"El Ángel Negro" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

3

Alrededor continuaba la celebración del bautizo de Sam. Yo oía las risas de la gente y las ahogadas exclamaciones de sobresalto al abrirse las botellas. En algún sitio alguien empezó a entonar una canción. Parecía la voz del padre de Rachel, que tenía por costumbre cantar cuando bebía una copa de más. Frank era abogado, uno de esos hombres campechanos y efusivos a quienes les gusta ser el centro de atención allí donde estén, de esos que creen que alegran la vida a los demás con su comportamiento ruidoso e involuntariamente intimidatorio. Lo había visto en acción en una boda, obligando a mujeres tímidas a bailar con el pretexto de que se proponía sacarlas del cascarón, pese a que las había visto avanzar con pasos torpes y temblorosos por la pista de baile, como jirafas recién nacidas, a la vez que lanzaban miradas anhelantes a sus sillas. Podría decirse que tenía buen corazón, supongo, pero por desgracia eso no iba acompañado de una gran sensibilidad para con los demás. Aparte de la posible preocupación por su hija, Frank parecía considerar una afrenta personal mi presencia en acontecimientos sociales como aquél, como si en el momento menos pensado yo fuera a romper a llorar, o a pegarle a alguien, o a aguar de una u otra manera la fiesta que Frank con tanto esmero intentaba organizar. Procurábamos no quedarnos nunca a solas. A decir verdad, no resultaba muy difícil, ya que los dos poníamos toda nuestra voluntad en el empeño.

Joan era la fuerte del matrimonio, y normalmente unas palabras afables de ella inducían a Frank a bajar un poco el tono. Era maestra de parvulario, y una demócrata liberal a la antigua usanza que se tomaba de manera muy personal los cambios experimentados por el país en los últimos años con gobiernos tanto republicanos como demócratas. A diferencia de Frank, casi nunca hablaba de manera abierta de su preocupación por su hija, o al menos no a mí. Sólo de vez en cuando, por lo general cuando nos despedíamos al final de otra visita más, a veces incómoda, a veces moderadamente grata, me cogía la mano con delicadeza y susurraba: «Cuida de ella, ¿lo harás?».

Y yo le aseguraba que cuidaría de su hija, mirándola a los ojos y viendo su deseo de creerme en colisión con el miedo de que fuese incapaz de cumplir mi promesa. Me pregunté si, como en la desaparecida Alice, había una mancha en mí, una herida del pasado que de algún modo siempre contaminaría el presente y el futuro. En los últimos meses había intentado encontrar una manera de neutralizar la amenaza, básicamente rechazando ofertas de trabajo que parecían implicar cualquier tipo de riesgo grave, aunque mi reciente velada en compañía de Jackie Garner había sido una honrosa excepción. El problema era que cualquier encargo que valiera la pena conllevaba un riesgo u otro, y por tanto me dedicaba a casos que gradualmente minaban la voluntad de vivir. Ya antes había intentado tomar ese camino, pero en esa época no vivía con Rachel, y no perseveraba mucho en él antes de descubrir que no podía pasar por alto la atracción de los bosques tenebrosos.

Y ahora una mujer había acudido a mi puerta, y había traído consigo su dolor y el sufrimiento de otra persona. Era posible que la desaparición de su hija tuviese una explicación sencilla. No tenía mucho sentido hacer caso omiso de las realidades en la existencia de Alice: su vida en el Point era en extremo peligrosa, y su adicción la volvía aún más vulnerable si cabe. Las mujeres que trabajaban en esas calles desaparecían con frecuencia. Algunas huían de sus chulos u otros hombres violentos. Algunas intentaban abandonar esa clase de vida antes de que las consumiera por completo, cansadas de los robos y las violaciones, pero pocas lo conseguían, y la mayoría volvía penosamente a los callejones y aparcamientos, ya sin la menor esperanza de escapar. Las mujeres procuraban cuidarse entre sí, y los chulos también las vigilaban, aunque sólo fuese por proteger su inversión, pero eran meros gestos y poco más. Si alguien se proponía hacer daño a una de esas mujeres, lo lograba.

Llevamos a la tía de Louis a la cocina y la dejamos en manos de una pariente de Rachel. Poco después estaba comiendo pollo y pasta y bebiendo limonada en una cómoda butaca del salón. Cuando Louis fue a verla un rato después, la encontró dormida, extenuada por todo lo que había intentado hacer por su hija.

Walter Cole se reunió con nosotros. Sabía algo del pasado de Louis, y sospechaba mucho más. Estaba mejor informado acerca de Ángel, ya que Ángel tenía la clase de antecedentes penales que por sí solos merecían un grueso expediente, por más que los detalles perteneciesen a un pasado relativamente lejano. Yo le pregunté a Louis si podíamos implicar a Walter y él me dio su consentimiento, aunque con cierta reticencia. Louis no era una persona confiada, y con toda seguridad no le gustaba meter a la policía en sus asuntos. No obstante, Walter, aunque jubilado, tenía contactos en el departamento de policía de Nueva York que yo ya había perdido, y estaba en mejores relaciones con los miembros en activo que yo, cosa que no era difícil, todo ha de decirse. En el departamento algunos sospechaban que yo tenía las manos manchadas de sangre, y de muy buena gana habrían querido verme pagar por ello. Para mí, los agentes de a pie no representaban un problema, pero Walter aún gozaba del respeto de los altos cargos que podían estar en posición de ofrecer ayuda si era necesario.

– ¿Volverás a la ciudad esta noche? -pregunté a Louis.

Asintió.

– Quiero encontrar a ese G-Mack.

Vacilé antes de hablar.

– Creo que deberías esperar.

Louis ladeó un poco la cabeza, y dio una leve palmada en el brazo de la butaca. Era un hombre que no hacía gestos innecesarios, y ése prácticamente equivalía a un estallido de emociones.

– ¿Y eso por qué? -preguntó sin cambiar de tono.

– Así actúo yo -le recordé-. Si te presentas allí hecho un basilisco y repartiendo tiros, desaparecerá cualquiera que se preocupe mínimamente por su seguridad personal, te conozcan o no. Si escapa, tendremos que buscarlo hasta debajo de las piedras y perderemos un tiempo valioso. No sabemos nada de ese individuo y eso habría que remediarlo antes de ir a por él. Estás pensando en vengarte por lo que le hizo a esta mujer. Eso puede esperar. Lo que nos preocupa es su hija. Quiero que te contengas.

Eso entrañaba un riesgo. G-Mack ya sabía que alguien andaba preguntando por Alice. En el supuesto de que Martha tuviese razón y a su hija le hubiese ocurrido alguna desgracia, el chulo tenía dos opciones: o limitarse a decir que no sabía nada y ordenar a sus mujeres que hicieran lo mismo, o huir. Yo esperaba que mantuviera la calma hasta que diéramos con él. Estaba convencido de que así sería: era nuevo, ya que Louis no sabía nada de él; y joven, lo que significaba que debía de tener la arrogancia de considerarse un macarra en la calle. Había logrado establecer algún tipo de negocio en el Point y sería reacio a abandonarlo a menos que fuese realmente necesario.

Se produjo un largo silencio mientras analizaba sus opciones.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó.

Miré a Walter.

– Veinticuatro horas -contestó-. Para entonces debería tener lo que necesitáis.

– En ese caso, caeremos sobre él mañana por la noche -dije.

– ¿Caeremos? -preguntó Louis.

– Caeremos -repetí.

Clavó su mirada en la mía.

– Esto es una cuestión personal -dijo.

– Lo entiendo.

– Una cosa tiene que quedar clara. Tú actúas a tu manera, y lo respeto, pero aquí tu conciencia no pinta nada. A la primera duda, quiero que lo dejes. Eso va por todos.

Lanzó una rápida mirada a Walter. Al ver que Walter se disponía a contestar, tendí la mano y le toqué el brazo, y él se relajó un poco. Walter no participaría en nada que implicase una transgresión de su estricto código moral. Aun sin la placa, seguía siendo policía, y de los buenos. No sentía la necesidad de justificarse ante Louis.

Con eso quedó todo dicho. Habíamos acabado. Le indiqué a Walter que empleara el teléfono del despacho, y empezó a hacer llamadas. Louis fue a despertar a Martha para llevarla de vuelta a Nueva York. Ángel se reunió conmigo en la puerta de la casa.

– ¿Sabe ella lo de vosotros dos? -pregunté.

– Yo no la conocía -respondió Ángel-. Para serte sincero, ni siquiera tenía muy claro que existiera la familia. Me imaginaba que alguien lo había criado en una jaula y luego lo había soltado en la selva. Pero creo que es una mujer lista. Si aún no lo sabe, pronto lo adivinará. Y entonces ya veremos.

Observamos a Rachel mientras acompañaba a dos amigos suyos al coche. Era preciosa. Me encantaba su manera de moverse, su porte, su gracia. Sentí que algo se desgarraba dentro de mí, como un punto débil en una pared que lentamente empieza a extenderse, amenazando la resistencia y la estabilidad del conjunto.

– No va a gustarle -comentó Ángel.

– Se lo debo a Louis -contesté.

Ángel casi se echó a reír.

– No le debes nada a él ni a mí. Quizás a ti te lo parezca, pero nosotros no lo vemos así. Ahora tienes una familia, tienes una mujer que te quiere y una hija que depende de ti. No la cagues.

– No es ésa mi intención. Sé lo que tengo.

– ¿Por qué lo haces, pues?

¿Qué podía decirle? ¿Que deseaba hacerlo, que necesitaba hacerlo? En parte era eso, lo sabía. Quizá también, en una parte oscura y recóndita de mí mismo, quería alejarlas de mí, precipitar lo que veía como un final inevitable.

Pero había otra cuestión, que no podía explicar a Ángel, ni a Rachel, ni siquiera a mí mismo. Lo sentí en cuanto vi avanzar el taxi por la carretera, acercarse poco a poco a la casa. Lo sentí mientras observaba cómo se apeaba la mujer en la gravilla del camino de entrada. Lo sentí mientras contaba su historia, intentando contener las lágrimas, haciendo un desesperado esfuerzo por esconder su debilidad ante desconocidos.

Se había ido. Alice se había ido, y dondequiera que estuviese ahora nunca volvería a pasearse por este mundo tal como lo hizo en otro tiempo. No podía explicar cómo lo sabía, como tampoco podía explicar Martha la sensación de que su hija estaba en peligro. Esa mujer, llena de valentía y amor, había venido aquí por alguna razón. Había una conexión, y no podía negarse. Sabía por mi amarga experiencia que los problemas ajenos que llegaban a mi puerta exigían mi intervención, y no podía pasarlos por alto.

– No lo sé -dije-. Sólo sé que hay que hacerlo.


Poco a poco, la mayoría de los invitados se fue. Parecían haberse llevado consigo la alegría que habían traído, sin dejar ni rastro en la casa. Los padres de Rachel, así como su hermana, se quedaban a dormir. Walter y Lee también tenían previsto pasar un par de días, pero la visita de Martha los había obligado a cambiar de planes y ya iban camino de casa para que Walter pudiera hablar con los policías en persona si era necesario.

Yo estaba recogiendo en el jardín cuando me arrinconó Frank Wolfe. Era más alto que yo y más corpulento. Había jugado al fútbol en el instituto e impresionado a algunas universidades hasta el punto de ofrecerle una beca, pero se interpuso Vietnam. Frank ni siquiera esperó a que lo reclutaran. Era un hombre que creía en el deber y la responsabilidad. Joan ya estaba embarazada cuando él se marchó, aunque ninguno de los dos lo sabía en ese momento. Su hijo, Curtis, nació cuando él estaba in situ, y dos años después tuvieron una hija. Frank recibió condecoraciones, pero nunca habló de cómo las consiguió. Cuando Curtis, que era ayudante del sheriff del condado, murió a tiros en un atraco a un banco, no se vino abajo ni cayó en la autocompasión como habrían hecho algunos hombres, sino que mantuvo a su familia a su lado, estrechamente unida a él para que tuvieran a alguien en quien apoyarse y no se desmoronaran. Frank Wolfe tenía muchas virtudes dignas de admiración, pero éramos demasiado distintos para poder cruzar siquiera más que unas cuantas palabras civilizadas.

Frank sostenía una cerveza en la mano, pero no estaba borracho. Lo había oído hablar antes con su mujer, y ambos habían sido testigos de la llegada de Martha y del posterior cónclave. Supuse que, a partir de ese momento, Frank había aflojado con la bebida, ya fuera por voluntad propia o a instancias de su mujer.

Recogí unos platos de papel y los tiré en la bolsa de la basura. El Walter canino me seguía como una sombra, con la esperanza de hincarle el diente a cualquier resto que se cruzara en su camino. Frank me observaba, pero no hizo ademán de echarme una mano.

– ¿Va todo bien, Frank? -pregunté.

– Yo estaba a punto de hacerte la misma pregunta.

No valía la pena tratar de eludirlo. No había llegado a ser un buen abogado por falta de tenacidad. Acabé de recoger los platos de la mesa de caballetes, cerré la bolsa de la basura y pasé a ocuparme de las botellas vacías provisto de una bolsa nueva. Produjeron un grato tintineo al caer al fondo.

– Hago lo que puedo, Frank -dije sin levantar la voz. Era una discusión que no quería mantener con él, ni entonces ni nunca, pero ahí estaba.

– Con todos mis respetos, no lo creo. Ahora tienes obligaciones, responsabilidades.

Sonreí a mi pesar. Allí estaban esas dos palabras otra vez. Definían a Frank Wolfe. Probablemente se grabarían en su lápida.

– Lo sé.

– Por lo tanto, debes estar a la altura.

Para hacer hincapié en la idea, me señaló con la botella de cerveza. De algún modo, ese gesto le quitó autoridad dando la impresión de que no era tanto un padre preocupado como un borracho parlanchín.

– Oye, ese trabajo al que te dedicas tiene a Rachel muy preocupada. Siempre le ha preocupado y la ha puesto en peligro. Uno no pone en peligro a las personas a quienes ama. Eso no es propio de un hombre.

Frank se esforzaba en ser comedido, pero ya empezaba a ponerme los nervios de punta, quizá porque todo lo que decía era verdad.

– Mira, hay otras maneras de encauzar esas aptitudes tuyas -continuó-. No digo que debas dejarlo por completo. Tengo contactos. Trabajo mucho con compañías de seguros, y siempre andan buscando buenos investigadores. Está bien pagado. Te ganarías la vida mejor que ahora, eso por descontado. Puedo indagar, hacer alguna llamada.

En ese momento, yo echaba las botellas en la bolsa con más vehemencia. Respiré hondo para contenerme e intenté dejar la siguiente botella con la mayor suavidad posible.

– Te agradezco el ofrecimiento, Frank, pero no quiero investigar para aseguradoras.

A Frank se le había agotado el comedimiento, y se vio obligado a recurrir a algo más convincente. Levantó la voz.

– Pues desde luego no puedes seguir como hasta ahora. ¿Qué demonios te pasa? ¿Es que no te das cuenta de lo que está ocurriendo? ¿Quieres que se repita lo mismo que…?

Se interrumpió de golpe, pero ya era tarde. Ya lo había sacado a la luz. Yacía, negro y ensangrentado, en la hierba entre nosotros. De pronto me sentí muy, muy cansado. Me abandonó la energía, y dejé caer la bolsa con las botellas. Me apoyé en la mesa y bajé la cabeza. Noté una astilla afilada bajo la palma de la mano. La apreté con fuerza y sentí que la piel y la carne cedían a la presión.

Frank movió la cabeza en un gesto de impotencia. Abrió la boca y volvió a cerrarla sin articular palabra. No era un hombre dado a disculpas. Además, ¿por qué disculparse por decir la verdad? Él tenía razón. Tenía razón en todo lo que había dicho.

Y lo peor de todo era que Frank y yo compartíamos más afinidades en espíritu de lo que él creía: los dos habíamos enterrado a algún hijo, y los dos temíamos más que nada en el mundo que eso se repitiera. De haberlo querido, podría habérselo explicado en ese momento. Le habría hablado de Jennifer, de la imagen del pequeño ataúd blanco al desaparecer bajo las primeras paladas de tierra, de cuando ordené su ropa y sus zapatos para donarlos a niños todavía vivos, de la brutal sensación de ausencia que siguió, de los agujeros abiertos en mi ser que nunca volverían a llenarse, de que era incapaz de caminar por una calle sin que cada niño que pasaba me la recordase. Y Frank lo habría entendido, porque en cada joven que cumplía su deber veía a su hijo ausente, y en esa breve tregua parte de la tensión entre nosotros podría haberse eliminado para siempre.

Pero no hablé. Estaba distanciándome de todos ellos, y los viejos resabios afloraban a la superficie. Un hombre culpable, enfrentado al sentido de la moral de los demás, alegará amarga inocencia o buscará la manera de que recaiga su culpa en sus acusadores.

– Vete con tu familia, Frank -le dije-. Aquí ya hemos acabado.

Y recogí la basura y lo dejé en la oscuridad de la noche.


Cuando regresé, Rachel estaba en la cocina preparando café para sus padres e intentando recoger los restos de la mesa. Empecé a ayudarla. Era la primera vez que nos quedábamos solos desde que habíamos vuelto de la iglesia. Entró su madre para ofrecer ayuda, pero Rachel le dijo que ya nos ocuparíamos nosotros. Su madre insistió.

– Mamá, no te preocupes -dijo Rachel con un tono de irritación tal que indujo a Joan a retirarse con rapidez, tan sólo se detuvo un instante para lanzarme una mirada tan compasiva como acusadora.

Con la hoja de un cuchillo, Rachel raspó los residuos de una fuente para echarlos a la basura. La fuente tenía una cenefa azul en el borde, aunque no la conservaría por mucho tiempo si Rachel seguía rascando de ese modo.

– ¿Y bien? ¿Qué pasa? -preguntó. No me miró al hablar.

– Lo mismo podría preguntarte yo.

– ¿A qué te refieres?

– Hoy has tratado a Ángel y Louis con cierta aspereza, ¿no crees? Apenas les has dirigido la palabra. De hecho, tampoco a mí me has hablado mucho que digamos.

– Tal vez si no os hubieseis enclaustrado toda la tarde en tu despacho, habríamos tenido ocasión de hablar.

Era una crítica justa, pese a que habíamos estado en el despacho menos de una hora.

– Lo siento. Ha surgido algo.

Rachel golpeó la fuente contra el borde del fregadero y saltó una pequeña esquirla azul de loza, que fue a caer al suelo.

– ¿Cómo que ha surgido algo? ¡Es el bautizo de tu hija, joder!

En el salón dejaron de oírse voces. Cuando se reanudó la conversación, se notaba más apagada y tensa.

Me acerqué a ella.

– Rach… -empecé a decir.

Levantó las manos y retrocedió.

– No. No te acerques.

Me quedé paralizado. De pronto las manos me parecieron torpes e inservibles. No sabía qué hacer con ellas. Decidí cruzarlas detrás de la espalda y apoyarme en la pared. Era lo más aproximado a un gesto de rendición sin levantarlas por encima de la cabeza u ofrecer el cuello a la hoja del cuchillo. No quería pelearme con Rachel. Era todo demasiado frágil. Al menor tropiezo nos veríamos rodeados de los fragmentos y cascotes de nuestra relación. Sentí que la mano derecha se me pegaba a la pared. Cuando bajé la mirada, vi sangre en la palma, debida al corte con la astilla.

– ¿Qué quería esa mujer? -preguntó Rachel. Con la cabeza gacha, le caían mechones sueltos sobre los ojos y las mejillas. Deseé verle bien la cara. Deseé apartarle el pelo y tocarle la mejilla. Así, con las facciones ocultas, me recordaba demasiado a otra.

– Es la tía de Louis. Su hija ha desaparecido en Nueva York. Creo que ha acudido a Louis como último recurso.

– ¿Louis te ha pedido ayuda?

– No, se la he ofrecido yo.

– ¿A qué se dedica la hija?

– Era prostituta y drogadicta. Su desaparición no será una prioridad para la policía, así que tendrá que buscarla otro.

Rachel se pasó los dedos por el pelo en un gesto de frustración. Esta vez no intentó detenerme cuando me aproximé a ella. Al contrario, no se resistió cuando la estreché y apoyé su cabeza en mi pecho.

– Sólo será un par de días -expliqué-. Walter ha hecho unas cuantas llamadas. Tenemos la pista del chulo. Es posible que la chica esté a salvo en algún sitio, o escondida. A veces las mujeres de la vida se retiran durante una temporada. Ya lo sabes.

Lentamente, me rodeó la espalda y me abrazó.

– Era -susurró.

– ¿Qué?

– Has dicho «era», que era prostituta.

– Sólo es una manera de hablar.

Aún apoyada en mí, movió la cabeza en un gesto de negación para desmentir mis palabras.

– No se trata de eso. Tú ya lo sabes, ¿verdad? No sé cómo lo adivinas, pero creo que cuando ya no hay esperanza tú lo sabes. ¿Cómo puedes vivir con eso? ¿Cómo puedes soportar la tensión de esa certidumbre?

No contesté.

– Tengo miedo -dijo ella-. Por eso no les he dirigido la palabra a Ángel y Louis después del bautizo. Me da miedo lo que representan. Cuando hablamos de que fueran los padrinos de Sam, antes del parto, era como si…, bueno, era como en broma. No es que no quisiera, ni que no lo pensara en serio cuando accedí, pero en ese momento no vi nada malo en ello. Sin embargo hoy, al verlos allí, he pensado que no quería que tuviesen nada que ver con ella, no de esa manera, y al mismo tiempo sé que los dos arriesgarían su vida, sin dudarlo, por salvar a Sam. Harían lo mismo por ti, o por mí. Es sólo que… siento que traen…

– ¿Problemas? -pregunté.

– Sí -susurró-. Su intención no es ésa, pero es así. Los problemas van tras ellos.

En ese momento formulé la pregunta que temía plantearle.

– ¿Y crees que también me persiguen a mí?

La quise por su respuesta, pese a que apareció otra fisura en todo lo que era nuestro.

– Sí -contestó-. Creo que quienes están en apuros te encuentran, pero con ellos llegan los que causan dolor y sufrimiento. -Me estrechó más fuerte entre sus brazos e hincó las uñas en la piel-. Y te quiero por el hecho de que te duele dar la espalda. Te quiero por desear ayudarlos, y he visto cómo has estado estas últimas semanas. Te he visto después de apartarte de alguien a quien creías poder ayudar.

Se refería a Ellis Chambers de Camden, que se había dirigido a mí una semana antes por un asunto relacionado con su hijo. Neil Chambers había estado en tratos con ciertos individuos de Kansas City, y lo tenían bien sujeto entre sus garras. Ellis carecía del dinero necesario para sacarlo del apuro, así que alguien tendría que intervenir en nombre de Neil. Era un trabajo que sólo se resolvería mediante el uso de la fuerza, pero aceptarlo habría implicado alejarme de Sam y Rachel, y también cierto riesgo. Los acreedores de Neil Chambers no eran la clase de personas que aceptaban de buen grado consejos sobre cómo llevar sus asuntos, y en cuanto a sus métodos de intimidación y castigo, no eran lo que se dice sutiles. Además, Kansas City quedaba muy lejos de mi territorio, y le dije a Ellis que quizás esa gente se avendría más a una intervención local que a la implicación de un forastero. Hice averiguaciones y le di unos cuantos nombres, pero percibí su decepción. Para bien o para mal, me había granjeado la reputación de un tipo con quien se podía contar. Ellis esperaba algo más que una recomendación. En el fondo, yo también creí que él merecía más.

– Lo hiciste por mí y por Sam -dijo Rachel-, pero me di cuenta del esfuerzo que representó para ti. Fíjate, ahí tienes el ejemplo: elijas el camino que elijas, será doloroso para ti. Mi única duda era durante cuánto tiempo más podrías seguir dando la espalda a quienes recurren a ti. Supongo que ahora ya lo sé. Ha terminado hoy.

– Rachel, es familia de Louis. ¿Qué podía hacer?

Ella esbozó una triste sonrisa.

– Si no hubiese sido ella, habría sido otra persona. Ya lo sabes.

Le besé la coronilla. Olía a nuestra hija.

– Tu padre ha intentado hablar conmigo en el jardín.

– Seguro que os lo habéis pasado en grande.

– Ha estado genial. Estamos pensando en irnos juntos de vacaciones. -Volví a besarla, y pregunté-: ¿Y nosotros? ¿Estamos bien?

– No lo sé -contestó ella-. Te quiero, pero no lo sé.

Dicho esto me soltó y me dejó solo en la cocina. La oí subir por la escalera, y luego me llegó el crujido de la puerta de nuestra habitación, donde en ese momento dormía Sam. Sabía que Rachel la contemplaba, escuchaba su respiración, velaba para que no le ocurriera ningún mal.


Esa noche oí la voz de la Otra llamarme desde debajo de nuestra ventana, pero no me acerqué al cristal. Y detrás de sus palabras distinguí un coro de voces, susurrantes y lastimeras. Me tapé los oídos y cerré los ojos apretando los párpados con fuerza. Al cabo de un rato me dormí y soñé con un árbol deshojado y gris, sus ramas puntiagudas torcidas hacia dentro, erizadas de espinas, y en la prisión que formaban, tórtolas plañideras aleteaban y chillaban, y en su forcejeo un sonido grave y sibilante se elevaba desde sus alas, y allí donde las espinas les habían traspasado la carne brotaba la sangre entre las plumas. Y dormí mientras un nuevo nombre se grababa en mi corazón.