"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)Capítulo 10Víctor salió del hotel acompañado de don Alfredo para encaminarse hacia el parque de la Ciudadela. Allí había desparecido Antoñita Medina, la última niña secuestrada por Paco Martínez Andreu, Elisabeth. Antes de poner el pie en la pequeña escalera del coche de alquiler escuchó la voz de Juan de Dios López Carrillo: – ¡Víctor! – Hombre, Juan de Dios, ¿qué hay de bueno? – Venía a verte. – Vamos al parque de la Ciudadela, a hacer un poco de turismo y echar un vistazo al lugar donde desapareció esa cría. – Voy con vosotros -dijo el policía de Barcelona subiendo al carruaje. Los tres guardaron silencio por un momento. – Menuda resaca -dijo Blázquez-. Recordadme que no vuelva a beber en lo que me queda de vida. – Descuida -contestó Víctor. – Los padres de la niña están montando una de órdago a la grande. El gobernador está perdiendo los nervios y los periódicos no hacen más que desgranar los horribles detalles de la declaración de Teresita -apuntó López Carrillo-. Ya sabéis, lo de la sangre. – Se lo tiene bien merecido -dijo Víctor-. He leído los titulares: «VAMPIRISMO EN BARCELONA». El obispo afirma que la ciudad está maldita, que primero ocurrió lo del Endemoniado y luego la aparición de estas bestias. La gente comienza a murmurar y todos tienen miedo, pero ¿qué querías? – La mujer de Paco. La pintora. ¿La recuerdas? – Sí, claro. – Se ha colgado. Silencio. – Vaya, supongo que de alguna manera se sentía culpable -dijo don Alfredo. – La han encontrado esta mañana. En su casa. Permanecieron de nuevo en silencio durante el resto del corto trayecto. Aquel asunto era tétrico, desagradable y como para desanimar a cualquiera. Llegaron enseguida al parque. Bajaron con parsimonia y compraron tres vasos de horchata a un heladero que, con su pequeño quiosco, daba la bienvenida a los recién llegados. – Vaya -dijo don Alfredo contemplando el amplio espacio ajardinado que se abría ante ellos-. La Ciudadela debió de ser un bastión imponente. – No lo sabes tú bien -repuso López Carrillo. Sólo quedaban tres edificios de lo que antaño fuera un gran fuerte militar: el Arsenal, la capilla castrense y el palacio del Gobernador. construcción de la fuente, en concreto eran suyas las rocallas de la cascada, los mástiles de hierro y algunos otros motivos decorativos. La idea era ir dotando poco a poco a la fuente Nada más entrar, a la izquierda, se toparon con la enorme fuente, un conjunto monumental al que llamaban la Cascada. Se detuvieron a echar un vistazo. El cuñado de López Carrillo les había dicho que su antiguo alumno, Gaudí, había participado en el diseño y la construcción de la fuente, en concreto eran suyas las rocallas de la cascada, los mástiles de hierro y algunos otros motivos decorativos. La idea era ir dotando poco a poco a la fuente de nuevas esculturas que le dieran un aspecto grandioso. El desarrollo de aquel inmenso jardín que había de contribuir al solaz y el deleite de los barceloneses era aún incipiente, por lo que la fuente había suscitado algunas críticas en la prensa: «Una obra levantada porque sí en unos jardines a medio hacer, que comporta de seguro un gasto desproporcionado con el presupuesto total», había afirmado el Diario de Barcelona. Juan de Dios López Carrillo les hizo de cicerone. Había un lago para que los ciudadanos pudieran pasear en barcas y los críos correteaban jugando arriba y abajo. Víctor no pudo evitar que su mente los comparara con los escuálidos pilluelos de los poblados de chabolas. Como si le leyera el pensamiento, don Alfredo dijo: – ¿Has pensado en Eduardo? – Sí, claro -afirmó muy serio. – Cuando nos vayamos de aquí, que me temo será pronto, volverá a la calle. Se ha encariñado contigo. – Es un crío muy listo. Me ha ayudado mucho y corrió demasiados riesgos el otro día. Le estoy intentando buscar acomodo, descuida. Algo tengo ya previsto en una residencia para jóvenes en el Pirineo leridano; allí tendrá todo lo que necesita, recibirá una buena formación y estará bien atendido. Yo correré con los gastos. – Ya -dijo don Alfredo con un evidente gesto de desaprobación en el rostro. Habían llegado al tiovivo, situado hacia el fondo, donde desapareciera Antoñita Medina. López Carrillo se identificó a un guarda que vestía uniforme gris y éste le comunicó que se hallaba presente en el momento del rapto. – Yo estaba aquí -dijo-. Y su aya estaba en este lado. La chica subió y cuando el tiovivo llevaba dadas un par de vueltas su caballo volvió vacío. Pensamos que se había caído y fuimos hacia allá, al otro lado -señalaba en dirección al puerto-. Cuando llegamos no había ni rastro. Tardamos en reaccionar. Entre que el operario paró la máquina y miramos debajo, pasaron unos minutos preciosos. Me temo que dimos lugar a que pudieran escaparse con ella. – No se preocupe, buen hombre, ¿cómo iban ustedes siquiera a suponer que aquello era un secuestro? -dijo Ros dándole unas palmadas en la espalda al guarda. Rodeó después el tiovivo para echar un vistazo y se adentró en el jardín. Volvió,a los pocos minutos – Nada -confirmó desanimado. Regresaron dando un paseo para inspeccionar el resto del parque, que estaba muy concurrido. Echaron un vistazo a la Font de la Guineu, la fuente del Zorro, que representaba a un ave, quizá una rapaz, que tenía a sus pies a un zorro en apariencia muerto. Pasaron junto a las obras del Museo de Geología, imponente, de frontón neoclásico, mientras Víctor tenía que aguantar estoicamente las chanzas de sus dos amigos, quienes comenzaban a apodarlo el Geólogo. – No -dijo resignado-. Si me lo tengo merecido. Eso me pasa por contarlo. En eso, y cuando ya casi salían del parque, un pilluelo se dirigió a Víctor y le dijo: – ¿Don Víctor Ros? – Sí, soy yo. El crío le tendió una carta y el detective le dio una buena propina. Abrió el sobre, leyó la esquela y palideció. De pronto, salió corriendo tras el niño. Don Alfredo y López Carrillo hicieron otro tanto. Cuando lo alcanzaron, Víctor agitaba por los hombros al pequeño y gritaba: – ¿Quién te la ha dado? ¿Quién? ¿Quién? Estaba fuera de sí. – Una mujer, allí -dijo señalando hacia la cascada. – ¿Cómo era? ¿Cómo? – Una dama. Guapa. Muy guapa. Me dijo su nombre, Elisabeth. López Carrillo se agachó y tomó la nota, la leyó en voz alta: – «Querido inspector Ros, deje de jugar a un juego que seguro ha de perder. No podrá con nosotros. Tenemos a su hijo Víctor.» Después de correr hasta la oficina de Correos, enviaron un telegrama a casa de Víctor. No hubo respuesta. Insistieron y al fin el cartero de Madrid les comunicó que no había nadie en el domicilio. Víctor Ros parecía fuera de sí, sin su flema y sus características maneras pausadas. No podía pensar en otra cosa: veía el rostro de su hijo, sus bracitos regordetes, su sonrisa, sus hoyuelos, y se le aparecían imágenes horribles, el libro de tapas gruesas sobre Erzsébet Báthory que había encontrado en la biblioteca. Sabía de lo que hablaba. El hombre del saco existía, y él mismo había participado en un caso similar. La España profunda, dura, irracional e ignorante acababa siempre por imponerse. El miedo a la plaga del siglo, la tuberculosis, había llevado a muchos degenerados a hacer un buen negocio, a sacar buenos dineros de gente de posibles que, desesperada, veía cómo se le iba la vida a un ser querido sin poder evitarlo. Víctor era un estudioso de aquellos casos. Recordaba un caso en Almería, hacía apenas tres años, cerca de Vélez Rubio, o el de Almadén, que él mismo había resuelto. En aquellos días, cuando los padres metían miedo a los niños con el hombre del saco, no mentían, y Víctor lo sabía. En Almadén había cazado a un buhonero, Francisco Velarde, que había pululado durante años por los campos de Castilla asesinando criaturas. Vendía la sangre coagulada y las mantecas a una alcahueta de Toledo que daba salida a aquellos carísimos ungüentos entre gente de la alta sociedad que, claro está, no pagó su delito. Siempre se trataba de niños pobres, muchos de ellos vagabundos, sin padre, sin madre. La gente bien, desesperada, creía a pies juntillas en la superstición más profunda y despiadada, la que aseguraba que un tuberculoso podía sanar bebiendo la sangre de un infante o aplicándose en ungüento sus «mantecas». Siempre había algún avispado, algún monstruo sin escrúpulos que, empujado toda la vida por el hambre, era capaz de cualquier cosa por dinero. En este caso el asunto era peor. Paco, Elisabeth, era un loco, un emulador que sacaba la sangre a sus víctimas para mantenerse hermosa, joven. Un degenerado que mataba chicas vírgenes como una condesa húngara del siglo XVI. No podía alejar a Victítor de su mente, le temblaban las piernas y sentía que se iba a desmayar. Pensaron en telegrafiar a la mujer de don Alfredo, pero ésta se hallaba en San Sebastián. Intentaron localizar a su jefe, don Horacio Buendía, el comisario de la Brigada Metropolitana. Víctor reparó en que quizá había molestado a gente muy importante acostumbrada a moverse en la más absoluta impunidad. Querían que se apartara del caso, que saliera de Barcelona. Además, el niño debía de estar aún retenido en Madrid. No habían tenido tiempo suficiente para traerlo a la Ciudad Condal. – ¿A qué hora sale el siguiente tren para Madrid? -se escuchó decir a sí mismo. – A las nueve-dijo López Carrillo. – Falta hora y media. Las maletas, Alfredo. Volvieron al hotel. Echó la ropa en el interior de su maleta sin doblarla, en total desorden. Nada le importaba en el mundo en aquel momento, sólo hallar a su hijo, el cual, al parecer, estaba en manos de aquella gentuza. Pensó en Elisabeth, una mujer despiadada, sin escrúpulos. En Paco Martínez Andreu, una persona abyecta que carecía de sentimientos, sin un atisbo de remordimientos. Un tipo con una personalidad doble. Las dos caras de un alma inmisericorde. Había visto a don Gerardo y había llorado al ver el cuerpo de aquella criatura lleno de laceraciones y seco, como una res desangrada. Recordó el testimonio de Teresita y sintió, una vez más, que iba a desmayarse. Apenas si acertó a pronunciar un par de frases corteses para despedirse de Eduardo. Prometió volver a verlo en cuanto resolviera el asunto; mientras tanto, López Carrillo se haría cargo de él. Hasta que comenzara el curso. Víctor no estaba. No veía, no escuchaba, no olía, sus agudizados sentidos estaban embotados por el miedo más atroz y paralizante. Enviaron diez telegramas más. Varios de ellos a las instalaciones del Ministerio de la Gobernación en Sol. Nada. Incluso años después, con la perspectiva que da el paso del tiempo, Víctor no lograba recordar lo ocurrido en aquellos momentos; el pánico, el miedo le hacía sentirse como embriagado, borracho y confuso. Al fin, después del día más largo que recordaba, se vio junto a Alfredo en el andén de Sants. López Carrillo se despidió brevemente y se fue a Jefatura para seguir entablando contacto con Madrid. A lo mejor averiguaba algo. Justo cuando ponía el pie en la escalerilla metálica que subía al vagón vio venir corriendo a un empleado de Correos con una gorra y un guardapolvos gris. – ¡Ros, señor Ros! -gritaba. Bajó del tren de un salto y corrió hacia el hombre quitándole el sobre de un manotazo. Lo rompió con impaciencia y leyó ávidamente, en voz alta, a la vez que caía de rodillas entre sollozos: – «Estamos en San Sebastián. Stop. Acabamos de llegar a las ocho. Stop. Nos alojamos con Mariana. Stop. Ella manda recuerdos para Alfredo. Stop. Los niños bien. Stop. Te quiero. Stop. Clara». Alfredo Blázquez se abrazó a su amigo, que lloraba como un niño. – ¡Están en San Sebastián! ¡Están en San Sebastián! -decía Víctor riendo y llorando a la vez-. ¡Con tu mujer, Alfredo, con tu mujer! El revisor se acercó y les preguntó si subían o no al tren. Víctor miró a Alfredo y dijo: – Nos las vemos con gente peligrosa, amigo. Obviamente, no sabían que mi familia estaba de camino a San Sebastián. Ha sido un farol y han acertado. Han conseguido hacerme pasar el peor rato de mi vida. Aun así, no me fío, te necesito. Vas a tomar ya las vacaciones, ¿no? – Sí. Perfecto. vete de inmediato a San Sebastián y no pierdas a nuestras familias de vista. Te hago responsable de su seguridad. – Pero ¿y tú? ¿Qué vas a hacer? – Esta gente nos ha timado, Alfredo, se han reído de nosotros y conozco a alguien que puede hacerles morder el polvo. El mejor timador. Voy a avisarlo. – Pero ¿y tú? ¿Te quedas? ¿Qué harás? – Esa gentuza me quiere fuera de Barcelona. Así que, de momento, subiré contigo a este tren. La primera vez que Santiago Berga vio a Máximus, o Max, como a él le gustaba que lo llamaran, fue en sueños. Estaba sumido en el más profundo de los letargos, lejos de este mundo y metido de lleno en otros más lejanos, quizá, cuando sintió que alguien lo agitaba por los hombros y le decía: – ¡Hermano! ¡Hermano! La voz de aquel individuo retumbaba como un eco grave, distorsionado, que flotaba en el aire y sonaba muy lento, amortiguado por el efecto del opio, del que ni su cuerpo ni su mente lograban salir. – ¡Despierta, hermano! -le decía alguien que luchaba por sacarlo de su profundo mundo onírico-. Llevas mucho tiempo aquí. Poco a poco, un rostro se fue materializando ante los abotargados ojos de Santiago Berga: un tipo con el pelo negro, muy largo, que casi le cubría el rostro y le tapaba las orejas e incluso las inmensas patillas. Llevaba un fino bigote, muy largo, como el de un chino, perilla alargada de chivo y unas gafitas redondas, de cristales ahumados. – ¡Menudo viaje, hermano! -le dijo sonriendo. – ¿Perdón? -acertó a contestar. – Sí, hombre, llevas más de cuatro días aquí. Estuve fumando a tu lado el jueves y hoy he vuelto y te he visto en el mismo sitio y en la misma posición. Llevas la misma ropa. – Pero… ¿qué día es hoy? – Lunes, por la mañana. – ¡Maldita sea! -gritó Berga intentando incorporarse-. El sábado tenía una cita importante. ¡Takeo! ¡Takeo! ¿Dónde está ese maldito chino cabrón? El desconocido de extraño aspecto lo ayudó a incorporarse e incluso le sujetó el flequillo mientras una arcada le hizo vomitar entre convulsiones. El dueño del fumadero apareció. Berga, sentado en el camastro, comenzó a sentir el picor de las chinches y pulgas que debía de haber cogido allí. ¡Cuatro días! – ¿Qué clase de droga me pusiste, hijo de puta? He estado cuatro días fuera de juego. Si no es por este hombre seguiría ahí tirado. Takeo echó una mirada atrás y aparecieron sus dos inmensos guardaespaldas. – Venga, venga -dijo el desconocido de las gafas oscuras muy conciliador-. A buen seguro que habrías tomado algo antes de venir aquí, te haría una mala reacción. Berga volvió a vomitar al sentir de nuevo en su boca pastosa el sabor del aguardiente, el champán, el vino y la absenta. Se levantó tambaleándose y salió al exterior. La luz del sol se le clavaba en los ojos, arrancándole miles de puntadas de dolor. ¿Cómo iba a volver a casa? ¿Y su coche? Estaba en un apuro. – ¡Este antro es una porquería! -gritó a pleno pulmón. Los dos matones salieron al instante. Uno de ellos se le acercó, dio un salto haciendo un giro acrobático en el aire y le propinó una patada en la boca que le hizo caer hacia atrás. Antes de que pudiera darse cuenta el otro matón le sujetó las manos a la espalda. El del brinco se le acercó y le dio un puñetazo en el estómago que le hizo perder el resuello. No podía ni suplicar clemencia, se ahogaba. Entonces, una voz dijo algo en chino. Los dos energúmenos que servían a Takeo se giraron y miraron desafiantes al tipo de las gafas. Este volvió a decir algo en el idioma de aquellos bárbaros y éstos desaparecieron adentrándose en el mugriento local repleto de literas. – ¿Sabes chino?-dijo Berga como buenamente pudo. – Sé algunas cosas útiles -contestó el otro, cuyo aspecto de bohemio era más evidente aún a la luz del sol- Estás hecho un asco, tendrás que tirar ese frac. – Sí. – Ven, apóyate en mi hombro. Tengo un coche de alquiler esperándome justo ahí. En el trayecto a su casa del paseo de Gracia, Santiago Berga no acertó a musitar palabra. La mayor parte del tiempo la pasó durmiendo, iba y venía desde el mundo de los sueños. El tipo misterioso lo miraba divertido. – Tienes que controlarte, hermano, te has pasado con el opio esta vez y por poco te metes en un buen lío. – ¿Por qué me llamas hermano? Yo no soy tu hermano. Yo soy Santiago Berga y Panals, ¡a mucha honra! – ¡Qué tontería! Todos somos hermanos. El coche llegó a su destino. Berga bajó a duras penas del coche. Entonces, levantó la mirada y dijo: – No te he dado las gracias. – Ahora lo estás haciendo, hermano. – Ya, sí. ¿Tu nombre? – Máximus, me llamo Máximus Aeternum, pero todos me llaman Max -contestó el misterioso desconocido golpeando el techo con su bastón para que el cochero continuara el viaje. Santiago Berga quedó algo azorado, allí de pie, y con su propia tarjeta manchada de vómito en la mano, que el otro no había querido coger. La segunda ocasión en que Berga vio a Máximus fue menos dramática, pero no por ello aquel tipo dejó de resultarle menos misterioso. Fue en El Bou Trencat, un local de la calle de la Lluna que había pasado de ser un antro de mala muerte, una tasca oscura y lóbrega donde se reunían obreros, parados y algunos tipos mal encarados, a un lugar de referencia entre los «modernos», los bohemios y los artistas que, aficionados a frecuentar los establecimientos más marginales de la ciudad, habían hallado en Segismundo Cifuentes al anfitrión ideal. Nadie sabía muy bien cómo pero Segismundo, que era un visionario, había ido reconvirtiendo su tasca poco a poco hasta hacer de ella un lugar con encanto, un punto de referencia. Decían algunos que su suerte comenzó una noche de San Juan en la que, tras una buena juerga y al no encontrar nada abierto, Ramón Casas y Santiago Rusiñol, dos jóvenes aún bisoños con mucho camino que recorrer y ganas de escandalizar a la burguesía barcelonesa, recalaron en el Bou, que así se llamaba en origen aquel antro, (justaron tanto del lugar, del vermú de barril y de la compañía del pueblo llano que, al parecer, se aficionaron al sitio, llegando a realizar allí mismo, y más para suscitar polémica que para otra cosa, una exposición de sus respectivas obras. Hubo quejas y recriminaciones, incluso la prensa tomó cartas en el asunto: ¡el arte llevado a una tasca!, pero precisamente fue aquello lo que atrajo a toda una panoplia de «modernos», niños bien, románticos trasnochados, socialistas y catalanistas republicanos que, junto a la parroquia habitual del lugar, que nunca dejó de acudir, confirieron al local de Segismundo Cifuentes un aura de local maldito, a la última, que habría de acompañarlo hasta que la dictadura de Primo de Rivera lo clausurara, cuando el cuerpo del bueno de Segismundo llevaba ya diez años criando malvas. Segismundo daba su toque personal al local luciendo las más extravagantes y llamativas camisas que desde París le traía el conde de Coromines, asiduo de aquella tasca. El curioso nombre del antro derivaba de que en la puerta, sobre el quicio, colgaba un toro de madera, recortado en un tablón y pintado de negro que, según contaban los más osados, había resultado dañado por un disparo realizado por un marido cornudo durante una gresca con el mismísimo Rubén Darío, cuyos versos habían hecho perder la cabeza a la esposa del afrentado. Se decía que la bala rebotó en la escupidera de bronce, la cual, como nimio testigo ele aquel incidente, había sido retirada a un lugar bien principal en la alacena que había tras la barra-nada menos que junto a un retrato de Baudelaire- Tras impactar con la escupidera el proyectil ascendió hasta percutir en el toro saliendo despedida en busca de un nuevo blanco y encontró la pierna de Segismundo, quien arrastraba una visible cojera desde entonces. Como no era amigo de gastos excesivos, ni siquiera de los necesarios, el toro quedó como estaba, roto, y la gente terminó por llamar a aquella tasca El Bou Trencat (el toro roto). Pero aquello era más leyenda que otra cosa. Pues en aquel lugar, a la luz de las velas y entre paredes forradas de acuarelas, retratos a plumilla, manifiestos y proclamas obreras llamando a la revolución, Santiago Berga reconoció a su salvador, el tal Max, que charlaba animosamente con dos obreros apurando a morro una botella de tinto. Cuando dieron buena cuenta de la botella, deshicieron la reunión y Máximus pasó junto a él acompañado de un pilluelo de pelo largo, rizado, que le cubría la cara. Aquel tipo, que llevaba de la mano al crío como si fuera su hijo, llamaba la atención por su vestimenta: chaqueta verde con finas rayas blancas, chaleco amarillo de cuadros, enorme corbata y pantalones ajustados, por encima del tobillo, como si viniera de regar, a la manera de los modernos y bohemios que, rechazando las más sencillas normas de la etiqueta, pugnaban por llamar la atención. Lucía un inmenso sombrero de ala ancha que parecía haber sido pisoteado por un elefante y unos botines marrones exageradamente acabados en punta, muy sucios. Berga se levantó y le tendió su tarjeta: – Santiago Berga. El otro día no me presenté como es debido. Gracias. El otro, sin apenas mirarlo, pasó junto a él tendiéndole lo que parecía una tarjeta de presentación en ¡papel de estraza! Antes de que Berga pudiera darse cuenta, el tipo había salido por la puerta. Leyó aquella pintoresca tarjeta, que rezaba: MÁXIMUS AETERNUM Artista mental Madrid, 30 de junio de1881 Estimado Lewis: Le escribo para decirle que me hallo en Madrid, trabajando, algo decepcionado por haber dejado un caso a medias por primera vez en mi vida, pero feliz por haberme alejado de aquel asunto de don Gerardo, de su secuestro, de la prensa, de las presiones de la Iglesia y, sobre todo, de ese ser: Paco Martínez Andreu, o Elisabeth, a la que Dios confunda. Me temo muy mucho que a estas alturas debe de seguir pululando por allí, pues me consta que va tras el dinero de don Gerardo, que éste, antes de cometer una locura que algún día aclararé, colocó a buen recaudo. Antes de ser relevado del caso decidí quitarme de en medio después de que esta pérfida delincuente (estoy seguro de que es el auténtico cerebro gris de toda esta trama) consiguiera darme un buen susto con respecto a mi familia. Ellos están ahora en lugar seguro y yo aprovecho para poner al día los asuntos que tenía pendientes en Madrid, antes de comenzar mis vacaciones. Por el gran respeto que siento por usted, por la ayuda que siempre me ha prestado y por aquella actuación suya en Córdoba que me salvó la vida, me veo en la obligación de escribirle estas líneas y decirle lo que pienso: no me agradó su actuación -o la del Sello de Brandenburgo, que viene a ser lo mismo- en el asunto de don Gerardo. Tenía que contestarle después de nuestra última conversación. Usted me pidió una respuesta y aquí la tiene. Recibí sus mensajes y no quise contestar, lo siento. Son ustedes tan responsables como el obispo, el gobernador o la mismísima doña Huberta del lamentable incidente que todos presenciamos y, por supuesto, del trágico desenlace que provocó. Debo reconocer que se me escapa totalmente el motivo por el cual una organización tan moderna, preclara y vanguardista como el Sello pudiera estar interesada en un caso como el de la supuesta posesión de don Gerardo, y quiero que sepa que usted y el Sello de Brandenburgo me han decepcionado. Además, no han podido capturar a Elisabeth. Siempre procuré que mi relación con su organización fuera grata y ventajosa para las dos partes pero, sobre todo, superficial, y ahora me alegro mucho de ello. Ruego comunique a sus superiores que cualquier posible relación entre el Sello y un servidor queda revocada para siempre. Me despido volviendo a mostrarle mi más profundo respeto desde la más profunda decepción y le ruego dé recuerdos de mi parte al profesor Petrovich si pasa por Viena, en memoria de las valiosas lecciones que me dio. Atentamente, Víctor La tercera vez que Santiago Berga tuvo noticias de Máximus Aeternum fue a través de terceros, en casa de sus buenos amigos Lluís y Arcadi Torrents, ambos escultores, hermanos, que ocupaban un amplio y luminoso ático en la rambla de Sant Josep. Las fiestas de los dos hermanos, que se llevaban veinte años entre sí, eran memorables, a veces duraban días, y rara era la ocasión en que la fuerza pública, alertada por los vecinos ante el ruido, no hacía acto de presencia para dar por terminado el festejo. Fue al salir medio mareado del dormitorio, tras despertar de uno de sus devaneos con la morfina en compañía de su amigo Pere Casal, cuando se dejó caer en el sofá del amplio salón y escuchó, entre sueños, a su amiga la pintora Elia Vidal que decía: – Es un hombre muy atractivo. Hablaba con Fulgencio Manueles, un próspero inversionista, mujeriego y crápula, y con Higinio Mestre, escultor especializado en el hierro y los forjados. El primero de ellos contestó: – Sí, eso dicen las damas, aunque yo, por supuesto, no entiendo. Dicen que es artista mental. Berga entreabrió los ojos y vio que asentían como si supieran qué era aquello. – Me ha dicho que es lo último en París, algún día hará una performance -repuso la pintora-. Me lo ha prometido. – Llama a todo el mundo «hermano» -añadió Higinio, el escultor. – Sí, sí. Lo he observado -contestó el casanova, Fulgencio-. ¿Será anarquista? La joven tomó la palabra de nuevo: – No, no, qué va, está por encima de todo eso, ya sabéis, las ideologías y esas patrañas. Cree en el yo, en el «subconsciente del animal que lleva dentro». Está de vuelta de todo. – Se nota que es un hombre corrido, de mundo -apuntó el escultor. Fulgencio, el inversor, dijo entonces: – Eso dice ser: ciudadano del mundo. Bebe como un poseso. No he visto a nadie ingerir la absenta de ese modo. Qué bárbaro. Siempre lleva una botella para él solo, y un vaso. A veces bebe ron, y otras, ginebra. Qué tipo. – Y se hace acompañar por ese chico, medio sordomudo -ahora era ella la que hablaba-. Dicen que es gitano, húngaro. Él lo llama Alphonse. Le sigue a todas partes como un corderito, atento al más mínimo de sus deseos. – Huelen fatal, él y su acompañante. Si se me permite decirlo. Berga sintió que se dormía, le pesaban los miembros. – Pues que sepas, Higinio, que hay una razón ideológica para ello -contestó ella defendiendo al misterioso recién llegado-: que desprecia cualquier atisbo de acomodamiento, odia a la aristocracia y a los burgueses, y dice que el pueblo llano no se lava, ni los animales tampoco. Es lo natural. – Ahhh asintieron los otros dos. – Ha expuesto, o como se llame eso que hace, en París, en Vierta y en Nueva York apostillo la pintora. – ¿Y de dónde es? -preguntó el escultor-. Tiene un acento… – Imposible de identificar -cortó Fulgencio. – Eso es -Higinio volvía a tomar la palabra-. Dicen que de Huelva, otros que catalán, hay quien dice que se crio en Cuba. – Pues en los calabozos de Montjuïc ha estado -añadió ella-. El otro día, Justino Alrnirall, que estuvo preso allí durante la Jamancía, me contó que le había escuchado hacer una descripción de aquellos sótanos y de los tormentos que se infligía allí a los sublevados que le pusieron los pelos de punta. Es imposible hablar así de aquel horrible lugar sin haber tenido la desgracia de haberlo visitado. – Dicen que es un proscrito, que fue enviado al exilio y que ha vuelto de incógnito -apuntó el escultor. La joven pintora volvió a tomar la palabra: – Decididamente, Max es un hombre curioso. – ¿Max? – Sí, claro, a él le gusta que lo llamen así. Sabe cómo intrigar a una mujer, eso está claro. – Y al auditorio, y al auditorio -sentenció Higinio muy admirado. Santiago Berga escuchaba, atento, hasta que sus sentidos no pudieron más y volvió a caer en los brazos del sueño. |
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