procuramos escapar de todo aquello que no nos incumbe de forma directa. Y, para colmo, aquella chica a la que habían magreado ni siquiera era uno de los nuestros, sino una extranjera, igual que su agresor. De pronto me dio la impresión de que al ver lo ocurrido muchos pensaron algo así como «es cosa de ellos». Ellos y nosotros. Dos mundos distintos, el nuestro y el de los que vienen de prestado. Que se maten entre ellos, escuché decir a alguien cuando, cerca de mi casa, dos ecuatorianos golpearon a otro hasta abrirle la cabeza en mitad de una pelea. Pues eso. Que se peleen, que se insulten, que se ofendan. Que se hagan daño. De todas formas, no es cosa nuestra. Intenté pensar en qué estaría haciendo la chica a la que acababan de manosear. Quizá ya habría olvidado el incidente. Quizá no. Quizá estuviese llorando de rabia. Quizá no tenía a nadie a quien contar lo que le había ocurrido. A lo mejor estaba sola en mitad de la tierra prometida. Frente a mí, el tocaculos había vuelto a enfrascarse en la lectura de un diario deportivo. Era un tipo asqueroso, o al menos eso me pareció, alto, de espaldas cuadradas, con un lunar junto al ojo derecho y unos labios gruesos que se habían curvado en una sonrisa mientras agarraba el trasero de su víctima, pero que ahora habían recobrado una expresión adusta y desagradable. Era verano y hacía mucho calor. Algunos pasajeros se abanicaban con más bien poca fe, otros resoplaban. En Madrid, el mes de julio es terrible. Yo también tenía calor, y sentí alivio al ver que se aproximaba nuestra parada. Íbamos a bajar de aquel vagón que olía a sudor reconcentrado donde la temperatura era insoportable, íbamos a perder de vista para siempre a aquel tío repugnante que iba por ahí metiendo mano a mujeres que no podían defenderse. A las que nadie podía defender, pensé. Estábamos a punto de salir del tren cuando me di cuenta de que aquel hombre llevaba unas sandalias por las que asomaban unos pies enormes de dedos peludos y mugrientos. Yo también llevaba sandalias, de tiras y con un discreto tacón afilado. Así que, tras ceder el paso a mi madre, cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, cuando sólo unos centímetros me separaban del andén, clavé el delicado tacón de mis sandalias nuevas en los dedos desnudos de aquel hombre, que lanzó un aullido de dolor. Fingiendo sorpresa, le lancé una disculpa desapasionada y me bajé del convoy. Él me llamó puta a gritos. Y entonces, desde fuera, cuando las puertas se cerraban y él todavía podía vernos, mi madre le hizo un corte de mangas. Nunca, en toda mi vida, la había visto describir un gesto así. Ni siquiera sabía que fuese capaz de colocar los brazos en la posición correcta, y sin embargo, cuando hizo caer la palma de la mano sobre su antebrazo desnudo, consiguió hacer un ruido que sonó como un tiro en el andén. Un ruido que apostaría a que llegó hasta dentro del vagón y que yo saludé con una carcajada. A su modo, mi madre tampoco se había privado del deseo de venganza. Aunque aquella tarde, en el metro, ambas estuvimos de acuerdo en que nos habíamos limitado a hacer justicia. – Señorita Cecilia, hoy está muy guapa. Aquella mañana me había cortado el pelo después de muchos años de llevar una melena que había empezado a parecerme demasiado larga. – Muy guapa. A ver qué dice el señor Silvio cuando la vea. – Seguro que ni se entera. Los hombres no se fijan en esas cosas. – El señor Silvio sí. – Le hago una apuesta: si no se da cuenta de que me he cortado el pelo, me hace usted un bizcocho para mí sola. Y si dice algo del peinado, yo le compro una caja de bombones. Vamos juntas a verle. Pero no vale hacer señas, ¿eh? Entramos juntas en el salón, yo muy seria, Lucinda aguantando la risa con muy poco disimulo. – Buenas tardes, Silvio. – Buenas… ¿qué demonios te has hecho en el pelo? Lucinda soltó una carcajada sonora. – ¿Le gustan de licor? – Me gustan de todos modos. Que pasen buena tarde. Silvio me miraba con el ceño fruncido y sin entender. – No haga caso, es una broma entre nosotras. Bueno, supongo que ya sabrá que su hija está a punto de regresar. – Carmina me llamó ayer para contármelo. Parecía mustio mientras sostenía entre las manos la caja de fotografías. Me dio lástima verle así. – ¿No se alegra? – Sí, claro. Sobre todo por Antonio, que está mejor. Pero -carraspeó- bueno, para qué me voy a andar con rodeos, me da pena que no vayas a volver por aquí. En aquel momento, Silvio me recordó a aquel anciano enfurruñado con el que me encontré la primera tarde. – No diga tonterías. A menos que usted no quiera, tengo la intención de seguir viniendo a verle. – Te advierto que la historia está a punto de terminar. La mirada de Silvio se había iluminado otra vez, y como me había pasado otras tardes, pensé que hubiese sido estupendo conocer a aquel hombre hace medio siglo, cuando su parecido con Gregory Peck debía ser casi una provocación para los cazadores de autógrafos. – Bueno -contesté- supongo que tendremos que buscar otros temas de conversación. No crea que se van a librar de mí. Ni usted, ni Lucinda. ¿Y dice que la historia está acabando? – Así es. Y espero que el final te guste. Si el final no es bueno, las historias no valen la pena. Verás… … para sorpresa mía y desconcierto de todos los que compartían el secreto, las novelas policíacas de Nathaniel Prytchard se convirtieron en uno de los éxitos editoriales del momento. Los beneficios generados por los derechos de autor eran tan jugosos que la Organización me propuso utilizarlos para retribuir mis servicios, sustituyendo así al dinero que me entregaban en mano cada cierto tiempo. La solución era buena para todos, así que acepté. La excusa de mi fortuna como escritor me sirvió también para, en 1950, solicitar la excedencia en el ministerio, para disgusto de mi madre (que veía con mejores ojos un trabajo de funcionario que el oficio de chupatintas) y, por supuesto, de toda la familia de Carmen. Salvador Orenes me dirigió una filípica insoportable y larguísima, haciendo llamadas a la sensatez, al orden y al concierto, al sentido común y a la prudencia, que desaconsejaban el abandono de un puesto fijo y bien retribuido. La verdad es que escuché sus admoniciones como quien oye llover. Como la actividad de la Operación Puertas Abiertas era ya prácticamente nula, mi trabajo en la Organización también cambió de rumbo. Ya no tenía sentido que ejerciese de agente doble, y por eso me incorporé a otro tipo de tareas. Al haber dejado el puesto en el ministerio, mi disponibilidad para viajar era mucho mayor, así que al menos cuatro veces al año salía del país para hacer seguimiento de operaciones de búsqueda de nazis en países del cono sur, donde previamente se introdujeron los libros de Nathaniel Prytchard para dar cobertura a mis movimientos por Argentina o Chile. Durante aquellos años fui feliz con Carmen. Nuestra hija, Carmina, nació en el invierno de 1949, un año después de nuestra boda y cuando ya algunas de sus primas empezaban a cuestionarse la capacidad de mi esposa para ser madre. Para Carmen, la maternidad fue el mejor regalo que podía recibir de la vida. En cuanto a mí, mentiría si te dijese que el convertirme en padre supuso un cambio fundamental. Por supuesto que adoré enseguida a aquella niña, y me emocionaba un poco al pensar en su fragilidad, en su indefensión y en que llevaba mi misma sangre. Pero nunca consideré que el hecho de tener un hijo pudiese variar mis postulados vitales. Seguí viajando, seguí ausentándome de casa cada vez que mi trabajo en la Organización así lo requería, y seguí pasando fuera de nuestro hogar diez horas al día, supuestamente para encerrarme en un estudio a redactar nuevas novelas. Carmina estaba bien atendida y llenaba todas las horas de su madre. Siempre pensé que se bastaban la una a la otra, de forma que ninguna de las dos me necesitaba demasiado. Como si se tratase de una burla del destino, mientras yo renunciaba de forma voluntaria a una parte de la experiencia de la paternidad, Elijah y Mary Jo habían sabido que no podían tener hijos. Mi amigo me lo comunicó en una larguísima carta, y luego no volvió a mencionar el asunto. Zachary, que les veía dos o tres veces al año, dijo que la noticia había supuesto un terrible disgusto para ambos, y que habían rechazado por el momento la posibilidad de la adopción. Mary Jo me enviaba por su suegro multitud de regalos para nuestro bebé, y mientras Carmen contemplaba, alborozada, aquella primorosa colección de vestidos, capotitas y patucos, yo pensaba una vez más en la generosidad de la adorable mujer de Elijah, que compraba para nosotros, en las más exclusivas tiendas de Nueva York, las prendas que hubiese deseado poner a su hija. – ¿No van a venir nunca a España? -decía Carmen, que ni siquiera podía suponer la verdadera razón que impedía esa visita-. Me gustaría tanto conocerles… ¿Cómo es posible que ni siquiera tengas un retrato de tu amigo? – Elijah detesta hacerse fotos, te lo he dicho mil veces. – Al menos Mary Jo no tiene ese problema. -La señora West nos había mandado una preciosa fotografía suya, realizada antes de asistir a un baile en algún hotel de Nueva York-. Es tan guapa… Y siempre se acuerda de mandarnos cosas para Carmina. Qué pena que no pueda ser madre. Efraín y Hannah tampoco tenían hijos. Desde su boda habían viajado a España dos veces, en una ocasión a Ribanova para que Hannah conociese a mis padres -y que coincidió con la última etapa del embarazo de Carmen, lo que impidió que viajásemos al norte- y en otra a Andalucía, pues la agencia de fotos había encargado a Efraín un trabajo en la feria de Sevilla. De paso hacia su destino en el sur, se detuvieron unos días en Madrid para visitarnos. Carmen quería que se quedaran en nuestra casa, pero Efraín dijo que su agencia le pagaba los gastos, y él y Hannah se alojaron en una pensión de la Gran Vía. A mi mujer le disgustó que no hubiesen querido quedarse en el piso de Velázquez. – Ya son ganas de dormir en una fonda cuando aquí hay sitio de sobra para todos. – Preferirán estar a su aire… – Pero, Silvio, es tu hermano… – Efraín es tozudo como una mula. Si ha decidido dormir en la pensión, lo hará de todos modos y digamos lo que digamos. En el fondo, para mí fue un alivio que mi hermano y su esposa no aceptasen la invitación de Carmen. Me horrorizaba la idea de vivir bajo el mismo techo que Hannah Bilak pretextando una fraternidad hacia ella que estaba muy lejos de sentir, a pesar de que en los últimos meses había conseguido apartarme de su recuerdo y pensar en ella como la mujer de mi hermano. La primera vez que la vi, cuando fui a recogerles en aquella pensión húmeda y mal iluminada, me di cuenta de que el amor que había sentido por ella mucho tiempo atrás había evolucionado hasta convertirse en algo mucho menos puro: me avergüenza decirlo, pero al verla experimenté algo que tardé un tiempo en darme cuenta de que era una suerte de rencor, como si no pudiera perdonar a aquella mujer el que hubiese elegido a otro hombre y mucho menos que ese hombre fuese precisamente mi hermano menor. Durante su corta estancia, salimos todos los días a cenar y a comer con Efraín y su esposa. Afortunadamente, mi mujer ignoraba por completo los rudimentos del – La verdad es que estos americanos son raros, pero raros de verdad… Recuerdo aquellos tres días en Madrid como unas jornadas largas y algo tensas. Hannah y Carmen no podían hablar entre sí, y Efraín y yo teníamos que oficiar de traductores. No pude por menos que recordar, una vez más, aquel verano en Varsovia, cuando éramos Hannah y yo quienes teníamos dificultades para entendernos, y Elijah e Ithzak nos servían de intérpretes. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que el problema entre las dos mujeres no tenía nada que ver con sus diferencias idiomáticas: Carmen y Hannah se habían detestado nada más verse. La mutua antipatía que desarrollaron (y que fue haciéndose más evidente a medida que pasaban los días) me pareció provocada por un misterioso proceso químico o quizá, simplemente, por un particular sexto sentido que tienen casi todas las mujeres. La última noche, cuando nos preparábamos para ir a cenar, Carmen esgrimió una disculpa para no acompañarnos. – Estoy un poco mareada y me duele la cabeza. – ¿Has tomado una aspirina? – Sí, pero no se me va. Si me paso la noche escuchándoos hablar en inglés y esperando a que me traduzcas lo que dice tu cuñada, la jaqueca me durará tres días. Id sin mí. Cuando Hannah supo que Carmen se había quedado en casa, dijo que tampoco cenaría con nosotros. – Estoy muy cansada, y mañana tenemos que madrugar. Además, creo que en los últimos años no habéis tenido ni un minuto para estar solos. Hannah tenía razón pero, en el fondo, yo me preguntaba si Efraín y yo necesitábamos de esa intimidad y si había cosas que deseásemos comentar libres de la presencia de terceras personas. Sea como fuere, mi hermano y yo entramos juntos en una marisquería cercana a la plaza del Callao, y nos dispusimos a pasar mano a mano nuestra primera velada juntos después de mucho tiempo. Empezamos hablando de cosas sin importancia: nuestros padres, algunos amigos ribanovenses a los que ambos habíamos perdido la pista, sus planes para hacer nuevos trabajos en su agencia, la inminencia de la publicación de mi octava novela… íbamos a pedir el postre cuando la mirada de Efraín cambió de repente, y entonces me di cuenta de que nuestra conversación anterior había sido un simple preámbulo, una forma de hacer tiempo hasta llegar a la cuestión que mi hermano quería atacar. – Háblame de Ithzak. Tardé unos segundos en reaccionar. El nombre de Ithzak Sezsmann nunca había sido pronunciado entre nosotros, ni Efraín se había referido a él en las cartas que nos intercambiábamos de vez en cuando. Entonces ¿a qué venía ese interés repentino por su persona? – Pues… no sé qué quieres que te cuente. Y, de todos modos, tú le conocías. ¿Recuerdas aquel verano en San Sebastián, con papá y mamá, cuando estrenaste la cámara que te había regalado Zachary West? – Ya, pero entonces yo era un niño y ni siquiera pude hablar con él porque no sabía inglés. Recuerdo mejor a su padre, ¿cómo se llamaba? – Amos. – Eso. Me parecía un hombre fascinante, tan corpulento, con las cejas pobladas y aquellas manos que no parecían suyas… pero no te vayas por las ramas. Hablábamos del hijo. Me invadió una sensación de fastidio. ¿Qué demonios le pasaba a mi hermano? No esperaba que alguien como Efraín pudiese sentir celos retrospectivos, y menos aún de alguien que llevaba nueve años muerto. – ¿A qué viene esto? – Es por Hannah. Ella nunca me había hablado de Ithzak. Si no es por Elijah y Mary Jo, ni siquiera hubiera sabido que estaban comprometidos cuando ella dejó Varsovia. Le pregunté por qué me había ocultado ese detalle y se echó a llorar. ¿Tú lo entiendes? Hannah no es una de esas mujeres que gimotean por cualquier cosa. Desde entonces he querido saber algo más de ese tipo, pero Hannah no parece muy por la labor. – ¿Por qué no le preguntaste a Elijah? – Oh, ya lo hice. Pero me contestó que no le gustaba hablar mal de los muertos. Pensaba que Elijah había enterrado ya para siempre sus viejos rencores y esas ideas absurdas sobre lo adecuado o no del comportamiento de Ithzak y los suyos durante el sitio de Varsovia. – Mira, Efraín, Ithzak era una persona excepcional y uno de los mejores amigos que uno pueda tener. Tenía talento, sentido del humor y era generoso y muy inteligente. Tuvo la mala suerte de nacer judío en la época y el lugar equivocado, y su pecado fue ése. Cuando los alemanes invadieron Polonia no quiso salir del país para no dejar abandonado a su padre, y tres años después murió en un campo de concentración. No hay mucho más que contar. – ¿Y por qué Elijah…? – A Elijah no le hagas ni caso. Se le ha metido en la cabeza que Ithzak y todos los judíos de Polonia tenían que haberse rebelado contra Hitler, y no perdona que no lo hicieran. En cuanto a las lágrimas de Hannah… bueno, supongo que no fue fácil para ella perder a su novio a los veinte años, y que durante este tiempo ha debido de intentar no pensar demasiado en él. Yo no le daría importancia. Si no quiere hablar de Ithzak, respétala. Bastante trabajo cuesta olvidar como para que te obliguen los demás a hacer memoria. Habíamos pedido un flan con nata y una copa de coñac. Mi hermano parecía satisfecho con las explicaciones obtenidas, y de pronto recordé algo. – ¿Sabes qué? Ithzak fue el primero en darse cuenta de que tenías un talento especial para la fotografía. Fue aquel verano, en San Sebastián, cuando te vio medir la luz para hacernos una foto. Tu hermano es un artista, me dijo. Eras sólo un niño con una cámara que te habían regalado, pero él supo ver que había un don en tí… Quédate con eso, Efraín. Unos meses después de aquel encuentro con mi hermano, Zachary me dijo que debía preparar las cosas para un viaje a Londres. – Algunos miembros de la Organización van a celebrar allí un encuentro, y supongo que te gustará asistir. Yo iré contigo… y habrá una feliz coincidencia. Elijah y Mary Jo viajarán también a Londres desde Nueva York. Van a firmar un convenio de colaboración con un estudio de arquitectura inglés, y al saber que tú ibas a estar en el país han adelantado el viaje. Hacía casi cinco años que no veía a mis amigos, y la idea de encontrarme con ellos me hizo incluso perder interés por los detalles de la reunión en la que iba a participar. Zachary seguía hablando, pero yo casi no le escuchaba. Elijah… desde mi conversación con Efraín no podía quitarme de la cabeza las palabras que había dedicado a Ithzak: «No me gusta hablar mal de los muertos», dijo cuando mi hermano quiso que le contase algo del primer amor de Hannah. Zachary se dio cuenta de que no estaba prestando atención a sus explicaciones. – ¿Sé puede saber en qué estás pensando? Es muy complicado engañar a un espía, así que decidí ser sincero. – En Elijah. El otro día Efraín me contó algo que no me gustó. Le preguntó por Ithzak y le contestó con una frase terrible. Zachary dejó sobre la mesa los papeles que estaba revisando y me miró. – Silvio… si hay alguna herida que cierra mal es la que causa el rencor. Ya sé que ha pasado mucho tiempo, pero mi hijo no perdona a Ithzak. No le perdona que se quedara en Varsovia, no le perdona que no plantase cara a los alemanes, no le perdona que aceptase la colaboración de algún nazi para escapar de Polonia, y supongo que tampoco le perdona por haber dado con sus huesos en Mauthausen. Pensé que se le pasaría, ¿sabes?, como cuando se enfadó conmigo por haber impedido que se alistase. Pero la cosa va a peor. Siempre que nos vemos, insiste en que por culpa de Ithzak tu vida y la mía también han cambiado. Que estamos dando la cara por el joven Sezsmann y por todos los judíos que, según él, vendieron barato el pellejo. Que nos dedicamos a buscar venganza y que ése es nuestro único objetivo. Zachary se quitó las gafas, las limpió y volvió a ponérselas con un gesto muy suyo, golpeando el puente de los lentes con la falange del dedo índice. – Lo peor de todo -añadió- es que a mi hijo no le falta razón. No, no pongas esa cara. Tú más que nadie has puesto tu vida al servicio de esta causa… – Zachary, no hay en mi vida ni un solo motivo de queja. Tengo una mujer estupenda, una niña preciosa y un trabajo… bueno, digamos que más que interesante. – Ya. Supongo que, tratándose de ti, Elijah quería algo más. Lo cierto es que no has tenido mucho donde elegir. Pero ya hemos hablado de esto alguna vez, así que no volveré sobre ello. En cuanto a mi hijo, confiemos en su buena suerte y dejemos que aparezca alguien que le quite de la cabeza esas ideas tan retorcidas. – Eres muy optimista. Zachary volvió a sus papeles. – Bueno, vamos a lo nuestro. Para que puedas justificar tu viaje, te he conseguido una invitación para dar una conferencia en un club de lectura londinense. Zachary siempre estaba en todo. Le miré con detenimiento mientras revisaba el contenido de una carpeta, y por primera vez caí en la cuenta de que el tiempo también había pasado para él. Acababa de cumplir los setenta y cuatro años, y a pesar de que conservaba su andar elástico y la elegante apostura militar de su pasado como héroe de guerra, era evidente que sus movimientos se habían vuelto un poco más torpes. Ahora necesitaba lentes para ver de cerca, y la vieja herida de combate le dolía con más intensidad en las vísperas de los días de lluvia. Aquella tarde, mientras Zachary West seguía hablándome con su entusiasmo habitual de nuestra próxima visita a Inglaterra, fui consciente por primera vez de que mi amigo era mortal y mucho más viejo que yo, y que un día, en un futuro que esperaba todavía lejano, tendría que verle morir y aprender a vivir sin su presencia. Es curioso, pero nunca había pensado algo semejante acerca de mis padres, que tenían la misma edad que Zachary e incluso peor salud que nuestro amigo americano. Ahora sé que lo que sentí aquella tarde fue el primer pánico ante la certeza de la pérdida, no de un ser querido, sino de la persona que me había servido de guía durante mi ingreso definitivo y real en la etapa de la madurez. – No sé en qué estás pensando, pero olvídalo -me dijo aquella tarde, y acepté con alivio su sugerencia-. Nos vamos a Londres dentro de diez días, así que arregla todo lo que tengas que arreglar y cómprate un paraguas. Por cierto, tu editorial ha recibido una oferta de un productor que quiere hacer una película basada en una de las novelas de Nathaniel Prytchard. – Vaya por Dios… – Pensé que te alegrarías. El cine da mucho dinero. – Ya, pero… no sé, cada vez me gusta menos toda esta farsa del escritor misterioso. No niego que me ha resultado muy útil durante todos estos años, pero no deja de ser un engaño. – Con un fin de lo más noble. Ahora sólo tenemos que encontrar a alguien capaz de hacer un buen papel como guionista… porque el productor se empeña en que sea el propio Prytchard quien haga el guión. – Sólo faltaba eso… Zachary se echó a reír. Al hacerlo, tuve la sensación de que se hacía un poco más joven, porque su risa sonaba igual que hacía treinta años. No volví a pensar en su muerte. No hasta que no tuve más remedio que hacerlo. Aunque no protestó, sé que a Carmen no le hizo ninguna gracia la perspectiva de mi conferencia en Londres. – Es el tercer viaje en lo que va de año. – Ya lo sé, pero no tengo más remedio que ir. Mis libros se venden muy bien en Inglaterra, y esa conferencia es parte del compromiso con el editor inglés. Y además… bueno, no sé si decírtelo porque aún es un secreto. Carmen tenía veintisiete años, y a pesar de su condición maternal, a pesar de su sensatez y su buen juicio, seguía siendo una niña capaz de entusiasmarse ante un misterio. – ¿Qué es? Vamos, cuéntamelo… no se lo diré a nadie… – Pues existe la posibilidad de que hagan una película basada en una de mis novelas. Es también por eso por lo que voy a Londres. El productor quiere conocerme porque pretenden que me encargue del guión. A Carmen se le olvidó de un golpe la inminencia de mi viaje. Me abrazó, feliz y orgullosa, y mientras me besaba prometía que no diría nada de aquel proyecto, ni a su madre, ni a sus primas, ni a ninguna de sus amigas, a pesar de que sabía lo mucho que iban a envidiarla cuando supieran que no estaba casada sólo con un escritor, sino también con alguien relacionado con los peces gordos del cine. Carmina, que nos observaba en su sillita, empezó a palmotear al percibir la alegría de su madre. Cuando recuerdo aquella escena sólo lamento no haber sido consciente en su momento de lo intensamente dichoso que fui durante aquella etapa de mi vida. Eso es lo malo de la felicidad: que resulta demasiado fácil acostumbrarse a ella. Llegamos a Londres en uno de los primeros días del otoño de 1952. Como Zachary había supuesto, estaba lloviendo cuando el avión aterrizó, y no dejó de llover durante los siete días que pasamos en la ciudad. No sé por qué me acuerdo de la lluvia. No cuando durante aquella semana sucedieron cosas tan extraordinarias y tan decisivas para la vida de todos. Pero prefiero ir por partes. Zachary había reservado dos habitaciones en un hotelito discreto en la zona de Gloucester Road, muy cerca del Museo de Historia Natural. Elijah y Mary Jo ya estaban allí. Habían llegado la noche anterior y nos esperaban para hacer una cena temprana. – ¡Silvio! Habían pasado cinco años desde la última vez, pero me dio la sensación que Elijah había envejecido casi un siglo. Tenía mi misma edad, treinta y ocho años, pero parecía mucho mayor que yo, y mucho mayor también que Mary Jo, que se había instalado en una edad indefinida en el paso entre la juventud y la madurez. La encontré tan guapa como siempre, igual de dulce y un poco más triste. Supongo que la maternidad frustrada presta una particular melancolía a la mirada de una mujer. Les abracé a ambos, y supe que seguíamos queriéndonos igual, a pesar de la distancia y del tiempo transcurrido. – ¿Cómo estáis? – ¿Cómo estás tú? ¿Has traído alguna foto de la niña? Oh, es una pena que no podamos conocerla. -Mary Jo apretó el brazo de Elijah-. A veces querría que este marido mío fuese blanco… Era un chiste cruel, pero todos nos reímos. Almorzamos juntos, y durante la comida nos quitábamos la palabra los unos a los otros. Había demasiadas cosas que contar. Elijah me hablaba del estudio. Mary Jo había empezado a trabajar en una especie de liga feminista organizada por un grupo de antiguas alumnas de Vasaar. Zachary les habló de la novela que podía ser llevada al cine, y el entusiasmo de Mary Jo me recordó al de Carmen. Era estupendo volver a estar entre amigos. – ¿Cuándo es la primera reunión? – Mañana por la mañana, en un club de caballeros de la calle Piccadilly. – Había olvidado vuestras malditas reuniones. -La voz de Elijah había adquirido un tono extrañamente desabrido-. Mary Jo quería ir a Hampstead a pasar el día. Zachary me miró fugazmente. – Podéis ir sin nosotros. Nos veremos a la hora de cenar. Al día siguiente, un coche vino a buscarnos a la puerta del hotel. Hubiese querido ir caminando hasta el lugar de nuestra cita, pero seguía lloviendo a cántaros. La reunión empezó a las nueve en punto. Se habló de muchas cosas: de éxitos y de fracasos, de búsquedas que habían culminado satisfactoriamente o no. Se habló de dinero, de donaciones, de los trabajos en colaboración con los servicios secretos ingleses y americanos. Lo cierto es que no había nada de especial en aquel encuentro, pero supongo que el tener ocasión de charlar con otra gente que estaba dedicada en cuerpo y alma a lo mismo que nosotros era una forma de mantener la moral. Muchos ya nos conocíamos. Habíamos coincidido en otras ocasiones, y supongo que por eso me llamó la atención aquel hombre de pelo cano que se había sentado en una esquina. No le había visto nunca. Debía de tener algunos años más que yo. Lucía un traje anticuado que parecía quedarle grande y una poblada barba blanca, y me pareció que miraba a su alrededor como si estuviera buscando algo. Sus ojos eran grandes y acuosos, tenía la piel muy blanca y los labios pálidos y una expresión inteligente y pacífica. Recuerdo que pensé que era uno de esos hombres que no se parecen a nadie. No tuve ocasión de saludarle hasta dos días después, cuando nuestro anfitrión en Londres -un misterioso gentil de antepasados judíos que había luchado en las dos guerras y financiaba de su bolsillo buena parte de las actividades de la sección inglesa de la Organización – hizo las presentaciones. – Quiero que conozca al señor Nalewki. El desconocido me sonrió antes de estrecharme la mano. – Llámeme Karol. – Soy Silvio Rendón. Encantado. – ¿De dónde procede usted? – El señor Rendón ha viajado desde España. Les dejo para que hablen. Por cierto, no les recomiendo que prueben el café. Es repugnante. Nalewki sirvió una taza de té para cada uno. – Así que español. Yo soy polaco. De Varsovia. – Conozco su ciudad. Estuve cuando era joven. Tenía dos buenos amigos viviendo allí, y pasé un verano en su casa. Quizá les conozca… se llamaban Sezsmann. Amos e Ithzak. El padre era un violinista famoso. Nalewki abrió mucho sus grandes ojos húmedos. – Sé quién era Amos Sezsmann. Teníamos discos suyos en nuestra casa. Mi madre era muy aficionada a la música. Recuerdo que decía siempre, ese hombre hace hablar a los violines. Ahora ella está muerta, y supongo que Sezsmann también lo está. – Falleció unos días antes del traslado al gueto. – Mi madre no tuvo esa suerte. Murió allí. De hambre. Al menos se libró del viaje a los campos. Confieso que me costó hacer la pregunta. – ¿Y… y usted? – Yo también me libré. Justo en ese momento nos pidieron que entrásemos de nuevo en la sala, pero yo no pensaba dejar así mi conversación con Nalewki. – ¿Tiene algún compromiso para comer? ¿No? En ese caso, déjeme que le invite. Usted, yo y un amigo americano. – Será un placer. La siguiente reunión se me hizo eterna, y creo que pasé buena parte del tiempo vigilando a Nalewki, como si temiese que pudiera escapar. Pero el desconocido no tenía intención de zafarse de mí, y en cuanto acabó la sesión acudió a mi encuentro. Le presenté a Zachary West y entramos juntos en un restaurante cercano. Allí, resguardados los tres de la lluvia y del frío, Nalewki nos confirmó que era un superviviente del gueto de Varsovia. – Entré allí con mi madre y mi hermano. Ella murió a los tres meses, y eso fue lo que nos salvó la vida a Janek y a mí. Los dos ingresamos en la Organización Judía de Lucha. Mi hermano murió durante la insurrección del 43. Yo conseguí escapar y me incorporé a la resistencia. Cuando acabó la guerra, mis parientes ingleses consiguieron localizarme y me establecí en Londres. Puse un negocio de baldosas. Suena vulgar, pero da mucho dinero. Sonrió otra vez, y fue entonces cuando me di cuenta de que Karol Nalewki era mucho más joven de lo que había supuesto. A menudo olvidaba que el sufrimiento físico y las verdaderas privaciones tienen la facultad de arrojar años encima de hombres y mujeres. – ¿Cuántos años tiene usted? -le pregunté. – Treinta y nueve. – La misma edad que tendría ahora Ithzak… me refiero al hijo de Amos Sezsmann. -Karol asintió-: Ya sé que es muy improbable, pero tal vez le conoció usted. Estaba en Varsovia cuando tuvo lugar la invasión. Nalewki meneó la cabeza. – Seguro que no. Su apellido me hubiese llamado la atención. Pero no es de extrañar. Piensen ustedes que éramos muchos miles en el gueto… Ni Zachary ni yo nos atrevimos a confesar nuestras sospechas acerca de la huida de Ithzak. ¿Cómo íbamos a hablar de algo así con una persona que había visto morir a dos de sus seres queridos, que había participado incluso en la quijotesca lucha armada contra los invasores alemanes? Fingimos prestar atención a la carpa asada que acababan de servirnos. – ¿Llevan mucho tiempo colaborando en la Organización? – Zachary es uno de los fundadores de la rama española -aclaré yo. – Y Silvio fue un agente doble que se infiltró entre los simpatizantes de los nazis. Me pareció que Karol Nalewki se acobardaba. – Pues debo decir que mi concurso se reduce a la ayuda financiera. El negocio de las baldosas, ya saben. Hubiera querido hacer más… pero tengo mala salud y no puedo participar en operaciones físicas. En un gesto muy suyo, Zachary West le dio una palmada amistosa en un brazo. – Usted ya hizo lo suficiente en favor de la causa durante el levantamiento del 43. Nalewki volvió a sonreír. Su expresión cambiaba sorprendentemente cuando lo hacía. – Me gustaría invitarles a cenar en mi casa de Richmond. ¿Qué tal esta noche? Mandaré un coche a recogerles donde estén alojados. Zachary pareció dudar. – ¿Puedo abusar de su hospitalidad? Mi hijo y mi nuera se encuentran en Londres… y me gustaría que él le conociera. ¿Tiene algún inconveniente en que se unan a nosotros? – Será un placer. Díganme dónde quieren que les envíe el chófer. Como era de esperar, Elijah puso el grito en el cielo ante la perspectiva de cenar en casa de un desconocido: «Sólo tenemos unos días para estar juntos, y lo único que se os ocurre es citaros con un judío chiflado.» Eso fue lo que dijo. Por fortuna, la siempre conciliadora Mary Jo dijo que ella «no» creía que nuestro nuevo amigo estuviese chiflado, y que, además, nunca había estado en Richmond y todo el mundo hablaba de las hermosas casas eduardianas de la zona. Elijah se dio cuenta de que se había quedado solo en sus reticencias, y no volvió a abrir el pico. El coche enviado por Karol Nalewki nos recogió a las siete en punto. Desde nuestro hotel hasta Richmond había unos cuarenta minutos de camino, que hicimos casi sin hablar. Seguía lloviendo con una lluvia mansa y persistente, una lluvia impávida y retadora que amenazaba con volverse eterna. El coche avanzaba por una carretera secundaria bordeada de árboles sombríos (creo que eran plátanos) que aún conservaban algunas hojas muertas agarradas a las ramas. Ojalá pudiese recordar lo que sentía al avanzar hacia la casa de Nalewki, en qué estaba pensando exactamente mientras nuestro coche recorría el camino bajo una densa cortina de agua. Pero lo he olvidado. Quizá porque no notaba nada especial. Ahora me pregunto cómo hubiese abordado aquel viaje de haber sabido que iban a ocurrir cosas capaces de marcar en mi vida un antes y un después. La casa de Nalewki tenía un frondoso jardín delantero protegido por una verja de hierro cubierta de una hiedra que, mojada por la lluvia, brillaba como si también estuviese hecha de metal. El coche avanzó por un sendero de gravilla hasta dejarnos en el porche. Karol Nalewki nos esperaba allí, y, quizá por contraste con la imponente fachada de la casa, se me antojó más pequeño y más débil que la primera vez que lo viera. – Karol, éste es mi hijo Elijah… su esposa, Mary Jo. – Me alegro de que hayan venido. Vamos a entrar, hace una noche horrible. Nalewki nos dijo que vivía solo en aquella casa. No sé por qué, se me ocurrió que aquel hombre estaría mucho más a gusto en uno de aquellos – He pensado en mudarme muchas veces… pero necesito espacio para el archivo… y además, no quiero hacer traslados hasta que terminemos la clasificación de todos los documentos. Está siendo más complicado de lo que había creído. – ¿Un archivo, dice usted? – Sí. Los papeles Ringelblum. Ni Elijah, ni Mary Jo, ni yo mismo sabíamos a qué se refería Nalewki, pero la cara de Zachary West había cambiado de color. – ¿Dice que tiene usted…? Nalewki parecía sorprenderse de nuestra ignorancia. – Pensé que lo sabían. Después del hallazgo, en 1946, trasladaron aquí toda la documentación. Así que llevamos más de seis años trabajando en la catalogación y la copia de los originales. Lo malo es que hay que ir con cuidado. Algunos están muy deteriorados. Es como tener en las manos un papiro egipcio o algo así, de forma que estamos tardando más de lo previsto. – Perdón -fue Elijah el primero en reaccionar-. ¿De qué están hablando? Fue Zachary quien le contestó. – Los archivos Ringelblum son algo así como la memoria escrita de los años del gueto. Un hombre, Emmanuel Ringelblum, se propuso levantar acta de las cosas que iban sucediendo desde que los judíos fueron obligados a trasladarse allí. Escribió cientos de páginas sobre la vida en el gueto, y también conservó cartas, fotografías, cartillas de racionamiento… Fue guardándolo todo en cajas, y escondiéndolo cuidadosamente. Cuando el gueto fue destruido, todo el mundo pensó que los papeles nunca se localizarían… – Pero, por fortuna, no sucedió así -añadió Nalewki-. Tuvimos que rastrear las ruinas casi centímetro a centímetro hasta dar con esas benditas cajas. Fue el 19 de noviembre de 1946. Yo estaba allí. – Así que es aquí donde están clasificando el archivo… – Dadas las circunstancias, intentamos hacer las cosas con la mayor discreción. Incluso en los países aliados queda gente interesada en que los documentos Ringelblum no salgan a la luz. Pero pensé que usted sabía que los tenía yo, entre la gente de la Organización no es ningún secreto. ¿Quieren pasar a la sala de catalogación? Creo que ya no hay nadie trabajando, los chicos suelen marcharse a eso de las siete. Seguimos a Nalewki por un pasillo largo y bien iluminado hasta llegar a una sala cerrada con llave. Al abrir, vimos una media docena de mesas de trabajo y centenares de papeles en aparente desorden. – Tengo que pedirles que no toquen los originales. Las copias de los documentos están en esas otras mesas. Pueden mirar cuanto quieran, hay más de una. Pero ninguno se movió. Supongo que estábamos demasiado conmovidos: allí, en torno a nosotros, se encontraban las pruebas que daban fe de una de las grandes ignominias de la historia. Aquellas cuartillas irregulares, escritas con tinta de colores diferentes, algunas desleídas, otras medio devoradas por el tiempo, la humedad o los insectos, habían sido redactadas desde el miedo y el espanto, pero también desde la necesidad de dejar constancia de todo el horror vivido. Aquellas páginas se escribieron para ser leídas mucho después, para que las viesen personas como Elijah, como Zachary o como yo, pero también para que, dentro de muchos años, pudiese leerlas mi hija, y los hijos de mi hija, y los hijos de sus hijos. En aquellas hojas había pánico y rabia, pero también una profunda esperanza en el tiempo por venir. Intentando sacudirnos la primera sorpresa, empezamos a prestar atención a algunos de los documentos que nos señalaba Nalewki. A Mary Jo le llamó la atención un texto que estaba enmarcado en la pared. – Es un poema de Wladyslaw Szlengel -dijo Nalewki-. Nuestra – ¿Qué dice la letra? Nalewki se puso sus gafas y empezó a traducir del polaco. – «Escucha, dios alemán, escucha / los rezos judíos en los refugios / armados con armas y bastones. / Ante la nada y la noche / antes de que abandonemos la vida / pon armas en nuestras manos ¡Dios Todopoderoso! / ante la muerte, ante la noche /ante la caída y el aniquilamiento / haznos luchar como hombres libres.» Instintivamente miré a Elijah. – Pero -dijo mi amigo- no puede decirse que ustedes peleasen demasiado. – Elijah, no empieces… Pero Nalewki detuvo a Zachary con un gesto. – Sé que eso es lo que opina mucha gente. Que nuestro pueblo se abandonó en manos de los nazis. Puede que tengan razón. Es terrible sufrir dos castigos: primero, la opresión de los alemanes. Luego, los reproches del mundo entero y las acusaciones de cobardía. Pero no nos metan a todos en el mismo saco. Algunos luchamos. Peleamos aun sabiendo que no teníamos posibilidades de ganar. Yo entré en la asociación judía de lucha en el invierno de 1941. ¿Sabe cuántas armas teníamos cuando empezamos a prepararnos para la insurrección? Diez pistolas. ¿No es de risa? Conseguimos más, por supuesto, pero a cuentagotas. Cuando nos levantamos contra los nazis, en abril del 43, ni siquiera había armas para todos. Algunos se defendieron a pedradas. Los alemanes mataron a casi todos, y deportaron a los prisioneros. Sólo unos cuantos conseguimos escapar. – ¿Cómo se las arreglaron? Quiero decir, para salir del gueto… – Había una cloaca en la calle de los Franciscanos que terminaba en la calle Bielanska. Yo salí por allí. Me oculté en una casa en ruinas hasta que me localizaron algunos miembros de la resistencia polaca. Me ofrecieron un escondite en el sótano de una casa de Varsovia, pero yo quería seguir luchando, así que empecé a colaborar con ellos. Se quitó las gafas y las guardó en un bolsillo de la chaqueta. Volvió a parecerme un ser indefenso al que resultaba difícil imaginar empuñando una pistola. – En la Organización de Lucha no sólo preparábamos la revuelta -siguió contando-. Hacíamos más que eso. Intentábamos mantener viva la moral de la gente que vivía en el gueto. Obteníamos noticias del exterior y las hacíamos circular. Organizábamos representaciones de títeres para los niños. ¿Saben que, en la clandestinidad, funcionó incluso una facultad de medicina? La puso en marcha el doctor Hirzsfeld, un célebre inmunólogo que había sido candidato al Nobel. Él no sobrevivió. Casi nadie lo hizo. Al principio, yo mismo me sentía culpable por haber salido vivo del gueto. Pero creo que me lo gané… – A eso me refería -Elijah volvió a intervenir-. Usted y otros, al menos, lo intentaron. Por eso me parece imperdonable la actitud de los que se rindieron sin luchar. Karol Nalewki se volvió hacia mi amigo y le miró con un aire que no sé si era de condescendencia o de pura compasión. – No juzguéis y no seréis juzgados. Por fortuna, Elijah guardó silencio. Yo sabía que estaba pensando en Ithzak, en su huida, en el posible soborno a algún nazi, en su torpeza al escapar. «Incluso eso lo hizo mal», me había dicho una vez. – ¿Quieren ver algunas fotos? Éstas ya están clasificadas. Vengan. Miren, éste es el orfanato de la calle Krochmalna. Llegó a haber catorce hospicios. Eran tantos los niños que se quedaban sin padres… esta foto es del día que empezó a levantarse el muro de separación entre el gueto y la ciudad. Vean ésta, es de un teatro. Y ésta ni siquiera sé cómo la tomaron. Esta gente estaba en la Umschlagplatz esperando a los trenes para ser deportada. – Parece un milagro que hayan podido conservarse tan bien. – Bueno, las fotos que están aquí son las mejores. Muchas se perdieron. Fíjense en éstas, son mis preferidas. Las sacaron durante algunas de las reuniones de la Organización de Lucha. Éste soy yo, el segundo por la derecha. Tenía veintisiete años. -Sonrió con nostalgia-. Casi me cuesta creer que un día tuve esa edad. Nos acercamos a ver aquel retrato. Había media docena de hombres muy jóvenes, todos delgados y mal vestidos, y con idéntica expresión decidida, casi desafiante, en la mirada que dedicaban al fotógrafo. Estaban enfadados e indignados, estaban hartos, justamente llenos de odio. Pero no parecían oprimidos, ni siquiera infelices. Karol Nalewki estaba a punto de enseñarnos otra foto cuando Elijah se lo impidió poniendo la mano sobre la que acababa de mostrarnos. La mirada de mi amigo se había vuelto distinta: tras unos segundos de inquisición, de concentración absoluta en la imagen que brindaba el retrato, sus ojos se volvieron vidriosos y buscaron los míos. – Silvio, este chico de aquí… -su voz había perdido fuerza-… es Ithzak, Silvio. Sin ninguna ceremonia, Zachary y yo nos precipitamos sobre la foto y observamos la figura que nos señalaba Elijah: un muchacho espigado, de cabello muy claro y grandes ojos subrayados por unas profundas ojeras. Ninguno tuvo dudas. Era Ithzak Sezsmann, con más años encima y mucha más vida sobre sus espaldas, zarandeado por las desdichas, obligado a crecer por las circunstancias. Era nuestro amigo, el futuro director de orquesta, aunque ya no tenía la mirada plácida del adolescente melómano que habíamos conocido, del hijo de papá que vivía en una hermosa casa de Varsovia y viajaba por Europa escuchando las notas del violín de su padre y soñando con los aplausos futuros. Aquellos ojos habían perdido la inocencia para ganar una fuerza desconocida. Era un hombre quien nos miraba, y creí ver en aquellos ojos duros un reproche al destino o, tal vez, a nosotros mismos, que habíamos perdido la fe en él durante tantos años. – Es Ithzak Sezsmann. No hay ninguna duda. Nalewki parecía desconcertado. – No entiendo… estoy seguro de que nunca conocí personalmente a nadie que se apellidase así… ¿a quién se refieren? ¿A ese chico del centro? Su nombre era Janek… De todas formas, casi todos los miembros del grupo de lucha ocultábamos nuestra verdadera identidad, sobre todo para proteger a nuestras familias y también para dificultar la investigación si éramos detenidos. Así que Janek era hijo de Amos Sezsmann… debí haber imaginado que pertenecía a una estirpe de músicos. ¿Sabe que formó un pequeño coro de niños en la sinagoga del gueto? Deberían haberle visto dirigir a aquellos pequeños. Les parecerá absurdo, pero el simple hecho de hacer un poco de música, de escuchar cantar a los críos, significaba mucho para todos nosotros. Era como si tuviésemos un motivo para esperar algo del futuro. En ese momento, para mi desconcierto, me di cuenta de que Zachary estaba llorando. Ni siquiera hacía nada por secarse las lágrimas que le resbalaban por la cara y caían en el suelo de la habitación. Seguía teniendo la foto entre las manos, y miraba el rostro de Ithzak con los ojos empapados. – ¿Sabe qué fue de él? – Claro. Participó en la insurrección, como todos los demás. Y salió con vida. Luego, igual que yo, se incorporó a la resistencia. Los nazis le capturaron en mitad de una misión. No hay pruebas de qué pasó con él, pero estamos casi seguros de que Janek y los otros miembros de su grupo murieron en Mauthausen. – Así fue -dije yo-. Un español estuvo con Ithzak en ese campo. Él le dio su verdadero nombre y le pidió que nos informase de su muerte. Nos quedamos todos callados. Nalewki volvió a colocar la foto al montón. – Es curioso, ¿verdad?, cómo las piezas de un rompecabezas van encajando a medida que pasa el tiempo. A todos nos faltaba una porción de la historia de Janek. Y esta noche hemos completado el acertijo. Es curioso -repitió- es muy curioso… Aquella noche no llegamos a cenar. Karol Nalewki comprendió que no estábamos en condiciones de sentarnos a una mesa, y en una sala contigua al archivo hizo servir algo de carne fría y pescados ahumados. Luego, y aunque él no bebía, abrió una botella de champán y nos pidió que brindásemos a su salud y a la de sus camaradas. Pasamos el resto de la noche escuchándole referir fascinantes historias acerca de la resistencia en el gueto, la organización del levantamiento del 43, las huidas, las magras victorias contra pequeñas facciones del ejército alemán. Karol buscó para nosotros más fotos en las que estuviese Ithzak, y encontró otros dos o tres retratos de nuestro amigo, todos en grupo. En uno estaba junto a los niños de su coro. En otro, accionando la palanca de lo que debía de ser una rudimentaria imprenta. Y en otro sostenía un fusil. Pero no lo empuñaba como los demás. En esa foto Ithzak aparecía menos fiero, casi sonriente. Se había colocado el arma con la culata debajo de la barbilla y sujetaba el cañón con el brazo extendido. Desde lejos, cualquiera hubiese dicho que nuestro amigo estaba tocando un violín. ¿Tú también lloras, Cecilia? No, no llores. Aquel viaje a Inglaterra, aquella noche en casa del querido Karol Nalewki, me sirvió para cerrar definitivamente una puerta del pasado y una vieja herida que dolía de vez en cuando. Habíamos llegado a Londres pensando que Ithzak Sezsmann era algo parecido a un cobarde, y nos fuimos sabiendo que nuestro amigo era un héroe y que nunca, ni siquiera tras los muros del gueto, tras las alambradas de Mauthausen, había dejado de ser un hombre libre. Es posible que quieras saber qué fue del resto de los protagonistas de mi historia. Zachary West murió a principios de 1962. Lo hizo de forma envidiable. Se metió en la cama y no despertó más. Estaba a punto de cumplir los ochenta y tres años y conservó sus facultades y su buena forma física hasta el mismo día de su muerte. Ante la complicación de trasladar su cuerpo, le incineramos, y luego yo llevé a París sus cenizas, donde las recogieron Elijah y Mary Jo. Esta vez, incapaz de negarle la ocasión de visitar la ciudad con la que había soñado, Carmen viajó conmigo y pudo por fin conocer a los West… No lo creerás, pero me dijo que ya sabía que mi amigo era negro. Ella, Elijah y Mary Jo se adoraron desde el primer momento. No sabes cuánto me reproché el no haber confiado más en la bondad natural de Carmen para haber compartido con ella tantos secretos que le oculté celosamente durante demasiados años. Nunca me alegraré lo bastante de haberla llevado conmigo en aquel último viaje. Durante las etapas más duras de su enfermedad, que se declaró unos años después, siempre recordaba aquellos días pasados en París como parte de las mejores jornadas de su vida. Yo dejé la Organización, y también mi falsa actividad como escritor poco después de la muerte de Zachary. En cuanto a la adaptación de mi novela, alguien se preocupó de escribir por mí un guión deleznable que dio lugar a una película espantosa y digna de olvidar. Eso sí, me proporcionó unos ingresos inesperados que, redondeados con lo ya obtenido a cuenta de mis derechos de autor, me vinieron muy bien para hacer algunas inversiones inmobiliarias que proporcionaron a mi familia una existencia acomodada. Una vez que abandoné la Organización me dediqué a mi esposa y a mi hija, a quien no hablé nunca de mi trabajo como espía, de mis contactos internacionales ni de mis viajes por Europa y América. Carmina creció pensando que su padre era un escritor mediocre y un afortunado rentista. Siempre pensé que era mejor así. Mi hermano y Hannah se separaron en 1958. No volví a saber nada de ella. Sé que Zachary le contó toda la verdad sobre Ithzak, y también que aquellas revelaciones la dejaron indiferente por completo. «¿Cambia eso algo?», dijo, «¿no sigue siendo cierto que Ithzak murió en Mauthausen y que no volvimos a verle?». Elijah se indignó al escuchar sus palabras. Yo, al principio, también. Después, a medida que el tiempo fue haciendo su trabajo, entendí que quizá de todos nosotros era ella quien más había querido a Ithzak Sezsmann y la única que no le había juzgado. Diez años atrás la habían separado del hombre que amaba, y nunca le había importado si ese hombre pertenecía a la categoría de los héroes o a la de los villanos. Ahora lamento haber interrumpido el contacto con Hannah y también, cómo no, haber interpretado su reacción bajo mi punto de vista personal. En cuanto a Mary Jo y Elijah, murieron a finales de los ochenta en un absurdo accidente de coche cuando iban a visitar a alguno de los parientes Connors. Llevábamos años sin vernos, pero seguíamos en contacto por medio de las cartas y el teléfono. A pesar del tiempo transcurrido, sigo echándoles de menos y no pasa un solo día en que no piense en ellos. ¿Y yo? Pues ya me ves. Esperando a que me llegue el turno mientras miro otra vez estas viejas fotos. Todavía me resulta muy fácil recordar cuando las tengo delante, pero sé que algún día llegará el olvido. Por eso te he contado esta historia. Nadie, salvo tú, la conoce por completo. El día que yo no esté, puedes decidir qué es lo que deseas hacer con ella. No llores, Cecilia. O hazlo, si quieres. Son buenas lágrimas. ¿Sabes una cosa? Cuando me dijeron que alguien vendría, nunca creí que iba a ser una persona capaz de escucharme, y luego llorar. No sé qué pensarás tú, pero creo que éste es un buen final para mi historia. Los padres de Elena volvieron una semana después. Antonio está bastante recuperado, aunque tendrá que seguir un tratamiento de por vida, y regresar a Nueva York un par de veces al año para hacerse revisiones. Los médicos son optimistas con respecto a su caso, pero también le han advertido que no pueden hacer previsiones a largo plazo. Y yo me digo, ¿es que alguien puede hacerlas? Elena, Peter y los niños vendrán a España en unos meses para pasar sus vacaciones. Desde que se lo dijeron, Silvio no hace otra cosa que pensar en el próximo encuentro con sus dos bisnietos. Por consejo mío, ha empezado a colocar algunas de las fotos en el álbum que le regalé. Le he dicho que, si en el futuro quiero contar su historia a Eliza y a Alexander, necesitaré de la ayuda de los retratos. Sigo yendo a verle una vez por semana, aunque el constante revoloteo de Carmina alrededor de nosotros entorpece cualquier conversación. Le he pedido que volvamos a repasar todo lo que me contó para que pueda tomar algunas notas y asegurarme así de que no va a perderse ningún nombre ni ningún detalle. No me ha dicho que no. Ahora quiero convencerle de que se haga un retrato. Me gustaría que dentro de algunos años, Eliza, Alexander y Giovaninna me creyesen cuando les diga que su bisabuelo se parecía muchísimo a Gregory Peck. Por lo que a mí respecta, he vuelto a trabajar. No estoy acostumbrada a tener tanto tiempo para mí sola, así que he aceptado un proyecto para diseñar los decorados de una función de ópera para niños. Silvio y Lucinda han visto los primeros bocetos, y dicen que vendrán el día del estreno. Lucinda, que parece haber olvidado su mutismo, habla ahora mucho con su patrón. Le obliga a hacer los ejercicios para la artritis, le esconde el chocolate y ha dejado de darle bizcocho para merendar. Silvio se desespera con las galletas integrales y la sacarina, y dice que a menos que el racionamiento de azúcar vaya a servir para que viva veinte años más, no merece la pena tanto sacrificio. Por supuesto, sigo pensando en ser madre. Después de dar vueltas a todas las posibilidades, desde la fecundación in vitro por medio de algún donante anónimo -lo que me da verdadera grima- a pedir el favor descabellado a algún amigo presentable y sensato, he decidido tirar por la calle de en medio y recurrir a la adopción. Llevo dos meses acudiendo a reuniones con una psicóloga que tiene que certificar que no tengo problemas mentales ni ningún tipo de trauma que trate de suplir con la llegada de un hijo. A veces pienso que si hicieran todos esos test a los padres biológicos, sólo podría tener niños el cinco por ciento de la población. Hace un par de semanas vi a Miguel. Iba en un taxi camino de casa de Silvio, y él esperaba el disco verde para cruzar la calle. Le miré durante unos segundos, buscando dentro de mí alguna de las cosas que había sentido por él en un tiempo que no era tan lejano. No encontré nada, salvo un ramalazo de decepción, un poco de rencor y, por consiguiente, cierta dosis de la amargura que nos deja el tiempo que consideramos perdido. No es eso lo que quiero sentir por Miguel. La próxima vez que le vea, me gustaría que hiciese en mí el mismo efecto que cualquier extraño. Llegará un día en el que no recuerde el color exacto de sus ojos, como hoy soy incapaz de recordar el tacto de su piel, y entonces sólo sentiré melancolía por todo lo que nos unió una vez y que no supimos conservar para siempre. Y dentro de muchos años, cuando yo tenga la edad de Silvio, quisiera que Miguel fuese un buen recuerdo distorsionado por la nostalgia, y pensar en él como alguien a quien quise mucho, que me hizo feliz durante un tiempo y que luego desapareció, como ocurre con buena parte de las personas y las cosas que nos hacen dichosos. Ayer hizo un año que murió mi madre. Me acordé por casualidad, al abrir la agenda y tropezarme con la fecha del 20 de marzo. No sentí nada especial. La echo de menos cada día, así que un aniversario no iba a tener la facultad de intensificar mi añoranza ni el tamaño de su ausencia. Ha pasado un año, y el dolor es distinto al del primer día, pero sigue estando ahí. Lo que ocurre es que he aprendido a vivir con ese dolor. A vivir a pesar de él. La falta de mi madre es ahora también una parte de mi vida. La última vez que estuve en casa de mi padre me traje una foto preciosa: somos mi madre y yo, durante mis primeras Navidades. Ella, vestida con traje de noche, sostiene en brazos a un bebé mofletudo de ojos grandes que la mira, consciente a su manera del profundo amor que despierta en esa joven que sonríe a la cámara. Yo tenía seis meses. Ella, veintisiete años. Ni siquiera había llegado al ecuador de su vida, injustamente corta. Creo que en ese momento mi madre era inmensamente feliz, y también que me consideraba la artífice principal de su constante alegría. A veces me pregunto si después, al crecer, al convertirme en una niña, en una adolescente, en una muchacha, en una mujer, seguí contribuyendo de alguna manera a la felicidad de mi madre. Quiero creer que sí. He colgado la foto en mi habitación. La miro cada noche antes de acostarme y cada mañana, recién levantada, cuando me asalta la certeza de que mi madre ya no está. Cuando pienso en ella, se me desdibuja la imagen de los últimos tiempos de su enfermedad, cuando estaba demacrada y débil, y sus ojos apagados iban preparándonos a todos para la marcha definitiva. Ahora, al pensar en mi madre, lo primero que se me viene a la cabeza es esa foto, y vuelvo a verla como fue en sus mejores tiempos, joven y bella, con una sonrisa única y la mirada que nos iluminó a todos durante un tiempo que, aunque hubiera vivido un siglo, siempre hubiese sido demasiado corto. El mismo día en que se cumplió un año de su muerte me pregunté qué haría si se me diese la ocasión de volver a ver a mi madre durante cinco minutos. Imaginé aquella escena con un escalofrío: mi madre regresaba y yo tenía sólo unos instantes para decirle todas aquellas cosas que no había tenido tiempo de hablar con ella durante treinta y cuatro años. Y entonces me di cuenta de que, en realidad, ninguna de las dos se había dejado nada en el tintero. No hubo una cosa que quedase por decir, nada importante de lo que hablar. No había preguntas, no flotaba en el aire ninguna confesión, ninguna respuesta. Yo no necesitaba esos cinco minutos adicionales junto a mi madre. Treinta y cuatro años nos habían bastado a las dos para escribir nuestra historia. Para acumular un montón de recuerdos a los que recurrir, de instantes felices que guardar en la memoria. Si un dios me hiciese la gracia de concederme esos cinco minutos, lo único que haría sería abrazar a mi madre, y así, aferrada a ella, esperar a que pasase el tiempo y tuviese que dejarla marchar otra vez. |
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