"El Ángel Negro" - читать интересную книгу автора (Connolly John)2Los días, como las hojas de los árboles, esperan caerse en un momento u otro. El pasado se esconde en las tinieblas de nuestras vidas. Tiene una paciencia infinita, a sabiendas de que todo lo que hemos hecho, y todo lo que hemos dejado de hacer, regresará sin lugar a dudas para atormentarnos en el último momento. Cuando yo era joven, dejaba pasar los días sin pensar, como semillas de diente de león que, entregadas al viento, volaban inocuas desde las manos de un niño y, flotando, desaparecían por encima de su hombro mientras él avanzaba por el camino hacia la puesta de sol y su casa. No había nada que lamentar, pues vendrían otros días. Los desaires y los agravios se olvidarían, las ofensas se perdonarían, y había en el mundo resplandor suficiente para alumbrar los días venideros. Ahora, cuando vuelvo la vista atrás y miro el camino que tomé, veo que la maleza lo ha invadido y obstruido allí donde las semillas de las acciones pasadas y los pecados semiconscientes arraigaron. Otras sombras me siguen los pasos por el camino. No tiene nombre, pero se parece a Susan, mi esposa muerta; y la acompaña Jennifer, mi primera hija, que murió asesinada junto a ella en nuestra pequeña casa de Nueva York. Durante un tiempo deseé haber muerto con ellas. A veces vuelvo a lamentar que no fuese así. Ahora avanzo más despacio por la vida, y la maleza me alcanza. Tengo brezos alrededor de los tobillos, la mala hierba me roza las yemas de los dedos mientras ando, y en la tierra, bajo mis pies, crepitan las hojas caídas de los días medio muertos. El pasado me espera, un monstruo creado por mí. El pasado nos espera a todos. Me desperté a oscuras, cuando ya se anunciaba el amanecer. A mi lado dormía Rachel, ajena a todo. En una pequeña habitación contigua a la nuestra descansaba nuestra hija. Habíamos construido esa casa juntos. En principio era un refugio seguro, pero lo que veía alrededor ya no era nuestro hogar. Era una amalgama, una colisión de lugares recordados. Ésa era la cama que habíamos elegido Rachel y yo, y sin embargo ahora no estaba en un dormitorio con vistas a las marismas de Scarborough, sino en un paisaje urbano. Oía voces en la calle y el ulular de sirenas a lo lejos. Había una cómoda procedente de la casa de mis padres y encima estaban los cosméticos de mi mujer muerta. Veía un cepillo en el armario que tenía a mi izquierda, sobre la cabeza dormida de Rachel. Ella es pelirroja. Los cabellos prendidos del cepillo eran rubios. Me levanté. Entré en un pasillo de Maine y descendí por una escalera de Nueva York. En el salón me esperaba ella. Al otro lado de la ventana, las marismas despedían destellos plateados, incandescentes bajo el claro de luna. Las sombras se deslizaban sobre el agua, pese a que en el cielo no se veía una sola nube. Las formas flotaban interminablemente hacia el este, hasta que al final las engullía el océano que aguardaba más allá. En ese momento no circulaba ningún coche, y ningún sonido de la ciudad rompía el frágil silencio de la noche. Todo estaba quieto, salvo las sombras en la marisma. Susan se hallaba sentada junto a la ventana, de espaldas a mí, llevaba el pelo recogido con un lazo de color aguamarina. Miraba por la ventana a una niña que saltaba a la comba en el jardín. La pequeña tenía el pelo como el de su madre. Contaba los saltos con la cabeza gacha. Y entonces habló mi mujer muerta. No, no he olvidado. Estoy aquí. Tú estás aquí. No puedo olvidar. Escupió las palabras, y la fuerza de su ira salpicó de sangre el cristal. Fuera, la niña dejó de saltar y me miró a través del vidrio. La oscuridad impedía ver su cara, y yo me alegré de que así fuera. Siempre será mi hija. En este mundo y en el otro, siempre será mía. Y se volvió, y una vez más vi su rostro destrozado, y las cuencas vacías de sus ojos, y el recuerdo de los padecimientos que soportó en mi nombre volvió a mí con tal violencia que me sacudió un espasmo: estiré las extremidades y arqueé la espalda tan bruscamente que me crujieron las vértebras. De pronto me desperté con los brazos alrededor del torso, las manos en la piel y el pelo, la boca abierta en una mueca de angustia, y Rachel me abrazaba y susurraba «Calma, calma», y mi segunda hija lloraba con la voz de la primera, y el mundo era un lugar del que los muertos preferían no irse, ya que irse es caer en el olvido, y ellos no caen en el olvido. Rachel me acarició el pelo para tranquilizarme y luego fue a ocuparse de nuestra hija. La oí arrullarla, pasearla en brazos hasta que dejó de llorar. La niña, nuestra Samantha, pocas veces lloraba. Era muy tranquila. No era como la que había perdido, y sin embargo a veces veía algo de Jennifer en su cara, incluso en los primeros meses. A veces, también, me parecía vislumbrar el fantasma de Susan en sus facciones, pero eso no podía ser. Cerré los ojos. No olvidaría. Llevaba sus nombres escritos en el corazón, junto con los de muchos otros: aquellos que se perdieron, y aquellos que yo no había sido capaz de encontrar; aquellos que confiaron en mí, y aquellos que se enfrentaron a mí; aquellos que mi mano mató y aquellos que murieron a manos de otros. Cada nombre estaba escrito, tallado con un cuchillo en mi carne, un nombre tras otro, todos enmarañados y sin embargo claramente legibles, todos sutilmente grabados en el gran palimpsesto del corazón. No me olvidaría. No me permitirían olvidarlos. El sacerdote visitante de la iglesia católica de San Maximilian Kolbe, no sin apuros, intentó expresar su consternación ante lo que veía. -¿Qué… qué lleva puesto? El objeto de su consternación era un diminuto ex allanador, vestido con un traje que parecía confeccionado con algún tejido sintético promocionado por la NASA. Decir que «brillaba» al moverse quien lo llevaba habría sido infravalorar su capacidad para distorsionar la luz. Aquel traje relucía como una intensa estrella nueva, abarcando todos los colores del espectro y un par más que seguramente el mismísimo Creador había pasado por alto por razones de buen gusto. Si el Hombre de Hojalata de – Parece hecho de una especie de metal -comentó el sacerdote. Tenía que entornar los ojos. – También es reflectante -añadí. – Sin duda lo es -convino el sacerdote. Dentro de su desconcierto, se diría que casi estaba impresionado-. Creo que nunca había visto nada semejante. ¿Es un…, esto…, amigo suyo? Procuré que mi relativa sensación de bochorno no se me trasluciese en la voz. – Es uno de los padrinos. Siguió un ostensible silencio. El sacerdote visitante era un misionero de permiso, destinado en el Sudeste asiático. Probablemente era mucho lo que sus ojos habían visto a lo largo de su vida. En cierto modo resultaba halagüeño que un mero bautismo en el sur de Maine lo dejara sin habla. – Quizá deberíamos mantenerlo apartado de las llamas -dijo el sacerdote después de reflexionar sobre las posibles consecuencias. – Puede que sea lo más sensato. – Tendrá que aguantar una vela, claro está, pero le pediré que estire el brazo. Con eso bastará. ¿Y la madrina? Esta vez fui yo quien guardó silencio por un momento antes de continuar. – Ahí es donde se complican las cosas. ¿Ve a ese caballero al lado del padrino? Junto a Ángel, y sacándole al menos treinta centímetros de alto, estaba su pareja, Louis. Uno podría haber descrito a Louis como un republicano retrógrado, salvo por el hecho de que cualquier republicano retrógrado habría atrancado las puertas, cerrado los postigos y esperado la llegada de la caballería antes que admitir en su compañía a un hombre como aquél. Lucía un traje azul oscuro y gafas de sol, pero incluso con las gafas puestas parecía poner todo su empeño en no mirar directamente a su media naranja. De hecho, daba toda la impresión de ser un hombre sin media naranja, salvo por la modesta circunstancia de que Ángel insistía en seguirlo de aquí para allá y hablar con él de vez en cuando. – ¿El caballero alto? Parece un poco fuera de lugar. Era una observación sagaz. Louis iba peripuesto, como siempre, y aparte de su estatura y del color de su piel, apenas nada en su apariencia física inducía a hacer tal comentario. Aun así, irradiaba de algún modo su diferencia, y una vaga sensación de amenaza potencial. – Bueno, supongo que será también padrino. – ¿Dos padrinos? – Y una madrina: la hermana de mi pareja. Está fuera, en algún sitio. Con un discreto movimiento de pies, el sacerdote puso de relieve su malestar. – Es muy poco corriente. – Lo sé -dije-, pero, claro, ellos son personas poco corrientes. Corría finales de enero, y aún quedaba nieve en las zonas umbrías. Dos días antes había ido a New Hampshire a comprar bebida a buen precio en la licorería estatal, para la celebración posterior al bautizo. Al terminar, paseé un rato junto al río Androscoggin, donde aún había una capa de hielo de treinta centímetros de grosor cerca de la orilla, aunque agrietada. Sin embargo, en el centro nada impedía el paso del agua, que fluía de forma lenta e incesante hacia el mar. Caminé corriente arriba, siguiendo una franja de tierra boscosa, densamente poblada de abetos, que el río había creado con el paso del tiempo, dividiendo en dos un terreno pantanoso donde arándanos y zarzamoras de floración temprana, así como acebo negro grisáceo y ligustrina de color tostado, coexistían con piceas, alerces y rododendros. Por fin llegué a la zona flotante del pantano, verde y morada allí donde el musgo esfagno se entretejía con las parras de arándano rojo. Arranqué una baya, endulzada por la escarcha, y me la coloqué entre los dientes. Cuando la mordí, el sabor del jugo me llenó la boca. Encontré un tronco de árbol, caído hacía mucho tiempo y ahora gris y podrido, y me senté en él. Se acercaba la primavera y con ella el largo y lento deshielo. Habría hojas nuevas y vida nueva. Pero yo siempre he preferido el invierno. En esos momentos, más que nunca, deseaba congelarme entre la nieve y el hielo, aislado en mi caparazón e inmutable. Pensé en Rachel y mi hija, Sam, y en todos aquellos que ya se habían ido. En invierno la vida se ralentiza, pero ahora deseé que cesara su inercia por completo, salvo para nosotros tres. Si yo pudiera conseguir que los tres nos quedáramos aquí, envueltos en esta blancura, quizás entonces todo iría bien. Si los días pasaran sólo para nosotros, no nos acaecería ningún mal. Ningún desconocido se presentaría ante nuestra puerta y no se nos plantearían más exigencias que esas cosas elementales que esperábamos unos de otros y que nos dábamos a cambio generosamente. Con todo, incluso allí, en el silencio del bosque invernal y el agua cubierta de musgo, la vida seguía, una existencia oculta, efervescente, camuflada por la nieve y el hielo. La quietud era una estratagema, una ilusión, que engañaba sólo a quienes no tenían la voluntad o la capacidad de examinar con más detenimiento y ver lo que yacía debajo. El tiempo y la vida avanzaban de forma inexorable. Alrededor ya oscurecía. Pronto caería la noche, y entonces ellas volverían. Me visitaban con mayor frecuencia, la niña que era casi mi hija, y su madre, que no era del todo mi mujer. Sus voces se volvían más apremiantes, el recuerdo de ellas en esta vida cada vez más contaminado por las formas que habían asumido en la otra. Al principio, cuando empezaron a aparecerse, no sabía qué eran. Se me antojaban fantasmas provocados por el dolor, fruto de mi mente culpable y atormentada, pero gradualmente adquirieron cierto grado de realidad. No me acostumbré a su presencia, pero aprendí a aceptarla. Reales o imaginadas, simbolizaban aún un amor que en otro tiempo sentí, y seguía sintiendo, pero ahora se convertían en algo distinto, y susurraban su amor entre dientes despojados de carne. Alrededor todo se desmoronaba, y yo no sabía qué hacer, así que me senté entre la nieve y el hielo sobre un tronco podrido y quise que se detuvieran los relojes. Hacía menos frío que en días anteriores. Rachel estaba delante de la iglesia, con Sam en brazos. La acompañaba su madre, Joan. Nuestra hija iba envuelta en una toquilla blanca, con los ojos muy cerrados, como si algo le perturbara el sueño. El cielo tenía un color azul claro, y el sol invernal relucía frío sobre Black Point. Dispersos ante nosotros se hallaban nuestros amigos y vecinos, charlando, fumando, la mayoría engalanados para la ocasión, contentos de tener un pretexto para lucir ropa de colores vivos en invierno. Saludé con la cabeza a unas cuantas personas y luego me reuní con Rachel y Joan. Al acercarme, Sam se despertó y movió los brazos. Bostezó, miró alrededor con ojos legañosos y decidió que no había ningún motivo importante para no echar otra siesta. Joan la arrebujó con la toquilla blanca para resguardarla del frío. Era una mujer pequeña y fuerte, que apenas se maquillaba y llevaba el pelo cano muy corto. Tras conocerla esa mañana, Louis había comentado de ella que intentaba entrar en contacto con la lesbiana que llevaba dentro. Le aconsejé que se reservara sus opiniones; de lo contrario, Joan Wolfe intentaría ponerse en contacto con el gay que Louis llevaba dentro hundiéndole la mano en el pecho y arrancándole el corazón. Ella y yo hacíamos buenas migas la mayor parte del tiempo, pero yo sabía que le preocupaba la seguridad de su hija y su nieta, y eso se traducía en cierta distancia entre nosotros. Para mí era como tener a la vista un lugar cálido y acogedor al que sólo podía llegarse cruzando un lago helado. Acepté que Joan tenía razones para preocuparse por lo que había sucedido en el pasado, pero no por eso me era más llevadera su tácita desaprobación. Aun así, comparada con mi relación con el padre de Rachel, Joan y yo éramos amigos del alma. Frank Wolfe, en cuanto tenía un par de copas entre pecho y espalda, se sentía impulsado a acabar la mayoría de nuestros encuentros con las palabras: «¿Sabes?, como le llegue a pasar algo a mi hija…». Rachel llevaba un vestido azul claro, sencillo y sin adornos. Tenía la espalda del vestido arrugada y le colgaba un hilo suelto del dobladillo. Parecía cansada y abstraída. – Si quieres la cojo yo -me ofrecí. -No, Sam ya está bien así. Contestó con cierto apremio. Tuve la sensación de que me había apartado de un empujón en el pecho. Miré a Joan. Tras un par de segundos, se alejó para reunirse con la hermana menor de Rachel, Pam, que fumaba un cigarrillo y coqueteaba con un grupo de admiradores lugareños. – Ya sé que está bien -repliqué en voz baja-. Eres tú quien me preocupa. Rachel se apoyó en mí por un momento y luego, casi como si contara los segundos para poder poner distancia entre ella y yo, se separó. – Sólo quiero acabar con esto -dijo-. Quiero que se marchen todos. No habíamos invitado a mucha gente al bautizo. Estaban Ángel y Louis, claro, y de Nueva York habían venido Walter y Lee Cole. Aparte de ellos, los parientes más cercanos de Rachel y algunos de nuestros amigos de Portland y Scarborough constituían buena parte del pequeño grupo. En total había presentes veinticinco o treinta personas, no más, y la mayoría vendría a casa después de la ceremonia. Por lo común, Rachel habría estado encantada en semejante compañía, pero desde el nacimiento de Sam había tendido a aislarse, alejándose incluso de mí. Intenté recordar los primeros momentos de la vida de Jennifer, antes de que ella y su madre me fueran arrebatadas, y si bien Jennifer había sido, comparativamente, tan ruidosa como tranquila era Sam, no recordaba haber topado con la clase de dificultades que ahora nos perturbaban a Rachel y a mí. Era natural que Sam fuera el centro de la atención y las energías de Rachel. Yo intentaba ayudarla tanto como podía, y dedicaba menos tiempo a mi trabajo para poder compartir parte de la carga de los cuidados de la niña y dar a Rachel un poco de tiempo para sí misma, si lo deseaba. Sin embargo, casi parecía molestarle mi presencia, y, con la llegada de Ángel y Louis esa mañana, daba la impresión de que la tensión entre nosotros había aumentado exponencialmente. – Puedo decirles que te encuentras mal -sugerí-. Y tú luego podrías llevarte a Sam arriba, a nuestra habitación, y escaparte de todos. Se harán cargo. Movió la cabeza en un gesto de negación. – No es eso. Quiero que se vayan. ¿Lo entiendes? Y la verdad es que no lo entendí, no en ese momento. La mujer llegó al taller mecánico a primera hora de la mañana. Se hallaba en el límite de una zona que, si bien no se había aburguesado del todo, al menos ya no agredía a las clases acomodadas. Había tomado el metro hasta Queens y había tenido que cambiar de tren dos veces, porque se había equivocado de línea. Aunque aquel día las calles estaban más tranquilas, seguía sin verle mucho encanto a esa ciudad. Tenía magullada la cara y le dolía el ojo izquierdo cada vez que parpadeaba. Después de recibir la bofetada del joven, necesitó un momento para recuperar la compostura, apoyada en la pared de un callejón. No era la primera vez que un hombre le levantaba la mano, pero nunca le había pegado un desconocido, y menos uno al que doblaba la edad. La experiencia le causó humillación e ira, y en los minutos posteriores deseó, quizá por primera vez en la vida, que Louis estuviese cerca en ese momento, que ella pudiera ir y contarle lo ocurrido, y presenciar como él a su vez humillaba al chulo. En la oscuridad del callejón, apoyó las manos en las rodillas y bajó la cabeza. Se sentía como si estuviera a punto de vomitar. Le temblaban las manos y tenía la cara bañada en sudor. Cerró los ojos y rezó hasta que se le pasó la rabia, y entonces las manos se le serenaron y se le enfrió la piel. Oyó cerca el gemido de una mujer, y un hombre le dirigió unas palabras ásperas. Miró a su derecha y vio unas siluetas que se movían rítmicamente al lado de unas bolsas de basura. Los coches pasaban despacio con las ventanillas bajadas y las caras de los conductores ofrecían un aspecto cruel y ávido a la luz de las farolas. Una chica blanca alta se tambaleaba sobre unos zapatos de tacón de color rosa, su cuerpo oculto apenas por lencería blanca. Junto a ella, había una mujer negra apoyada en el capó de un coche con las manos abiertas sobre el metal y las nalgas en alto para atraer la atención de los hombres. Cerca, las rítmicas embestidas se aceleraron y los gemidos de la mujer, falsos y vacíos, adquirieron un tono más agudo, hasta por fin desvanecerse. Al cabo de unos segundos, oyó unos pasos. El hombre salió de las sombras primero. Era joven y blanco, e iba bien vestido. Llevaba la corbata ladeada, y se peinaba el pelo con las manos para arreglárselo después del esfuerzo. La anciana olió alcohol y un rastro de perfume barato. Él apenas miró a la mujer apoyada contra la pared cuando dobló hacia la calle. Pasado un momento, lo siguió una chica blanca. Ni siquiera aparentaba edad suficiente para conducir un coche, y sin embargo allí estaba, vestida con una minifalda negra y un top recortado, con unos tacones que añadían cinco centímetros a su diminuta estatura; tenía una melena oscura y facciones delicadas, ocultas tras una capa de maquillaje burdamente aplicada. Daba la impresión de que le costara andar, como si le doliera algo. Cuando casi había llegado a la altura de la mujer negra, ésta extendió una mano y, sin tocarla, le imploró que se parara. – Disculpe, señorita -dijo. La muchacha se detuvo. Tenía los ojos grandes y azules, pero la anciana veía que la luz ya se extinguía en ellos. – No puedo darle dinero -repuso. – No quiero dinero. Tengo una foto. Me gustaría enseñársela, para que me diga si conoce a la chica. Metió la mano en el bolso y sacó la fotografía de su hija. Tras una breve vacilación, la muchacha la cogió. La miró por un momento y se la devolvió. – Se ha ido -dijo. La anciana se acercó lentamente. No quería alarmarla. – ¿La conoce? – En realidad no. La vi por aquí, pero se marchó un par de días después de empezar yo. Sé que su nombre de calle era LaShan, pero dudo que de verdad se llamara así. – No, se llama Alice. – ¿Es usted su madre? – Sí. – Parecía buena chica. – Lo es. – Tenía una amiga, una tal Sereta. – ¿Sabe dónde puedo encontrarla? La chica negó con la cabeza. – También se fue. Ojalá pudiera decirle algo más, pero no sé nada. Tengo que irme. Antes de que la mujer pudiese detenerla, la chica salió a la avenida y se dejó llevar por la corriente. La anciana la siguió y la observó alejarse. Vio que la chica cruzaba la calle, entregaba dinero al joven negro que le había pegado y luego volvía a ocupar su posición entre las otras mujeres dispuestas a lo largo de la calle. ¿Dónde estaba la policía?, se preguntó. ¿Cómo podían consentir aquello ante su misma puerta, semejante explotación, semejante sufrimiento? ¿Cómo podían permitir que una niña como aquélla fuese utilizada, fuese asesinada lentamente desde dentro? Y si toleraban algo así, ¿cómo iban a preocuparse de una chica negra desaparecida que había caído en ese río de miseria humana y se había visto arrastrada por sus aguas? Había sido una tontería por su parte pensar que podía presentarse en esa ciudad desconocida y encontrar ella sola a su hija. Primero había llamado a la policía, claro, antes siquiera de decidir viajar al norte, y les había proporcionado todos los detalles posibles por teléfono. Le habían aconsejado que denunciara la desaparición personalmente cuando fuera a la ciudad, y así lo había hecho el día anterior. Había percibido el ligero cambio en la expresión del policía cuando le habló de las circunstancias de su hija. Para él, su hija era otra drogadicta a la deriva en una vida peligrosa. Tal vez fue sincero al decir que haría lo que estuviera en sus manos, pero ella sabía que la desaparición de su niña no importaba tanto como la de una chica blanca, tal vez una con dinero e influencia, o simplemente sin marcas de pinchazos en la piel entre los dedos de las manos y los pies. Había contemplado la posibilidad de volver a la comisaría esa mañana y describir al hombre que la había abofeteado y a la joven prostituta con quien había hablado, pero pensó que no serviría de nada. No era la policía quien podía ayudarla. Necesitaba a alguien para quien su hija fuese una prioridad, no sólo un nombre más en una creciente lista de desaparecidos. Aunque era domingo, la persiana del taller mecánico estaba medio levantada y dentro sonaba música. La mujer se agachó y entró, el interior estaba en penumbra. Allí había un hombre delgado, que vestía un mono, inclinado sobre el motor de un gran coche extranjero. Se llamaba Arno. A su lado se oía la voz de Tony Bennett, procedente de los baratos altavoces de una pequeña radio destartalada. – ¿Hola? -saludó la mujer. Arno volvió la cabeza, sin sacar las manos de las entrañas del motor. – Lo siento, señora, está cerrado -dijo él. Sabía que tenía que haber cerrado la persiana del todo, pero le gustaba dejar entrar un poco de aire y, en cualquier caso, no contaba con quedarse allí mucho rato. Recogerían el Audi el lunes por la mañana temprano, y apenas le quedaba un par de horas de trabajo. – Busco a una persona -dijo ella. – El jefe no está. Cuando la mujer se acercó, él le vio la hinchazón de la cara. Se limpió las manos en un trapo y se apartó por un momento del coche. – Oiga, ¿se encuentra bien? ¿Qué le ha pasado en la cara? La mujer ya estaba cerca de él. Ocultaba su angustia y su miedo, pero el mecánico vio esos sentimientos reflejados en sus ojos, como una niña asustada que mira por dos ventanas idénticas. – Busco a una persona -repitió ella-. Me dio esto. Sacó la cartera del bolso y extrajo una tarjeta. Amarilleaba ligeramente en los bordes, pero, aparte de ese envejecimiento natural, se conservaba en perfecto estado. El mecánico adivinó que la había tenido bien guardada durante mucho tiempo, por si acaso llegaba a necesitarla. Arno cogió la tarjeta. No llevaba nombre, sólo una ilustración. Representaba a un ángel con armadura pisando una serpiente. El ángel empuñaba una lanza con la mano derecha y había traspasado al reptil con la punta. Sangre oscura manaba de la herida. Al dorso de la tarjeta constaba el número de un discreto servicio contestador y, a su lado, una única letra «L», en tinta negra, junto con la dirección escrita a mano del taller donde estaban. Pocas personas tenían en su poder una tarjeta como ésa, y el mecánico nunca había visto una con la dirección del taller añadida a mano. La letra «L» era el factor decisivo. A todos los efectos, eso era un pase de «acceso a todas las zonas», una manera de solicitar -no, de ordenar- que se ofreciese toda la ayuda posible a quien la mostrase. – ¿Ha llamado a ese número? -preguntó Arno. – No quiero hablar con él a través de un servicio. Quiero verlo. – No está aquí. Se ha ido de viaje. – ¿Adónde? – A Maine -contestó el mecánico tras un titubeo. – Le agradecería que me diera la dirección de donde se encuentra. Arno se dirigió hacia el reducido despacho que se hallaba a la izquierda del espacio principal de trabajo. Pasó las hojas de la agenda hasta llegar a la entrada que buscaba; a continuación cogió una hoja de papel y copió allí los datos pertinentes. Plegó el papel y se lo entregó a la mujer. – ¿Quiere que lo telefonee yo, que le diga que va de camino? – Gracias, pero no. – ¿Tiene coche? La mujer negó con la cabeza. – He venido aquí en metro. – ¿Sabe cómo ir a Maine? – Todavía no. En autocar, supongo. Arno se puso la cazadora y sacó un juego de llaves del bolsillo. – La llevaré a la estación de Port Authority y me aseguraré de que sube al autocar sin percances. Por primera vez, la mujer sonrió. – Gracias, se lo agradecería. Arno la miró. Le tocó la cara con delicadeza para examinar la magulladura. – Tengo algo para eso, si le duele. – No es nada -contestó ella. Él asintió. – Vamos, pues. Tenemos tiempo, la invito a un café y un bollo para el viaje. Formábamos un corrillo alrededor de la pila bautismal, y los demás invitados se hallaban de pie junto a los bancos a corta distancia. El sacerdote había acabado los prolegómenos y nos acercábamos al centro de la ceremonia. – ¿Rechazas a Satanás y todas sus promesas vanas? -preguntó el sacerdote. Esperó. No hubo respuesta. Raquel tosió discretamente. Ángel parecía haber encontrado algo interesante que mirar en el suelo. Louis permanecía impasible. Se había quitado las gafas de sol y mantenía la vista fija en un punto justo por encima de mi hombro izquierdo. – Tienes que hablar en nombre de Sam -susurré a Ángel-. No se refiere a ti. De pronto vio la luz tan diáfanamente como el sol que asoma en un árido desierto. – Ah, vale -dijo Ángel con entusiasmo-. Claro. Por supuesto. Rechazado. – Amén -dijo Louis. El sacerdote pareció confuso.. -Eso significa que sí -le aclaré. – Bien -dijo, como para reafirmarse-. Bueno. Rachel fulminó a Ángel con la mirada. – ¿Qué pasa? -preguntó. Levantó las manos como diciendo: «¿Y yo qué he hecho?». Le cayeron unas gotas de cera en la manga de la chaqueta. Un olor algo acre se desprendió de ella-. ¡Aaaay! -exclamó-. Y para colmo era la primera vez que me la ponía. Rachel pasó de fulminarlo con la mirada a echar fuego por la boca. – Como vuelvas a despegar los labios, acabarás enterrado con ese traje -amenazó. Ángel calló. Dadas las circunstancias, era lo más inteligente que podía hacer. La mujer iba sentada junto a la ventanilla en el lado derecho del autocar. En un solo día estaba atravesando más estados que los que había visitado en toda su vida. El autocar se detuvo en South Station, en Boston. En los treinta minutos de que disponía, se acercó paseando a la explanada de Amtrak y compró un café y un bollo. Los dos eran caros, y miró consternada el pequeño fajo de billetes en su bolso, adornados con unas cuantas monedas, pero tenía hambre, incluso después de que el hombre del taller la hubiera invitado tan amablemente. Se sentó y observó pasar a la gente, los ejecutivos trajeados, las madres agobiadas con sus hijos. Se quedó mirando cómo cambiaban los rótulos electrónicos que anunciaban las llegadas y salidas, los nombres saltaban rápidamente en el gran tablón encima de su cabeza. En el andén, los trenes eran plateados, de líneas elegantes. Una joven negra tomó asiento a su lado y abrió un periódico. Llevaba un buen traje y el pelo muy corto. A sus pies tenía un maletín de piel marrón, y le colgaba del hombro un pequeño bolso a juego. En la mano izquierda le relucía un anillo de compromiso con un diamante. «Tengo una hija de tu edad», pensó la anciana, «pero nunca será como tú. Nunca llevará un traje a medida, ni leerá lo que tú lees, y ningún hombre le regalará un anillo como el que tú llevas. Es un alma perdida, un alma atormentada, pero yo la quiero, y es mía. El hombre que la engendró en mí ya no está entre nosotros. Murió, y el mundo no sufrió una gran pérdida con ello. A lo que me hizo lo llamarían violación, supongo, porque me sometí a él por miedo. Todos le teníamos miedo, a él y a lo que podía hacernos. Creíamos que había matado a mi hermana mayor, porque se marchó con él y ya no volvió viva, y cuando él regresó, me tomó a mí en su lugar. »Pero murió por lo que hizo, y murió de mala manera. Nos preguntaron si queríamos que le reconstruyeran la cara, si queríamos tener el ataúd abierto para exponerlo. Les dijimos que lo dejaran tal como lo habían encontrado y que lo enterraran en una caja de pino con cuerdas por asas. Marcaron su tumba con una cruz de madera, pero la noche de su entierro fui al lugar donde yacía y quité la cruz, y la quemé con la esperanza de que fuera olvidado. Pero di a luz a su hija, y la quise a pesar de que había en ella algo de él. Quizá nunca tuvo una oportunidad, maldecida como estaba con un padre así. Él la mancilló, ensuciándola desde el momento en que nació, estando presente el germen de su destrucción ya en la semilla de él. Siempre fue una niña triste, una niña irascible, y aun así, ¿cómo pudo abandonarnos por esa otra vida? ¿Cómo pudo encontrar paz en una ciudad como ésa, entre hombres que la utilizaban por dinero, que le daban drogas y alcohol para tenerla a su merced? ¿Cómo pudimos permitir que acabara así? »Y el chico -no, el hombre, porque ahora es un hombre- intentó velar por ella, pero desistió, y ahora se ha ido. Mi hija se ha ido, y a nadie le importa lo suficiente para buscarla, a nadie excepto a mí. Pero ya me encargaré yo de que les importe. Es mía, y la haré volver. Él me ayudará, porque es sangre de su sangre, y tiene una deuda de sangre con ella. »Él mató a su padre. Ahora la hará volver a esta vida, y a mí.» Los invitados estaban dispersos por el salón y la cocina. Algunos habían salido y se hallaban sentados bajo los árboles deshojados del jardín, con el abrigo puesto, disfrutando del aire libre mientras bebían cerveza y vino y comían caliente en platos de papel. Ángel y Louis, como siempre, se habían quedado un poco al margen del resto, ocupando un banco de piedra que miraba hacia la marisma. Nuestro labrador, – ¿Quieres oír un chiste? -preguntó Ángel-. Hay un pato en un estanque y, cabreado con otro pato que anda detrás de su chica, va y contrata a un pato asesino a sueldo para que se lo cargue. Louis soltó un resoplido por la nariz, un sonido semejante a una fuga de gas bajo una presión casi insoportable. Ángel hizo caso omiso. – Así que llega el asesino, y el pato se reúne con él entre unos juncos. El asesino le dice que le costará cinco trozos de pan matar al objetivo, pagaderos tras la realización del hecho. El pato está de acuerdo y el asesino dice: «¿Y quieres que te mande el cadáver?». El pato contesta: «No, basta con que me mandes la factura». Se produjo un silencio. – La factura -repitió Ángel-. Ya sabes, es… – Yo sé otro chiste -dijo Louis. Los dos lo miramos, sorprendidos. – ¿Sabéis aquel del hombre inaguantable que murió vestido con un traje barato? Esperamos. – Ya se ha acabado. – No tiene gracia -protestó Ángel. – A mí sí me hace reír -afirmó Louis. Un hombre me tocó el brazo, y, a mi lado, me encontré a Walter Cole de pie. Ya se había jubilado, pero me había enseñado casi todo lo que sabía cuando era policía. Habíamos dejado atrás nuestros resquemores mutuos y aprendido a asumir lo que yo era y lo que era capaz de hacer. Dejé a Ángel y Louis con sus peleas y volví a la casa con Walter. – En cuanto al perro… -dijo. – Es un buen perro -atajé-. Aunque no muy listo, es leal. – No tengo intención de ofrecerle un empleo. Le has puesto – Me gusta el nombre. – ¿Le has puesto mi nombre a un perro? – Pensaba que te halagaría. Además, nadie tiene por qué enterarse. Y no puede decirse que se te parezca. Para empezar, es más peludo. – Ya, muy gracioso. Hasta el perro tiene más gracia que tú. Entramos en la cocina, y Walter sacó una botella de cerveza Sebago de la nevera. No le ofrecí un vaso. Sabía que prefería beber a morro cuando podía, o sea, siempre que no lo veía su mujer. Fuera, vi a Rachel hablar con Pam, su hermana, que era más baja y tenía peores pulgas, lo cual no era poco decir. Cada vez que la abrazaba, temía empezar a rascarme de un momento a otro. Sam dormía en una habitación del piso de arriba. La vigilaba la madre de Rachel. Walter me vio seguir con la mirada a Rachel por el jardín. – ¿Cómo os va a vosotros dos? -preguntó Walter. – A los tres -le recordé-. Bien, supongo. – Cuando llega un niño a una casa, todo es más complicado. – Lo sé. Lo recuerdo. Walter levantó un poco la mano. Parecía a punto de tocarme el hombro, hasta que la bajó despacio. – Lo siento -dijo-. No es que las haya olvidado. No sé qué es exactamente. A veces parece que fue en otra vida, en otro tiempo. ¿Lo entiendes? – Sí -respondí-. Sé muy bien a qué te refieres. Un soplo de brisa movió el columpio colgado del roble, que se balanceó en un lento arco, como si un niño invisible jugara sobre él. Más allá, vi el resplandor de los canales en las marismas, convergiendo en algunos sitios al abrirse paso entre los juncos, las aguas de uno entremezclándose con las de otro, cada uno cambiado irreversiblemente al confluir. Así eran las vidas: cuando sus caminos se cruzaban, quedaban alteradas para siempre por el encuentro, unas veces de una manera leve, casi invisible, y otras de forma tan profunda que ya nada podía ser después igual. El residuo de otras vidas nos contagia, y nosotros a nuestra vez lo transmitimos a quienes encontramos más adelante. – Creo que está preocupada -dije. – ¿Por qué? – Por nosotros. Por mí. Ha arriesgado mucho, y ha salido malparada. No quiere volver a sentir miedo, pero lo tiene. Teme por nosotros, y teme por Sam. – ¿Habéis hablado del tema? – No, la verdad es que no. – Tal vez haya llegado la hora, antes de que empeoren las cosas. En ese momento me costaba imaginar que las circunstancias pudiesen empeorar mucho más. Detestaba esas tensiones inexpresadas entre Rachel y yo. La quería, y la necesitaba, pero yo también tenía mis razones para estar enfadado. Últimamente el peso de la culpa recaía sobre mis hombros con demasiada facilidad. Estaba cansado de cargar con él. – ¿Trabajas mucho? -preguntó Walter, cambiando de tema. – Bastante -contesté. – ¿Algo interesante? – No creo. Nunca se sabe, pero he intentado ser selectivo. Son casos muy evidentes. Me han ofrecido cosas… cosas más complicadas, pero las he rechazado. No estoy dispuesto a perjudicarlas, pero… Callé. Walter esperó. – Sigue. Moví la cabeza en un gesto de negación. Lee, la esposa de Walter, entró en la cocina. Arrugó la frente al verlo beber de la botella. – En cuanto te doy la espalda cinco minutos, abandonas los modales civilizados -reprochó Lee, pero sonreía al hablar-. Acabarás bebiendo de la taza del váter. Walter la estrechó entre sus brazos. – ¿Ya sabes que le han puesto tu nombre al perro? -dijo ella-. A lo mejor es por eso. En cualquier caso, hay un montón de gente que quiere conocerte gracias a él. Hasta el perro quiere conocerte. Walter frunció el entrecejo cuando ella lo cogió de la mano y lo arrastró hacia el jardín. – ¿Vienes? -me preguntó Lee. – Ahora voy -contesté. Los observé cruzar el jardín. Rachel les hizo una seña con la mano y ellos se le acercaron. Su mirada se cruzó con la mía y me dirigió una parca sonrisa. Levanté la mano, luego la apoyé en el cristal, y su cara quedó oculta tras mis dedos. El día avanzó. Unos se marcharon y otros, que no habían podido llegar a tiempo a la ceremonia, ocuparon su lugar. Al declinar la luz, Ángel y Louis ya no hablaban y se mantenían aún más al margen de todo que antes. Los dos miraban fijamente la carretera que serpenteaba desde la Estatal 1 hasta la costa. Entre ellos había un teléfono móvil. Arno los había llamado hacía unas horas, en cuanto dejó sin percances a la mujer en el autocar de Greyhound en Nueva York. – No dio su nombre -dijo a Louis entre interferencias en la línea. – Ya sé quién es -contestó Louis-. Has hecho bien en llamarme. En ese momento se veían unos faros en la carretera. Me reuní con ellos y me apoyé en el respaldo del banco. Juntos observamos cómo cruzaba el taxi el puente sobre la marisma, los destellos del sol en sus aguas, el avance del coche reflejado en sus profundidades. Sentí un nudo en el estómago, y una presión en la cabeza como si unas manos me apretaran las sienes. Vi a Rachel inmóvil, de pie entre los invitados. También ella observaba cómo se acercaba el coche. Louis se levantó cuando se adentró por el camino de acceso de la casa. – Esto no tiene que ver contigo -dijo-. No debes preocuparte por este asunto. Y me pregunté qué había traído Louis a mi casa. Los seguí a través de la verja abierta hasta el fondo del jardín. Ángel se rezagó mientras Louis se aproximaba al taxi y abría la puerta. Salió una mujer con un enorme bolso multicolor bien sujeto entre las manos. Medía medio metro menos que Louis y debía de ser unos diez años mayor que él, aunque su rostro presentaba las señales de una vida difícil, y las preocupaciones parecían formar un velo ante sus rasgos. Imaginé que de joven había sido guapa. Quedaba ya poco de esa belleza física, pero percibí en ella una fortaleza interior que resplandecía intensamente en sus ojos. Advertí una magulladura en su cara. Parecía muy reciente. Se acercó a Louis y lo miró con algo parecido a amor; a continuación, le dio una bofetada en la mejilla izquierda con la mano derecha. – Se ha ido -dijo ella-. Se suponía que debías cuidar de ella, pero ahora se ha ido. Y rompió a llorar mientras Louis la abrazaba y todo su cuerpo se sacudía por la fuerza de los sollozos de aquella mujer. Ésta es la historia de Alice, que cayó en la madriguera de un conejo y ya nunca más volvió. Martha era la tía de Louis. Un tal Deeber, ya muerto, había engendrado un hijo en ella, una niña. La llamaron Alice, y la quisieron, pero nunca fue una niña feliz. Se rebeló contra la compañía de las mujeres, y acudió a los hombres. Elogiaron su belleza, y no le mentían, pero era joven y rebosaba ira. Algo la corroía por dentro, exacerbada su avidez por las acciones de las mujeres que la querían y cuidaban de ella. Le habían dicho que su padre estaba muerto, pero a través de los demás se enteró de la clase de hombre que había sido y de cómo había abandonado este mundo. Nadie sabía quién era el responsable de su muerte, pero corrían rumores, insinuaciones de que las mujeres negras pulcramente vestidas de la casa con el bonito jardín habían actuado en connivencia con su primo, el chico llamado Louis, para asesinarlo. Alice se rebeló contra ellas y todo lo que representaban: amor, bienestar, lazos familiares. Se sintió atraída por las malas compañías y renunció a la seguridad de la casa de su madre. Bebió, fumó canutos, se convirtió en consumidora ocasional de drogas más duras y finalmente en adicta. Se alejó de los lugares que conocía y fue a vivir a una barraca con el techo de hojalata en el borde de un bosque oscuro, donde los hombres pagaban por estar con ella por turno. Le pagaban con estupefacientes, aunque el valor de éstos era muy inferior al precio que los hombres habrían pagado por acostarse con ella, y así se estrecharon sus ataduras. Poco a poco empezó a perderse, y esa combinación de sexo y drogas actuó como un cáncer devorando todo lo que de verdad era, de modo que al final se convirtió en su creación aun mientras intentaba convencerse de que aquello era sólo una aberración temporal, una situación pasajera para ayudarla a hacer frente a la sensación de ofensa y traición que sentía. Era la mañana de un domingo, muy temprano, y estaba acostada en un camastro, desnuda salvo por unos zapatos de plástico baratos. Apestaba a hombre, y sentía el ansia. Le dolía la cabeza, y también los huesos de los brazos y las piernas. Otras dos mujeres dormían cerca; y mantas colgadas de cuerdas en el umbral de sus habitaciones hacían las veces de puerta. Un ventanuco permitía que entrara la luz de la mañana, empañada por la mugre del cristal y las telarañas, salpicadas de hojas y bichos muertos, que pendían de las esquinas. Apartó la manta y vio que la puerta de la barraca estaba abierta. En el vano se encontraba Lowe, casi rozando las jambas con los anchos hombros. No llevaba camisa, iba descalzo y el sudor relucía en su cabeza rapada y resbalaba lentamente entre sus paletillas. Tenía la espalda pálida y velluda. Llevaba un cigarrillo en la mano derecha y hablaba con otro hombre, que estaba fuera. Alice supuso que era Wallace, el mestizo enano que controlaba a sus putas y dirigía su negocio de tráfico de drogas a pequeña escala desde esa barraca en el bosque, con un poco de whisky ilegal para aquellos de gustos más conservadores. Se oyó una risa, y a continuación vio que Wallace pasaba por delante del ventanal de la parte delantera de la barraca cerrándose la bragueta y secándose los dedos en los vaqueros. La camisa abierta le colgaba ante el pecho estrecho y la barriga un tanto abultada. Era feo, y casi nunca se bañaba. A veces le pedía a Alice que le hiciera algo, y ella apenas podía contener las náuseas por el sabor de él. Pero ahora lo necesitaba. Necesitaba lo que él tenía, aunque eso representara aumentar su deuda, una deuda que nunca pagaría. Se puso una camiseta y una falda para cubrir su desnudez; luego encendió un cigarrillo y se preparó para apartar la manta del todo. El domingo era un día tranquilo. Algunos de los hombres que frecuentaban la barraca estarían arreglándose ya para ir a la iglesia, donde se sentarían en los bancos y simularían escuchar el sermón, mientras pensaban aún en ella. Otros no habían cruzado la puerta de una iglesia desde hacía muchos años, pero incluso para ellos el domingo era un día distinto. Si Alice reunía la energía necesaria, quizás iría al centro comercial, se compraría algo de ropa con el poco dinero que tenía y tal vez también algún cosmético. Quería hacerlo desde hacía un par de semanas, pero allí tenía otras distracciones. Incluso Wallace había hecho recientemente algún comentario acerca del estado de sus vestidos y su ropa interior, pese a que los hombres que iban allí no eran muy exigentes. A algunos hasta les gustaba esa sordidez, porque añadía sabor a la sensación de transgresión, pero, por lo común, Wallace prefería hacer ver que sus mujeres estaban limpias, por más que su entorno no lo estuviese. Si salía pronto, podría dejarlo todo resuelto y luego volver para pasar una tarde tranquila. Quizá por la noche tuviese algo de trabajo, pero ni por asomo sería tan arduo como la noche anterior. Los viernes y los sábados eran siempre los días peores, y la amenaza de violencia instigada por el alcohol siempre estaba presente. Cierto era que Lowe y Wallace protegían a las mujeres, pero no podían quedarse con ellas detrás de esa cortina mientras se atendía a los hombres, y bastaba una décima de segundo para que el puño de un hombre alcanzase la cara de una mujer. Oyó acercarse un coche. Lo vio por la puerta cuando dobló por el camino. A diferencia de la mayoría de los coches que iba allí, ése era nuevo. Parecía uno de esos coches alemanes, y el cromado de las ruedas ofrecía un aspecto impoluto. El motor gruñó brevemente al detenerse. Alice vio que se abrían las puertas de delante y de detrás. Wallace dijo algo que ella no oyó, y Lowe tiró el cigarrillo al suelo llevándose la otra mano a la espalda, donde la culata de un Colt enorme asomaba de sus vaqueros. Antes de que pudiera empuñarlo, sus hombros estallaron en una nube roja que se hinchó por un instante bajo la luz del sol y luego cayó al suelo en forma líquida. Asombrosamente se mantuvo en pie, y Alice vio que se agarraba al marco de la puerta para sostenerse. Se oyeron pasos en la gravilla y acto seguido sonó un segundo disparo, y parte de la cabeza de Lowe voló. Soltó el marco y se desplomó. Alice se quedó paralizada, como clavada al suelo. Fuera, oyó a Wallace suplicar por su vida. Retrocedía hacia la barraca, y ella vio agrandarse su cuerpo conforme se acercaba a la ventana. Tras varias detonaciones más, el cristal se rompió en mil pedazos y los fragmentos aún prendidos del marco quedaron manchados de sangre. Oyó que las demás chicas reaccionaban. A su derecha, Rowlene gritaba una y otra vez. Era una chica grande, y Alice casi se la imaginaba en su cama, con la sábana hasta el pecho, los ojos soñolientos y ribeteados mientras se hacía un ovillo en el borde del catre. A su izquierda oyó que Pria, que era medio asiática, golpeaba la pared mientras intentaba despejarse la cabeza y encontrar su ropa. Pria había estado con dos tíos la noche anterior, y habían compartido con ella su material. Probablemente seguía colocada. La silueta de un hombre apareció en el marco de la puerta. Alice alcanzó a ver su cara cuando entró, y eso le dio el impulso necesario. Soltó la manta colgada en la puerta con cuidado, luego se subió al camastro e intentó abrir la ventana a empujones. Al principio no cedió, y ya se oía al hombre dentro de la barraca, acercándose a los cuartos de las putas. Alice golpeó el marco con la palma de la mano y la ventana se abrió casi sin hacer ruido. Agarrándose, dio un salto y con cierto esfuerzo pasó por la reducida abertura, justo cuando sonó el siguiente disparo en el compartimento contiguo y volaron astillas de la madera. Rowlene había muerto. Ella sería la siguiente. A sus espaldas, una mano agarró la manta y la tiró al suelo al mismo tiempo que, por efecto de la fuerza de gravedad, Alice se precipitaba. Al caer torpemente, notó que algo se le partía en la mano, pero de inmediato corrió a refugiarse entre los árboles; agachada, se adentró en zigzag por el bosque, tronchándose las ramas caídas bajo sus pies. Volvió a oírse la detonación del arma, y un aliso fue alcanzado a pocos centímetros de su pie derecho. Siguió corriendo, a pesar de que las piedras se le hincaban en los pies y las zarzas y espinas le desgarraban la ropa. No paró hasta que el flato fue tan intenso que tuvo la sensación de que iba a partirse por la mitad. Se apoyó contra un árbol y creyó oír, a lo lejos, voces masculinas. Había reconocido la cara del hombre asomado a la puerta. Era uno de los que habían estado con Pria la noche anterior. No sabía por qué había vuelto ni qué lo había impulsado a hacer aquello. Sólo sabía que tenía que alejarse de allí, puesto que la conocían. La habían visto y la encontrarían. Alice llamó a su madre desde el teléfono de una gasolinera, donde los surtidores estaban inactivos y la oficina cerrada, porque era domingo por la mañana muy temprano. Su madre llegó con ropa y el poco dinero que tenía, y Alice se marchó esa tarde y ya nunca regresó al estado donde había nacido. En los años posteriores, telefoneaba a su madre casi siempre para pedir dinero. Llamaba una vez por semana como mínimo, o más a menudo. Era la única concesión inalterable de Alice a su madre, e incluso en sus peores momentos intentaba siempre ahorrarle a la vieja más preocupaciones de las que ya la abrumaban. También tenía pequeños detalles: regalos de cumpleaños que llegaban a tiempo, o tarde las más de las veces, pero llegaban; tarjetas de Navidad, con unos pocos billetes en los primeros años, pero después sólo una firma y unas palabras de felicitación; y, muy ocasionalmente, una carta, variando la calidad de la letra y el color de la tinta en función de la extensión de la misiva. Su madre lo guardaba todo como un tesoro, pero le agradecía en particular las llamadas. Le permitían saber que su hija seguía con vida. Un día las llamadas cesaron. Martha estaba sentada en el sofá de mi despacho, y Louis de pie junto a ella; Ángel, en silencio, ocupaba mi butaca. Yo me hallaba al lado de la chimenea. Rachel había asomado un momento la cabeza y se había ido. – Deberías haber cuidado de ella -le repitió Martha a Louis. – Lo intenté -respondió él. Se le veía viejo y cansado-. No quería ayuda, no de la que yo podía ofrecerle. La mirada de Martha se encendió. – ¿Cómo puedes decir eso? Estaba perdida. Era un alma perdida. Necesitaba que alguien la hiciera volver. Deberías haber sido tú. Esta vez Louis calló. – ¿Fue a Hunts Point? -pregunté. – La última vez que hablamos, dijo que estaba allí, y por eso fui. – ¿Fue allí donde le hicieron eso en la cara? Agachó la cabeza. – Un hombre me pegó. – ¿Cómo se llamaba? -preguntó Louis. – ¿Por qué? -dijo ella-. ¿Le harás lo mismo que a otros? ¿Crees que así encontraremos a tu prima? Sólo quieres sentirte importante; ahora ya es tarde para hacer lo que habría hecho un buen hombre. A mí eso no me sirve. Intervine. Las recriminaciones no iban a llevarnos a ninguna parte. – ¿Por qué fue a verlo? – Porque Alice me dijo que trabajaba para él. El otro, con el que había estado antes, murió. Me explicó que este nuevo cuidaría de ella, le buscaría hombres ricos. ¡Hombres ricos! ¿Qué hombre iba a quererla después de todo lo que había hecho? ¿Qué hombre…? Se echó a llorar otra vez. Me acerqué a la mujer, le di un pañuelo de papel y me arrodillé lentamente ante ella. – Necesitaremos saber cómo se llama ese hombre para empezar a buscarla -dije en voz baja. – G-Mack -contestó por fin-. Se hace llamar G-Mack. Había también una chica blanca. Dijo que recordaba a Alice, pero en la calle empleaba el nombre de LaShan. No sabía adónde había ido. – G-Mack -repitió Louis. – ¿Te suena de algo? – No. Lo último que supe de ella era que estaba con un chulo llamado Free Billy. – Parece que las cosas cambiaron. Louis ayudó a Martha a levantarse de la silla. – Tienes que comer algo. Y necesitas descansar. Ella le cogió la mano y se la apretó con fuerza. – Encuéntrala. Está en apuros. Lo presiento. Encuéntrala y tráemela. El gordo estaba en el borde de la bañera. Se llamaba Brightwell y era muy, muy viejo, mucho más viejo de lo que aparentaba. A veces se comportaba como si acabara de despertarse de un profundo sueño, pero el mexicano, cuyo nombre era García, sabía que no le convenía interrogarlo sobre sus orígenes. Era consciente de que debía obedecer a Brightwell y temerlo. Había visto lo que le había hecho a la mujer, había mirado a través del cristal cuando Brightwell acercó su boca a la de ella. Le había parecido ver en la mirada de la mujer que en ese momento, incluso mientras se debilitaba y moría, tomaba conciencia de algo grave, como si se diera cuenta de lo que ocurriría cuando por fin su cuerpo sucumbiese. ¿A cuántos otros se había llevado así, apretando sus labios contra los de ellos mientras aguardaba a que le transmitiesen su esencia?, se preguntó García. Y aun cuando lo que García sospechaba de Brightwell no fuera cierto, ¿qué clase de hombre podía creer algo así de sí mismo? Mientras los productos químicos actuaban en las sobras, el hedor era espantoso, pero Brightwell no hizo ademán siquiera de taparse la nariz. El mexicano permanecía detrás de él con la mitad inferior de la cara oculta por una máscara blanca. – ¿Y ahora qué va a hacer? -preguntó García. Brightwell escupió en la bañera y dio la espalda al cadáver en descomposición. – Buscaré a la otra y la mataré. – Ésta, antes de morir, ha hablado de un hombre. Pensaba que a lo mejor vendría a buscarla. – Lo sé. La he oído llamarlo. – Se suponía que estaba sola, que no tenía a nadie que se preocupara por ella. – Nos informaron mal, pero quizás es verdad que no tiene a nadie que se preocupe de ella. Brightwell pasó a su lado y le dejó con el cadáver putrefacto de la muchacha. García no lo siguió. Brightwell se equivocaba, pero él no se atrevió a discutírselo. Ninguna mujer, al acercarse a la muerte, pronunciaría a gritos una y otra vez un nombre que no significaba nada para ella. Tenía a alguien que se preocupaba por ella. E iría a buscarla. |
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